—Entonces, iremos contigo —declaró Devon, pálido y resuelto.
—No, no vendréis. Os quedaréis aquí los tres.
Haplo dirigió una mirada al pasillo y observó de nuevo sus brazos. El resplandor de los signos mágicos seguía débil y las runas de su cuerpo, apenas visibles. Masculló una maldición por lo bajo. Incluso un niño en el Laberinto podía defenderse mejor que él en aquel momento.
—¿Alguno de vosotros tiene un arma? ¿Tú, elfo? ¿Una espada, un puñal?
—No... —balbuceó Devon.
—Había instrucciones de que no trajéramos armas —susurró Alake con voz atemorizada.
—Yo tengo un hacha —intervino Grundle en tono desafiante—. Un hacha de guerra.
Alake la miró, desconcertada.
—Tráemela —ordenó Haplo, con la esperanza de que no fuera un simple juguete.
La enana lo miró un largo rato, con expresión severa, y luego volvió sobre sus pasos a toda prisa. Cuando regresó, jadeante, traía un arma recia y bien construida, según pudo comprobar Haplo con alivio.
—¡Grundle! —exclamó Alake en tono reprobatorio—. ¡Sabes muy bien lo que nos dijeron!
—¡Como que voy a hacer caso de lo que diga un puñado de serpientes! —replicó Grundle en tono burlón—. ¿Servirá esto? —añadió, ofreciéndole el hacha al patryn.
Haplo la empuñó y la levantó a modo de prueba. Era una lástima que no tuviera tiempo para inscribir unas runas en el arma, para aportarle poderes mágicos. Y era una lástima que no tuviera fuerzas suficientes para hacerlo, se recordó a sí mismo con frustración. En fin, mejor era aquello que nada.
Reanudó su avance pero, al escuchar unos pasos que se arrastraban por la cubierta detrás de él, se volvió en redondo y lanzó una mirada iracunda a los mensch.
—¡Quedaos aquí! ¿Entendido?
Los tres jóvenes titubearon, se miraron entre ellos y, finalmente, se volvieron hacia Haplo. Devon empezó a sacudir la cabeza.
—¡Maldita sea! —exclamó el patryn—. ¿Qué ayuda pueden prestarme tres chiquillos aterrorizados? ¡Lo único que hacéis es estorbarme! ¡Quedaos ahí y no os interpongáis en mi camino!
El trío obedeció, se apretujó contra el mamparo y lo miró con ojos saltones y asustados, pero Haplo tuvo la sensación de que, en el momento en que les diera de nuevo la espalda, volverían a seguirlo como habían hecho antes.
—¡Allá ellos! ¡Que se ocupen de su propio pellejo! —murmuró por lo bajo. Y, hacha en mano, avanzó por el pasadizo.
Los signos mágicos de su piel le escocían, casi le quemaban. En torno a él se cerró la desesperación, la sensación dominante en el Laberinto. Allí, uno dormía por agotamiento, nunca para encontrar un descanso cómodo y relajado. Y, cada día, uno despertaba al miedo, al dolor y a la muerte.
Y a la cólera.
Haplo se concentró en la cólera. La cólera había mantenido con vida a los patryn en el Laberinto. Y la cólera lo llevó adelante en el pasadizo de aquella embarcación. Haplo no iba a correr mansamente al encuentro de su destino como aquellos mensch. Él lucharía. Él...
Llegó hasta la puerta que daba acceso a la sala de navegación, aquella puerta abierta que amenazaba —que garantizaba— la muerte. Hizo una pausa, escrutó el interior y aguzó el oído. No vio nada salvo aquella oscuridad profunda e impenetrable. No escuchó nada salvo el latir de su propio corazón, y su propia respiración acelerada y superficial. Sus dedos asían el hacha con tal fuerza que le dolían. Exhaló el aliento con un resoplido y penetró en la estancia.
La oscuridad se cerró en torno a él, cayó sobre él como las redes que utilizaban los monkkers parloteantes del Laberinto para atrapar a los incautos. El leve resplandor de los signos había desaparecido y Haplo comprendió que estaba completamente indefenso, totalmente a merced de lo que acechara allí dentro, fuera lo que fuese. Dio un traspié, presa de un pánico ciego, y pugnó por recobrar el equilibrio. El hacha se deslizó de su mano bañada en sudor.
Dos ojos, dos rendijas de llamas rojoverdosas, se abrieron lentamente. La oscuridad cobró forma en torno a los ojos, y Haplo reconoció la silueta de una cabeza de serpiente gigantesca. También percibió en aquella oscuridad una leve agitación, un vislumbre de duda y de asombro.
—¿Un patryn? —La voz era suave, sibilante.
—Sí —contestó Haplo, cauto y alerta—. Soy un patryn. ¿Y tú, qué eres?
Los ojos se cerraron y volvió la oscuridad, poderosa, intensa, vigilante. Haplo alargó la mano, tanteando a su alrededor con la esperanza de encontrar el mecanismo que gobernaba la nave. Sus dedos rozaron una carne fría y escamosa. Un líquido viscoso se adhirió a su piel, le heló la sangre y empezó a escaldarle la epidermis. Se le revolvió el estómago de asco y, con un escalofrío, intentó quitarse el líquido restregándose los dedos en los pantalones.
Los ojos se abrieron de nuevo con su luz espectral. Eran enormes. A Haplo le pareció que podría haber entrado por sus ahusadas pupilas, como dos rendijas negras, sin tener siquiera que agachar la cabeza.
—El Regio me ordena que te dé la bienvenida y te diga lo siguiente: «Se acerca el día. Tu enemigo ha despertado».
—No sé a qué te refieres ni de qué me hablas —respondió Haplo con cautela—. ¿Qué enemigo?
—El Regio te lo explicará todo si lo honras con tu presencia. Sin embargo, tengo permiso para decir una palabra que quizás avive tu interés. Se trata de un nombre: «Samah».
—¡Samah! —repitió Haplo con una exclamación—. ¡Samah!
No podía creer lo que acababa de oír. No tenía sentido. Quiso interrogar a aquel ser pero, de pronto, el corazón se le aceleró. La sangre se le agolpó en la cabeza y la mente se le llenó de fuego. Dio un paso, se tambaleó y cayó rodando al suelo hasta quedar tendido, boca abajo e inmóvil.
Los ojos rojoverdosos brillaron un instante y luego, lentamente, se cerraron.
A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR
DEL MAR DE LA BONDAD
De modo que ahí tenemos a ese humano, ese Haplo. Deseo mucho confiar en él, pero no lo consigo. ¿Se tratará sólo de los prejuicios de un enano frente a alguien de otra raza? En los viejos tiempos, tal vez pudiera tratarse de eso, pero en la actualidad confiaría mi vida a Alake y lo mismo respecto a Devon. Por desgracia, mi vida no parece estar en manos de ellos dos, sino en la de Haplo.
Será un alivio escribir lo que pienso realmente acerca de él. No puedo decir una palabra contra él en presencia de Alake, que está más embelesada con ese hombre que un enano con su jarra de cerveza. Por lo que se refiere a Devon, al principio miraba a Haplo con suspicacia pero, después de lo sucedido con las serpientes dragón... En fin, casi se diría que se había presentado un guerrero elfo de los tiempos antiguos para llamarlo a las armas.
Alake dice que sólo estoy disgustada porque Haplo me ha hecho ver que actuamos como estúpidas al apresurarnos en ofrecernos para el sacrificio. Sin embargo, nosotros los enanos somos, por naturaleza, escépticos y suspicaces con los extraños. Tenemos tendencia a no confiar en nadie hasta que hace varios cientos de ciclos que lo conocemos.
Ese Haplo aún no nos ha dicho nada respecto a quién es y de dónde viene y, además, ha hecho un par de afirmaciones sumamente curiosas y se ha comportado de un modo muy peculiar en el asunto de las serpientes dragón.
Reconozco que estaba equivocada en una cosa. Está claro que Haplo no es un espía enviado por los dragones. Resulta difícil ver el interior de ese hombre, pues una sombra lo cubre a él y a sus palabras. Haplo camina en una oscuridad que él mismo ha creado y que utiliza, yo diría, como protección y defensa. No obstante, a veces, a pesar de sus esfuerzos, las nubes se abren desgarradas por un relámpago que, a la vez, ilumina la escena y produce temor. Uno de tales relámpagos descargó cuando hablamos a Haplo sobre las serpientes dragón.
De hecho, si pienso de nuevo en su reacción, empiezo a advertir que al principio hizo esfuerzos extraordinarios por convencernos de que debíamos intentar tomar el control de la nave y huir para salvarnos. Lo cual hace todavía más extraño lo que sucedió después.
Y debo ser honrada y reconocer los méritos cuando existen. Por eso he de decir que Haplo es el hombre más valiente que he conocido. No sé de ningún enano, ni siquiera Hartmut, que hubiera sido capaz de adentrarse en ese espantoso pasadizo y penetrar en la sala de navegación.
Nosotros tres nos quedamos atrás, esperándolo, como nos había ordenado.
—Deberíamos ir con él —dijo Devon.
—Sí —asintió Alake con un hilo de voz, pero observé que ninguno de los dos movía un músculo—. Ojalá tuviéramos un poco de hierba contra el miedo. Entonces no nos sentiríamos tan asustados.
—Pues no tenemos de eso, sea lo que sea —susurré al oírla—. En cuanto a deseos, lo que yo querría es estar de nuevo en casa.
Devon presentaba ese desvaído color verdeazulado que adquieren los elfos cuando están enfermos o asustados. Sobre la piel negra de Alake brillaba el sudor y vi que temblaba como una hoja. No me avergüenza confesar que yo tenía los zapatos como clavados a la cubierta. De no haber sido así, habría tomado la única decisión sensata y habría echado a correr para salvar la vida.
Los tres, pues, vimos entrar a Haplo en la sala de navegación. La negrura lo cubrió, lo engulló por completo. Alake lanzó un leve chillido y ocultó el rostro entre las manos. Luego escuchamos voces: la de Haplo, diciendo algo, y otra que le respondía.
—Al menos, nada lo ha matado todavía —murmuré.
Alake estiró el cuello y ladeó la cabeza. Todos nos esforzamos por escuchar lo que decían.
Pero las palabras eran un galimatías. Nos miramos, desconcertados; ninguno de los tres entendía lo que hablaban.
—¡Es el mismo idioma en el que hablaba en sus desvarios! —apunté en un cuchicheo—. ¡Y lo que hay ahí dentro, sea lo que sea, lo entiende!
Lo cual era algo que no me gustaba un ápice, y me disponía a decirlo cuando Haplo lanzó de pronto un gran grito que me cortó la respiración. De inmediato, Alake soltó un alarido como si alguien le hubiera desgarrado el corazón y echó a correr por el pasadizo, dirigiéndose de cabeza a la sala donde había entrado Haplo.
Devon corrió detrás de Alake y me dejó sola con mis reflexiones sobre la naturaleza poco juiciosa de los elfos y de los humanos (y de los enanos). No tuve más remedio, por supuesto, que echar a correr también detrás de ellos.
Llegué a la sala y encontré a Alake inclinada sobre Haplo, que yacía inconsciente en la cubierta. Devon, con más presencia de ánimo de la que yo le habría concedido a un elfo, había recogido el hacha de guerra y la empuñaba delante de los otros dos en actitud protectora.
Eché un rápido vistazo a mi alrededor. Estaba más oscuro que el interior de nuestra montaña y despedía un olor espantoso. El hedor me dio arcadas. También resultaba espantosamente frío, pero aquella sensación de terror extraña y paralizante que nos había mantenido a distancia de aquel lugar había desaparecido.
—¿Está muerto? —pregunté.
—¡No! —Alake estaba acariciándole el cabello hacia atrás—. Está sin sentido. ¡Haplo ha expulsado a ese ser! ¿Te das cuenta, Grundle?
Vi la admiración y el amor en sus ojos, y el corazón se me encogió.
—¡Se ha enfrentado con lo que estaba aquí y lo ha expulsado! ¡Nos ha salvado!
—¡Sí! ¡Lo ha hecho! —corroboró Devon, contemplando a Haplo con una especie de temor reverencial.
—¡Dame eso! —exclamé malhumorada, arrancando el hacha de las manos del elfo—. ¡Dámelo, antes de que te cortes algo valioso y te conviertas de verdad en una chica! ¿Y a qué viene eso de que se ha enfrentado a algo y lo ha expulsado? Ese alarido que hemos oído no me ha sonado en absoluto a grito de guerra.
Pero, por supuesto, ni Alake ni Devon me estaban prestando la menor atención. Sólo estaban preocupados por su héroe. Y había que reconocer que la presencia que había ocupado la sala de navegación, fuera lo que fuese, daba la impresión de haber desaparecido. Aun así, ¿lo había expulsado Haplo por la fuerza, o tal vez los dos habían llegado a una componenda amistosa?
—No podemos quedarnos aquí —apunté, dejando el hacha en un rincón, lo más lejos posible del elfo (y de Haplo).
—Tienes razón —asintió Alake, echando una ojeada a su alrededor con un escalofrío.
—Podríamos improvisar una hamaca con unas mantas —sugirió Devon.
Haplo abrió los ojos y descubrió a Alake inclinada sobre él, con una mano posada en su cabeza. Jamás he visto a nadie moverse tan deprisa. Su reacción fue casi más rápida que la vista. Alargó las manos hacia Alake, la apartó de sí de un empujón y se incorporó hasta quedar en cuclillas, agazapado, dispuesto para saltar sobre ella.
Alake cayó sobre la cubierta y allí quedó, mirándolo con expresión perpleja. Devon y yo no nos movimos ni dijimos palabra. Volví a sentirme casi tan asustada como un rato antes.
Haplo miró en torno a él, nos vio sólo a nosotros y pareció volver a sus cabales. Pero estaba furioso.
—¡No me toques! —gruñó con una voz más fría y más sombría que la oscuridad de la sala de navegación—. ¡No se te ocurra tocarme nunca!
Alake lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Lo siento —susurró—. No quería hacerte ningún daño. Temía que estuvieras herido y...
Haplo se calló el resto de lo que se disponía a decir y miró a la pobre Alake con gesto torvo. Después, con un suspiro, se enderezó y sacudió la cabeza a un lado y a otro. La cólera lo abandonó y, por un instante, el velo de oscuridad que lo envolvía pareció alzarse.