El lenguaje de los muertos (63 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Se adelantó el gitano que había hablado con Harry Keogh.

—Éste era nuestro rey. Vamos a enterrarlo. Usted no puede entrar en este carro.

Zharov apoyó el cañón de la automática contra la mandíbula del gitano.

—Abra ahora mismo —ladró—, o tendrán que enterrar a dos.

Abrieron la puerta; Zharov vio dos féretros colocados sobre caballetes que estaban clavados al suelo para que no se movieran. El agente soviético subió los escalones y entró. El guardia fronterizo y el gitano fueron tras él. Zharov señaló el ataúd de la derecha y dijo:

—Ése…, ¡ábralo!

—Usted está maldito. Y lo estará por todos los días que le quedan de vida…, que no son muchos.

Los féretros eran muy rústicos, construidos por los mismos gitanos. Zharov le dio su pistola al avergonzado guardia, que se temía que la próxima maldición fuera dirigida contra él, y sacó su cuchillo de mango de hueso. Cuando apretó un resorte, apareció una varilla de hierro, de punta aguzada y veinticinco centímetros de largo. Zharov, sin demorarse, alzó el brazo y la clavó en la tapa del féretro, allí donde debía encontrarse el rostro del que yacía en su interior, quienquiera que fuese.

Alguien sofocó un grito dentro del ataúd, y algo se restregó contra la tapa.

Al gitano parecieron saltársele los ojos de las órbitas; se persignó y retrocedió con piernas temblorosas. Y el guardia hizo lo mismo. Pero Zharov no se dio cuenta. Y tampoco percibió un olor punzante, que no era solamente el de las ristras de ajos. Con una mueca salvaje arrancó el arma que había clavado en el ataúd y metió la punta bajo el borde de la tapa, haciendo presión aquí y allí hasta que la desprendió. Luego cogió el mango de hueso del arma entre los dientes, para tener las manos libres, cogió la cubierta del féretro y la levantó.

Y desde adentro alguien le ayudó a hacerlo… ¡pero no era Harry Keogh! Y luego…

Mientras el ruso le miraba con ojos de espanto, Vasile Zirra tosió y se revolvió en su féretro, y alzó un brazo correoso para coger a Zharov y poder levantarse.

—¡Mi Dios! —exclamó horrorizado el agente de la KGB, y el cuchillo que sostenía con los dientes cayó dentro del ataúd.

El viejo rey gitano cogió el arma de inmediato y la clavó hasta la empuñadura en el saltón ojo izquierdo de Zharov, hasta que la punta de acero rozó los huesos interiores de la parte trasera del cráneo del agente soviético. Ya era suficiente, más que suficiente.

Zharov, con el rostro cubierto de sangre, retrocedió con movimientos de autómata hasta dar con la pared lateral del carromato, y luego se desplomó de lado. Al caer emitió un estertor, se retorció brevemente en el instante de golpear el suelo, y luego se quedó inmóvil.

Pero fue lo único que permaneció de esa manera.

En el frente de la columna, un gitano llevó el coche de Zharov hasta una zanja al borde de la carretera. El patán de la Securitatea corrió en dirección al puesto de la frontera, gritando: «¡Yo no tengo nada que ver con eso! ¡Yo no tengo nada que ver con eso!». El gitano que había hablado con Harry pasó por encima del cuerpo de Zharov, miró temeroso a su viejo rey que yacía otra vez bien muerto en su féretro, se persignó por segunda vez y volvió a cerrar el ataúd. Luego alguien gritó: «¡Adelante!», y la columna se puso nuevamente en marcha.

A poco menos de un kilómetro de allí, donde la zanja paralela a la carretera era más profunda, y cubierta de zarzas y ortigas, abandonaron el cadáver de Zharov. Lo arrojaron desde un carromato a la zanja, y en un segundo desapareció de la vista oculto por la vegetación…

Mientras Harry bebía la sopa, con droga y todo, hasta la última gota, había puesto en acción el talento de Wellesley, y por consiguiente su mente se cerró a toda interferencia del exterior. La poción de los gitanos era de efecto rápido; Harry no había advertido cuándo le llevaron al coche fúnebre y le introdujeron en el segundo féretro.

Pero su aislamiento mental también tenía sus desventajas. Por una parte, los muertos no podían comunicarse con él. Harry, claro está, había tenido esto en cuenta, y también lo que le dijera Vasile Zirra sobre el corto tiempo que duraba el efecto de la pócima. Y había pensado que, después de todo, podía permitirse estar incomunicado durante una o dos horas. Pero lo que el viejo rey no le había dicho era que una cucharada o dos de sopa serían suficientes. El necroscopio se la había bebido toda, y la dosis era muy grande.

Y ahora, mientras despertaba lentamente —y se hallaba a medio camino entre el mundo subconsciente y el de la conciencia—, dejó caer la protección mental de Wellesley y se permitió vagabundear entre las ráfagas de voces que le llegaban en la lengua de los muertos.

¿Harry Keogh?
—la voz del viejo rey muerto sonaba triste y llena de frustración—.
Es usted un joven muy audaz. La araña está esperándole, y usted se ha arrojado en su tela. Porque fue amable conmigo —y porque los muertos le aman— puse mi posición en peligro para prevenirle, pero usted ignoró mi consejo. Y ahora deberá sufrir el castigo
.

Harry, cuando oyó hablar de castigo, despertó con mayor rapidez. Aunque todavía no había abierto los ojos, sentía el balanceo del carromato, y supo que estaban en marcha. Pero ¿cuánto faltaría para llegar a destino?

Usted bebió toda la sopa
—le recordó Vasile—.
Halmagiu está… muy cerca. Conozco bien esta tierra, y puedo darme cuenta de dónde estamos. Falta poco para la medianoche, y ya se vislumbran las montañas
.

Harry se asustó un poco entonces, y despertó del todo. Y se asustó aún más cuando descubrió que estaba dentro de un cajón que por su forma debía de ser un ataúd. Pero Vasile Zirra le tranquilizó.

No, no es su tumba, sino su refugio. Le pusieron allí para cruzar la frontera
—dijo el viejo rey, y luego le contó lo sucedido con Zharov.

Y Harry le respondió con un susurro, dentro de los confines del frágil ataúd:

—¿Usted me protegió?

Usted tiene el poder, Harry
—dijo el otro encogiéndose de hombros—.
De modo que lo hice en parte por usted, y en parte por…, por él
.

—¿Y quién es él? —Pero Harry sabía muy bien a quién se refería el rey—. ¿Janos Ferenczy?

Cuando usted se dejó drogar, se puso usted mismo en sus manos, y en las manos de su gente. La tribu de los Zirras es de Janos Ferenczy, hijo
.

La respuesta de Harry fue amarga, en un tono que raramente usaba con los muertos:

—¡Si es así, los Zirras son unos cobardes! Al comienzo, mucho antes de que usted naciera (en realidad, hace más de siete siglos), Janos engañó a los Zirras. Les sedujo, les fascinó, se los ganó mediante la hipnosis y otros poderes que había heredado de su malvado padre. Consiguió que los Zirras le amaran, pero sólo para utilizarlos. Antes de Janos, los verdaderos wamphyri eran siempre leales a sus criados, y por eso se ganaron el eterno respeto de los cíngaros. Había entre ellos un verdadero vínculo. ¿Pero qué les ha dado a ustedes Janos? Sólo terror y muerte. Y le temen hasta después de muertos.

¡Sobre todo después de muertos!
—fue la pronta respuesta—.
¿No sabe lo que él podría hacerme? Es un ave Fénix, que ha surgido de las llamas del infierno, sí, y podría resucitarme también a mí de mis cenizas. Y esta vieja carne, estos viejos huesos ya han sufrido demasiado. Son muchos los valientes hijos de los Zirras que han ido a esas montañas para apaciguar al gran boyardo; entre ellos, Dumitru, mi propio hijo, que nos abandonó hace tiempo. ¿Cobardes? ¿Qué podríamos hacer nosotros, que sólo somos hombres, contra el poder de los wamphyri?

—¡Él no es wamphyri! —exclamó Harry—. Quiere serlo, pero hay algo en la verdadera esencia de un vampiro que aún se le escapa. ¿Qué podría hacer usted contra él? Si realmente quisiera, podría ir con un grupo de sus hombres hasta el castillo de Janos en las montañas, buscarlo y terminar con él allí mismo. Podrían haberlo hecho hace diez, veinte, cien, incluso trescientos años. Y es lo que yo debo hacer ahora.

¿Que no es wamphyri?
—el interlocutor de Harry parecía atónito—.
¡Sí que lo es!

—Se equivoca. Janos tiene su propia clase de nigromancia (que, por cierto, es tanto o más cruel que otras prácticas de los wamphyri), pero no es un arte verdadero. Él puede cambiar de forma, pero tiene límites. ¿Acaso puede convertirse en una hoja que vuela al viento? No, Janos utiliza un avión. Es un impostor; un vampiro poderoso, peligroso e inteligente, pero no es un wamphyri.

Él es lo que es
—dijo Vasile—.
Y sea cual sea su naturaleza, es demasiado fuerte para mí y para los míos
.

Harry soltó un bufido irónico.

—Entonces, déjemelo a mí. Tendré que buscar ayuda en otra parte.

El anciano rey gitano, ofendido por el tono burlón de Harry, dijo:

Además, ¿qué sabe usted de los wamphyri? Nadie sabe nada de ellos
.

Pero Harry no hizo caso de él, y envió sus pensamientos —en la lengua de los muertos— hacia el cementerio de Halmagiu. Y desde allí, hasta el castillo en ruinas en las montañas…

Docenas de negros murciélagos rumanos volaban por encima de los vehículos y escoltaban la columna de carromatos a su paso por los brumosos campos de Transilvania. Eran los mismos murciélagos que volaban encima de los ruinosos muros del castillo Ferenczy.

Janos estaba allí, una oscura silueta en un peñasco que dominaba el valle. Como un gran murciélago, husmeaba la noche y observaba no sin satisfacción la niebla de un blanco lechoso que cubría los valles. La niebla era suya, como lo eran los murciélagos, y los cíngaros Zirras. Y a su manera, Janos se comunicaba con todos ellos.

—¡Mi gente lo tiene! —dijo, como para recordárselo a sí mismo.

Había repetido a menudo esta frase durante la tarde, y por la noche. Se volvió hacia sus vasallos vampiros, Sandra y Ken Layard, y dijo una vez más:

—Tienen al necroscopio, y me lo traerán. Está dormido, narcotizado, y sin duda es por eso por lo que no podéis leer sus pensamientos o localizarle. Porque vuestros poderes tienen grandes limitaciones.

Pero Janos no había terminado de hablar cuando su localizador dio un respingo.

—¡Ah! —exclamó Layard—. ¡Allí está!

Janos lo cogió del brazo y preguntó:

—¿Dónde? ¿Dónde está?

Layard tenía los ojos cerrados; se estaba concentrando. Su cabeza giró lentamente en un semicírculo que abarcaba todo el valle, para detenerse finalmente con el rostro en dirección a Halmagiu.

—Está cerca —dijo—. Allí abajo, cerca de Halmagiu.

Los ojos de Janos se encendieron. Miró a Sandra.

—¿Y bien?

Ella legó sus poderes telepáticos a las corrientes extrasensoriales de Layard.

—Sí —dijo, con un gesto afirmativo—. Está allí.

—¿Y sus pensamientos? —insistió ansioso Janos—. ¿Qué está pensando el necroscopio? ¿Tiene miedo? Sí, ese hombre tiene múltiples talentos, ¿pero de qué le servirán contra músculos que son absolutamente despiadados? Él habla con los muertos, sí, pero mis cíngaros están vivos.

Y para sus adentros, Janos pensó:

Sí, él habla con los muertos. Hasta lo hace con mi padre, que de vez en cuando se aloja en su mente. Y eso significa que así como yo conozco al necroscopio, el perro me conoce a mí. No puedo bajar la guardia un solo instante. Esto no terminará… hasta que no termine. Quizá debería hacer que le mataran ahora mismo, y luego resucitarlo cuando me plazca. ¿Pero qué gloria, qué satisfacción habría en ello? No es ésa la manera de hacerlo, no si quiero ejecutarlo al modo de los wamphyri. Yo mismo debo matarlo, y luego hacerlo resurgir de sus cenizas para que me reconozca como su señor
.

Sandra se aferró al brazo de Layard e intentó percibir los pensamientos de Harry… y un instante después se alejó bruscamente del localizador, tan bruscamente que chocó con Janos. Éste la cogió, evitando que cayera.

—¿Qué sucede?

—¡Él… está hablando con los muertos!

—¿Con qué muertos? ¿Dónde?

—En el cementerio de Halmagiu. ¡Y…, y en su castillo!

—¿Halmagiu? —el hocico de murciélago se estremeció—. Los aldeanos me temen desde hace siglos, me temían incluso cuando yo no era sino polvo en una urna. No conseguirá nada allí. ¿Y los muertos en mi castillo? En su mayoría pertenecen a la tribu de los Zirras. —Janos soltó una risa horrible, y quizás un tanto nerviosa—. Ellos dieron sus vidas por mí, y no le escucharán después de muertos. ¡El necroscopio pierde el tiempo!

Sandra, a pesar de su fortaleza de vampiro, aún estaba conmovida.

—Él ha hablado con muchos, y no todos eran gitanos. En vida eran guerreros. He percibido apenas el levísimo murmullo de sus mentes muertas, pero todos ellos arden de odio hacia usted.

Janos se quedó mudo un instante, pero de inmediato lanzó una carcajada que parecía un aullido.

—¿Mis tracios? ¿Mis griegos, mis persas, mis escitas? Son polvo, las meras sales químicas que componen a un hombre. Los únicos que tienen forma son los guardias que he resucitado. El necroscopio puede hacer que los muertos se levanten de sus tumbas, pero no puede dotarlos de carne y huesos si sólo son un puñado de cenizas. Y aunque pudiera, yo volvería a reducirlos a su condición anterior. Él está desesperado e intenta reclutar aliados imposibles. ¡Deja que hable con ellos!

Janos volvió a reír, y volviéndose hacia el castillo en ruinas, dijo entrecerrando los ojos purpúreos:

—Vamos; hay que preparar ciertas cosas…

Un puñado de cíngaros condujo a Harry a través de los bosques, y más allá del otero al pie del peñasco, donde se alzaba el túmulo funerario construido con las «piedras de las almas». Tenía las manos atadas a la espalda y tropezaba a menudo; le dolía la cabeza, como si tuviera una monumental resaca, pero cuando pasaron cerca de la base del montículo, sintió a su alrededor los tenues fantasmas de los que en una ocasión fueron hombres.

Harry se dirigió a ellos en la lengua de los muertos y supo de inmediato que ellos sólo eran los ecos de los Zirras con los que había hablado en el Lugar de los Huesos, cerca del castillo en ruinas. La bruma cubría la base del otero, pero su cima redondeada, donde las piedras del túmulo funerario apuntaban a la luna naciente, permanecía despejada. Los hombres habían tallado esas piedras, sus propias lápidas, antes de subir a las alturas y entregarse en sacrificio al monstruo.

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