El Legado de Judas (8 page)

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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

BOOK: El Legado de Judas
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16

Un grito en la calle interrumpió la lectura de Andreas en este punto. Dirigió la mirada a la mujer del kimono rojo, que había seguido su lectura con gran atención, y luego al balcón. El primer alarido fue seguido de un coro de voces alborotadas de hombres.

El guía se precipitó hacia el balcón a mirar lo que pasaba. Había un hombre tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. En aquel momento tres jóvenes se inclinaban sobre él tratando de asistirle mientras llegaba la ambulancia.

Uno de ellos se levantó para gritar algo en árabe y entonces pudo verle: era Eliah Rangel. Habían atentado contra él, pero, por la mano temblorosa que parecía querer agarrar el cielo, no había muerto.

—Espérame aquí —pidió a Solstice antes de salir a toda prisa de la habitación—, será lo más seguro.

Cerró desde fuera con llave y bajó los escalones de cuatro en cuatro hasta el portal de salida. Desde allí corrió hacia el grupo que rodeaba a quien se debatía entre la vida y la muerte. En aquel momento, un hombre de raza negra le acercaba un vaso de agua a los labios.

Por la mancha de sangre que empezaba en el vientre del hombre, Andreas entendió que había sido herido con un arma blanca.

Dos soldados que acababan de llegar ahuyentaron de malas maneras al enjambre humano que se había formado alrededor de Rangel, justo cuando el guía se había agachado junto a él y le tomaba la mano.

¿Es usted médico? —preguntó uno de los soldados al suponer que le estaba tomando el pulso.

—No, pero hablo su idioma. Estará más tranquilo si me quedo con él.

El sefardí miró a Andreas con ojos aterrorizados, como si ya pudiera entrever el velo que separa la vida de la muerte. Luego dijo con voz muy débil:

—Capitales y acertijos. Hay que resolverlos antes de que sea demasiado tarde.

—¿Cómo? —preguntó Andreas imaginando que los policías no entendían el castellano—. ¿De qué capitales habla?

Rangel respiró con gran esfuerzo antes de seguir hablando con voz entrecortada:

—Siete pecados… Siete ciudades y siete monedas. Una ya ha caído… Hay que salvar las otras seis.

Aunque le parecían delirios de un moribundo, para entenderle el guía tuvo que pegar el oído a la boca del sefardí, que seguía hablando entre espasmos.

—Judas Iscariote… treinta siclos de plata.

—Conozco la historia —respondió Andreas para calmarle, mientras la ambulancia ya entraba en la plaza haciendo atronar su sirena.

—Sí…, pero solo la primera parte. —Rangel parecía haber recuperado parte de su vitalidad, ya que logró soltar tres frases enteras—. Judas cobró los treinta siclos de plata y luego murió. La cuestión es… ¿qué pasó con esas monedas? ¿Adonde fue a parar el legado de Judas?

Como si hubiera consumido sus últimas fuerzas para decir aquello, el sefardí cerró los ojos mientras su boca era presa de violentos temblores. El guía tomó conciencia de que aquel hombre iba a morir de un momento a otro sin que le hubiera preguntado lo más importante.

Dos enfermeros ya habían colocado al herido sobre la camilla cuando Andreas le habló por última vez:

—¿Quién ha sido?

Mientras Rangel era empujado hacia el interior de la ambulancia, su voz sonó como un susurro que llegara del otro mundo:

—Alto, muy alto…

Al oír eso, el guía recordó a Solstice y salió corriendo hacia el hotel.

Si el hombre del traje beis estaba metido en aquello, después de cargarse al traductor su siguiente víctima sema el destinatario de la traducción: la dama de las sombras.

Le tranquilizó encontrar la puerta número 9 tan cerrada como la había dejado. Tras abrir haciendo girar dos veces la llave, recibió un violento empujón que estuvo a punto de hacerle caer al suelo.

Solstice estaba furiosa.

—La próxima vez que me encierres como a un animal vas a pagar por ello.

A continuación, lo arrastró hacia el interior de la habitación y cerró la puerta con la llave.

Estaba vestida y lista para partir.

—Ve a buscar tu maleta —le ordenó—. Tenemos que largarnos de aquí.

—¿Y adonde vamos? —preguntó Andreas mientras subía al nivel superior, donde su equipaje descansaba al lado de la cama.

—Cualquier lugar será más seguro que este. El asesino se aloja en el hotel.

Un escalofrío recorrió la espalda del guía mientras pensaba en el hombre del traje beis y en Rangel en medio del charco de sangre. No había entendido nada de aquella conversación, pero estaba claro que si no huían de allí correrían la misma suerte.

Antes de salir del hotel con nocturnidad, Andreas buscó entre los cachivaches que adornaban las paredes algún objeto contundente que pudiera servir de arma. Finalmente decidió que el arma más útil en su situación eran unas piernas que no dejaran de correr.

17

El taxi les llevó hasta la Colonia Alemana, un barrio del Jerusalén moderno conocido por su ambiente cultural y alternativo.

A la una y cuarto de la noche todavía quedaban cafés abiertos en una avenida bellamente arbolada. Los sólidos edificios del siglo XIX hacían pensar más en un país centroeuropeo que en una ciudad de Oriente Medio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Andreas con una maleta en cada mano.

—Tú eres el guía —dijo Solstice socarrona.

—Si no fuera porque dependes de mí para ver, ahora mismo me largaba a casa y te dejaba con todo el marrón. De hecho, es lo que vamos a hacer. Puesto que soy el guía, acabo de decidir que tomemos otro taxi hasta el aeropuerto y regresemos con el primer vuelo. A fin de cuentas, ya tienes tu testamento de Judas, ¿no es cierto? Cada hora que pasemos aquí nos da más números para la lotería de la muerte.

—Tranquilízate, te lo ruego —repuso ella en tono conciliador—. Correr hacia el aeropuerto es lo que Lebrun espera que hagamos. Si queremos salvar el pellejo, nuestra única defensa es no ser previsibles.

—¿Quién coño es Lebrun?

—El que nos vigilaba en el restaurante de Jaffa. Ha estado encima de nosotros todo el tiempo.

—Y de Rangel, que en paz descanse. Si lo que quiere es ese dichoso testamento, mándale una copia por correo y larguémonos de una vez —dijo Andreas con los nervios a flor de piel.

Solstice esbozó una sonrisa triste antes de decir:

—Lo más probable es que ya tenga una copia del testamento. Se la daría el mismo Rangel, que era zorro viejo. ¿Por qué vender una sola vez lo que puedes vender dos veces?

La pareja caminaba ahora por la calle Emek Refa'im, donde parecía concentrarse la animación nocturna. Se detuvieron ante un pequeño café donde tocaba un trío de jazz.

—¿Entramos? —propuso ella—. A los dos nos vendrá bien una copa.

Se acomodaron en una mesa cercana a los músicos, que parecían profesores universitarios que aquella noche hubieran decidido romper con la rutina.

No había más público que Andreas y Solstice, que pidieron un par de whiskys dobles para disolver el susto. El trío estaba versionando de forma bastante heterodoxa I'm so sorry cuando el guía volvió a la carga.

—Entonces, si Lebrun ya tiene su traducción, ¿por qué se ha cargado a Rangel?

—Supongo que se ha sentido traicionado al comprobar que también la tenemos nosotros. Eso le impide actuar impunemente.

—Entonces somos un estorbo en su camino, deduzco. Aunque sigo sin entender de qué va todo esto. ¿Para quién trabaja ese criminal? ¿Es un fundamentalista cristiano que quiere impedir la divulgación del testamento de Judas?

Solstice sorbió un poco de Bushmill’s sin hielo antes de contestar:

—A Lebrun le trae sin cuidado que el testamento salga a la luz, siempre que él consiga antes lo que quiere. Ese es el problema: busca lo mismo que nosotros.

El clarinete escalaba en aquel momento hasta notas casi ofensivas para el oído.

—¿Busca? —repitió Andreas—. Creí que habíamos encontrado ya lo que nos había traído a Jerusalén.

—Sí y no. Verás, el testamento no termina con la confesión de Judas que has empezado a leerme. Digamos que ese es nuestro punto de partida. Y desgraciadamente también el de Lebrun.

El guía apuró el vaso de whisky convencido de no estar entendiendo absolutamente nada. Mientras el trío interpretaba el último tema de la noche, recordó las palabras que le había dicho Rangel en su lecho de muerte. Casi como un acto reflejo, repitió una de las ideas de aquella extraña conversación:

—¿Adonde fueron a parar las monedas que cobró Judas para traicionar a Jesús?

Al escuchar aquella pregunta, ella dejó caer las manos sobre la mesa, como una rendición. Aunque seguía sin entender adonde conducía todo aquello, Andreas supo que había dado en el clavo.

—Solstice, si vamos a estar juntos en esto, quiero saber exactamente cuál es el juego.

—¿Puedes esperar a mañana cuando nos levantemos? —le interrumpió ella—. Estoy borracha y me caigo de sueño.

—Preguntaré al barman dónde hay un hotel —dijo Andreas, resignado—. Pero antes debes prometerme que a partir de mañana no habrá secretos entre nosotros. Al menos, por lo que respecta al testamento y a lo que tenga que ver con él.

—Prometido —declaró ella adelantando su mano blanca y fría para que la estrechara.

El único alojamiento disponible en aquella zona resultó ser el espartano B-Green, una casa de huéspedes situada en la calle Rachel Imeinu.

Les atendió un muchacho ojeroso de aspecto ario. Tras comunicarles que había una habitación libre en el primer piso, les cobró el equivalente a 60 euros por la noche.

Eran ya las tres de la madrugada cuando Andreas subió las dos maletas por las escaleras, mientras Solstice caminaba frente a él como una sonámbula. La habitación era rudimentaria, pero tenía cierto encanto por pertenecer a un caserón del siglo XIX.

Las dos camas individuales evitaron cualquier tensión suplementaria a las que ya habían vivido aquella noche. Esta vez fue el guía quien se apoderó del baño, donde tomó una ducha caliente que solo desvaneció en parte las turbulencias que el alcohol había instalado en su cabeza.

Al volver al dormitorio, Solstice ya dormía dentro de su cama. Desprovista de las gafas, hundía la mejilla en la almohada con la melena desmayada sobre sus hombros desnudos.

Andreas se acostó y, antes de dormirse, se preguntó si la mujer que dormía a un metro escaso de él se habría metido bajo las sábanas tal como había llegado al mundo.

Era una duda agradable para cerrar un día que prometía ser el preludio de una cascada de peligros.

18

Cuando Lebrun llamó al timbre de la pensión B-Green eran casi las seis de la madrugada. Aunque le pesaban las piernas, la adrenalina lo mantenía despierto.

Había sido una noche entretenida. Después de negociar con el armenio, a quien había tenido que entregar todo el dinero que tenía en la cuenta, se había deshecho de él y había recuperado el pago. Dos pájaros de un tiro, aunque hubiera utilizado un machete del ejército suizo para acabar con él.

Pero el verdadero éxito lo había cosechado después. Gracias a las indicaciones de Fusang, solo había necesitado dos horas para dar con lo que buscaba. Había completado la primera misión en un tiempo récord. Eso le daba ánimos para la segunda etapa, que se hallaba a 2700 kilómetros de allí.

A las doce del mediodía despegaba su avión, pero antes necesitaba dormir un par de horas. Aunque llevara la delantera a aquel par de inútiles, nada más aterrizar iba a tener que correr para mantener la cabeza de la carrera.

Cuando efectuara la entrega en el mismo aeropuerto de Tel Aviv, donde le esperaba un agente de Fusang, otros cien mil dólares engrosarían su cuenta antes de volar a su nuevo destino. Tenía una idea bastante aproximada de dónde se encontraba el segundo objetivo, y contaba incluso con un contacto en la ciudad, el típico desgraciado que se jugaría la piel por él. Si trabajaba rápido y daba en el clavo, otros cien mil dólares serían suyos.

El buen humor de Lebrun se terminó cuando se abrió la puerta y el demacrado recepcionista le comunicó:

—Lo siento, tendrá que volver a las diez de la mañana. He dado la única habitación libre a una pareja que hace el check out a esa hora.

El francés maldijo al recepcionista y a la pareja que le privaba del descanso, sin sospechar que los que dormían en aquella habitación buscaban lo mismo que él, aunque anduvieran rezagados.

En cualquier caso, no pensaba discutir con él. En lugar de eso, le tendió un billete de cien shéquels —unos quince euros— antes de explicarle:

—Le agradecería que me encontrara un lugar donde dormir en la Colonia Alemana. Tengo que tomar un avión este mediodía y me gustaría poder darme una ducha antes.

El chico se llevó el billete mecánicamente al bolsillo, como si fuera un acto repetido muchas veces, mientras entornaba los ojos en busca de alguna idea para el forastero. En su rostro se dibujó entonces media sonrisa, lo cual significaba que había dado con una solución, aunque fuera precaria.

Fue al mostrador a buscar una tarjeta de la pensión y escribió detrás una calle y un número. Se lo entregó al francés con la advertencia:

—Es un lugar algo sórdido, pero allí podrá ducharse y tumbarse un par de horas.

Lebrun se sintió engañado al llegar, a las seis y media de la mañana, a un bloque de dos pisos que ni era un hotel ni se encontraba en la Colonia Alemana. Era un club nocturno de la periferia de Jerusalén.

Aunque no entendía el nombre del establecimiento —estaba en caracteres hebreos— que centelleaba sobre la puerta, no le costó suponer que se trataba de una barra americana. Elevó la mirada al piso superior, donde debían de estar las habitaciones donde se practicaba la prostitución.

En otras circunstancias, habría vuelto inmediatamente al B-Green para aplastarle la nariz al recepcionista, pero la noche le había procurado tantos acontecimientos extraños que terminar durmiendo en aquel tugurio no le impresionaba. Además, estaba desvelado.

Cuando empujó la puerta de metal, se encontró con los taburetes boca abajo sobre la barra. Una muchacha escuálida de facciones eslavas barría en aquel momento el suelo plagado de colillas. No tendría más de dieciocho años, pensó Lebrun, que sintió desvanecerse el poco sueño que tenía. Se parecía a la hija de un amigo que siempre le había gustado.

—Está cerrado —dijo la chica en un inglés con fuerte acento ruso.

—Da igual —repuso Lebrun—. No quiero tomar nada. Busco una cama limpia, aunque algo de compañía no estaría mal.

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