Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
—Comprendo —dices riendo—. Pero ¿cómo le vino la idea de ver mi obra?
—Un amigo me llamó y me habló de ella.
—Eso quiere decir que hay gente que, a pesar de todo, la entiende.
—Es alguien que también viene de China.
Tú dices que esa obra la escribiste cuando todavía vivías en el continente, pero que sólo la has podido estrenar fuera. Lo que ahora escribes ya no tiene nada que ver con todo aquello.
Dice que a él le ocurre lo mismo, su mujer y sus hijos nacieron aquí, son verdaderos nativos de Hong Kong. Pronto hará treinta años que está en la isla, hasta él se considera ya de Hong Kong; tan sólo mantiene unas pocas relaciones de negocios con el continente y el comercio cada vez está más difícil; ya ha retirado grandes sumas de dinero.
—¿Dónde va a invertir ahora? —No puedes evitar hacerle esa pregunta.
—En Australia. Después de ver su obra de teatro todavía lo tengo más claro.
Dices que tu obra no sólo habla de China, sino de las relaciones humanas en general.
Dice que lo entiende, pero necesita un lugar para poner a salvo su capital.
—¿Acaso en Australia no se corre el riesgo de expulsar a los chinos si los de Hong Kong acuden en masa allí? —preguntas.
—Es justamente de eso de lo que quería hablar con usted.
—No conozco la situación de Australia, yo vivo en París —replicas.
—¿Cómo es en Francia? —pregunta mirándote fijamente a los ojos.
—El racismo está por todos los lados, Francia no es una excepción —dices.
—Entonces en Occidente también es muy difícil para los chinos...
Agarra su vaso medio lleno de zumo de naranja y lo posa en la mesa de nuevo.
Tú te pones en su piel y le dices que, ya que su familia ha nacido y crecido aquí, debería serle posible continuar sus negocios en Hong Kong y asegurar su dinero.
Dice que se siente muy honrado de que hayas decidido compartir con él esa modesta comida, que le gusta tu estilo, que seas tan sincero.
Tú le contestas que él es el sincero, que todos los chinos llevan una máscara y que les cuesta mucho quitársela.
—De hecho, si podemos hacernos amigos es porque no hay ninguna relación de interés entre nosotros.
Dice eso con un tono de profunda convicción. Está claro que ha conocido todas las vicisitudes de ese bajo mundo.
A las tres de la tarde una periodista tiene que entrevistarte y has quedado con ella en un café al lado de Wanchai. Él dice que puede llevarte allí. Dices que debe de estar muy ocupado, que no hace falta que te acompañe. Él añade que puedes venir a verlo cuando quieras a Hong Kong. Se lo agradeces, luego le dices que es probable que sea la última vez que una de tus obras se represente aquí, que seguro que os volveréis a ver, pero que esperas que no sea en Australia. Él dice que no, no, que cuando vaya a París irá a verte. Tú le dejas tu dirección y tu teléfono, y él anota de inmediato en su tarjeta el número de su móvil y te la entrega, mientras asegura que si necesitas su ayuda en lo que sea, que lo llames cuando quieras y que espera que os volváis a ver.
La periodista es una chica con gafas. Cuando entras en el café, ella se levanta de su asiento frente al mar, ante un ventanal inmenso, y te hace una señal. Dice quitándose las gafas:
—Normalmente nunca llevo gafas, pero sólo había visto su foto en el periódico y tenía miedo de no reconocerlo.
Guarda las gafas en su bolso y saca una pequeña grabadora.
—¿Puedo grabar? —pregunta.
Dices que por ti no hay ningún inconveniente.
—Cuando hago un reportaje, debo ser muy precisa en las citas, muchos periodistas de Hong Kong escriben con demasiada alegría y eso provoca a veces la rabia de los escritores que vienen del continente, algunos hasta piden que se escriba otro artículo rectificando el anterior. Por supuesto, entiendo su situación, con usted no ocurre lo mismo, ya lo sé, aunque también sea del continente.
—No tengo a nadie que me dirija, nadie por encima de mí —dices riendo.
Ella dice que no tiene un mal jefe, que normalmente no le toca los artículos y publica lo que ella ha escrito, tal cual; ella no soporta las coacciones. Después del 97 —otra vez el 97—, si las cosas no pueden continuar del mismo modo, se marchará.
—¿Puedo preguntarle adonde iría?
Ella dice que tiene un pasaporte inglés para los naturales de Hong Kong; no puede vivir en Gran Bretaña, y además no le gusta ese país. Tiene la intención de ir a los Estados Unidos, pero lo que le gusta es España.
—¿Por qué España y no los Estados Unidos?
Ella se muerde el labio inferior y sonríe diciendo que tiene un amigo español; lo conoció en un viaje que hizo allí, pero ahora están separados. Su compañero actual es de Hong Kong, un arquitecto que no tiene ganas de marcharse.
—Es muy difícil encontrar trabajo en el extranjero —dice—. Por supuesto, preferiría quedarme en Hong Kong.
Ella comenta que ya ha visitado muchos países, que es muy divertido viajar, pero que le costaría vivir fuera. En cambio, Hong Kong es diferente, sus padres y ella son de aquí, es una auténtica isleña. También se dedica a la historia de Hong Kong, a su cultura, a la evolución de sus costumbres. Está escribiendo un libro.
—¿Y qué iría a hacer a los Estados Unidos? —preguntas tú.
—Iría a estudiar. Ya he entrado en contacto con una universidad.
—¿Para preparar un doctorado?
—Mientras estudio, intentaría encontrar trabajo.
—¿Y su compañero?
—Podría marchar después de casarme, quizá... no sé cómo hacerlo.
Sus ojos no tienen para nada el aspecto de padecer miopía, tan sólo parecen un poco perdidos en el vacío.
—¿Soy yo quien le hace la entrevista o al contrario?
Vuelve a su papel y aprieta la tecla de la grabadora.
—Bueno, ahora me gustaría que nos dijera qué piensa de las perspectivas de la política cultural después del regreso de Hong Kong a China. ¿Puede repercutir en el teatro de Hong Kong? Es una cuestión que preocupa al entorno cultural, y usted, que viene del continente, ¿puede darnos su punto de vista?
Tras la entrevista vuelves a tomar el transbordador para atravesar la bahía y regresar a Kowloon, donde quieres hacer alguna recomendación a los actores del teatro del Centro cultural. Una vez haya empezado la representación, podrás volver al hotel para cenar tranquilamente con Margarita.
A través de las nubes, los rayos del sol caen oblicuamente sobre la superficie del mar. Sus olas, de un azul profundo, centellean. Sopla un viento fresco, naturalmente más agradable que el aire acondicionado de las habitaciones. Sobre la isla de Hong Kong, los rascacielos apretados enlazan las verdes y exuberantes laderas de las colinas, el guirigay de la ciudad desaparece poco a poco, unos golpes rítmicos que vienen del mar se hacen cada vez más perceptibles. Están construyendo el gran edificio en el que tendrá lugar la ceremonia conjunta entre Gran Bretaña y China, en 1997. El ruido de los martillos neumáticos te recuerda que a cada instante, cada minuto y cada segundo, la isla de Hong Kong está a punto de hacerse china. El reflejo del sol sobre las olas te obliga a entornar los ojos, estás un poco cansado. Te das cuenta de que esa China que has dejado continúa molestándote; te gustaría librarte de ella del todo; tienes ganas de ir esta noche al Lan Kwai Fong con Margarita, a esa pequeña calle tan occidental, para descubrir un bar de jazz en el que embriagarte.
Pang! ¡Pang! ¡Pang! Los golpes del martillo neumático resuenan regularmente cada tres o cuatro segundos. ¡Un Partido grandioso, justo y glorioso! ¡Más justo, más grandioso, más glorioso que el mismísimo Dios! ¡Eternamente justo! ¡Eternamente glorioso! ¡Eternamente grandioso!
—¡Camaradas, estoy aquí como representante del Presidente Mao y del comité central del Partido!
El dirigente era de estatura mediana, tenía una cara ancha y colorada, acento de los naturales de Sichuan, parecía un hombre enérgico y muy metódico. A primera vista se veía que había conducido a muchos hombres al combate. Al principio de la Revolución Cultural, todos los dirigentes que todavía mantenían su cargo, desde la mujer de Mao, Jiang Qing, hasta el Primer Ministro, Zhou Enlai, e incluso el propio Presidente Mao, todos llevaban uniforme militar. El dirigente se mantenía muy erguido junto al secretario del comité del Partido de la institución tras la mesa de la tribuna presidencial, que estaba cubierta por un mantel rojo. Él percibió que detrás de la puerta principal y de las puertas laterales del salón de la asamblea, hacían guardia unos soldados y representantes de la comisión política.
Alrededor de medianoche, los empleados y obreros se reagruparon según su sector en el gran hall. Había más de mil personas, no había faltado nadie al llamamiento, hasta los pasillos estaban llenos de gente sentada en un orden perfecto. Un comisario político recién trasladado, vestido también con uniforme militar, animaba a la masa a entonar la canción que los soldados cantaban todos los días:
La navegación en alta mar depende del timonel
; pero en aquella época, a los dirigentes y a los intelectuales de la institución todavía les costaba cantar aquel himno con un tono tan agudo. En cambio, a todos les resultaba familiar la melodía, inspirada en un viejo tema folclórico que empezaba con estas palabras: «Oriente está rojo, el sol se levanta, en China ha aparecido Mao Zedong». Sin embargo, siempre acababan cantando el tema de cualquier modo.
—¡He venido a apoyar a los camaradas que abren fuego contra la banda negra que se opone al Partido, al socialismo y a Mao Zedong!
Las consignas surgieron de repente entre la muchedumbre. No sabía quién había empezado primero a gritar. No estaba preparado, pero instintivamente alzó el puño. Los eslóganes prorrumpieron en desorden. La voz del dirigente se alzó en el megáfono y cubrió rápidamente las dispersas consignas.
—¡Apoyo a los camaradas que abren fuego contra toda clase de malhechores y malvados! Atención, hablo de todos los monstruos, los reaccionarios de cualquier estirpe que se ocultan en las sombras. Cuando la situación les sea más favorable, ¡se lanzarán con toda su rabia! El Presidente Mao ha dicho con acierto: «¡Los reaccionarios no sueltan su presa hasta que no se les mata!».
En aquel instante todos se levantaron, a su alrededor y por todas partes, y gritaron las consignas con el puño en alto:
—¡Abajo los malhechores!
—¡Viva el Presidente Mao!
—¡Viva diez mil años!
—¡Cien mil años!
Las palabras de orden se sucedían a partir de entonces sin interrupción, aumentando cada vez más el ritmo y subiendo el tono. Al principio las gritaban unos pocos, luego eran todos a pleno pulmón y al unísono, como las olas devastadoras, una impetuosa marea imposible de parar, que ponía la piel de gallina a todo el mundo. Él ya no se atrevía a mirar a su alrededor. Por primera vez sentía la amenaza que suponían esas consignas aparentemente anodinas. El Presidente Mao no estaba en la otra punta del mundo, no era en absoluto un ídolo que se pudiera despreciar, el poder que tenía era inmenso. Por eso, no podía hacer otra cosa que no fuera gritar con los demás, tenía que gritar alto y claro, no podía mostrar ninguna vacilación.
—No creo que todos los que están aquí sean revolucionarios. En un lugar como éste, que reúne a tantos intelectuales, seguro que hay alguno que no defiende la revolución. ¡No digo que esté mal adquirir conocimientos, no, no digo eso, hablo de esos escritorzuelos que aceptan nuestros eslóganes revolucionarios y se oponen a la bandera roja blandiendo la bandera roja de los contrarrevolucionarios de dos caras, que dicen una cosa y piensan otra! Supongo que nadie se atreve a decir abiertamente que es contrarrevolucionario. ¿Hay alguno aquí, entre nosotros? ¿Alguno de los que se encuentran aquí se atreverá a levantarse y decir que está contra el Partido Comunista, contra Mao Zedong, contra el socialismo? ¿Quién de vosotros? ¡Que suba al estrado, si se atreve!
Silencio total entre los asistentes. Todos contenían el aliento en una atmósfera de tensión; se habría podido oír una aguja que cayera al suelo.
—¡La dictadura del proletariado reina en nuestro país! Los contrarrevolucionarios sólo pueden avanzar con máscaras, aceptar nuestros eslóganes y cambiar de chaqueta. No son trigo limpio, se aprovechan de que llevamos una gran revolución cultural proletaria para atizar un viento siniestro y encender los fuegos diabólicos. Echan sus redes en todas las direcciones, quieren pasar por encima de las organizaciones de nuestro Partido a todos los niveles e imputarnos delitos como si fuéramos la banda negra. ¡Son terriblemente pérfidos, camaradas, debéis tener los ojos bien abiertos! ¡Debéis mirar a todos lados y encontrar a estos enemigos, a estos arribistas, esas serpientes que se esconden entre nosotros, tanto en el seno del Partido como fuera!
Cuando el dirigente se fue, los participantes se retiraron en orden y con la mayor tranquilidad, nadie miraba a nadie, por miedo a que su mirada lo traicionara. Al llegar cada uno a su despacho bien iluminado, todos se encontraron cara a cara y empezaron a someterse a las pruebas; entonces no fueron más que autocríticas, confesiones, peticiones de entrevistas individuales con su responsable, reconocimientos de faltas ante la organización del Partido, lloros y lágrimas. El hombre es tan versátil, más manejable que una masa de pasta, puede resultar feroz a la hora de denunciar a los demás para demostrar su inocencia. Sabían aprovechar esos momentos de la noche, en los que las personas son más vulnerables y normalmente buscan el reposo en la cama, para someterlos a las confesiones y los interrogatorios.
Unas horas antes, en la sesión de estudio político que vino cuando acabó el trabajo, todos tenían ante ellos en su mesa las
Obras escogidas de Mao
, pero hojeaban el periódico, impacientándose durante las dos horas de espera, pero simulando un cierto interés. Luego se separaron entre risas para volver cada uno a su casa. La revolución que tenía lugar en las altas esferas del comité central del Partido todavía no los había aplastado. Cuando un comisario político vino al despacho para advertirles de que se iba a celebrar una asamblea general de los empleados y trabajadores, ya eran las ocho, y el comisario no estaba seguro de que pudiera celebrarse antes de dos horas. El jefe de la oficina, Lao Liu, apretaba su pipa entre los dientes y la atiborraba de tabaco de vez en cuando. Le preguntaron cuántas pipas iba a llenar; rió sin responder, pero tenía aspecto de estar pasándolo mal. En tiempos normales Lao Liu no iba con aires de grandeza y, como también había pegado un
dazibao
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para criticar al comité del Partido, todos se sentían muy cerca de él. Alguien dijo una vez «Si caminamos con él, no podemos equivocarnos», pero de inmediato se sacó la pipa para rectificar: «¡Es con el Presidente Mao con quien tenemos que caminar!». Todos se rieron. Hasta aquel momento, probablemente nadie deseaba que la lucha de clases se desencadenara entre los colegas de la misma oficina. Además, Lao Liu era un miembro del Partido de la época de la guerra de Resistencia contra Japón y, en vista de la antigüedad de cada uno, pocos habrían podido pretender sentarse en su sillón de cuero de jefe de oficina. El olor a cacao que emanaba de su pipa hacía que la atmósfera de la habitación fuera menos tensa.