Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Manolis salió de la cueva en el momento mismo en que Darcy clavaba el pico en la frente de su no-muerto contrincante. La criatura emitió unos sonidos guturales y cayó de rodillas, y luego se desplomó pesadamente contra el acantilado.
—Gasolina —pidió Manolis.
—Se cayó por el barranco —le respondió Darcy con una voz que parecía un graznido.
Manolis miró hacia abajo; la cesta estaba a unos quince metros, donde unas rocas habían detenido su caída. Estaba abierta, y había algunos objetos desparramados a su alrededor.
—Vigílelos, que yo la traeré —dijo Manolis.
Le dio la pistola a Darcy e inició el descenso. Darcy tenía un ojo puesto en el vampiro del pico clavado en la cabeza, y el otro en la entrada de la cueva. La criatura con la que había luchado —un hombre, sí, pero también una criatura— no estaba «muerta». Debería estarlo, pero, en realidad, estaba no-muerta. El pequeño porcentaje de su organismo compuesto por protoplasma de vampiro ya estaba actuando, y sus heridas comenzaban a curar. Mientras Darcy lo miraba, se estremeció, abrió los ojos amarillos y su mano se dirigió hacia el arpón que tenía clavado en el pecho.
Darcy apretó los dientes y se le acercó. Su ángel guardián aulló, inundó sus venas de adrenalina, y le gritó «¡corre, corre!». Darcy, sin embargo, desoyó todas las advertencias, cogió el arpón y lo hundió más profundamente en la carne del vampiro, hasta que la criatura rechinó los dientes, se echó hacia atrás y volvió a quedarse quieta.
Darcy retrocedió —sus piernas parecían de gelatina—, y dio un grito cuando algo lo cogió por el tobillo desde atrás.
Miró hacia abajo y vio que la criatura de la cueva se había arrastrado hasta allí, y cogía con mano de hierro su tobillo. Un arpón le atravesaba la garganta justo debajo de la nuez de Adán, y los disparos le habían destrozado media cara, pero aún podía moverse, y le miraba con un ojo enloquecido que brillaba en medio de la masa sangrante. Darcy podría haberse desmayado, pero cayó sentado hacia atrás, desprendiéndose de la criatura no-muerta, y desde el suelo vació la pistola en la horrible media cara del vampiro.
Manolis regresó en ese momento. Abrió de un golpe la cesta, sacó la ballesta de Harry Keogh, y la cargó justo a tiempo, porque el vampiro del saliente ya se había arrancado el pico de la cabeza y ahora estaba quitándose el arpón del pecho.
—¡Jesús! ¡Jesús! —gimió Manolis.
Se acercó a la horrible y ensangrentada criatura, apuntó la ballesta desde menos de un metro de distancia, y disparó el dardo de madera directo al corazón.
Darcy, entretanto, se había arrastrado hacia atrás para alejarse del otro vampiro. Manolis le ayudó a levantarse y dijo:
—Terminemos con esto antes de que sea demasiado tarde.
Arrastraron a los vampiros al interior de la cueva, y luego se apresuraron a salir a la luz del sol. Pero Darcy ya no podía hacer nada más; su talento no le permitía moverse.
—Está bien —dijo Manolis, que comprendía la situación—. Puedo hacerlo solo.
Darcy se sentó temblando en el borde del saliente, y Manolis cogió el recipiente de gasolina y volvió a entrar en la cueva. Reapareció poco después, dejando tras él un fino reguero de combustible. Había rociado abundantemente con gasolina todo lo que había en la cueva, y el recipiente estaba casi vacío. Retrocedió hasta donde se hallaba Darcy, vació la garrafa hasta la última gota, y la arrojó por el barranco. Cogió luego un encendedor, y acercó la llama al reguero de gasolina.
Un fuego azul tan tenue que era casi invisible se extendió por el saliente y penetró en la cueva; allí creció en un segundo hasta convertirse en una gigantesca lengua de fuego, seguida de inmediato por una terrible explosión que hizo estallar la entrada de la cueva en pedazos, y provocó una avalancha de piedras sueltas y guijarros. La conmoción hizo que Manolis perdiera pie y acabara sentado junto a Darcy.
Se miraron y Darcy preguntó:
—¿Qué diablos ha sido eso?
—Deben haber guardado sus explosivos ahí dentro.
Se acercaron a la entrada de la cueva, ahora bloqueada por las piedras caídas. Toneladas de roca se habían desmoronado, sellando las excavaciones. Y era evidente que de allí dentro no podía salir nadie —ni nada— con vida.
—Ya está hecho —dijo Manolis, y Darcy, casi sin fuerzas, hizo un gesto de asentimiento.
Darcy, cuando se dieron la vuelta para comenzar el descenso, vio algo amarillo y brillante entre los escombros. Junto a la cueva destruida por la explosión se abría otra, más pequeña, de cuya boca aún salían nubecillas de polvo y algo de humo. El muro de piedra entre ambas excavaciones estaba deshecho, y se veían trozos de roca en el saliente. Pero entre los escombros había algo más.
Darcy y Manolis se acercaron a mirar más de cerca lo que, sin proponérselo, habían desenterrado. En el muro fracturado, cuidadosamente envuelto y sellado, entre bloques de piedra dispuestos especialmente para formar una recámara, había estado depositado el tesoro que Jianni Lazarides —o Janos Ferenczy— buscaba, ese tesoro que él mismo había enterrado siglos antes. Pero los contornos cambiantes de la montaña, modificados por la naturaleza en tormentas y terremotos, le habían confundido. El viejo castillo de los cruzados había sido su punto de referencia, pero incluso él se había derrumbado y cambiado con los siglos. Aun así, Janos había errado sólo por un metro o metro y medio.
Los dos hombres caminaron por entre el polvo y las rocas, la emoción del descubrimiento amortiguada por el horror vivido poco antes. Vieron un tesoro surgido del pasado: ¡oro de Tracia! Cuencos y jarrones…, jarrones de oro llenos a desbordar de anillos, collares y brazaletes…, un casco de bronce colmado de pendientes, hebillas y pectorales…, ¡e incluso un peto de oro macizo!
—¿Pero qué haremos con todo esto? —reaccionó por fin Manolis.
—Se queda aquí —respondió Darcy—. Pertenece a los espíritus. No sabemos lo que le costó a Janos traerlo aquí y enterrarlo, ni cómo y dónde lo obtuvo. Pero es un tesoro ensangrentado, puede estar seguro. Ya vendrá alguien a ver qué ha pasado con esos dos, y encontrará el oro. Dejemos que las autoridades se hagan cargo de todo. Yo no quiero ni tocarlo.
—Tiene razón —dijo Manolis, y juntos comenzaron el descenso hacia el castillo…
Llegaron al pueblo a las doce y media, y Manolis llenó el tanque del barco, preparándose para el viaje a Karpathos. Mientras trabajaba, se le acercaron unos pescadores amigos, y le preguntaron cómo estaban los excavadores.
—No nos acercamos —respondió Manolis—, estaban volando las rocas. Además, el acantilado cae a pico, y un hombre puede despeñarse muy fácilmente.
—Son unos tipos muy engreídos —observó el pescador—. Ellos nos ignoran a nosotros, y nosotros a ellos.
Cuando terminó con el barco, Manolis compró un litro de ouzo y todos se sentaron a beberlo en una de las mesas de la taberna. Más tarde, cuando se alejaban en el barco, el griego dijo:
—Necesitaba unas copas.
—Yo también —dijo suspirando Darcy—. Es un trabajo horrible.
Manolis le miró y asintió con la cabeza.
—Y habrá mucho más, amigo mío. Está muy bien que el ouzo sea barato, ¿no? Piense, con todo ese oro podríamos habernos comprado una destilería.
Darcy se dio la vuelta, contempló la rocosa isla de Halki que lentamente desaparecía en el horizonte, y pensó: «Sí, y tal vez más adelante deseemos haberlo hecho…».
Yendo por la ruta elegida por Manolis, Karpathos estaba a unos noventa kilómetros de Halki; el griego prefería no perder de vista la costa durante la mayor distancia posible, y tampoco quería forzar el motor del barco. Cuando pasaron Ktenia y Karavolas, enfiló hacia el suroeste, y dejaron atrás Rodas, ya en dirección a Karpathos. Eso quería decir que estaban en mar abierto, y el estómago de Darcy comenzó a molestarle. Era algo puramente físico, y no muy grave; después de todo lo que había soportado, era difícil que ahora vomitara. ¡Y no se trataba de que su talento le estuviera previniendo contra un naufragio, o algo por el estilo!
Manolis, para distraer a Darcy y hacer que olvidara su malestar, comenzó a hablarle de Karpathos.
—Es la segunda isla más grande de las del Dodecaneso —dijo—. Queda a mitad de camino entre Rodas y Creta. Así como Halki se extiende de este a oeste, Karpathos lo hace de norte a sur. Tiene unos cincuenta kilómetros de largo, pero sólo siete u ocho de ancho. Es la cima visible de una cadena de montañas submarinas. No es muy grande ni está muy poblada, pero Karpathos ha conocido épocas turbulentas.
—¿Sí? —dijo Darcy, que apenas escuchaba.
—¡Claro que sí! La han gobernado los árabes, los piratas italianos de Génova, los venecianos, los cruzados, los turcos y los rusos… ¡y hasta los británicos! ¡Ja! ¡A los griegos nos llevó siete siglos recuperarla! —Y como no obtuvo respuesta, preguntó—: ¿Se encuentra bien, Darcy?
—No del todo. ¿Cuánto falta para que lleguemos?
—Ya estamos a mitad de camino, amigo mío. Dentro de una hora estaremos dando la vuelta al extremo de la isla, a la altura del aeropuerto. Y allí estará anclado el
Lazarus
. Le echaremos una mirada, nada más. Quizá podamos saludar a alguien de a bordo, y ver qué pensamos de él.
—En este momento no puedo pensar en nada, ni en nadie —se quejó Darcy.
Pero Manolis se equivocaba, y el
Lazarus
no se encontraba allí. Buscaron en las pequeñas bahías del extremo sur de la isla, pero no encontraron rastro alguno del yate blanco. A Manolis se le acabó pronto la paciencia. Cuando fue evidente que buscaban inútilmente, se dirigió al norte, a la playa de Amoupi, y echó el ancla para que pudieran bajar a tierra. Comieron una ensalada griega en una taberna de la playa y entre los dos se bebieron una botella pequeña de retsina. Cuando Darcy se quedó dormido recostado en su sillón, bajo la marquesina de bambú de la taberna, Manolis suspiró, se reclinó también él en su asiento y encendió un cigarrillo. Fumó unos cuantos, admiró los bronceados pechos de las jóvenes inglesas que jugaban en la playa, bebió otra botella de retsina y finalmente despertó a Darcy.
Y a las cinco y cinco partieron de vuelta a Rodas.
Esa tarde, cuando llegaron al hotel fatigados, con agujetas, y morenos por el sol, Darcy y Manolis se encontraron con cuatro personas esperándolos en el salón del hotel. Hubo unos minutos de confusión. Darcy conocía bien a dos de los recién llegados, porque Ben Trask y David Chung eran dos de sus hombres, pero a Zekintha Föener (su apellido de casada era Simmons) y a su marido, Michael, o «Jazz», no los había visto nunca, y sólo los conocía de oídas. Darcy había previsto la llegada de cuatro personas, y había hecho las correspondientes reservas, pero de este grupo en particular sólo esperaba a dos. Siguiendo el consejo de Harry Keogh, había enviado un mensaje a Zek y a Jazz para que no intervinieran en el caso pero no lo habían recibido, o habían hecho caso omiso de él. Ya lo averiguaría más tarde. Los dos hombres que faltaban eran agentes de la Organización E que estaban terminando un trabajo en Inglaterra, y vendrían cuando acabaran con esa misión.
Los cuatro recién llegados, que ya se habían presentado unos a otros, y habían dejado sus maletas en sus respectivos cuartos, estaban preparados para hablar del caso. Darcy sólo tenía que presentarles a Manolis, informarles sobre el papel del policía, hablarles sobre lo sucedido hasta el momento, y luego todo se pondría en marcha. Pero antes de eso, Darcy y Manolis se disculparon y fueron a sus habitaciones a ducharse. Luego se reunieron con la gente de la Organización E, y Manolis les llevó a todos a una cara taberna del otro lado de la ciudad, que era poco probable que estuviera invadida por los turistas. Se sentaron todos alrededor de una mesa en un rincón tranquilo, y con vista al mar. Y Darcy los volvió a presentar a todos uno por uno, y describió los talentos de los miembros del grupo.
Estaba el matrimonio, Zek y Jazz Simmons, que habían estado en Starside con Harry Keogh. Zek era una telépata notable, y una autoridad en vampiros. Tenía una gran experiencia en las mencionadas criaturas, y había tenido contacto con mentes de wamphyri en un mundo ajeno al nuestro. Era muy guapa, de un metro setenta y cinco de estatura, delgada, rubia y de ojos azules. Su madre, de nacionalidad griega, le había dado el nombre de Zante (o Zakinthos) porque había nacido en la isla así denominada. Su padre había sido un alemán del Este, parapsicólogo. Zek tendría unos treinta y cinco años, uno o dos más que su marido.
Jazz Simmons no tenía otros talentos que aquellos con los que una enteramente mundana madre naturaleza le había dotado, más aquellos que había aprendido en los servicios secretos británicos. Después de Starside, había renunciado a su puesto y se había ido a vivir con Zek a las islas griegas. Apenas unos milímetros por debajo del metro ochenta, Jazz tenía un alborotado pelo rojo, ojos grises, una buena dentadura, mandíbula cuadrada, y unas manos muy vigorosas, a pesar de su artística forma. Sus largos brazos le hacían parecer desgarbado. Delgado, bronceado y atlético, tenía una engañosa apariencia de chico bueno…, y lo era en circunstancias normales. Pero no había que subestimarlo. Había sido entrenado de maravilla en vigilancia, protección y fugas, guerra en invierno, supervivencia, demolición, combate sin armas y armado. Lo único que en otra época le había faltado era experiencia, pero la había obtenido en el mejor —o el peor, según se mire— de los lugares, Starside.
Luego estaban los dos hombres de la Organización E: David Chung, localizador, y Ben Trask, un detector humano de mentiras. Chung tenía veintiséis años, un anglo-chino
cockney
de pura cepa. Estaba desde hacía seis años en la Organización y durante ese tiempo se había especializado en la localización extrasensorial de drogas ilegales, especialmente cocaína. Si no hubiera sido porque estaba trabajando en un caso en Londres, puede que hubiera sido enviado a Rodas en primer término, antes que Ken Layard.
Ben Trask era un robusto hombre de metro setenta de estatura, pelo castaño, ojos verdes, con exceso de peso y hombros caídos, y su expresión habitual sólo podía ser descrita como «lúgubre». Su especialidad era la verdad: si le presentaban una mentira, o un concepto falsificado deliberadamente, Trask lo detectaba de inmediato. La Organización E solía prestarlo a las autoridades policiales para trabajos de gran importancia, y también el Ministerio de Asuntos Exteriores solicitaba a menudo sus servicios para comprobar la verdad de las ideas políticas de algunos miembros no especialmente honestos de la comunidad internacional. Ben Trask conocía las intimidades de las embajadas extranjeras en Londres mejor que otras personas su propia casa. Además, había intervenido en el caso de Yulian Bodescu, y no era probable que tomara nada a la ligera.