—¡No podemos quedarnos aquí! —exclamó.
El agua ya le llegaba a Grundle por la cintura y la enana empezaba a sentirse presa del pánico. Su tez morena se había vuelto pálida, tenía los ojos desorbitados, y el mentón le temblaba. Los enanos pueden respirar el agua del mar, igual que los elfos y los humanos, pero no son muy amantes del mar ni confían en él, probablemente porque sus macizos cuerpos son muy torpes en el agua.
Grundle no había estado nunca con el agua por encima de los tobillos, pero ahora ya le llegaba al pecho.
—¡Socorro! ¡Alake, Devon! ¡Ayudadme! —chilló, agitando los brazos y chapoteando frenéticamente—. ¡Alakeee!
—¡Grundle! ¡No sucede nada!
—¡Ten, cógete de mi mano! —sugirió Devon—. ¡Ay! No aprietes tanto. Ya está. Suelta un poco. Vamos, agarra también la mano de Alake.
—Ya te tengo, Grundle. No te va a suceder nada. Tranquilízate. No, no tragues así el agua. Hunde la cabeza y aspira como si estuvieras tomando aire. ¡No! ¡Así no! ¡Te vas a ahogar! ¡Se está asfixiando! ¡Grundle...!
La enana se hundió bajo el agua y emergió tosiendo y expulsando agua, aún más presa del pánico.
—¡Será mejor que la llevemos a la superficie! —gritó Devon.
Alake dirigió una preocupada mirada hacia Haplo.
Éste no se había movido ni había pronunciado palabra. El agua le llegaba ya por el muslo y el resplandor de su piel casi se había apagado por completo. Vio que la humana lo miraba y, al advertir que estaba preocupada por él, estuvo a punto de soltar una carcajada.
—¡Adelante! —exclamó.
Empezaban a ceder otras cuadernas del sumergible y el agua ya casi le llegaba a la nariz a Grundle, quien luchaba por mantener la cabeza emergida entre jadeos y gorgoteos.
Devon hizo una mueca de dolor.
—¡Me está arrancando la mano, Alake! ¡Vamos!
—Seguid adelante —ordenó Haplo, iracundo.
El casco del sumergible cedió por fin con un crujido estruendoso. El agua penetró con fuerza y se cerró sobre la cabeza de Haplo. Perdió de vista a los mensch y todo lo demás. Era como si la noche hubiera tomado forma líquida. De inmediato, se adueñó de él un pánico equiparable al de la enana. Contuvo la respiración hasta que le dolió el pecho, reacio a aspirar aquella oscuridad. Una parte de su desesperada mente le dijo que sería mucho más fácil ahogarse, pero su cuerpo se negó a permitirle tal cosa.
Hizo una inspiración y empezó a respirar agua. Al cabo de unos momentos, la cabeza se le aclaró. No veía nada y avanzó entre los restos del naufragio tanteando el terreno con las manos. Tras apartar unos fragmentos de mamparo, consiguió abrirse paso y empezó a nadar sin rumbo.
Se preguntó si iba a verse condenado a dar tumbos por aquella noche acuosa hasta caer vencido por el agotamiento pero, en el mismo instante en que el pensamiento tomaba forma en su mente, su cabeza emergió de las aguas. Agradecido, tomó una bocanada de aire.
Se sostuvo flotando en la superficie, pedaleando en el agua con tranquilidad, y miró a su alrededor.
En la orilla se había preparado una gran hoguera, cuya leña ardía y crepitaba ofreciendo un calor y una luz muy reconfortantes. El fulgor rojizo de las llamas se reflejaba en el techo y en las paredes de roca de la cueva.
Haplo percibió una sensación de miedo, procedente de algo externo a él. Un terror abrumador lo rodeó. Las paredes estaban cubiertas con una especie de sustancia pegajosa pardoverdusca que parecía rezumar de la roca, y el patryn tuvo la extraña impresión de que la propia cueva estaba herida y que vivía presa del miedo. Del miedo y de un dolor horrible.
Resultaba ridículo.
Haplo se volvió rápidamente para mirar a su espalda, a un lado y otro, pero apenas distinguió nada. Aquí y allá, un reflejo de la luz de la hoguera centelleaba en la roca mojada.
Un ruido de chapoteo atrajo su atención. Tres siluetas, tres sombras negras contra el fulgor anaranjado del fuego, emergieron del agua. Dos de ellas ayudaban a la tercera, que no podía caminar. Este detalle, junto con el sonido musical de los abalorios y un gruñido sordo de la tercera figura, le indicó a Haplo que debían de ser sus mensch.
No vio rastro alguno de las serpientes dragón.
Alake y Devon consiguieron arrastrar a Grundle hasta la orilla. Una vez allí, visiblemente agotados, soltaron a la enana y los tres se derrumbaron en la playa para recuperarse. Alake, sin embargo, se incorporó apenas hubo recuperado el aliento y se dirigió de nuevo hacia el agua.
—¿Adonde vas? —La voz clara del elfo resonó en la cueva.
—¡Tengo que encontrar a Haplo, Devon! ¡Quizá necesite ayuda! ¿Viste su cara...?
Haplo, mascullando maldiciones para sí, siguió nadando hacia la orilla. Alake escuchó el ruido de su chapoteo e, incapaz de distinguir quién o qué causaba el ruido, se quedó paralizada. Devon corrió a su lado. En su mano brillaba el metal.
—¡Soy yo! —les gritó Haplo. Sintió que su vientre rozaba terreno sólido e, incorporándose, salió del agua, empapado.
—¿Estás..., estás bien? —Alake alargó la mano con timidez, pero la retiró a la vista de la expresión ceñuda de Haplo.
No, no estaba bien. Estaba fatal.
Sin hacer caso de la humana ni del elfo, pasó ante ellos y se dirigió rápidamente hacia la hoguera. Cuanto antes se secara, antes recuperaría su magia. La enana yacía en la arena como un bulto empapado y Haplo se preguntó si estaría muerta. Un gemido sofocado lo tranquilizó.
—¿Está herida? —preguntó, al llegar junto a la hoguera.
—No —respondió Devon, dándole alcance.
—Más que nada, está asustada —añadió Alake—. Se recuperará. ¿Qué..., qué estás haciendo?
—Quitándome la ropa —gruñó Haplo, que ya se había despojado de la camisa y de las botas, y ahora empezaba a desabrocharse los pantalones de cuero.
Alake lanzó un grito contenido. Apartó rápidamente el rostro y se cubrió los ojos con las manos. Haplo soltó otro gruñido. Si la muchacha no había visto nunca a un hombre desnudo, ahora iba a ver el primero. No tenía tiempo ni paciencia para ser considerado con la sensibilidad de una joven humana. Aunque la magia que le advertía de los peligros había desaparecido de su piel, al haberse borrado los signos mágicos, tenía la clara sensación de que no estaban solos en aquella cueva. Los estaban observando.
Haplo arrojó los pantalones a la arena, se puso en cuclillas junto a la hoguera y acercó los brazos y las manos al fuego abrasador. Satisfecho, comprobó cómo las gotitas de agua se evaporaban y la piel empezaba a secarse. Luego, miró a su alrededor.
—Cúbrete la cabeza con el velo —ordenó a Devon— y ven a sentarte junto al fuego. Resultaría sospechoso si no lo hicieras, pero manten el rostro apartado de la luz. ¡Y guarda el maldito cuchillo!
Devon obedeció sus instrucciones. Guardó el cuchillo junto al pecho y se echó la tela empapada del velo por encima de la cabeza y del rostro. Tembloroso, se acercó al fuego con cautela y se dispuso a sentarse junto a las llamas con las piernas cruzadas.
—¡No te sientes como un hombre! —le dijo Haplo en un susurro—. Siéntate sobre los talones, con las rodillas juntas. Eso es. Alake, trae a Grundle hacia aquí. Y despiértala. Quiero que todos estemos conscientes y alerta.
Alake asintió en silencio y corrió hasta la enana postrada en la arena.
—Grundle, tienes que levantarte. Lo dice Haplo. Grundle... —Alake bajó la voz—, percibo la maldad. Las serpientes dragón están aquí, Grundle. Nos están observando. ¡Por favor, tienes que ser valiente!
La enana lanzó un nuevo gemido pero alzó la cabeza, refunfuñando y limpiándose los ojos de agua con un repetido parpadeo, entre estornudos. Alake la ayudó a ponerse en pie y las dos se encaminaron hacia la hoguera.
—¡Esperad! —les susurró Haplo, quien se incorporó lentamente. Captó, detrás de él, un jadeo contenido de Alake y la voz de Grundle que murmuraba por lo bajo en idioma enano antes de enmudecer. Devon se fundió en las sombras.
Unos ojos verderrojizos surgieron en la oscuridad e hicieron que la luz de la hoguera pareciese mortecina, en contraste con su brillo. Eran unos ojos oblicuos, de serpiente, y los había en gran número, en tal cantidad que Haplo fue incapaz de contarlos. Las serpientes alzaron ante él sus moles enormes hasta una altura increíble y escuchó el ruido de sus pesados cuerpos al reptar sobre la arena y las rocas. Un hedor pestilente y repulsivo pareció llenarle la nariz y la boca con el sabor de la muerte y la descomposición. Se le encogió el estómago. A su espalda, escuchó a los mensch gemir de terror. Uno de los tres estaba vomitando.
Haplo no se volvió. Era incapaz de hacerlo. Las serpientes dragón reptaron hasta las proximidades de la hoguera. Las llamas brillaron sobre sus cuerpos enormes y escamosos. Se sintió abrumado por la enormidad de las criaturas que se alzaban ante él. No sólo era enorme su tamaño, sino también su poder. Se sintió lleno de temor reverencial, de asombro y de humildad. Dejó de lamentarse por la pérdida de su magia, pues no le habría servido de nada frente a aquellos seres, que eran capaces de aplastarlo con el aliento. Un susurro de aquellas bocas podía dejarlo incrustado en el suelo.
Con los puños apretados a los costados, Haplo aguardó con calma a que le llegara la muerte.
De pronto, la más imponente de las serpientes dragón alzó la cabeza. Sus ojos ardían y parecían bañar la cueva con un atroz fulgor verderrojizo. Al cabo de unos instantes, los ojos se cerraron y la cabeza volvió a descender hasta la arena delante de Haplo, quien permanecía en pie junto al fuego, desnudo.
—Patryn —dijo la criatura, en tono reverente—. Amo...
DRAKNOR
CHELESTRA
—¡Vaya, que me arranquen de cuajo las patillas!
Haplo escuchó el murmullo de admiración de la enana y compartió su asombro. La gigantesca serpiente dragón postró su cabeza en el suelo ante el patryn. Sus compañeras se habían retirado a una respetuosa distancia, con sus cuerpos escamosos arqueados, las cabezas gachas y las rendijas de los ojos cerradas.
El patryn permaneció tenso, alerta Los dragones eran criaturas inteligentes y arteras, de las que no había que fiarse.
La serpiente dragón alzó la cabeza y elevó el cuerpo hasta casi alcanzar el elevado techo de la caverna. Los mensch soltaron un grito de alarma, pero Haplo levantó la mano.
—Estaos quietos —ordenó.
Al parecer, la serpiente dragón sólo estaba buscando una postura más cómoda. Enroscó el cuerpo una y otra vez, apilando cada vuelta sobre la anterior, hasta terminar reposando la cabeza sobre sus propios lazos.
—Ahora podemos hablar con más comodidad. Por favor, patryn, toma asiento. Bienvenido a Draknor.
{26}
La serpiente dragón hablaba en idioma patryn, un lenguaje basado en runas que, además de las palabras, debería haber llenado de imágenes la mente de Haplo. Sin embargo, no vio nada; sólo captó el sonido, y éste era monocorde y apagado. Un escalofrío le recorrió la piel. Era como si los dragones hubieran reducido el poder de las runas a meras siluetas y figuras que manipulaban a voluntad.
—Gracias, Regio. —Haplo se sentó otra vez, sin apartar la mirada de la serpiente dragón ni un solo instante.
Los ojos de la serpiente se volvieron hacia los mensch, que no se habían movido de sitio.
—¿Cómo es que nuestras jóvenes invitadas no se acercan a la hoguera para secarse? ¿Tal vez el calor es excesivo? ¿O acaso no es suficiente...? Sabemos tan poco de vuestras frágiles constituciones que no podemos calcular como es debido...
Haplo movió la cabeza en un gesto de negativa.
—Les das miedo, Regio. Y, después de lo que hicisteis con sus pueblos, no se lo reprocho.
La serpiente dragón agitó sus anillos, cerró los párpados y de su boca desdentada escapó un leve suspiro sibilante.
—¡Ah!, me temo que hemos cometido un error terrible. Pero os compensaremos por ello. —Los ojos encendidos se abrieron y la serpiente añadió, en tono expectante—: ¿Tienes influencia sobre esas mensch? ¿Confían en ti? Sí, claro. Asegúrales que no les deseamos ningún mal. Haremos cuanto esté en nuestro poder para que se sientan a gusto entre nosotros. ¿Un lugar caliente para dormir? ¿Comida, ropa seca? ¿Piedras preciosas, oro, plata? ¿Las haría felices todo eso? ¿Ayudaría a apaciguar su miedo?
De pronto, delante de Haplo, el suelo quedó sembrado de cuencos, cestos, fuentes y platos que contenían manjares exquisitos de todas las clases imaginables: fuentes de frutas fragantes, bandejas de carne humeante, botellas de vino, barriles de cerveza espumosa...
Ropajes de todo tipo y descripción flotaron en el aire como aves de seda multicolor que descendían revoloteando hasta posarse a los pies de Alake, envolver los flaccidos brazos de Devon y emitir reflejos ante los ojos desconcertados de Grundle. Cofrecillos de esmeraldas, zafiros y perlas esparcieron su deslumbrante contenido sobre la arena. Pilas de monedas de oro brillaron a la luz de la hoguera.
A lo lejos se encendió otro fuego, que iluminó otra oquedad dentro de la cueva.
—Ahí estaréis calientes y secas. —La serpiente dragón se dirigió a los jóvenes mensch en el idioma de los humanos—.
Hemos llenado esa cavidad con hierba fresca para que os sirva de lecho. Debéis de estar agotadas y hambrientas. —Pasó al élfico para añadir—: Por favor, aceptad nuestros regalos y retiraos a dormir. —Y, en el lenguaje de los enanos, concluyó—: No tengáis miedo. Vuestro reposo será seguro y tranquilo. Mi pueblo lo velará.