—No solo lo sospecho, sino que lo sé de primera mano.
Tras un par de asesinatos por parte de Fusang para hacerse con el control de las monedas, las siete familias se reunieron y tomaron la decisión de ocultarlas en siete lugares donde nadie pudiera encontrarlas. Al menos por ahora. La idea es que, cuando pase el vendaval, los legítimos herederos encuentren la manera de llegar hasta ellas.
Mientras el autobús se detenía en una parada en medio del desierto, el guía recordó de repente algo que le había dicho el sefardí tras ser alcanzado por el ángel de la muerte.
Habían sido los únicos en bajar en New Khalia Beach, un pequeño resort a orillas del mar Muerto que luchaba por salir a flote. La alta proporción de sal y la lectura de periódicos en mojado no garantizaban la afluencia continuada de bañistas. Cerca de Masada había ofertas turísticas con muchos más atractivos.
Cuando el autobús prosiguió su ruta, se dieron cuenta de que el mar quedaba lejos. Estaban literalmente en medio de la nada. Una urbanización de casas sin terminar indicaba que aquel lugar había tenido perspectivas décadas atrás, pero en la era Obama se había convertido en un puro desierto.
Al comentar estas observaciones, Solstice respondió:
—Tiene una explicación. No hace tanto que el mar, bueno, de hecho, es un lago grande, llegaba hasta aquí,. Por eso se empezaron a construir todas esas casas que ves. En aquel momento parecía el lugar ideal para tener una casa de vacaciones.
—¿Y cómo puede haberse retirado tanto? —preguntó Andreas calculando la distancia hasta el horizonte marino—. Debe de haber casi un kilómetro hasta el agua.
—El mar Muerto lo han ido secando Israel y Jordania, cada uno desde su lado. Extraen agua y minerales, y chupan además el curso del río Jordán, que es el que alimenta este lago. Por eso cada año el desierto avanza varios metros y el lago se va convirtiendo en una charca.
Después de casi media hora atravesando el desierto bajo un sol de justicia, llegaron al complejo de New Khalia Beach. Aparentemente no había allí ningún hotel ni nada que se le pareciera. Solo un restaurante, una tienda de suvenires y un servicio de duchas por el que se pagaba al entrar en el recinto.
Aquel domingo de octubre el calor era tan abrasador como el agosto barcelonés, así que dejaron las maletas en un guardarropa y tomaron solo lo imprescindible para cambiarse y descansar allí algunas horas hasta decidir dónde ir.
Andreas había tomado la precaución de poner un bañador en la maleta, así que pudo salir de las duchas masculinas con la toalla al hombro. Solo la carpeta con el testamento de Judas empañaba su imagen de perfecto bañista. Se instaló perezosamente en una de las tumbonas frente al agua, donde en aquel momento varios hombres leían sus periódicos mientras flotaban. Otros visitantes se embadurnaban de cabeza a pies con la pegajosa arcilla del fondo, que al parecer tenía grandes propiedades para la piel.
Mientras estaba allí sin hacer nada, un sacerdote argentino comandó un grupo de creyentes hasta la orilla para que entraran en el agua.
El guía escuchaba con tanta curiosidad las conversaciones de aquel grupo de viaje que no vio acercarse a Solstice en bikini. Antes de tumbarse en la hamaca a su lado, permaneció unos segundos de pie frente a él. Con la cabeza ligeramente izada, parecía olisquear el aire caliente y salado, pero Andreas sabía que se estaba exhibiendo.
Si vestida ya había inflamado su deseo, su cuerpo en paños menores le pareció de infarto. Hasta que ella no se tumbó a su lado, no logró relajarse para explicarle lo que había recordado en el autocar.
—Eliah Rangel dijo cosas muy raras cuando me agaché para saber cómo estaba, pero lo que me has contado antes les da cierto sentido.
—¿Ah, sí? ¿Qué dijo exactamente? —preguntó mientras flexionaba las piernas cuya blanca piel Andreas suspiraba por acariciar.
—Algo como: «Siete pecados, siete ciudades y siete monedas. Ha caído una y hay que salvar las otras seis». Antes dijo algo que no entendí: capitales y acertijos. Luego mencionó el legado de Judas y el asunto de las monedas.
Solstice se abrazó las piernas, que se plegaron sobre su cuerpo hasta aplastar ligeramente la firmeza de sus pechos. El guía se obligó a mirar al frente para no experimentar una erección, aunque ella no pudiera verle.
—Es muy interesante eso que te dijo —repuso ella con un temblor perceptible en la voz—, más de lo que supones. De repente, todo encaja…
—¿Qué encaja? ¡Yo no entiendo nada!
—Cuando las familias decidieron ocultar los siclos de plata ante la oleada de asesinatos que se avecinaba, se buscó un documento en clave donde se hallaran las pistas del paradero de cada uno de ellos. Debía ser lo bastante sutil para que pasara desapercibido a los no iniciados. Y tenían que asegurarse de que el documento no saldría a la luz hasta que los herederos gozaran de seguridad para ir a recuperarlas. Por eso debía dormir varios años, una década incluso.
—¡El legado de Judas! —exclamó Andreas.
—Es obvio. ¿Qué lugar mejor para ocultar las pistas que conducen a su legado que su propio testimonio?
—Tiene mucho sentido, pero sería necesario un cabalista para extraer esa información en clave.
—O es tan sencillo que lo hemos pasado por alto —declaró entusiasmada—. Siete pecados, siete ciudades, siete monedas… Y el testamento está dividido en siete partes. La lógica nos lleva a pensar que cada parte está dedicada a un pecado capital… que señala a su vez una capital, es decir, una ciudad donde se oculta una moneda.
—Es una deducción brillante. Pero no sé si bastará con eso para dar con los siclos de plata. Por otra parte… ¿para qué íbamos a buscarlos? A fin de cuentas, no son nuestros.
La voz oscura y femenina de Solstice sonó ahora implacable:
—Para destruirlos. Solo así podremos garantizar que vuelva la calma. Si acabamos con el legado de Judas, tal vez cambien más cosas en el mundo de las que imaginamos.
Andreas repasó, incrédulo, el primer cuadernito del testamento. No pudo reprimir una breve exclamación al descubrir un pasaje que apoyaba la hipótesis de Solstice. Leyó un pasaje donde Judas se refería a su padre:
—«En más de una ocasión cometió en mis carnes el pecado de la ira».
—Ahí tienes el pecado capital.
—De acuerdo, pero ¿a qué ciudad hace referencia? ¿Dónde se oculta la primera moneda?
Aunque dudaba de que aquel juego les condujera a ningún lugar, a Andreas le pareció divertido tratar de resolver aquel acertijo. Era una buena ocupación para disfrutar junto a una mujer de bandera.
—¿Cuál es la capital de la ira? —insistió.
Ella se giró hacia él y rozó su mejilla con el dedo, como a un niño pequeño al que hay que explicarle todo.
—¿De verdad que no sabes cuál es?
Por la cabeza del guía pasaron muchas ciudades en guerra, pero ninguna le acababa de convencer como candidata. Finalmente fue Solstice quien dijo:
—Instálate en el viejo Jerusalén una temporada y aprenderás qué es la ira, te lo aseguro.
Andreas meditó sobre ello y acabó dándole la razón. Si en algún lugar se capitalizaban los odios e injusticias del mundo, la sangría entre usurpadores y desterrados, la cólera de Dios, era en la ciudad triplemente santa.
Otro detalle de la conversación con Rangel adquirió de repente una nueva luz.
—El sefardí dijo que la primera moneda se ha perdido ya y hay que salvar las otras seis.
—Eso explica muchas cosas —repuso ella levantándose de la hamaca para sentarse de lado frente a él—. Puedo figurarme perfectamente lo que pasó ayer. Eliah Rangel tenía avidez por el dinero y sabía que el testamento de Judas se había utilizado como clave para ocultar las monedas. Quizá él mismo había puesto el manuscrito a disposición de las familias para que se guiaran por él para ocultar sus talismanes. Y decidió adueñarse del primero tras descubrir de algún modo su escondite en Jerusalén.
—Cuando lo hubo encontrado, Lebrun lo acuchilló para quitárselo —intervino Andreas en un acceso de lucidez—. El primer siclo de plata ya ha cambiado de manos. ¡Ahora irá a por el segundo!
Solstice tomó la mano del guía entre las suyas como signo de confianza y complicidad. Luego le pidió:
—Léeme.
Testamento de Judas II/VII
Tras las fatigas de la larga marcha, de común acuerdo con el camellero jefe decidimos no partir hacia Keriot hasta pasados dos días. Levantamos nuestro campamento en las afueras de la ciudad y nos dispusimos a reponer las fuerzas perdidas. Después del esfuerzo nos habíamos ganado el derecho a la pereza.
En la casa del noble Mesa continuaban las fiestas de esponsales y, puesto que era la familia más principal del lugar, toda la ciudad gozaba de un aire festivo. Tras una noche de descanso, a la mañana siguiente decidí dar un paseo por las calles de Bet Shean.
Anhelando ver de nuevo a la maravillosa criatura llamada María, dirigí mis pasos hasta las cercanías de la villa donde la había visto por vez primera. Sin atreverme a entrar, puesto que ya había cumplido mi cometido y cobrado el vino, di un par de vueltas a la casa y escuché el jolgorio de la fiesta. Al cabo de un tiempo, emprendí nuevamente el camino de vuelta.
Me disponía a dirigir mis pasos hacia el campamento, cuando ante mí se cruzó el criado que me había informado del nombre de la joven que tanto me había cautivado. Sin reparar en mi presencia, entró en la posada del pueblo y se perdió en la oscuridad del interior.
Sin pensarlo dos veces, entré tras él. Cuando me hube acostumbrado a la poca luz de la estancia, lo descubrí sentado en una de las mesas más alejadas de la entrada. Me dirigí hacia él y, tras sentarme en el banco de enfrente, le saludé y quise saber si me recordaba. El hombre palideció y dio un salto hacia atrás. Iba a salir corriendo cuando le así del brazo para retenerle.
Atropelladamente le pregunté si podía invitarle a una jarra de vino. Cuando se hubo calmado, se sentó nuevamente a la mesa y se secó el sudor. Entonces me confesó que, aprovechando el jolgorio de los esponsales, había desatendido un momento la fiesta y sus obligaciones con la certeza de que nadie lo advertiría. Mi súbita aparición le había hecho creer que había sido descubierto por el jefe de criados de la casa.
Aceptó mi invitación y compartimos un vino que me hizo añorar el que la noche antes habíamos dejado en las bodegas de Mesá.
Cuando el criado se servía de la segunda jarra, le abordé sobre la joven que había visto en la casa.
—¿Dijiste que procedía de Magdala? —le pregunté.
El hombre empezaba a estar ebrio, pero sin duda no se le escapó el motivo de mi interés.
—Efectivamente. es la princesa de Magdala y una joven muy bella. A la muerte de sus padres heredará una gran hacienda y una enorme fortuna. Pese a su dote y a su belleza, es una muchacha singular que causa muchos problemas a su anciano padre. Cuentan que estudia la Tora como un hombre, y que sostiene discusiones sobre la misma con miembros del mismo Sanedrín. Por eso muchos creen que está poseída por los demonios del alma, y los jóvenes del lugar le tienen miedo y la rehúyen a pesar de ser el mejor partido de estas tierras.
Saberla estudiando la Torá, que incluso para muchos varones era tarea harto difícil, solo logró acrecentar el seductor halo en torno a la bella joven y rica heredera, por lo que no me la pude sacar del pensamiento en todo el viaje de regreso.
Pero aquel encuentro determinante no sería el único suceso de aquel largo viaje. Fuese por mis ensoñaciones con la princesa o por el cansancio acumulado por todos, cuando nos encontrábamos a media jornada de Jericó padecimos un incidente que me llevó a vivir un extraño encuentro.
Caía la tarde cuando, sin conocerse el motivo, tres camellos de la caravana se asustaron y se salieron de la fila, huyendo hasta el río que bordeábamos en nuestra ruta. Harim, el jefe camellero, salió tras ellos indicándome con vistosos ademanes que fuera a ayudarle. Así lo hice y al poco rato me unía a él en su persecución de los animales huidos.
Cuando llegamos a la orilla del río, dos de los animales cesaron en su carrera, pero el tercero cruzó las aguas por su parte más vadeable. Sin tiempo para desmontar, Harim me pidió que siguiese al animal solitario mientras él se encargaba de los otros dos. Más tarde nos reuniríamos en el campamento a las afueras de Jericó.
Seguí trotando tras el animal, que me llevaba una ventaja considerable, sin darme cuenta de que me estaba alejando de mi ruta.
El sol estaba ya bajo cuando alcancé al fugitivo. Había llegado hasta un cúmulo de rocas que se alzaba, a no mucha altura, ante una planicie desértica. Allí el animal cesó de repente su huida y, plegando sus patas, se colocó en posición de descanso.
Cuando me acerqué a él, no mostró intención alguna de reemprender la carrera y siguió sentado, mirando hacia las rocas. Permitió que tomara la cuerda de su bocado, pero al tirar de ella para que me siguiera permaneció tercamente sentado e inmóvil en su posición. Tres intentos más que realicé resultaron igualmente inútiles. Su atención parecía estar fija en un punto determinado de aquellas rocas, lo que hizo que mis ojos siguieran la dirección que me indicaba el camello.
Allí, a poca altura entre las piedras, creí distinguir un resplandor que no era el del sol, que ya se retiraba ante la llegada de las sombras del anochecer. Guiado por la curiosidad, encaminé mis pasos hacia aquel lugar. Tuve que escalar tres o cuatro rocas hasta llegar a una abertura entre dos piedras de mayor tamaño que las otras. Era la entrada a una pequeña cueva de la que salía un leve fulgor.
Permanecí en la entrada solo un momento, ya que algo me decía que lo mejor era marcharse. Pero, cuando me disponía a obedecer este impulso, una voz procedente del interior de la cueva dijo:
—Entra, Judas, te estaba esperando.
No fue mi voluntad sino mis pies los que me llevaron hacia dentro. Recuerdo una pequeña estancia donde, en el rincón más alejado, ardía un fuego de llamas verdosas. Frente a aquel fulgor encontré a un hombre de mirada fija, vestido como los hombres del desierto que alguna vez me había cruzado en algún oasis.
—Siéntate, te esperaba —me repitió al tiempo que señalaba una piel de cabra extendida frente a él.
—¿Cómo es que sabes mi nombre y dices que me esperabas, si yo no recuerdo haberte visto jamás? —acerté a preguntar pese al temor que crecía en mí.
Aquel hombre extraño se levantó y, sin decir palabra ni apartar de mi rostro sus ojos oscuros, se acercó más a las llamas. Esto me permitió ver unos singulares tatuajes en su frente. Esgrimía una leve sonrisa en el rostro, pero no era de felicidad ni de alegría.
En aquel momento sentí cómo la muerte entraba en mí. Cuando al fin habló, creí estar ya entre los muertos.
—¡Pobre joven Judas de Keriot! ¡Qué destino más cruel el tuyo! Serás deshonrado por los hombres a causa de ser fiel. Te verás siempre en la duda entre tu cabeza y tu corazón, y usarán tu nombre para crear un gran poder que buscará dominar todas las tierras conocidas. Tendrás dos rabinos y sentirás que a los dos traicionas sin traicionarlos. Servirás a dos poderes y a ninguno servirás. Amarás a dos mujeres y no serás amado por nadie. Siempre estarás solo aunque estés en compañía. Pero el peligro mayor pasará por tus manos como una recompensa que jamás hubieses querido recibir, pues con el tiempo podrá destruir todo lo que existe bajo el cielo. Judas de Keriot, serás juzgado eternamente por hombres y mujeres que hoy ni siquiera han nacido.
Las llamas de la hoguera casi se habían extinguido y la cueva brillaba tenuemente con la luz rojiza de los rescoldos. Tras escuchar aquel funesto parlamento, me pareció haber bajado al reino de los muertos. No lograba moverme ni hablar.
Aunque no entendía lo que aquel hombre acababa de decir, la fatalidad de las predicciones que había escuchado me oprimía el corazón como una fría losa de piedra. Ni por un momento pensé que pudiera tratarse de una colosal mentira.
De repente empecé a sentirme mal, y vi cómo las paredes de la cueva empezaban a juntarse conmigo en medio. La figura del hombre se transformó en humo verde, excepto aquellos ojos oscuros que seguían fijos en mí y no me dejaban salir huyendo.
Perdí la conciencia y nunca sabré el tiempo que transcurrió. Solo puedo decir que desperté sobre la tierra, al lado de los dos camellos, cuando las estrellas ya se apagaban y el cielo empezaba a clarear.
Busqué la cueva de la que no sabía cómo había logrado salir, pero mis tentativas fueron del todo inútiles, ya que me fue imposible encontrarla. Mientras dudaba de si había soñado lo ocurrido o si había sucedido en realidad, até la cuerda del camello fugitivo a la del mío y emprendimos la marcha hasta reunimos con el resto de la caravana.
El animal que me había conducido hasta allí en su escapada, y que la noche anterior no se había querido mover, me siguió aquella mañana dócilmente. Yo no dejaba de oír en mi cabeza aquellos terribles oráculos que me condenaban a una vida terrible sin saber el motivo.
Después de aquel extraño suceso en el desierto, lo único destacable fue que empezaron a frecuentar los encargos para el palacio del gobernador. Aquello producía gran satisfacción a mi padre, que como ya he dicho con anterioridad no hacía ascos a las monedas romanas.
En cada viaje me esperaba Publio Marcio, que nada más llegar me apartaba del resto de los hombres de la caravana y me invitaba a compartir con él una jarra de vino y algún manjar de los que se cocinaban en aquella enorme estancia del palacio. Siempre hablábamos de la ruta y de los últimos acontecimientos en Jerusalén, cuando no me contaba historias de otras tierras que el decurión había visitado en sus campañas con las legiones romanas.
Yo creía ver cierta deferencia hacia mi persona, lo cual pese a venir de un romano no dejaba de halagarme. Publio Marcio preguntaba mi opinión sobre asuntos domésticos y parecía escucharme con verdadero interés, circunstancia que no había sucedido antes.
En el quinto o sexto viaje, una mañana que los hombres descargaban los mulos, me agarró del brazo y me llevó hasta un pequeño huerto junto a la cocina, apartado del tránsito de la descarga y de los sirvientes que trabajaban en ella. Tras comprobar que estábamos solos y nadie podía oírnos, me miró de frente y me habló en estos términos:
—Judas, creo que eres un joven inteligente, y Roma necesita en sus territorios gente de valía como tú. ¿Te has preguntado alguna vez cómo logramos estar en todas las tierras que conquistamos y permanecer en ellas? Pues lo hacemos contando con los mejores hombres de los lugares que dominamos, los que saben apreciar las ventajas que les reporta ser amigos de Roma. Necesitamos la ayuda de aquellos que comprenden que el imperio es irresistible y, por tanto, mejor es beneficiarse de nuestra amistad que combatirnos y morir en el intento. He hablado al gobernador sobre ti y nos gustaría saber que contamos contigo en estos territorios que recorres con las caravanas de tu padre. ¿Qué me dices?
Lo inesperado de aquella propuesta me dejó sin habla. Tenía al gigantesco romano frente a mí, escrutándome fijamente mientras la cicatriz de su ojo parecía oprimirlo más de lo habitual. Aquella mirada me hacía temblar.
Por mi cabeza pasaron como un rayo las funestas predicciones sobre mi vida, en aquella jornada ya lejana, y pensé en lo que sucedería si me negaba a la propuesta del romano.
Aun con el paso de los años todavía no sé si fue el miedo o un cierto orgullo por sentirme elegido lo que hizo que mi respuesta fuera de consentimiento.
—¿Qué esperáis que yo haga? —pregunté con cierto recelo.
—Oh, nada importante. Nos basta saber que estás con Roma, y Roma estará contigo. Mantente alerta, abre bien los ojos y los oídos cuando pases por los pueblos y ciudades. Si tienes conocimiento de algo que pueda interesarnos, háznoslo saber sin demora. —Publio Marcio debió de leer en mi rostro la desconfianza, pues rápidamente añadió—: No pienses que traicionas a tu gente, ya que en realidad ayudas a aquellos que quieren el orden y la paz. Lamentablemente, en todas partes encontramos hombres y mujeres que no aceptan la ayuda que Roma les ofrece y conspiran en la sombra. Procuran hacernos daño, pero al final el daño se lo hacen a su pueblo, ya que a nosotros nadie puede vencernos.
Aunque las palabras del decurión me sonaron lejanas, pensé que tener a Roma de mi lado siempre sería mejor que enfrentarme a ella. Por otra parte, no sería difícil que mi vigilancia pasara inadvertida. También en esto me equivocaba.
El tiempo fue pasando y mis viajes a Jerusalén se repetían. Si en un principio temía que Publio Marcio pudiera exigir de mí alguna información que por otra parte no tenía, o la delación de algún desafecto a Roma, al cabo de varias caravanas este miedo desapareció. El decurión seguía mostrándome su amistad, pero únicamente hablábamos de cosas sin importancia o bien de mujeres, tema este que parecía agradar sobremanera al romano.
Por mi parte, cada día que pasaba me resultaba más lejano el suceso de la cueva con sus terribles predicciones, como si hubiera sido solo un sueño.