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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (38 page)

BOOK: El mal
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Michelle.

¿Qué estaba ocurriendo entre ella y Pascal? El beso antes del viaje al Más Allá había partido de Michelle, así que parecía claro que ella sí estaba por la labor de empezar algo con Pascal. Aquel paso suponía un salto considerable con respecto a la prudencia que Dominique había observado hasta el momento.

Todavía, por una sensibilidad desconocida en él —o acaso porque, en el fondo, le aterraba la alternativa de que se confirmaran sus últimas sospechas—, no había querido sacar el tema con ninguno de los dos, pues era evidente que cuando realmente tomaran una decisión, él sería de los primeros en saberlo.

¿Era ella la razón por la que Pascal había vuelto tan raro del Más Allá? No tenía mucho sentido. Dominique se daba cuenta de que las conversaciones pendientes entre ellos se acumulaban. Preocupado, tuvo la impresión de que la comunicación dentro del grupo se había hecho más difícil conforme la Puerta Oscura desplegaba su influencia. No acusó a nadie de aquel fenómeno, que descubrió tan inevitable como natural.

Bajo el clima de sinceridad que todos procuraban cultivar como amigos que eran, cada uno albergaba sus propios secretos.

* * *

Se encontraban ya en el
lycée,
rodeados por la atmósfera irreal que siempre ocasiona una muerte.

Marguerite se volvió hacia Marcel, que permanecía inclinado sobre el cuerpo. Aunque el juez ya había autorizado el levantamiento del cadáver, los policías habían preferido mantener intacta la escena de la muerte a petición de la detective Betancourt.

—¿Cómo lo ves?

El forense tardó un poco en contestar; con sus manos enguantadas movía el cuerpo y apartaba la ropa que lo cubría para inspeccionar diferentes zonas de la piel que no quedaban a la vista.

—Tal como ha señalado mi compañera, no se aprecian señales de violencia —comenzó él—. La mujer se encontraba en esta clase cuando, imagino, sufrió un vahído y, apoyándose en los pupitres —fíjate que están movidos—, alcanzó el suelo, donde poco después murió por alguna insuficiencia, previsiblemente cardíaca.

—La cuestión es qué hacía aquí.

La detective ya había puesto al corriente a su amigo sobre sus suspicacias en cuanto a eso. Siempre que encontraba un cabo suelto, se negaba a calificar una muerte de natural, un planteamiento de lo más coherente dentro de su profesión.

—¿Dónde están los materiales de limpieza que ella estaba utilizando?

—Al extremo del pasillo encontrarás una fregona apoyada en la pared —informó la detective—. El resto queda todavía más lejos. Parece que los dejó de una forma algo precipitada.

—O sea, que no estaba trabajando en esta sala... y algo llamó su atención, la atrajo hasta aquí.

—Este pasillo no le correspondía, desde luego. Ya lo hemos comprobado: tres empleadas se encargan de la limpieza del
lycée,
y este pasillo ya había sido limpiado con anterioridad por una de sus compañeras.

Marcel frunció el ceño.

—Pues sí que es raro, ¿verdad?

—A lo mejor terminó su labor y, como aún no tenía bastante, decidió repasar la de sus compañeras —aventuró Marguerite, sarcástica—. Eso es amor al trabajo, teniendo en cuenta que ya se le había hecho tarde. Eso sí, dejó sus utensilios en su zona para poder dedicarse con comodidad a decidir lo que iba a limpiar por segunda vez. ¿Qué te parece como hipótesis de partida?

—Muy creativa, Marguerite. Felicidades.

—Gracias.

—¿Huellas?

—Miles, como comprenderás. Tardaremos mucho en comprobar si hay alguna interesante, cosa que dudo.

—Yo también —Marcel se levantó—. Así que algo llamó la atención de la señora Renard cuando ya se disponía a irse y vino hasta aquí, pero no pudo continuar porque le sobrevino una muerte casi fulminante.

—Eso es.

—A veces pasa, Marguerite. ¿No deseamos todos una muerte rápida y sin dolor? La naturaleza es imprevisible.

—Indolora y rápida, sí —convino ella—, pero en su momento. Con esta mujer, la naturaleza se ha dado demasiada prisa, ¿no crees? Además, hasta que no me ofrezcas una razón de peso para justificar su presencia en esa clase, no daré mi brazo a torcer. A mí esto me suena raro.

—Ya. En realidad, mi pregunta era algo tramposa.

—¿Y eso?

—Mira sus facciones. Están contraídas. Su final pudo ser rápido, pero, desde luego, no indoloro. Sufrió.

—Qué alegría —comentó ella entre resoplidos—. Bueno, dejémonos de juegos. ¿No decías que me ibas a ayudar? Dime algo que no sepa o voy a empezar a pensar que nuestro pacto de silencio no me compensa.

Marcel sonrió, reflexivo.

—Sigues empeñada en que su muerte oculta algo. A lo mejor es porque en este
lycée,
después de lo que vivimos hace unos meses, todo nos parece sospechoso.

—Puede que eso ayude —reconoció ella—, pero lo más determinante ha sido la incongruencia de que esta pobre mujer se encontrara aquí cuando ya había terminado su jornada laboral. Dame una respuesta razonable que lo justifique y me olvidaré del asunto.

—¿Alguna sugerencia?

Marguerite puso gesto resignado.

—No. En este centro ha habido algunos robos recientemente, pero todos de escasa envergadura, tonterías de críos.

—Ya veo.

—Ahora te toca a ti.

—Para empezar, debo informarte de que se puede provocar una muerte así.

Marguerite se aproximó a su amigo, atraída por la posibilidad de desenmascarar un fallecimiento de apariencia tan natural.

—¿En serio?

—La autopsia puede no resultar suficiente para demostrarlo —el forense se mostró cauto—. Pero sí es posible matar a una persona y evitar que los análisis habituales lo detecten.

—Qué poco tranquilizador. ¿Cómo se hace eso?

Marcel no respondió en un principio. Primero invitó a su amiga a salir del aula y, manteniéndose apartados, continuaron su conversación en el corredor.

—Inyectando una dosis letal de fármacos anestésicos, psicotrópicos... Sus restos en sangre pueden llegar a pasar desapercibidos en una autopsia rutinaria. Otra de las formas, más eficaz, es administrar a la víctima insulina en cantidad suficiente —explicó Marcel—, lo que provoca fallos cardíacos letales. Para ello se utilizan jeringuillas hipodérmicas, muy finas, que casi no dejan señal, y se elige para el pinchazo alguna zona donde sea casi imposible detectar el orificio ocasionado.

—¿Por ejemplo?

—No sé... axilas, cuero cabelludo... Una autopsia no permite descubrir esos rastros si no hay un recelo previo. Y los restos de la insulina no se detectan en los análisis toxicológicos. Así que, oficialmente, nos encontraríamos ante una muerte natural.

Marguerite se acariciaba la barbilla, concentrada.

—¿Y cuánto tarda en morir una persona sometida a esa dosis de insulina?

—Depende de la cantidad inyectada, de la constitución de la víctima y de las condiciones de salud en las que se encuentre. Pero en cualquier caso es cuestión de minutos, si se acierta con la dosis adecuada.

—Interesante.

—Te recuerdo que son elucubraciones, Marguerite.

La detective sucumbió a la tentación de creer que eso era justo lo que había ocurrido, aunque era muy consciente de que se adelantaba demasiado y podía estar metiendo la pata. Si su superior se hubiera enterado de las pesquisas a las que estaba destinando su tiempo, la habría enviado a la comisaría de inmediato con una amonestación.

Pero nadie se iba a enterar de lo que estaba hablando con su amigo. Al menos hasta que hubieran comprobado la veracidad de sus sospechas.

Marguerite se dedicó ahora a contemplar a Marcel. Los dedos de ella acariciaron su jersey hasta dar con el collar de amatistas. El forense, percatándose de aquel indicio, se preparó para un nuevo asedio de la detective.

—Tú ya contabas con venir, ¿verdad?

Marcel puso los ojos en blanco.

—Marguerite, no empieces...

—Has sido tú mismo quien ha propuesto echarme una mano —le acusó—. Y tus conclusiones, esta información que me acabas de facilitar... Lo tienes todo muy pensado. En realidad, no me has regalado nada con el trato que hemos hecho. Eres un cabrón muy listo.

Marcel mantuvo la entereza.

—No sé adonde quieres llegar... ¿Continuamos con la investigación?

—Quiero llegar a que ahora sí estoy convencida de que el final de Sophie Renard no ha sido una muerte natural. Tu presencia aquí constituye una auténtica evidencia de ello.

—¿Qué insinúas?

—Que eres como los buitres, solo que en vez de detectar la carroña, tú detectas a kilómetros los crímenes extraños. Pareces intuirlos. Bueno —ella adoptó un semblante de extrema gravedad—. Los detectas... como mínimo.

Marcel se echó a reír, aunque fue una risa que sonó algo forzada.

—Estás llegando demasiado lejos, Marguerite.

—En absoluto —rechazó ella, sin ceder ni un milímetro de terreno en aquella pugna—. Tengo la impresión de que ese es precisamente el riesgo que has empezado a correr tú conmigo. Porque me da la impresión de que tu relación con alguna de estas muertes va más allá de un sexto sentido.

—Y tú —replicó él sin perder la sangre fría, destinándole una severa mirada— vuelves a inmiscuirte donde te habías comprometido a no hacerlo.

Aquella reacción terminaba de confirmar el temor de la detective: allí estaba ocurriendo algo que tenía poco de natural.

—Incluso los compromisos cuentan con límites, Marcel. Lamento ser tan... humana.

Marguerite sabía cómo atacar.

Marcel se encogió de hombros, envueltos ambos en aquella discusión que los había obligado a irse alejando de donde todavía permanecían algunos policías y el director del instituto, en una suerte de velatorio anticipado de un cadáver al que nadie parecía atender de verdad salvo ellos dos.

—Si te va a tranquilizar, no tengo inconveniente en reconocer que me estoy planteando también que esta muerte oculta algo, Marguerite.

—Intuyo que lo estás haciendo desde hace bastante más rato de lo que me quieres dar a entender, pero me sirve igualmente.

—Dios mío, somos como el perro y el gato —se quejó Marcel, buscando consuelo en la serena penumbra del pasillo del
lycée
que se prolongaba ante ellos—. No me explico cómo llevamos tanto tiempo trabajando juntos.

Tal vez sus frecuentes enfrentamientos servían de estímulo a sus neuronas.

—No llores tanto, hasta ahora no nos ha ido mal. Y la culpa es tuya —añadió ella, alevosa—. Tú eres quien ha destapado la caja de Pandora de los fenómenos paranormales, arruinando mi confianza profesional y obligándome a irregularidades que ni yo, y ya es decir, me habría planteado nunca.

Marcel hizo un elocuente gesto de rendición, alzando los brazos.

—¿Cuánto tiempo más me vas a castigar por eso con tu venenosa lengua?

—No dramatices. Acostumbrado a conceptos como el de la eternidad —de nuevo el sarcasmo—, no creo que te resulte tan duro soportar de vez en cuando alguna eventual bronca merecida.

—Si tú lo dices.

—Retomemos el asunto.

—Estoy de acuerdo. A este paso se va a pudrir el cadáver.

La detective hizo caso omiso de aquella observación.

—Entonces —recapituló ella—, ¿estás de acuerdo en que algo llamó la atención de la mujer, lo que provocó que abandonara sus utensilios y viniera hasta esta aula, una decisión que a la postre provocó su muerte?

—Parece lógico, atendiendo a los indicios.

—Así que el motivo de su muerte es que llegó a ver algo que no tendría que haber visto, y eso la condenó.

Marcel arrugó la nariz.

—Más bien vio a alguien —matizó—. Una ejecución fulminante de una víctima tan inofensiva como Sophie Renard suele venir asociada a mantener en el anonimato a otra persona. Sophie murió por mala suerte, víctima de su curiosidad. Supongo.

El forense cayó en la cuenta de que no era la primera vez que se enfrentaba a una tragedia en la que se hallaba presente aquel injusto azar. Recordó su última visita al cementerio de Pere Lachaise para depositar unas flores en la tumba de Agnes Perigueux, y se le revolvió el estómago de rabia.

Marguerite había comenzado a pasear, dando vueltas a todas aquellas ideas que se apelotonaban en su cabeza.

—Pero ¿a quién pudo ver en un simple
lycée
fuera del horario de clases, cuya identificación obligara a matarla? Eso no podemos saberlo, pero...

—¿Pero?

—Pero seguro que será más fácil averiguar qué estaba haciendo ese desconocido o desconocida aquí, lo que nos acabará conduciendo hasta él.

Marcel sonrió. Su amiga empezaba a despertar, por fin libre de escrúpulos.

—Marguerite, te puedo confirmar que nos enfrentamos a una presa de sexo masculino, al menos a una, con un mínimo margen de error.

—¿Y eso?

—Si la autopsia confirma que a Renard le inyectaron algún tipo de sustancia letal —explicó Marcel—, tuvo que ser sujetada mientras lo hacían. Y como no tiene marcas de autodefensa en los brazos, ni un solo hematoma, eso implica que la diferencia de fuerza con quien la sujetaba era desproporcionada. Su agresor era un hombre. O varios.

—Gracias, Marcel.

El forense modificó su anterior impresión. Eran ambos, como equipo, quienes despertaban. Y se sintió reconfortado.

Sí. Los dos se necesitaban. Estaban condenados a entenderse.

—¿Qué propones, Marguerite?

—Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, nuestro asesino se movía por esta zona del
lycée,
¿no?

—Sí —convino él—, no hay indicios de que la víctima fuera arrastrada, así que la mujer murió en el mismo lugar donde la encontraron.

—Y si ella vino por voluntad propia hasta aquí...

En eso Marcel también estuvo de acuerdo. No tenía ningún sentido que el asesino la condujera hasta allí viva, con el riesgo que eso suponía teniendo en cuenta que el director estaba en su despacho y el conserje en su cabina del vestíbulo. Por eso era mucho más lógico pensar que Sophie Renard había aparecido por allí de improviso y había sorprendido al tipo en plena faena, lo que había provocado su muerte.

—Si ella vino por propia voluntad hasta aquí —repitió Marguerite—, quiere decir que era por aquí por donde nuestro hombre estaba haciendo algo
feo
. Hay que estudiar muy bien todo el escenario, en busca de algún detalle que no cuadre.

—Al acudir hasta esta zona, ella cortó la retirada a su agresor —Marcel reconstruía visualmente la trayectoria de los pasos del asesino hasta la salida del centro—, lo que la condenó. Quienquiera que estuviese aquí, tenía mucho interés en no dejar testigos de su presencia. Y al verse acorralado, decidió improvisar...

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