El Mago De La Serpiente (48 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—No es más que un maldito perro —se dijo en voz alta.

Elfos y enanos abordaban ya los sumergibles, a punto de emprender el regreso a sus tierras para preparar a sus pueblos para la gran Caza del Sol. Haplo se quedó con ellos hasta el último momento, tranquilizando a los enanos, animando a la acción a los elfos, resolviendo problemas reales e imaginarios. Los mensch todavía no habían acordado ir a la guerra, pero él los estaba conduciendo a ella con suavidad, sin que ellos fueran conscientes de su intención. Y Haplo tenía pocas dudas de que los sartán terminarían lo que él había empezado.

Los humanos, con su típica impetuosidad, querían conducir los sumergibles directamente a Surunan, desembarcar a la gente en la costa y luego abrir negociaciones.

—Así hablaremos desde una posición de fuerza —expuso Dumaka—. Los sartán verán nuestro número y que ya hemos establecido un primer asentamiento. También verán que llegamos en son de paz y con las mejores intenciones. Se asomarán a los muros de la ciudad y verán mujeres y niños...

—Se asomarán a los muros y verán un ejército —refunfuñó Yngvar—. Primero, empuñarán las hachas; lo de hablar lo dejarán para después.

—Estoy de acuerdo con Yngvar —dijo Eliason—. No debemos intimidar a esos sartán. Propongo que detengamos la flota cerca de Surunan, lo suficiente como para que los sartán vean nuestras naves y los impresione nuestro número, pero lo bastante lejos como para que no se sientan amenazados...

—¿Y qué tiene de malo mostrarse un poco amenazantes?

—protestó Dumaka—. Supongo que los elfos pensáis presentaros humildemente, arrastrándoos por el suelo y dispuestos a lavarles los pies...

—Desde luego que no. Los elfos sabemos comportarnos con educación y presentar nuestras propuestas de manera civilizada sin perder por ello la dignidad.

—¿Estás diciendo que los humanos no somos civilizados? —estalló Dumaka.

—Quien se pica... —empezó una réplica Yngvar, pero en aquel momento intervino Haplo.

—Creo que lo mejor será seguir el plan de Eliason. ¿Y si, como apunta Yngvar, los sartán deciden atacar? Tendríais a vuestras familias esparcidas a lo largo de las playas, indefensas. Es mucho mejor permanecer a bordo de las naves. Existe un lugar donde amarrar las naves no lejos de Draknor, donde viven las serpientes dragón.

»No os preocupéis —se apresuró a añadir Haplo, al observar las miradas ceñudas que provocaba su propuesta—, no tendrá que ser demasiado cerca de las serpientes. Podéis aprovechar su burbuja de aire para llevar las naves a la superficie. Y seguro que, cuando lleguéis a ese lugar, os alegraréis de volver a respirar aire fresco. Una vez allí, podréis proponer a los sartán una reunión, y luego abrir negociaciones.

El plan fue aceptado. Haplo sonrió por lo bajo. Podía dar casi por hecho que los mensch se meterían ellos mismos en problemas, con tales conversaciones.

Lo cual lo llevó a recordar el otro tema que quería comentar: el armamento. En especial, las armas mágicas de los elfos.

Ningún arma, mágica o no, fabricada por un mensch podía compararse al poder de la magia rúnica de los sartán. Pese a ello, Haplo había elaborado un plan que los igualaría a todos; un plan que incluso proporcionaría ventaja a los mensch. Todavía no había hablado de aquel plan con nadie, ni siquiera con sus aliadas, las serpientes dragón. Estaba en juego algo demasiado importante: la victoria sobre el antiguo enemigo; Samah, impotente, a merced de los patryn. Haplo lo haría público cuando fuera necesario. Ni un segundo antes.

Aunque ninguno de los elfos recordara haber vivido una guerra, las armas mágicas que en otro tiempo habían empleado los de su raza eran celebradas todavía en relatos y leyendas. Eliason era un experto en ellas y se las describió a Haplo una por una. Los dos se dedicaron a determinar cuáles de ellas podrían fabricar los elfos con rapidez y cuáles serían capaces de aprender a utilizar con eficacia (al menos, con la suficiente como para infligir más daño a un enemigo que a sí mismos).

Tras algunas discusiones, Haplo y Eliason se decidieron por el arco y la flecha. El rey elfo era un enamorado del tiro con arco, deporte que algunos elfos todavía practicaban en las fiestas como esparcimiento. Las flechas mágicas acertaban cualquier blanco que se les indicara una vez disparadas y, por tanto, la puntería no era un elemento importante.

Los humanos ya eran expertos en el uso del arco y la flecha, así como de otras numerosas armas. Aunque las suyas no tenían propiedades mágicas (ya que los humanos no estaban dispuestos a utilizar los arcos de los elfos, por considerarlos adecuados únicamente para enclenques), el Concilio de Magos tenía poder suficiente para invocar a los elementos para que los ayudaran en la batalla.

Decidido este punto, phondranos, elmanos y gargan se despidieron amistosamente. Enanos y elfos zarparon hacia sus tierras, y Haplo exhaló un suspiro de alivio.

De vuelta hacia su cabaña, el patryn iba pensando para sí que, por fin, todo parecía funcionar como era debido.

—Haplo... ¿puedo hablar contigo? —Era Alake—. Se trata de los delfines...

La miró con impaciencia, irritado por la interrupción.

—¿Sí? ¿Qué sucede con ellos?

Alake se mordió el labio con aire avergonzado.

—Es urgente —dijo con voz baja, en tono de disculpa—. Si no lo fuera, no te habría molestado. Sé que tienes muchos asuntos importantes en la cabeza...

Haplo pensó al instante que quizá la muchacha no le había contado todo lo que le habían revelado los delfines. No tenía modo de saberlo, pues había estado ocupado en reuniones desde la escena en la playa.

Se obligó a hacer una pausa, sonreír a la muchacha y fingir que se alegraba de verla.

—Me dirigía a mi cabaña. ¿Quieres acompañarme?

Alake le devolvió la sonrisa —qué fácil era contentarla— y echó a andar a su lado, moviéndose con gracia acompañada del tintineo de plata de las cuentas y cascabeles que lucía.

—Bien —dijo el patryn—, ¿qué sucede con los delfines?

—No tienen mala intención, pero les gusta provocar excitación y, por supuesto, les cuesta comprender lo importante que es para nosotros encontrar una nueva luna marina. Los delfines no pueden entender por qué queremos vivir en tierra firme. Creen que deberíamos vivir en el agua, como ellos. Y, además, las serpientes dragón les producen verdadero pavor...

Alake hablaba sin mirarlo. Sus ojos estaban vueltos en otra dirección y sus manos, advirtió Haplo, no dejaban de dar vueltas a los anillos de sus dedos con gesto nervioso.

La muchacha sabía algo, decidió el patryn. Algo que se callaba.

—Lo siento, Alake —le dijo, sin dejar de sonreír—, pero me temo que los delfines no me parecen una gran amenaza.

—Pero he pensado..., es decir, nosotros..., Grundle y Devon también... Hemos pensado que si los delfines hablaban con nuestra gente, podían contarles cosas. Los delfines, me refiero. Cosas que inquietarían a nuestros padres y que tal vez causarían más retrasos.

—¿Qué cosas, Alake? —Haplo hizo un nuevo alto. Estaba cerca de la cabaña, pero no había nadie por los alrededores—. ¿Qué han dicho los delfines?

La muchacha abrió los ojos como platos.

—¡Nada! —exclamó. Titubeó por un instante y bajó la cabeza—. Por favor, no me obligues a decírtelo.

Fue una suerte que no pudiera ver la expresión de Haplo. Éste exhaló un profundo suspiro y reprimió el impulso de agarrar a la muchacha y sacarle la información a sacudidas. Llegó a cogerla por los hombros, pero su gesto fue suave, cariñoso.

—Cuéntame, Alake. Podrían estar en juego las vidas de los tuyos.

—No tiene nada que ver con mi gente...

—Alake... —Haplo intensificó la presión de sus manos.

—¡Han dicho... han dicho cosas terribles de ti!

—¿Qué cosas?

—Que las serpientes dragón son malas, y que tú también eres malo. Que sólo estás utilizándonos. —Alake alzó el rostro y lo miró con un brillo intenso en los ojos—. ¡Pero no les he creído! ¡No he creído una palabra! Grundle y Devon tampoco les han creído, pero si los delfines les insinúan algo así a mis padres...

«Sí —pensó Haplo—. Lo echarían todo por tierra. ¡Maldita sea, tenía que suceder algo así! ¡Mi grandioso plan al borde del naufragio por culpa de un estúpido grupo de peces chismosos!»

—No te preocupes —se apresuró a decir Alake cuando vio la expresión sombría del hombre—. Tengo una idea.

—¿Cuál es? —Haplo sólo la escuchaba a medias. Su atención estaba más concentrada en buscar el modo de resolver aquella crisis latente.

—He pensado —apuntó Alake con timidez— que podría pedir a los delfines que vayan por delante de nosotros..., que actúen de exploradores. Seguro que les gustará hacerlo. Les encanta sentirse importantes. Podría decirles que es una sugerencia de mi padre. Haplo meditó la idea. Lo que Alake proponía evitaría que los delfines causaran problemas. Y, para cuando llegaran a Surunan, sería demasiado tarde para que la expedición mensch diera marcha atrás, no importaba lo que les dijeran los peces.

—Es una buena idea, Alake.

Observó la expresión radiante de la muchacha. Qué poco costaba hacerla feliz. Una voz, que sonaba muy parecida a la de su señor, susurró en la cabeza del patryn:

Puedes inducir a esta muchacha a hacer lo que quieras. Sé agradable con ella, regálale alguna chuchería, susúrrale palabras dulces en plena noche, prométele matrimonio. Ella será tu esclava, hará cualquier cosa por ti, incluso morir. Y, cuando hayas terminado, siempre puedes desprenderte de ella. Al fin y al cabo, sólo es una mensch.

Los dos estaban todavía junto a la puerta de la cabaña. Haplo no había retirado los brazos de la muchacha y ella se apretó contra su cuerpo. El patryn sólo tenía que atraerla al interior de la cabaña y la haría suya. La primera vez, tomada por sorpresa, Alake se había asustado. Pero ahora la muchacha había tenido tiempo de soñar en estar entre sus brazos, y el temor había quedado amortiguado por el deseo.

Y, además del placer que le proporcionaría, también le sería de utilidad. Sería su espía entre sus padres, entre los enanos y los elfos. Ella le informaría de cada palabra y cada pensamiento que surgiera. Y él se aseguraría de que guardara en secreto todo lo que descubriese. No era probable que lo traicionara, desde luego, pero tenía el medio de asegurarse de ello...

Completamente decidido a seguir adelante con su seducción, Haplo se sorprendió a sí mismo dándole unas cariñosas palmaditas en los brazos como si Alake fuera una chiquilla obediente.

—Es una buena idea —repitió—. No tenemos un momento que perder. ¿Por qué no vas a ocuparte de los delfines ahora mismo? —añadió, y dio un paso atrás apartándose de ella.

—¿Es eso lo que quieres? —dijo la muchacha con un tono de voz grave y susurrante.

—Tú misma has apuntado lo importante que era hacerlo, Alake. Quién sabe si, en este mismo momento, tu padre no va camino de la orilla para hablar con ellos.

—Seguro que no —respondió ella con aire lánguido—. Está en la cabaña, hablando con mi madre.

—Entonces, es un momento ideal.

—Sí —dijo Alake, pero siguió sin moverse un momento más, esperando tal vez que Haplo cambiara de idea.

La muchacha era joven y bonita.

Haplo le dio la espalda, entró en la cabaña y se dejó caer en el camastro como si estuviera exhausto. Allí aguardó, inmóvil en la fría oscuridad, hasta que oyó las suaves pisadas de los pies descalzos de Alake, alejándose. La muchacha estaba dolida, pero mucho menos de lo que habría podido estarlo.

—Al fin y al cabo, ¿desde cuándo necesito la ayuda de un mensch? Yo actúo solo. Y, de todas formas, ese maldito Alfred... —añadió incongruentemente—. ¡Esta vez acabaré con él!

Los cazadores de sol llegaron según lo previsto. Dos de ellos se quedaron para que subiera a bordo la tribu de Dumaka. Los demás circundaron las costas de la luna marina recogiendo al resto de la población humana de Phondra.

Haplo se quedó agradablemente sorprendido ante la diligencia y la eficiencia de los humanos, que lograron reunir a todo el mundo a bordo de los sumergibles con un mínimo de problemas y de confusión. Contemplando el campamento desierto, el patryn recordó la facilidad con que, en el Laberinto, los ocupantes recogían sus avíos y continuaban camino.

—Antes, nuestro pueblo era nómada —explicó Dumaka—. Viajábamos a diferentes partes de Phondra siguiendo la caza y recolectando frutas y vegetales. Pero ese estilo de vida provocaba guerra, pues los humanos siempre imaginan que el antílope es más grande y sabroso en la porción de selva del vecino que en la Suya. La paz nos ha llegado poco a poco, hemos trabajado mucho tiempo y de firme para conseguirla. Me entristece pensar que podamos vernos obligados a tomar las armas otra vez.

Delu se le acercó y le pasó el brazo por los hombros. Juntos, contemplaron con ojos melancólicos su poblado ya vacío, casi desierto.

—Todo saldrá bien, esposo. Estamos juntos. Nuestro pueblo está junto. El que guía las olas está con nosotros. Llevaremos la paz en nuestros corazones y se la ofreceremos a los sartán como nuestro mejor regalo.

Si todo salía como esperaba, pensó Haplo, les escupirían a la cara. Su única preocupación era Alfred. Alfred no sólo llevaría a aquellos mensch a su casa, sino que les ofrecería hasta la raída capa de terciopelo que llevaba encima. Pero Haplo empezaba a pensar que Alfred no era un sartán típico. El patryn esperaba mucho más de Samah.

Una vez a bordo de los sumergibles, los humanos sólo derramaron unas pocas lágrimas por tener que abandonar su tierra. Y esas lágrimas pronto se secaron en la excitación del viaje y la esperanza de un nuevo mundo, que se suponía rico y feraz.

No había señal alguna de las serpientes dragón.

Haplo embarcó en la mayor de las embarcaciones, con el caudillo de los humanos, su familia y amigos y los miembros del Concilio de Magos. El cazador de sol era parecido al pequeño sumergible en el que había navegado anteriormente, pero el que ocupaba esta vez tenía varios niveles superpuestos.

Llegaron a Gargan y allí encontraron a los enanos dispuestos para la partida, pero no a los elfos, lo cual no sorprendió a nadie. Incluso Haplo había dado por sentado que se retrasarían; su abierta amenaza de dejarlos atrás sólo había sido un intento de apremiarlos a que se dieran prisa.

—Será un caos —predijo Yngvar con acritud—, pero he enviado a mis mejores hombres para tripular los barcos y ocuparse de todo. Llegarán, aunque sea con retraso.

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