Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Qian lloriqueaba y no paraba de repetir:
—Me has destrozado la vida...
Entre los lloros y sus suspiros consiguió averiguar que el padre de Qian fue ingeniero jefe de un arsenal en la época del Guomindang. Cuando apareció la clarificación de rangos de clase, la comisión de control militar lo tachó de elemento contrarrevolucionario histórico. Qian no se atrevía a criticar lo que habían hecho con su padre, no se atrevía a hablar mal de la revolución, sólo podía insultar a los rebeldes, a él, pero de hecho le tenía miedo.
—Ha sido esta época la que te ha destrozado la vida —replicó. En una de sus cartas, Qian escribió algo parecido a «Nadie puede huir de la realidad, estamos destinados a vivir juntos, al principio es mejor que no empecemos a hablar de amor».
—¿Por qué me has hecho venir? Podrías haberte quedado con esa pequeña puta, ¿por qué has querido casarte conmigo?
—¿Quién? ¿De quién hablas?
—¡De tu Maomei!
—¡No tengo ninguna relación con esa campesina!
—Le has echado el ojo a esa chica provocativa, ¿por qué has querido remplazarla por mí? —preguntó Qian llorando.
—¡Es increíble! ¡Divorciémonos enseguida, mañana volveremos a la comuna para decir que anulamos nuestras firmas, que era una farsa, nada más que una broma, eso hará que los funcionarios y los habitantes del pueblo se rían un buen rato!
Qian replicó todavía envuelta en lágrimas:
—No quiero armar más jaleo...
—¡Entonces duerme!
Hizo que se levantara, sacó de la cama la sábana nueva y las mantas llenas de orina. Qian lo miraba de pie, con una expresión lastimosa. Cuando acabó de hacer la cama, sacó de su bolsa ropas secas y las tiró sobre la cama, luego le ordenó que se cambiara y se metiera dentro. El fue a sacar agua de la tinaja, se lavó la cara y el cuerpo y se quedó sentado sobre el banco, cerca de las cenizas que permanecían todavía en el suelo.
¿Estarían destinados a vivir juntos de ese modo? ¿Él no era para ella nada más que un espantapájaros al que agarrarse? Tenía que esperar a que se durmiera para quemar las hojas que había cubierto de caracteres. Si volvía a tener otra crisis, diría que le faltaba un tornillo. No dejaría ninguna prueba escrita y haría que las hojas se pudrieran en ese líquido pestilente.
Qian dijo que él deseaba que muriera rápidamente, no volvería a salir a solas con él a ningún sitio, si iban a algún lugar desierto, en la montaña o al borde de un río, la podía empujar; ella no era ninguna estúpida, se quedaría en esa habitación, no iría a ninguna parte.
El deseaba que se muriera de repente, sin ni siquiera caer enferma, y desapareciera para siempre, pero no lo dijo. Se arrepentía de no haberse casado con una campesina, sana y sin cultura, que sólo se habría apareado con él, le habría preparado la comida, traído al mundo a los niños, sin penetrar en su interior. No, ¡le daban asco las mujeres!
Cuando Qian se fue, él la acompañó hasta la estación de autobuses del burgo.
—No hace falta que esperes que se vaya el autocar —dijo ella—, vuelve a casa.
No contestó, sólo esperaba una cosa: que el autocar se fuera lo antes posible.
Llegó el invierno. Se pasaba bastante tiempo sobre una especie de brasero que los habitantes del pueblo fabricaban; costaba dos yuans, dentro tenía un recipiente de cerámica en el que se quemaba el carbón y estaba cubierto por una rejilla sobre la que se podía poner una taza de té. Las noches de invierno eran largas, porque anochecía muy temprano. Durante esa época en la que escaseaban las labores agrícolas, los habitantes del pueblo sólo se ocupaban de sus propios quehaceres durante el día, y cuando caía la noche, se sumían en la más profunda oscuridad. Sólo su habitación permanecía iluminada por la bombilla eléctrica. El asunto de la pelea con su nueva esposa fue el centro de las conversaciones durante diez o quince días, luego nadie más le preguntó sobre aquel episodio y todo volvió a la normalidad.
Desde entonces, nadie entraba en su casa dando un simple grito, antes de empujar la puerta para echar un vistazo, charlar un poco, fumar un cigarrillo o beber té. Durante un tiempo recibió así a los campesinos, a los que les daba cigarrillos, pero en la actualidad mantenía más relación con los funcionarios del pueblo y tuvo que rehacer sus hábitos, para acostumbrar a los demás a la presencia de un intelectual que no se metía en los asuntos locales. Los libros de Marx y de Lenin, que siempre estaban sobre la mesa, provocaban la admiración de los funcionarios, que apenas sabían leer. Un día Maomei llamó a la puerta y le preguntó si tenía algo bueno para leer, él le pasó
El Estado y la revolución
, de Lenin, pero ella entornó los ojos y dijo:
—¡Qué horror! ¡No voy a entender nada!
La joven había ido a la escuela primaria, pero, aun así, no se atrevió a tomar el libro. Otra vez, la muchacha lo vio por entre la puerta lavando las sábanas con agua hirviendo. Entró y se quedó apoyada en la chambrana. Le dijo que iba a ayudarlo a llevar la ropa al estanque para lavarla con una tabla, de ese modo quedaría mucho más limpia, pero él se negó y le agradeció la intención. La muchacha tardó un instante antes de preguntarle:
—¿Tú también te vas a marchar?
—¿Adonde quieres que vaya? —replicó él.
Ella hizo una mueca, mostrando que no creía que se quedara en el pueblo y preguntó de nuevo:
—¿Por qué se ha ido ella?
Hablaba de Qian, pero evitaba referirse a ella diciendo «tu mujer» o «tu esposa». Lo miraba con sus ojos cristalinos, luego bajó la cabeza y se miró los zapatos, sin dejar de retorcerse la punta de la chaqueta. No podía tener un idilio con aquella chica; ya no confiaba en las mujeres, no quería sentirse atraído por ellas. Permaneció en silencio, absorto en la tarea de lavar la ropa en la palangana. Al ver que no le contestaba, la joven se fue.
Tan sólo le quedaba el papel y el bolígrafo para dialogar consigo mismo y librarse de su soledad. Antes de recuperar su hábito de escribir, lo previó todo: colocaría las hojas de papel enrolladas en el interior del mango de la escoba de bambú que tenía detrás de la puerta; luego, cuando tuviera demasiados manuscritos, los metería en un recipiente que servía para conservar las verduras saladas, al fondo del cual había puesto una capa de cal y lo cubriría con un plástico. Enterraría ese recipiente en un agujero que había hecho en el suelo de su habitación, disimulado bajo la gruesa tinaja de agua. No tenía la intención de escribir una obra importante, una especie de tesoro oculto legado a las futuras generaciones. No tenía tantas pretensiones. De hecho, ni siquiera tenía alguna esperanza, ya que no era capaz de pensar en el futuro.
Escuchó a lo lejos unos ladridos, y enseguida ladraron todos los perros de la aldea; luego, poco a poco, fue volviendo la calma. La noche era larga, solo bajo su bombilla, la felicidad de poder sacar lo que tenía dentro hacía que se emocionara, hasta tenía palpitaciones y una ansiedad difusa. Tenía la impresión de que en la oscuridad unos ojos lo observaban por la ventana. Se preguntó si la puerta estaría bien cerrada, pero ya lo había comprobado varias veces. Sin embargo, tenía la impresión de oír unos pasos fuera. Se levantó del brasero y contuvo la respiración, pero no oyó nada.
La luz pálida de la luna iluminaba los cristales sobre los que había pegado papel. La luna salió en mitad de la noche. De nuevo tuvo la sensación de que algo se movía fuera, fue sigilosamente hacia la cabecera de la cama y tiró con suavidad del hilo interruptor de la bombilla. Una sombra se perfiló delante de la ventana y desapareció. Escuchó con claridad el ruido de unos pasos fuera, dejó la bombilla apagada y guardó con precaución los manuscritos que tenía sobre la mesa, luego se tumbó en la cama, mirando fijamente en la oscuridad el papel de la ventana iluminada por el claro de luna.
Bajo esa luz tan pura, todavía había ojos que te espiaban, te observaban, te cernían. Te habían tendido una inmensa emboscada, esperando que tú cayeras en ella. No te atrevías a abrir la puerta o la ventana, no te atrevías a hacer el menor movimiento. Estaba claro que no todo el mundo dormía en esa apacible noche de luna llena. Si perdías la calma, todos los que permanecían agazapados en la oscuridad se te echarían encima y te atraparían para juzgarte.
Estaba prohibido pensar, tener sentimientos, desahogarse, estar solo. Lo único que te permitían era trabajar duro, con todas tus fuerzas, caer en un sueño profundo y roncar; o bien aparearte, engendrar descendencia, seguir el control de natalidad, para producir mano de obra. ¿Qué estupideces escribías? ¿Habías olvidado dónde vivías? ¿Querías jugar todavía a hacerte el rebelde? ¿Qué querías, convertirte en un héroe o en un mártir? Lo que escribías era perfecto para recibir un balazo. ¿Habías olvidado cómo fusilaron a los criminales contrarrevolucionarios cuando se creó el comité revolucionario del distrito? Las sesiones de crítica y acusación de las masas no eran nada en comparación con aquello. Se amarraba a los condenados de los pies a la cabeza y se les colgaba un letrero en el pecho que ponía en tinta negra su nombre y de qué se les acusaba, con tinta roja se ponía una cruz sobre el nombre y se les estrangulaba con un alambre que apretaban alrededor del cuello, los ojos se les salían de las órbitas. Era el último descubrimiento del poder político todavía más rojo: se impedía que los condenados gritaran antes de la ejecución; de ese modo, en el otro mundo, ni siquiera podían esperar convertirse en mártires. Dos camiones, con los soldados armados con fusiles cargados, escoltaban a los condenados que exhibían por los pueblos de las comunas populares. A la cabeza, un jeep con un megáfono difundía los eslóganes y abría el cortejo, que levantaba polvo y hacía huir a las gallinas y a los perros de cada lado del camino. Las mujeres mayores y las niñas se agolpaban a la entrada de los pueblos, mientras los niños corrían tras los camiones. La familia que quería recuperar el cuerpo del condenado debía pagar cinco maos
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por la bala que habían utilizado en la ejecución. Nadie vendría a buscar tu cuerpo, tu propia mujer te habría denunciado como enemigo, tu padre trabajaba en una aldea de reeducación por el trabajo y, además, a tu suegro ya lo consideraban un antiguo contrarrevolucionario; basándose sólo en esos hechos, fusilarte sería hacer justicia. En realidad, no eres víctima de ninguna injusticia, guarda tu bolígrafo y detén el galope al borde del precipicio.
Dices que no eres idiota, tienes un cerebro, no puedes dejar de pensar. Si no eres ni revolucionario, ni héroe, ni mártir, ni contrarrevolucionario, ¿hay algún problema? Lo único que. haces es dejar que tu mente divague fuera de las normas de esta sociedad. ¡Estás loco! Eres tú el loco, no Qian. ¡Mirad a este tipo que quiere pensar! ¡Qué ridículo! ¡Ciudadanos del pueblo, jóvenes y viejos, venid a ver a este tipo, este loco que pronto recibirá una bala en la cabeza!
¿Y dices que lo que buscas es lo real de la literatura? ¡Menos broma! ¿Qué está buscando este hombre? ¿Qué es esa historia de lo real? ¡Una bala de cinco maos! ¡Es suficiente! ¿Te jugarías la vida para escribir sobre eso? Esa parcela de lo real, oculta bajo tierra, ¿no se ha podrido ya? Se haya podrido o no, olvídalo, de lo contrario, estarás perdido.
Pero dices que lo que quieres es una realidad transparente, como un montón de basura que enfocas con un objetivo; la basura sigue siendo basura, pero a través del objetivo te provoca tristeza. Lo real es esa tristeza. Te apiadas de tu propia suerte, tienes que encontrar el modo de aceptar el sufrimiento; para continuar viviendo, inventas un mundo que sólo te pertenece a ti, fuera de esta realidad que parece una pocilga. O entonces, mejor decir que todo esto es una mitología de los tiempos modernos, y que colocas la realidad en la mitología, sacas el interés de la escritura para encontrar un equilibrio mental entre la vida y tus pensamientos.
Copió esta mitología en un cuaderno que su madre le dejó antes de morir y escribió sobre la tapa «Alipeidos», un nombre extranjero que inventó, el de un griego o de un hombre de otro país. Luego anotó «Traducido por Guo Moruo», ese viejo poeta que había declarado a los medios de comunicación, cuando estalló la Revolución Cultural, que todas sus obras debían ser destruidas, ganándose así la protección y los favores particulares de Mao. Entonces podía decir que se trataba de una obra traducida por el viejo Guo medio siglo antes, y que la había copiado cuando estaba en la universidad. ¿Quién podría demostrar lo contrario en esa aldea de montaña o incluso en la cabeza de distrito?
En la primera mitad del cuaderno estaba escrito el diario de su madre cuando se encontraba en una granja de reeducación por el trabajo manual, antes de ahogarse. Siete u ocho años antes, en la época del Gran Salto adelante, tuvo lugar una terrible escasez, su madre fue a una granja a someterse a una reeducación, del mismo modo que él fue a una «escuela de funcionarios del 7 de mayo». Ella trabajó duro y consiguió ahorrar varios cupones de carne de cerdo y de huevos para alimentar bien a su hijo cuando volviera a casa. A pesar de trabajar de criadora en un gallinero, tenía edemas por todo el cuerpo debido a la desnutrición. Un día, al alba, cuando el equipo de noche había acabado el trabajo, ella fue a lavarse al río; debido a su cansancio extremo o a su debilidad por el hambre, se cayó al agua. A media mañana, un campesino que llevaba sus patos al río descubrió su cuerpo flotando en la superficie; la autopsia que le hicieron en el hospital indicaba que había sido víctima de una anemia cerebral. No vio el cuerpo de su madre. Todo lo que había guardado de ella era ese cuaderno en el que anotó todo lo que aprendió durante su reeducación por el trabajo. También anotó cuántos días de fiesta acumulaba para volver a casa y poder estar con su hijo, que venía a pasar las vacaciones de verano. Cuando copió la mitología de «Alipeidos», puso el cuaderno en el recipiente de verduras saladas con el fondo cubierto de cal y lo enterró en el suelo de su habitación, bajo la tinaja de agua.
Los días de mercado en que los campesinos de los pueblos de la comarca acudían al burgo, los dos lados de la calle estaban llenos de pértigas y de cestos de batatas, azufaifas secas, castañas, ramas de pino para leña, setas frescas, raíces de loto, fideos transparentes, hojas de tabaco, retoños de bambú secos, sandalias de cáñamo, sillas de bambú, cazos, gambas y pescados todavía vivos. Algunas mujeres, niños, mozalbetes y viejos gritaban, regateaban, «¿Quieres o no? Si no quieres, márchate»; discutían, bromeaban. En ese pequeño burgo de montaña, aunque la revolución había pasado por ahí, todavía se podía vivir bastante bien.