El Mago De La Serpiente (21 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Alake la miró con unos ojos empañados por las lágrimas, pero consiguió asentir enérgicamente.

—Estoy de acuerdo —dijo Sadia, con la voz amortiguada por el velo—. Tenemos que someternos a esto. Por nuestros pueblos.

—De modo que esperáis que las serpientes dragón mantengan su parte del trato, ¿eh? —Haplo contempló al trío con una expresión ceñuda e irónica—. ¿Y qué me decís de vosotras? ¿Realmente cumplís con vuestra parte del trato? Si, por alguna remota casualidad, esas bestias son justas y fieles a su palabra, ¿cómo creéis que reaccionarán cuando descubran que las habéis engañado?

Alargó la mano, agarró el velo de Sadia y se lo arrancó.

La doncella élfica intentó en vano recuperarlo. Al ver que no lo conseguía, volvió el rostro y bajó la cabeza.

—¡Pero bueno! ¿Qué..., qué estás haciendo? Sadia juntó las rodillas y cruzó de nuevo los tobillos, pero ya era demasiado tarde.

—Tres hijas de familias regias... —Haplo enarcó una ceja—. ¿Qué pensabais contarles a las serpientes dragón? ¿Que todas las doncellas élficas tienen una nuez prominente en el cuello? ¿Que todas las doncellas élficas tienen mandíbulas fuertes y hombros musculosos y desarrollados? ¿Que por eso lucen unos pechos tan lisos? Por no hablar de otros adminículos que no suelen encontrarse en las doncellas... —El patryn dirigió una expresiva mirada a la entrepierna de la presunta princesa élfica.

Sadia se sonrojó como lo habría hecho una chica de verdad. Dirigió una mirada a hurtadillas hacia Alake, que la observaba apenada, y se volvió luego hacia Grundle, quien suspiró y movió la cabeza a un lado y a otro.

El joven elfo se incorporó y se plantó ante Haplo con aire desafiante.

—Tienes razón, desconocido. Sólo pensé en salvar a la muchacha que amaba y con la que me tenía que casar. Nunca se me pasó por la cabeza que la suplantación pudiera dar motivo a las serpientes dragón para sostener que habíamos roto el pacto establecido con ellas.

—¡Es cierto, no se nos ocurrió en ningún momento! —dijo Alake con las manos juntas, retorciéndose los dedos con gesto nervioso—. Las serpientes dragón se pondrán furiosas...

—Quizá no les importe —terció la enana, Grundle, siempre poniendo reparos a todo. Haplo la habría estrangulado con gusto—. Devon no es una princesa, pero es príncipe. Mientras las serpientes dragón tengan a tres miembros de las casas reales, ¿qué importa si son varones o mujeres?

—Dijeron específicamente tres hijas, pero quizá Grundle tenga razón... —murmuró Alake, con una expresión de patética esperanza.

Haplo decidió que era momento de poner fin a aquello de una vez por todas.

—¿Tampoco se os ha ocurrido nunca pensar que los dragones quizá no tuvieran intención de mataros, que podrían tener otros planes para vosotras? Unos planes que requieran la presencia de mujeres. Como la reproducción, por ejemplo...

Alake soltó un gemido y se llevó las manos a la boca. El elfo le pasó el brazo por los hombros en gesto de consuelo y le comentó algo en voz baja. Grundle se quedó todo lo pálida que permitía su tez marrón avellana. La enana se dejó caer pesadamente en un taburete y bajó la vista hacia la cubierta de la nave con una expresión abatida.

Había querido meterles miedo, lo había conseguido y eso era lo único que importaba, se dijo Haplo con toda frialdad. En adelante, los tres mensch acatarían lo que les dijese. Se habían acabado las discusiones. Se haría cargo de la nave, dejaría a los tres jóvenes en alguna parte y continuaría con su misión.

—¿Qué quieres que hagamos, señor? —preguntó el elfo.

—En primer lugar, ¿cómo te llamas de verdad? —gruñó Haplo.

—Devon, de la Casa de...

—Con Devon bastará. ¿Qué o quién dirige la nave? Vosotros no, por lo que veo. ¿Quién más hay a bordo?

—Nosotros... no lo sabemos, señor —respondió Devon con un gesto de impotencia—. Suponemos que son las serpientes dragón. Su magia...

—¿No habéis intentado variar el rumbo, o detener la nave?

—Ni siquiera podemos acercarnos a la sala de gobierno. Allí dentro hay algo horrible.

—¿De qué se trata? ¿Se puede ver?

—No —reconoció Devon, avergonzado—. No hemos podido acercarnos lo suficiente para ver nada.

—Es una sensación terrible, te lo aseguro —afirmó Grundle, en actitud hosca y desafiante—. Como avanzar hacia la muerte.

—... Que es exactamente lo que estáis haciendo en este momento —soltó Haplo.

Los jóvenes mensch se miraron y agacharon la cabeza. Eran tres chiquillos perdidos y solitarios, enfrentados a un destino horrible. Haplo lamentó la aspereza de su comentario. Tampoco se trataba de asustarlos demasiado, se dijo, pues iba a necesitar su colaboración.

—Lamento haber sido tan brusco —se disculpó con cierta rudeza—, pero en mi mundo tenemos un dicho: «El dragón siempre es más pequeño para el ojo que para la cabeza».

—Lo cual significa que es mejor saber la verdad —dijo Alake, enjugándose las lágrimas—. Tienes razón. Ya no me siento tan asustada. Aunque, si lo que dices es cierto, tengo más motivos para estarlo.

—Es como hacerse arrancar una muela —intervino Grundle—. Uno siempre sufre más pensando en ello que cuando se la quitan de verdad. —Dirigió una mirada a Haplo y añadió—: Eres bastante listo... para ser humano. ¿De dónde has dicho que procedes?

Haplo lanzó una mirada severa a la enana. Una mensch muy perspicaz, aquella Grundle. Pero, en aquel momento, el patryn no tenía tiempo para dedicarse a esquivar sus afilados dardos.

—No debería preocuparte tanto el lugar del que procedo como el destino al que te diriges si no conseguimos desviar esta nave de su rumbo. ¿Por dónde se va a la sala de gobierno?

—Pero ¿cómo vas a conseguir lo que te propones? —inquirió Alake, acercándose a él. Cuando miró a Haplo, los ojos de la humana tenían una expresión cálida y suave—. Es evidente que la nave está controlada por una magia poderosa.

—Yo también tengo algunos conocimientos de magia —respondió él.

Por lo general, Haplo prefería guardar tales conocimientos para sí pero, en aquel caso, los jóvenes mensch iban a verlo utilizar sus recursos mágicos y era mejor prepararlos por anticipado.

—¿De veras? —Alake exhaló un profundo suspiro—. Yo también. He sido admitida en la Tercera Casa. ¿En qué Casa estás tú?

Haplo recurrió a los escasos datos que poseía sobre las toscas facultades de los humanos para las artes ocultas y recordó que, sobre todo, a éstos les gustaba envolver en un gran misterio incluso los hechizos más rudimentarios.

—Si has llegado a ese grado, sabrás que no me está permitido hablar de este tema —respondió.

Aquel leve rechazo no le hacía ningún daño a la muchacha. Si acaso, a juzgar por el brillo de sus ojos, la admiración que sentía por él había aumentado.

—Perdóname —se apresuró a decir—. No ha estado bien por mi parte preguntarlo. Te enseñaremos el camino.

La enana dirigió otra mirada perspicaz a Haplo mientras se daba unos tirones de sus largas patillas.

Alake lo guió a través de los pasadizos angostos de la nave. Grundle y Devon los acompañaron y la enana fue indicándole los diversos aparatos mecánicos que gobernaban la embarcación, a la que denominó «sumergible». A través de las portillas, Haplo no alcanzaba a ver otra cosa que agua, iluminada por un resplandor suave, verdeazulado, procedente de arriba, de abajo y de todas partes.

Empezaba a pensar que aquel presunto mar de agua era, realmente, un mundo compuesto únicamente del líquido elemento. Tenía que haber tierra en alguna parte. Pero era evidente que una gente que construía naves para surcar los mares no vivía en ellos como los peces. Sentía una profunda curiosidad por saber cosas de aquellas lunas marinas que había mencionado la enana y pensó que debía idear el modo de averiguarlas sin despertar suspicacias entre aquellos mensch. También necesitaba saber más del propio mar, y cerciorarse de si los crecientes recelos que despertaba en él tenían alguna base.

Grundle y Devon se dedicaron a explicarle el funcionamiento del sumergible. Construido por los enanos, iba impulsado por una combinación del ingenio mecánico de éstos y de magia mecánica élfica.

Según la imagen que Haplo logró componer a partir de las explicaciones, un tanto confusas, que le daba la enana, parecía que la principal dificultad para sumergir (hacer navegar) una embarcación era mantenerla alejada de la influencia de las lunas marinas. Debido a la repulsión (no tirón) gravitatoria de las lunas, los sumergibles, que estaban llenos de aire, resultaban menos densos que el agua que los rodeaba y tendían a flotar hacia los mundos como si fueran arrastrados de una cuerda. Para conseguir que el sumergible se hundiera, era preciso aumentar la densidad de la nave sin inundarla de agua.

Allí, explicó entonces Devon, entraba en acción la magia élfica. Unos cristales mágicos especiales, preparados por los magos de los elfos, tenían la propiedad de incrementar o disminuir su masa según se les ordenara. En realidad, eran dos los problemas que aquellos cristales, denominados desplazadores de masa, solucionaban en las naves. En primer lugar, al incrementar la masa en la quilla, permitían que la nave se hundiera al hacerse más densa que el agua que la rodeaba. En segundo lugar, al alejar la embarcación del influjo gravitatorio de los mundos, que la impulsaba hacia afuera, los desplazadores de masa proporcionaban una gravedad artificial a los ocupantes del sumergible.

Haplo sólo entendió vagamente el concepto, sin la menor idea de qué significaba «repulsión gravitatoria» o «desplazador de masa». Apenas entendió nada, en realidad, salvo que los cristales eran mágicos.

—Pero yo creía que la magia no funcionaba en el agua del mar —comentó como si tal cosa, mientras aparentaba un profundo interés por un revoltijo de cabos, poleas y aparejos.

Alake lo miró perpleja por un instante, pero luego sonrió.

—Ya entiendo. Estás poniéndome a prueba. Podría responderte a eso, pero no en presencia de no iniciados —dijo, señalando con un gesto de cabeza a Grundle y a Devon.

—¡Hum! —gruñó la enana, sin dejarse impresionar—. Por ahí se sube a la caseta de navegación.

Grundle empezó a subir la escalerilla que conducía a la cubierta superior. Devon y Alake fueron tras ella.

Haplo las siguió sin añadir nada más. No se le había escapado la expresión de sorpresa de Alake. Al parecer, la magia humana y la de los elfos funcionaba en el mar. Y, dado que algo pilotaba la embarcación, también funcionaba la de los dragones. En cambio, aquellas mismas aguas habían diluido, por decirlo así, la magia del patryn. O tal vez no. Tal vez su debilitamiento había sido causado por el paso de la Puerta de la Muerte. Tal vez...

Una sensación de escozor en la piel interrumpió sus pensamientos. Era leve, apenas perceptible, como si unos hilos de seda de una telaraña le rozaran la epidermis. Haplo supo de qué se trataba y deseó haberse envuelto con la manta. Un rápido vistazo confirmó sus temores. Los signos mágicos de su piel empezaban a iluminarse, anunciando un peligro. Su resplandor era leve, difuso como las propias runas, pero su magia le estaba avisando como mejor podía, en aquel estado de debilidad.

Los mensch se encaramaron al rellano superior de la escalerilla, pero no siguieron adelante. Devon apretó los labios. Grundle emitió un carraspeo inesperado, sonoro y nervioso, que hizo dar un respingo a los demás. Alake empezó a cuchichear por lo bajo, probablemente algún encantamiento.

El hormigueo de los brazos de Haplo se hizo casi enloquecedor, como si corrieran por su piel las patas diminutas de un millón de arañas. Su cuerpo se estaba preparando instintivamente para afrontar el peligro. Notó la boca seca, un nudo en el estómago, una descarga de adrenalina. Se puso en tensión y volvió la vista a cada rincón en sombras mientras maldecía la luz difusa de sus signos mágicos y la debilidad que lo atenazaba.

La enana alzó una mano temblorosa y señaló, al frente, una puerta en sombras al fondo del pasillo.

—Ahí está la..., la sala de navegación.

De aquella puerta surgía una sensación de miedo como un río oscuro que amenazaba ahogarlos a todos en su marea asfixiante. Los jóvenes mensch se apretujaron, contemplando con espantada fascinación el fondo del corredor. Ninguno de ellos había advertido todavía el cambio experimentado por Haplo.

Alake temblaba. Grundle jadeaba como un perro. Devon estaba apoyado contra los mamparos con aspecto abatido. Era evidente que los mensch no podían seguir adelante. Y Haplo tampoco estaba muy seguro de ser capaz.

Gotas de sudor le resbalaban por el rostro y se le hacía difícil respirar. ¡Y todo ello sin que hubiera el menor rastro de nada! Pero ahora sabía dónde estaba localizado el peligro y sabía que estaba avanzando directamente hacia él. Jamás había experimentado un miedo tal, ni siquiera en la caverna más horrible y más oscura del Laberinto. Cada fibra de su ser lo urgía a escapar de allí lo más deprisa posible y tuvo que hacer un esfuerzo de coordinación para obligarse a seguir avanzando.

Y, de pronto, no pudo continuar. Se detuvo, no lejos de los mensch, y captó la atención de Grundle. La enana abrió los ojos como platos y exhaló un jadeo de asombro. Alake y Devon, con un estremecimiento, se volvieron a mirar.

Haplo se vio reflejado en aquellos tres pares de ojos perplejos y asustados, vio su cuerpo envuelto en un leve resplandor azulado iridiscente, vio sus facciones tensas y fatigadas, relucientes de sudor.

—¿Qué hay ahí? —dijo, señalando el fondo del pasillo—. ¿Qué hay detrás de esa puerta? —Tuvo que respirar tres veces para conseguir que las palabras surgieran de su pecho contraído.

—¿Qué le sucede a tu piel? —inquirió Grundle con un chillido agudo—. Estás iluminado...

—¿Qué hay ahí? —insistió Haplo, mascullando la pregunta entre los dientes apretados mientras dirigía una mirada feroz a la enana.

Esta tragó saliva y respondió:

—La..., la sala de navegación. La cabina del piloto, ¿entiendes? —añadió, un poco más atrevida—. Yo tenía razón. Es como caminar hacia la muerte.

—Sí, tenías razón —asintió Haplo, y dio un paso adelante. Alake lo asió del brazo.

—¡Espera! ¡No puedes irte! ¡No nos dejes! Haplo se volvió.

—¿Acaso preferís dejaros llevar donde sea que os conducen?

Los tres mensch lo miraron, rogándole en silencio que les dijera que estaba equivocado, que todo iba a salir bien. Pero no podía hacerlo. La verdad, dura y amarga como un viento frío, apagaba la luz débil y vacilante de la esperanza.

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