Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
—Cuando estuvieras cansado, podrías bajar a la playa a darte un baño.
Señala, más abajo del sendero de escalones de piedra que hay en la ladera de la colina, hacia los pequeños barcos y las canoas atracadas en la bahía, y dice que uno de sus amigos extranjeros ha comprado un viejo barco de pesca y vive en él. Margarita dice que le empieza a gustar Hong Kong.
—Podrías venir a trabajar aquí, hablas chino perfectamente y el inglés es tu lengua materna —le dice Dongping.
—Es alemana —dices tú.
—Judía —rectifica ella.
—Nacida en Italia —dices tú para completar.
—¡Conoces tantas lenguas! ¿Qué compañía se negaría a contratarte y darte un buen salario? Pero no deberías vivir aquí. Hay unos apartamentos muy lujosos del lado de la isla de Hong Kong, en la bahía de Agua Dulce, al borde del mar y sobre las colinas.
—A Margarita no le gusta vivir con los jefes, sólo le gustan los artistas —dices tú por ella.
—Perfecto, entonces podríamos ser vecinos —dice Dongping—. ¿Tú también pintas? Aquí tengo un buen grupo de amigos pintores.
—Antes solía pintar, como aficionada —dice ella—; pero no soy artista y ya no tengo edad para aprender.
Dices que no sabías que pintara y ella te responde de inmediato en francés que hay muchas cosas que no sabes de ella. En ese momento, se distancia algo de ti, pero utiliza ese idioma para poder tener un intercambio cómplice contigo. Dongping dice que él tampoco ha estudiado Bellas Artes, que no es un pintor reconocido por la Administración y que, por eso, se ha marchado del continente.
—En Occidente los pintores no necesitan el beneplácito de la Administración y si no les apetece entrar en una escuela de Bellas Artes, no pasa nada; todo el mundo puede hacerse pintor, lo principal es tener una clientela y ver si se consigue vender —explica Margarita.
Dongping dice que él tampoco tiene clientes en Hong Kong. Lo que quieren los marchantes es que firme imitaciones de pintores impresionistas. Explica que las galerías extranjeras compran los cuadros al por mayor, y él los firma cada vez con un nombre diferente. Ni siquiera recuerda cuántos nombres ha utilizado. Los tres se ríen a carcajadas.
En el piso de Dongping, en el salón, que está pegado al estudio, se encuentran en ese momento pintores, fotógrafos, poetas y periodistas. Sólo hay un extranjero que no es artista, es un joven norteamericano muy atractivo. Dongping lo presenta con seriedad y dice que es crítico de arte, que es el compañero de una poetisa china que está en la fiesta y que también ha salido del continente.
Cada invitado sostiene entre las manos un plato de cartón y un par de palillos, y retira de la olla de
fondue
los mariscos que cuecen y ya no se agitan. Dongping dice que son muy frescos, que los acaba de comprar antes de que llegaran. Cuando se los sumerge en agua hirviendo, se encogen antes de quedar inmóviles. Las personas se sienten bien, algunas deambulan descalzas, otras están sentadas sobre cojines en el suelo. La música retumba: un cuarteto de cuerda toca con todas sus fuerzas
Las cuatro estaciones
de Vivaldi. Se come y se bebe mientras se discute sin parar, de todo y de nada. Sólo Margarita parece reservada y seria. Habla chino con mucha fluidez, y supera ampliamente al joven norteamericano que tiene un acento muy pronunciado. Éste se pone a hablar en inglés con Margarita, y no para de hablar, provocando celos en la joven que escribe poemas. Margarita te dirá más tarde que no ha entendido nada de lo que han estado hablando, pero que lo provocó para hacer que revolotease a su alrededor.
Un artista comenta que lo echaron de Yuanmingyuan,
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en Beijing, y que hace dos años la policía precintó todas las tiendas instaladas en Pueblo del Este o Pueblo del Oeste de aquel palacio, con el pretexto de llevar a cabo la reorganización urbana y para mantener el orden social. Le gustaría que le informases sobre las nuevas tendencias artísticas de París. Le explicas que cada año ves cómo nace una nueva moda. El precisa que practica el
body-art.
Tú has oído que en China eso le ha acarreado muchos problemas y te cuesta decirle que en Occidente ese arte ya es historia.
Sin haberse puesto de acuerdo, todos se ponen a hablar del 97. Unos afirman que para el día de la ceremonia de la transmisión de poderes entre Gran Bretaña y China y de la entrada del Ejército de Liberación en Hong Kong, ya están reservadas todas las habitaciones de hotel, que los periodistas de todo el mundo van a apelotonarse en Hong Kong, algunos hablan de siete mil, otros de ocho mil. Otros dicen que el uno de julio por la mañana, día del aniversario de la fundación del Partido Comunista chino, cuando la ceremonia de transmisión de poderes haya terminado, el gobernador británico acudirá a una base militar naval y se marchará de Hong Kong en barco.
—¿Por qué no en avión? —pregunta Margarita.
—Porque por toda la carretera que va al aeropuerto celebrarán ceremonias oficiales, y sería demasiado triste para él —afirma alguien, pero nadie se ríe.
—¿Qué haréis ese día? —preguntas tú.
—Ese día no iremos a ninguna parte y comeremos marisco aquí, ¿qué os parece? —responde Dongping esbozando una sonrisa. Parece magnánimo y menos irritado que antes, más ponderado.
Nadie habla durante un buen rato. La música parece más fuerte que antes, aunque ya no se sabe qué estación de Vivaldi están tocando en ese momento.
—¡Qué importa! —exclama el joven norteamericano.
—¿Qué es lo que no importa? —replica su pareja, que no parece contenta—. ¡Nunca se te entiende en chino!
Entonces la abraza.
—Volveremos a los Estados Unidos.
Después de comer, el joven norteamericano ofrece al grupo un trocito de opio del tamaño de la uña del dedo meñique, pero tenéis que tomar el último barco para volver. Dongping dice que en su casa hay sitio para dormir, y que mañana por la mañana podréis bañaros en el mar. Margarita responde que está cansada y que tomará el avión a mediodía del día siguiente. Dongping os acompaña hasta el barco, y, una vez que la embarcación se aleja, se queda solo en el muelle haciendo grandes ademanes. Le dices a Margarita que en Beijing erais viejos amigos, que habéis pasado por las mismas pruebas, que es una amistad poco frecuente. No habla ningún idioma extranjero, no tiene adonde ir. En Beijing, tuvo muchos problemas con la policía. Un grupo de jóvenes se reunía constantemente en su casa para escuchar música y bailar, los vecinos creían que practicaban actividades ilegales y lo denunciaron. Más tarde, encontró, con grandes esfuerzos, el modo de vivir en Hong Kong. Esta vez para ti es una especie de despedida.
—Estemos donde estemos, siempre es difícil vivir —dice Margarita con tono melancólico. Estáis apoyados en la barandilla de cubierta, el viento marino es fresco.
—¿Tienes que irte realmente mañana? ¿No puedes quedarte un día más? —preguntas.
—No soy tan libre como tú.
El aire cargado de gotas de agua os golpea el rostro. De nuevo te encuentras frente a una separación y puede que para ti sea un momento muy importante, como si vuestra relación no tuviera que terminar de ese modo, pero, al mismo tiempo, no quieres hacerle ninguna promesa, sólo puedes decir:
—La libertad está en tus manos.
—Es fácil decirlo, yo no soy como tú, tengo un jefe.
Se muestra fría de repente, tan fría como el viento del mar. La superficie del agua es negra, las luces centelleantes de la isla han desaparecido.
—Cuéntame algo interesante. —Se ha dado cuenta de que estás decepcionado, le gustaría rectificar—. Habla, te escucho.
—¿Hablar de qué? ¿Del viento de marzo?
Dices lo primero que se te ocurre en tono burlón.
Te das cuenta de que se encoge de hombros y dice que hace un poco de frío. Volvéis a vuestro camarote. Dice que tiene sueño, miras de reojo tu reloj, todavía falta media hora para llegar a la ciudad, le dices que puede quedarse dormida sobre ti, tú también te mueres de sueño.
El viento de marzo. ¿Por qué de marzo? ¿Y por qué el viento? En el mes de marzo, todavía hace mucho frío en la gran llanura del norte de China. Esos terrenos, que se extienden más allá del horizonte y que signen el antiguo cauce del río Amarillo, son de tierras salinas, alcalinas y cenagosas. En ellos se instalaron las granjas para los condenados al
laogai
. Si el trigo sembrado en invierno no se secaba, empezaban a salir los primeros brotes en primavera, que daban una cosecha apenas un poco mayor que las semillas sembradas. Una directiva suprema del Líder supremo transformó esas bases rurales del
laogai
en «escuelas de funcionarios
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del 7 de mayo». La policía militar de las granjas se llevó a los presos que trabajaban allí hacia las mesetas desérticas de Qinghai, y dejó esos terrenos a los funcionarios y empleados de los organismos de la capital roja, víctimas de la depuración de la Revolución Cultural.
«¡Las escuelas del 7 de mayo no son refugios fuera del alcance de la lucha de clases!» Un delegado del ejército vino de la capital para transmitir esa nueva directiva. La lucha, esta vez, estaba dirigida contra la llamada camarilla del «16 de mayo»,
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un enorme grupo de contrarrevolucionarios que se habían infiltrado en todos los niveles de las organizaciones de masa. Cualquier hombre que encontraban de la camarilla era tachado inmediatamente de contrarrevolucionario activo. Él fue uno de los primeros en sufrir el ataque, pero ya no era la época del principio del movimiento, en la que se «barría a todos los monstruos y ogros»,
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en la que cualquiera que fuera objeto del ataque se apresuraba a reprocharse a sí mismo cualquier actitud por miedo. En aquella época se convirtió en un zorro y era capaz de morder. Sabía enseñar los dientes y parecer terrible, ya no podía dejar que una jauría de perros de caza se le echara encima. La vida —si se podía llamar vida a aquello— le había enseñado a convertirse en un animal salvaje, pero, como mucho, era un zorro cercado por los cazadores: al menor paso en falso, se arriesgaba a que lo cortaran en pedazos.
Durante los recientes años de conflicto general, lo que era bueno un día era malo al día siguiente, y, si se quería castigar a alguien, siempre se podía lanzar contra él cualquier acusación. En cuanto un individuo era acusado, siempre se le podía reprochar algo, con lo cual, se convertía en un enemigo. Era lo que se llamaba la lucha de clases, una lucha a vida o muerte. Los representantes del ejército lo señalaron como un objetivo importante para investigar y lo situaron en su punto de mira, para que las masas, una vez movilizadas, dispararan contra él. Conocía perfectamente ese proceso, y antes de que la desgracia absoluta le llegase, sólo podía intentar sobrevivir el mayor tiempo posible. La víspera del día en que el instructor político decidió que tenían que hacer una investigación sobre sus posibles actividades, todos bromeaban con él. Comían juntos en el comedor del trabajo el mismo potaje de maíz y las mismas tortas de harina mixta,
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dormían todos juntos en un gran almacén sobre el suelo cubierto de una capa de cal y encima otra capa de paja como colchón, formando una cama colectiva larga, con cuarenta centímetros de ancho para cada uno, ni más ni menos, medido al milímetro, tuvieran el grado que tuviesen, tanto si eran los dirigentes como los ordenanzas, gordos o flacos, viejos o enfermos. La única diferencia era que los hombres y las mujeres estaban separados. Las parejas que no tenían hijos a su cargo no podían vivir juntos. Todos estaban bajo la dirección de un delegado del ejército, y, como todos los efectivos militares, estaban divididos en escuadras, pelotones, compañías y batallones. Los altavoces empezaban a sonar a las seis de la mañana. Había que ponerse en pie y acabar de arreglarse en menos de veinte minutos. Luego tenían que colocarse en fila india delante de una pared en la que había colgado un retrato del gran Líder. Allí «pedían las instrucciones de la mañana»
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y cantaban las citas al son de la música. Mientras enarbolaban en la mano
El Libro Rojo
,
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debían gritar tres veces «Larga vida» y luego ir al comedor a comer el potaje. Después se reunían para estudiar durante media hora
Las obras de Mao
y, al fin, salían a labrar la tierra con la azada al hombro. Todos compartían la misma suerte, ¿para qué luchar?
El día en que se libró del trabajo manual para redactar la autocrítica que le habían impuesto, era como si tuviera la peste; los demás tenían miedo de que les contagiara y nadie se atrevía a hablar con él. Pero no sabía qué era lo que habían descubierto de él para obligarle a la autocrítica. Un día, al entrar en la letrina al aire libre, le cerró el paso a un tipo con el que tenía una buena relación y, mientras desataba su pantalón para fingir orinar, le preguntó en voz baja: «Oye, ¿qué les pasa conmigo?».
El tipo se puso a tosiquear, con la cabeza gacha, absorto en su ocupación, sin mirarlo. Él no pudo hacer otra cosa que irse de allí: lo vigilaban hasta en los lavabos. El tipo que tenía el honor de ser el encargado de la vigilancia estaba detrás de la pared aparentando mirar al vacío.
Durante la reunión que organizaron para ayudarlo —una pretendida ayuda—, utilizaron la presión de las masas para que reconociera sus errores, pero la palabra error tenía el mismo sentido que la de crimen. Las masas eran como una jauría de perros que se precipitan para morder obedeciendo al látigo de su amo, tomando como única precaución no recibir ningún latigazo. Ya había entendido con claridad la naturaleza de esa cosa infalible que son las masas en movimiento.
Las intervenciones, preparadas con anterioridad, eran cada vez más incisivas y violentas. Previamente se recurría a las
Citas del Presidente Mao
para confrontarlas con sus palabras y sus actos. Dejó sus cuadernos de apuntes sobre la mesa para tomar nota de todo, expresando claramente con aquel gesto voluntario que, si un día la situación cambiaba, no perdonaría a nadie. Con todas las maquinaciones tramadas por los movimientos políticos los años anteriores, los hombres se habían convertido en jugadores y canallas de la revolución, la suerte decidía quién sería el ganador y el perdedor, aunque a los ganadores se les consideraría héroes y a los perdedores, fantasmas rencorosos.
Apuntaba rápidamente, esforzándose para no perderse el más mínimo detalle, sin ocultar que esperaba que llegara el día en que pudiera devolver ojo por ojo y diente por diente. Un tal Tang, un hombre calvo y con aspecto senil precoz, estaba pronunciando un discurso; enrojecía progresivamente, utilizando los aforismos del venerable Mao acerca de la lucha contra los enemigos. Él dejó deliberadamente su bolígrafo sobre la mesa para clavar los ojos en aquel hombre; la mano de aquel tipo empezaba a temblar mientras sostenía
El Libro Rojo
. Seguramente, llevado por la fuerza de la inercia, no conseguía contenerse, hablaba cada vez con mayor entusiasmo y soltaba saliva al hablar. De hecho, aquel hombre también estaba aterrado; hijo de una familia de terratenientes, no pudo participar en ninguna organización de masas y quería aprovechar esa ocasión para manifestarse y adular a la dirección con su servicio meritorio.