Una vez allí, Marguerite se aproximó al cuerpo.
—La posición de la mujer parece de caída natural por un desmayo —observó agachándose.
—No debió de perder la consciencia por completo hasta encontrarse en el suelo —matizó la forense—, pues no he detectado daños en la cabeza ni en la cara. Y hubiera sido fácil que alguna parte de su cuerpo chocara contra la esquina de algún pupitre.
—Interesante —observó la detective, paseando ahora su mirada por toda el aula—. Sí, es casi imposible esquivar las mesas de los alumnos en la zona donde cayó. Perdería el equilibrio y, ya en el suelo, se quedaría sin conocimiento. Por lo demás, todo parece muy normal...
En otras circunstancias, Marguerite ni se hubiera personado ante unos hechos tan anodinos como aquellos. No obstante, la especial fijación que tenía con aquel
lycée
le hacía contemplar cada suceso con el máximo detenimiento.
Desde luego resultaba llamativo el ritmo de muertes que estaba soportando ese centro durante aquel maldito curso, ya fuese con violencia o por aparentes causas naturales. A ese paso, los padres de los estudiantes matriculados iban a empezar a plantearse si era una buena idea llevar a sus hijos allí.
¿Era concebible tanta mala suerte concentrada en aquel lugar?
—Bueno, esperaremos a los resultados de la autopsia para cerrar el asunto —concluyó Marguerite, dispuesta a irse—. Por cierto...
Se detuvo en la puerta de la clase, mientras buscaba algo con la mirada por todas partes.
—Louis —se dirigió a su compañero—. Has dicho que la mujer estaba limpiando esta clase, ¿no?
—Eso es —contestó el aludido—, era una de las encargadas de mantenimiento.
—Aja —ella se humedeció los labios con la lengua—. ¿Y me puedes decir con qué lo hacía?
Tanto la forense como el policía comprobaron, perplejos, que allí no había ningún utensilio de limpieza, ni siquiera un trapo o una fregona.
Vaya sorpresa.
* * *
Se trataba de un tipo joven, de rostro afable, bien vestido. Llegó hasta Pascal —en apariencia, mientras se dirigía hacia la puerta de salida— antes de que el chico pudiera plantearse algún tipo de reacción. El hecho de que fuera un desconocido y no un vecino no ayudó a tranquilizar al Viajero.
El individuo le sonrió al llegar junto a él, le deseó buenas noches de un modo muy cordial y, a continuación, sin alterar su rostro amable, extrajo con celeridad una pistola de su axila. A Pascal le dio un vuelco el corazón.
—Pascal, ¿verdad? —no esperó su respuesta—. ¿Te importa acompañarme?
El tipo se había colocado ante él de tal modo que su arma no resultaba visible desde el exterior del portal. Tenía la osadía de sonreír tras aquella invitación.
Al Viajero le resultaba surrealista esa exquisita educación en alguien que, en definitiva, le estaba secuestrando a punta de pistola. No tuvo más remedio que obedecer.
Una vez en la calle, el raptor le pasó un brazo por los hombros mientras mantenía la mano del otro en un bolsillo de su abrigo, sujetando la pistola.
Ya había anochecido por completo, la luz mortecina de las farolas ayudaba a camuflar aquel abrazo artificial, postizo.
—Vamos, y en silencio —ordenó el desconocido, sin alterar el tono neutro de su voz—. Al menor intento de fuga, te mato. No hay más.
El Viajero obedeció sin alterar su mutismo. Acababa de aprender que no hace falta gritar para transmitir una sensación de amenaza. Aquel tipo tan mesurado encarnaba, sin duda, el peligro. Procuró tranquilizarse. Necesitaba pensar. Acarició el bulto de la empuñadura de la daga bajo sus vaqueros, disimulado gracias a la camiseta, cuyo extremo inferior le caía por encima de la cintura. Incluso sin llegar al contacto directo con el arma, sintió el cauce energético que nacía de ella recorriéndole las venas.
Aquello le infundió valor. Ya solo le faltaba alguna idea.
En el exterior, el tipo que hablaba por el móvil junto al portal se había ido. Pascal lamentó haberse equivocado al centrar su atención en un desconocido inofensivo, aunque ya era tarde para recriminaciones íntimas. Ahora la prioridad debía ser otra: huir. Se fijó en el camino que estaban recorriendo y en las escasas personas con las que se cruzaban, escudriñando rostros a los que pedir ayuda de alguna forma disimulada.
La cosa estaba muy difícil. Mucho.
—Sin tonterías —susurró su captor a su lado, suspicaz ante los movimientos de cabeza de su víctima.
La ruta que seguían estaba muy bien elegida, perfectamente planificada. Eludían las grandes avenidas recorriendo calles estrechas, poco iluminadas y, a aquellas horas, todavía menos concurridas.
Pascal supo que tenía que reaccionar rápido. Alguien que tiene que llevarse por la fuerza a otra persona no deja lejos su guarida. O su vehículo. Y una vez hubiesen abandonado los escenarios públicos, las posibilidades de escapar disminuirían de forma drástica.
Cada paso reducía sus esperanzas, las iba consumiendo dentro de su encogido cuerpo.
—¿Te envía Verger? —se atrevió a preguntar.
El otro no respondió, se limitó a acelerar el paso atenazando con más fuerza la pistola. Pascal adivinó el perfil de su cañón dentro del bolsillo. Aquello no era un juego.
A pesar del infructuoso resultado que había obtenido su pregunta y del temor creciente que lo iba dominando, la mención de aquel apellido había resucitado en Pascal una información clave: André Verger lo quería vivo.
¿Cómo podía no haber caído en la cuenta? Muerto no le servía de nada, pues entonces no podría ejercer para él como Viajero, no podría transformarse en una máquina de hacer dinero tal como pretendía el hechicero.
Aquel dato, que anulaba el carácter letal de la advertencia de su captor, le otorgaba un nuevo aliento.
Estimulado ante el cambio de perspectiva, Pascal se preparó para un violento giro que le permitiera zafarse del abrazo de su cazador por un segundo y echar a correr. Si, al contrario de lo que pensaba, estaba equivocado con las instrucciones que habría dado Verger a ese sicario, poco tardaría en sentir sobre la piel el impacto ardiente de una bala. Y todo habría acabado.
Si el secuestrador hubiera podido distinguir las facciones de Pascal en aquel momento, con toda seguridad se hubiese puesto alerta y tal vez habría logrado abortar las intenciones de su prisionero. En el rostro del Viajero había desaparecido la zozobra del indefenso para mostrar ahora las aristas firmes del rebelde que aprieta los dientes mientras trama su revancha. Estaba decidido a luchar. A defenderse.
Pascal aguardó el instante preciso en el que, fruto de las diferentes zancadas con las que cada uno se desplazaba, el brazo del desconocido quedó más suelto sobre sus hombros y, actuando con todas sus fuerzas, se agachó impulsándose hacia atrás.
Aquella maniobra, tan rápida como repentina, pilló desprevenido al secuestrador, que, con una mano ocupada en un bolsillo, apenas pudo evitar que Pascal se desembarazase de su brazo y se lanzara a la carrera por el callejón más cercano, buscando quedar fuera del alcance de su vista y de su arma.
A cada metro que recorría en aquella demencial escapada, Pascal contenía la respiración esperando la detonación que anunciara el final de su rebeldía. Pero no fue así. A su espalda solo se oían las pisadas frenéticas de aquel hombre, cada vez más cerca.
No había duda. Lo querían vivo.
El individuo, maldiciendo en voz alta, iba tras él. Nada más girar el recodo que había traspasado Pascal segundos antes, se encontró con una calle desierta que le obligó a detenerse.
Se trataba de un cochambroso callejón bastante largo, peatonal, una grieta sucia y estrecha entre edificios ruinosos que terminaba en otra avenida, unos cuatrocientos metros más adelante. La basura se amontonaba por todos los rincones, impregnando el lugar de una atmósfera nauseabunda.
El secuestrador acarició su pistola en el interior de su bolsillo mientras calibraba la situación. Con la escasa ventaja que le llevaba el chico, era imposible que Pascal Rivas hubiese alcanzado el final de esa vía marginal, así que por fuerza tenía que permanecer oculto entre aquellos portales desvencijados y los desperdicios repartidos por todas partes.
Estaba allí, muy cerca. Sentía su miedo, casi podía olisquearlo, oír su respiración entrecortada.
Estaba a su alcance, desarmado y sin testigos. No había podido llegar más lejos.
El individuo comenzó a avanzar muy despacio, recorriendo alternativamente ambos lados del callejón, asomándose a cada rincón que pudiera servir de escondite. Había terminado por sacar su pistola: empezaba a cansarse de tantas cautelas cuando estaba a punto de perder a su presa.
El señor Verger no disculparía un error semejante.
Avanzaba con calma, atenuando el sonido de sus pisadas e incluso el de su respiración.
Pascal le observaba desde su escondite. Había desenfundado su daga. Su perseguidor no contaba con que él dispusiera de aquella arma y eso era una ventaja incuestionable, ya que reducía la disposición defensiva de aquel hombre, más centrado en atraparle que en protegerse.
Aquel tipo no veía a Pascal como un peligro, y eso iba a ser su perdición.
Incluso entonces, antes de que se hubiera producido desenlace alguno, el chico se sintió orgulloso de su actitud. El Viajero también existía en el mundo de los vivos.
Cuando el desconocido estuvo lo suficientemente cerca, Riscal agarró una pieza de madera que había encontrado en el suelo y la impulsó en dirección contraria a donde él se encontraba. Se produjo un ruido seco cuando el bloque impactó contra un contenedor roto y terminó deslizándose sobre una zona sin pavimentar. El secuestrador era demasiado profesional como para caer en aquella trampa, pero no pudo evitar, por puro reflejo, volverse un instante hacia el sonido. A fin de cuentas, se enfrentaba a un adversario joven y desarmado, así que tampoco consideró necesario seguir todos los protocolos aconsejables ante una situación como aquella.
Ese momento de desprotección, aunque breve, fue sin embargo suficiente para dar tiempo a Pascal a lanzarse sobre él, daga en ristre.
Fue un único salto, amplificado por el instinto de supervivencia.
En realidad, lo único que pretendía el Viajero era herir a aquel tipo en el brazo que sostenía el arma. Había olvidado que la daga, en conjunción con su propia mano, adquiría iniciativa propia. Algo que recordó cuando fue incapaz de frenar los movimientos de la afilada hoja que, sin dar tiempo a nada, amputaron al desconocido la mano armada para a continuación centrarse en atravesarlo a la altura del pecho.
Todo sucedió en décimas de segundo.
El secuestrador cayó de rodillas, herido de muerte, sin emitir ni un gemido. En su rostro se había quedado grabado un gesto de absoluto estupor al verse superado por un chaval tan joven. Segundos después, exhalaba su último suspiro.
Pascal, aún con demasiado miedo como para procesar lo que acababa de ocurrir, miró en todas las direcciones, aterrado ante la posibilidad de que algún vecino pudiera haber sido testigo de aquella lucha.
De momento, sin embargo, el callejón conservaba su quietud. No dejaba de ser injusto que una muerte provocara tan poco revuelo, atinó a pensar, dando gracias por ello.
¿Y ahora qué debía hacer?
La lógica se impuso. Debía contar con sus compañeros. Lo primero, ponerse en contacto con Marcel Laville. Aquel asunto, que tenía muy poco de esotérico, requería la intervención del Guardián de la Puerta.
En aquel momento Pascal descubrió que, dentro del equipo de conocedores del secreto de la Puerta Oscura, cada uno tenía sus competencias.
—Esconde el cadáver —instruyó el forense nada más escuchar el testimonio de Pascal—. Y desaparece de ahí, vete a tu casa de inmediato. Llámame después para indicarme que has llegado bien y dónde has dejado el cuerpo; ya enviaré yo a alguien para que se deshaga definitivamente de él.
Marcel, tapizando su angustia de frialdad, acababa de descubrir que el control rutinario al que sometían a todos los médiums era insuficiente cuando alguno se hallaba envuelto en planes oscuros. Aquella maniobra de Verger le había pillado fuera de juego. A cambio, sabía bien que una de las ventajas del perfil criminal que debía de estar utilizando el hechicero para fichar a sus secuaces consistía en que si aquella gentuza desaparecía durante un «encargo», nadie los echaba en falta. Y eso al Guardián le venía bien. Los tipos que acostumbran a moverse con invisibilidad en la sociedad se transforman así, al mismo tiempo, en víctimas muy propicias, llegado el caso de tener que liquidarlas. La única razón por la que Marcel había permitido, sin embargo, que trascendiese la muerte de Cotin, era para transmitir una advertencia a André Verger, para intentar frenar su desmedida ambición. Una expectativa que resultó ser excesivamente optimista, a la vista de lo que acababa de sucederle al Viajero.
Pascal se sentía seguro ante la determinación del forense.
«Qué agradable es obedecer», se dijo el Viajero. Solo obedecer. Sin pensar.
Había cosas de su antigua vida que a veces echaba de menos.
«Todo tiene un precio», continuó pensando mientras se dirigía hacia el cuerpo de su secuestrador sin perder de vista los solitarios alrededores.
No obstante, al ver el cadáver en el suelo, toda aquella determinación que le había insuflado la conversación con Marcel Laville se vino abajo. Tenía que tocarlo, arrastrarlo, enfrentarse al lastre de su peso muerto y sus facciones inexpresivas, que no dejaban de recordarle lo que había hecho. Casi podía imaginar a aquel hombre abriendo sus ojos vidriosos y señalándole con el dedo sin decir nada, como se señala a un criminal.
Tú me has matado... Asesino
...
¿Lo era? ¿Aquel acto lo acababa de convertir en un asesino? Pascal tragó saliva. Había matado a un hombre, en su propio mundo, en el mundo de los vivos. Sus manos estaban manchadas de sangre. ¿Quién podía imaginar que su labor como Viajero exigiría ese tipo de acciones?
¿Acaso había alguna manera de comprobar que su legítima defensa había requerido una reacción tan... despiadada? ¿Hubiera podido evitar esa muerte? Quiso creer que no, necesitaba creerlo para no perder la cordura.
Pascal, esforzándose por adoptar una actitud de autómata que le ahorrase desgaste psíquico, se preparó para acometer la penosa tarea de ocultar el cuerpo.