—Ésa es la excusa de todos los que se lanzan a la guerra —comentó Alfred en voz baja.
Samah palideció de ira, y Orla se apresuró a intervenir.
—Lo que dices es cierto, hermano. Y hubo quienes argumentaron en contra de ello.
—Pero lo hecho, hecho está y el pasado queda atrás —continuó Samah con voz seria y severa, mientras varios de los miembros del Consejo se revolvían en sus escaños, inquietos—. Las fuerzas mágicas que desatamos demostraron ser mucho más destructivas de lo que habíamos previsto. Demasiado tarde, descubrimos que no podíamos seguir dominándolas. Muchos de los nuestros sacrificaron su propia vida en un intento de detener el holocausto que se extendía por el mundo, pero todo fue en vano. Sólo pudimos asistir a la catástrofe horrorizados e impotentes y, cuando todo terminó, hacer todo lo posible por salvar a quienes habían conseguido sobrevivir.
»La creación de los cuatro mundos tuvo éxito, así como el encarcelamiento de nuestros enemigos. Cogimos a los mensch y los llevamos a refugios de paz y seguridad. Uno de esos mundos era Chelestra.
»De los cuatro, éste fue del que nos sentimos más orgullosos. Cuelga en la oscuridad del universo como una hermosa joya blancoazulada. Chelestra está compuesta por entero de agua. En el exterior, está en forma de hielo; el frío del espacio que la rodea congela el agua en una capa sólida. En el corazón de Chelestra colocamos un sol marino que calienta el agua y también da calor a los durnais, unos seres vivos en hibernación que flotan a la deriva alrededor de ese sol marino. Los mensch denominan a esos durnais «lunas marinas». Según nuestros planes, cuando los mensch hubieran vivido aquí durante muchas generaciones y se hubieran habituado a ello, se trasladarían a estas lunas marinas. Nosotros nos quedaríamos aquí, en el continente.
—¿No estamos en una luna marina? —inquirió Alfred con aire confuso.
—No. Nosotros necesitábamos algo más sólido, más estable. Algo que se pareciera más al mundo que dejamos atrás. Un cielo, un sol, árboles, nubes... Este reino descansa sobre una enorme formación de roca sólida que tiene la forma de un cáliz. Las runas cubren su superficie con intrincados diseños de fuerza tanto en la cara exterior de la piedra como por dentro.
»En el interior de ese cáliz hay un manto de roca fundida, cubierto por una corteza superficial no muy distinta de la de nuestro mundo original. Aquí formamos nubes, ríos y valles, lagos y tierra fértil. Encima de todo ello se alza la cúpula del cielo que mantiene a raya el mar, al tiempo que permite el paso de la luz del sol marino.
—¿Quieres decir que estamos rodeados de agua? —dijo Alfred, asombrado.
—El azul turquesa que ves encima de ti y que llamas cielo no es un firmamento como el que tú conoces, sino agua —asintió Orla con una sonrisa—. Un agua que podríamos compartir con otros mundos. Mundos como Abarrach. —La sonrisa se desvaneció—. Llegamos aquí empujados por la desesperación, con la esperanza de encontrar paz. Y, en lugar de ella, encontramos muerte y destrucción.
—Construimos esta ciudad con nuestra magia —continuó Samah—. Trajimos a los mensch a vivir aquí. Durante un tiempo, todo fue bien. Luego, aparecieron unas criaturas que surgían de las profundidades. No podíamos creer lo que veíamos. Nosotros, que habíamos creado todos los animales de todos los nuevos mundos, no habíamos hecho aquéllos. Eran unas criaturas espantosas, de aspecto horripilante. Despedían un hedor insoportable a descomposición, a materia putrefacta. Los mensch las denominaron dragones, en recuerdo de unas bestias míticas del Antiguo Mundo.
Las palabras de Samah crearon unas imágenes mentales. Alfred se encontró transportado con el presidente del Consejo a un tiempo remoto y allí escuchó, y vio...
...Samah se hallaba en el exterior de la Cámara del Consejo, plantado en lo alto de la escalinata que conducía hasta ella, y contemplaba con ira y frustración la ciudad recién construida de Surunan. A su alrededor, todo era de una gran belleza, pero Samah no halló consuelo en ello. Al contrario, toda aquella belleza parecía una burla. Más allá de las altas murallas de la ciudad, resplandecientes y cubiertas de flores, se oían las voces de los mensch aporreando el mármol con la fuerza del oleaje marino levantado por una tormenta.
—Diles que regresen a sus casas —ordenó Samah a su hijo, Ramu—. Diles que no les sucederá nada.
—Ya se lo hemos dicho, padre —respondió Ramu—. Pero se niegan.
—Tienen miedo —explicó Orla al ver endurecerse la expresión de su esposo—. Pánico. No puedes echarles la culpa, después de lo que han pasado, de todo lo que han sufrido.
—¿Y lo que hemos padecido todos nosotros? ¡Los mensch nunca piensan en eso! —replicó Samah con amargura.
Permaneció en silencio unos largos minutos, pendiente de las voces. El sartán podía distinguir las de cada raza: el fragor ronco de los humanos, los lamentos aflautados de los elfos, el tono atronador de bajo de los enanos. Una orquesta terrible que, por primera vez en su existencia, sonaba en concierto, en lugar de que cada sección tocara por su cuenta intentando ahogar el sonido de las demás.
—¿Qué quieren? —preguntó finalmente el sartán.
—Los mensch sienten terror de esas criaturas que llaman dragones y quieren que les abramos las puertas de nuestra parte de la ciudad —le explicó Ramu—. Creen que estarán más seguros dentro de nuestros muros.
—Lo estarán tanto como en sus hogares —señaló Samah—. Allí los protege la misma magia.
—Pero no puedes culparlos por no comprenderlo, padre —insistió Ramu en tono desdeñoso—. Son como niños asustados por los truenos, que buscan la seguridad del lecho de sus padres.
—Abrid las puertas, pues. Dejadlos entrar. Hacedles sitio donde podáis e intentad reducir al mínimo los daños que puedan causar. Explicadles con claridad que sólo se trata de una medida temporal. Decidles que el Consejo se dispone a destruir a los monstruos y que, una vez conseguido esto, esperamos que los mensch regresen a sus casas pacíficamente. O, al menos, tan pacíficamente como pueda esperarse de ellos —añadió con acritud.
Ramu hizo una reverencia y se dirigió a hacer cumplir las indicaciones de su padre, llevándose consigo a los demás servidores para que lo ayudaran.
—Los dragones no han causado grandes daños —apuntó Orla—. Y yo estoy harta de muertes. Por eso te emplazo de nuevo, Samah, a que intentes parlamentar, descubrir algo sobre la naturaleza de estos seres y sobre lo que se proponen. Quizá podamos negociar con ellos...
—Todo esto ya se habló en el Consejo, esposa —la interrumpió Samah con un gesto de impaciencia—. El Consejo votó, y se tomó una decisión. Nosotros no creamos esos seres, no tenemos ningún control sobre ellos y...
—...y, por tanto, deben ser destruidos —completó la frase Orla fríamente.
—El Consejo ha hablado.
—La votación no fue unánime.
—Ya lo sé. —Samah también empleaba un tono frío, enfadado—. Por eso, para mantener la armonía en el Consejo y en mi hogar, hablaré con esas serpientes y averiguaré lo que pueda acerca de ellas. Lo creas o no, esposa, yo también estoy harto de muertes.
—Gracias, marido —respondió Orla, al tiempo que intentaba colgarse de su brazo.
Pero Samah, muy tenso, se apartó evitando el contacto.
El Consejo de los Siete de los sartán abandonó su ciudadela amurallada por primera vez desde que habían llegado a aquel mundo nuevo que ellos mismos habían creado. Los Consejeros se tomaron de las manos e iniciaron una danza solemne y airosa mientras entonaban las runas e invocaban a los vientos de las posibilidades siempre cambiantes para que los llevaran más allá de las murallas de la ciudad central, por encima de las cabezas de los mensch gimoteantes, hasta la orilla del cercano mar.
Los dragones los aguardaban, asomados sobre las aguas. Los sartán los contemplaron y se quedaron pasmados. Las serpientes, enormes, tenían la piel llena de arrugas, las fauces desdentadas y el aspecto de ser muy viejas, más viejas que el propio tiempo. Y eran criaturas malvadas. Emanaba de ellas una sensación que producía espanto; el odio brillaba en sus ojos verderrojizos como soles iracundos, y su expresión encogió el corazón de los sartán, que no habían visto nada igual ni siquiera en la mirada de los patryn, su más enconado enemigo.
La arena, que siempre había sido blanca y deslumbrante como mármol molido, aparecía ahora gris verdosa, cubierta de regueros de un fango de olor pestilente. El agua, cubierta de una espesa película de aceite, chapoteaba perezosamente sobre la orilla contaminada.
Conducidos por Samah, los miembros del Consejo formaron una hilera sobre la arena.
Los dragones empezaron a culebrear, a retorcerse y a saltar. Batiendo el agua del mar, levantaron grandes olas que rompieron en la orilla y cuya espuma roció a los sartán. El olor de las aguas era pútrido y transmitía una imagen horrible. A los Consejeros les pareció estar contemplando una tumba en la que yacían los restos en descomposición de todas las víctimas de crímenes siniestros enterradas a toda prisa, de todos los cuerpos putrefactos caídos en el campo de batalla, de todos los muertos durante siglos de violencia.
Samah levantó una mano y proclamó:
—Soy el presidente del Consejo, el órgano de gobierno de los sartán. Designad a uno de vosotros para parlamentar.
Uno de los dragones, mayor y más poderoso que el resto, irguió la cabeza del agua. Una ola enorme rompió en la orilla. Los sartán no pudieron evitarla y todos quedaron calados, con las ropas y el cabello empapados. El agua, helada, los dejó ateridos hasta los huesos.
Con un escalofrío, Orla corrió al lado de su esposo.
—He quedado convencida. Tenías razón. Estas criaturas son perversas y deben ser destruidas. Hagamos enseguida lo que tenemos que hacer y marchémonos.
Samah se enjugó el agua del rostro y observó el líquido de la palma de su mano con temor y perplejidad.
—¿Por qué me siento tan extraño? ¿Qué está pasando? Es como si, de pronto, mi cuerpo fuera de plomo, pesado y torpe. Las manos no parecen pertenecerme. No puedo mover los pies...
—Yo me siento igual —dijo Orla—. Tenemos que obrar enseguida la magia o...
—Yo soy el Regio, soberano de mi pueblo —declaró la serpiente, y su voz era suave y apenas audible y parecía llegar de muy lejos—. Hablaré contigo.
—¿Por qué habéis venido? ¿Qué queréis? —gritó Samah para hacerse oír entre el retumbar de las olas.
—Destruiros.
La palabra se retorció y culebreó en la mente de Samah igual que las serpientes se agitaban en las aguas, hundiendo la cabeza y alzándola de nuevo, sacudiendo a un lado y a otro el cuerpo y la cola. Las aguas marinas espumeaban y hervían y barrían la costa en tumultuoso desorden. Samah no había afrontado nunca una amenaza tan horrenda como aquélla y estaba dubitativo, inquieto. El agua lo tenía congelado, con los brazos entumecidos y los pies helados. Ni siquiera su magia conseguía calentarlo.
Samah levantó las manos y trazó las runas en el aire. Empezó a mover los pies para interpretar la danza que dibujaría las runas con el cuerpo. Alzó la voz para cantar las runas al viento y al agua. Pero su voz sonó bronca y apagada, sus manos parecían zarpas que rasgaban el aire y sus pies se movieron en direcciones opuestas. Samah trastabilló, torpe e impotente. La magia no funcionaba.
Orla intentó acudir en ayuda de su esposo pero el cuerpo también le falló inexplicablemente. Sus pies reaccionaban a una voluntad que ya no estaba bajo su control, y la sartán empezó a deambular por la orilla. Los demás miembros del Consejo también habían empezado a vagar por ella o a dar tumbos chapoteando en el agua, como borrachos que volvieran de una francachela.
Samah se acuclilló en la arena, luchando contra el miedo. Se enfrentaba, pensó, a una muerte terrible.
—¿De dónde habéis salido? —gritó con frustrada amargura mientras veía a los dragones acercarse a la orilla—. ¿Quién os ha creado?
—Vosotros mismos —fue la respuesta.
Las espantosas imágenes se desvanecieron y dejaron a Alfred tembloroso y muy afectado. Y eso que sólo había sido un testigo presencial de lo sucedido. No podía imaginar qué habría sido de él si hubiese vivido de verdad el incidente.
—Sin embargo, como habrás advertido, las serpientes dragón no nos dieron muerte ese día —concluyó Samah en tono seco.
Había narrado la historia con bastante calma, pero su sonrisa habitual, firme y confiada, era ahora una mueca fina y tensa. La mano que tenía apoyada sobre la mesa de mármol temblaba ligeramente. Orla mostraba una palidez extrema. Varios de los demás miembros del Consejo se estremecieron y uno hundió la cabeza entre las manos.
—Vino un período en el que anhelamos la muerte —añadió entonces Samah en voz baja, como si hablara para sí mismo—.
Los dragones nos utilizaron como diversión, nos hicieron ir y venir por la playa hasta que estuvimos agotados y al borde del desmayo. Cuando uno de nosotros caía, una gran boca desdentada se cernía sobre él y lo incorporaba a la fuerza. Sólo el terror daba vida a nuestros cuerpos. Y, por último, cuando ya no podíamos dar un paso más, cuando nuestro corazón parecía a punto de estallar y creíamos que las piernas ya no nos sostendrían un segundo más, nos derrumbamos en la arena mojada y aguardamos la muerte. Entonces, los dragones se marcharon.
—Pero regresaron, y en mayor número. —Orla tomó el relevo en la narración. Sus manos frotaban la mesa de mármol como si quisiera pulir aún más su superficie ya pulimentada—. Atacaron la ciudad utilizando sus enormes cuerpos como arietes contra las murallas, y mataron, torturaron y mutilaron a todo ser viviente que encontraron. Nuestra magia funcionó contra ellos y los mantuvimos a raya durante mucho tiempo, pero finalmente advertimos que la magia empezaba a desmoronarse igual que sucedía con las murallas cubiertas de runas que rodeaban nuestra ciudad.
—¿Cómo pudo suceder tal cosa? —Alfred paseó la mirada de rostro en rostro con estupor y perplejidad—. ¿Qué poder tienen esos dragones sobre nuestra magia?
—Ninguno. Saben combatirla, desde luego, y la resisten mejor que cualquier otro ser vivo con el que nos hayamos enfrentado, pero pronto descubrimos que no era el poder de los dragones lo que nos había dejado impotentes e indefensos en la playa. Era el agua del mar.
Alfred lo miró, boquiabierto de asombro. El perro alzó la cabeza con las orejas erguidas. Durante la narración del enfrentamiento con los dragones había permanecido dormido, con el hocico sobre las patas; ahora estaba sentado sobre los cuartos traseros, como si sintiera interés por el tema que trataban.