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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

El Legado de Judas (17 page)

BOOK: El Legado de Judas
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Habíamos caminado durante la conversación, y la llegada a la casa de Lázaro ayudó a dejar en el aire mi posición, que por el momento satisfizo a ambos hermanos, mientras yo creía que no me había comprometido en ningún sentido.

Allí estaba yo, en paz conmigo mismo, cuando de repente vi salir de la casa a nuestro maestro. A su lado, Lázaro reía de algo que él acababa de comentarle. Unos pasos mas atrás, todavía en la penumbra del portal, les seguía una figura femenina que por su estatura y complexión enseguida vi que no era ninguna de las hermanas del anfitrión.

Cuando avanzó hacia la luz del día, un rayo interior sacudió todo mi ser. A pesar de todo el tiempo transcurrido, reconocí al instante a aquella mujer. Era María de Magdala, con quien había soñado tantas noches y cuyo recuerdo me había acompañado desde que la había visto fugazmente en aquella villa a orillas del Jordán. Su belleza no solo no había menguado, sino que, bien al contrario, se había acrecentado con el tiempo.

Me quedé clavado en el suelo ante aquella aparición, y la sangre no volvió a correr por mis venas hasta que Andrés me dijo:

—Es María Magdalena, la esposa del maestro.

36

Solstice reposaba boca abajo sobre la cama, cubierta solo con una pequeña toalla sobre sus nalgas. Tras más de media botella de Moët, Andreas sintió vértigo al recorrer con la mirada sus largas piernas y aquella espalda blanquísima que incitaba a besarla.

Acababa de darse una ducha caliente, pero un temblor interior le sacudía desde que la había encontrado así en su habitación.

—Ya puedes empezar —dijo ella con la mejilla sobre la almohada y los párpados cerrados.

El guía se sentó en el borde de la cama y tomó uno de sus pies con ambas manos. Incluso en aquella parte de su cuerpo la piel le pareció suave como la seda.

Empezó a presionar el talón con los dos pulgares tal como le había enseñado una novia fisioterapeuta. En una segunda fase, tomó el lado fino de su empeine y lo pinzó suavemente con el pulgar y el índice, realizando un breve recorrido hacia delante y hacia atrás.

—Lo haces muy bien —suspiró Solstice.

Andreas se había prometido a sí mismo no dar un solo paso fuera de lo pactado —un masaje boca abajo— a no ser que ella tomara la iniciativa. Para controlar la excitación que le producían los preliminares del masaje, decidió sacar a colación lo que le había leído media hora antes.

—¿Cuál te parece que es el pecado capital de esta parte del testamento? —le preguntó.

—Me sorprende que no lo sepas —contestó ella antes de proferir un suave gemido—. Es evidente, ¿no te parece?

—Habla de que su rabino queda prendado de Jesús y de cómo el mismo Judas se enamora espiritualmente del Mesías. ¿Dónde está el pecado capital?

—En el último pasaje.

—¿Cuando descubre que María Magdalena es la novia de Jesús?

—Bueno, en el testamento dice que es su esposa —comentó cambiando de lado la mejilla sobre la almohada—. Pero tienes razón, debía de ser su novia, ya que no consta en ningún otro documento que Jesús estuviera casado. Céntrate en ese final de capítulo… ¿Qué hace Judas?

—Se queda boquiabierto al saber que María ya tiene alguien a quien amar. Entiendo adonde quieres ir a parar: es previsible que tras ese descubrimiento le embargara la envidia. ¿Es esa la capital que buscamos, verdad?

—Verdad.

Andreas miró de reojo el despertador eléctrico sobre la mesilla con el logo de la cadena Waldorf. Eran casi las tres de la madrugada. Mientras liberaba el segundo pie para iniciar el masaje en las pantorrillas, deseó que Solstice no pretendiera salir de inmediato hacia el aeropuerto.

—Por más que le doy vueltas —confesó ella para su alivio—, no encuentro una opción que me convenza. ¿Cuál es la capital de la envidia por antonomasia?

—Ni idea —repuso Andreas—. En todas las ciudades se cría la envidia. Es inevitable cuando hay tanta gente viviendo junta. Uno ve lo que posee el vecino y se pregunta por qué no ha tenido la misma suerte.

—Es un buen razonamiento, pero no es ese el tipo de envidia que debemos buscar, sino una ciudad que encarne el pecado capital de forma más abstracta, ¿me entiendes?

—No.

—Léeme otra vez el acertijo del cuaderno.

El guía no necesitó volver a su agenda para repetir aquellos versos; eran tan breves y absurdos que los recordaba perfectamente. Sin embargo, hizo ver que hacía un esfuerzo por recordarlos mientras, acabado el masaje en la parte inferior de las piernas, abrazaba el primer muslo con las manos y lo recorría muy lentamente en dirección a la breve toalla.

Andreas tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su turbación y recitar:

—«El pecado es un espejo / que repite desde lejos / más pequeño que parejo».

Mientras Solstice meditaba con los párpados cerrados el sentido de estos versos, las manos del guía habían llegado al límite entre la piel y la toalla. Tragó saliva. Venciendo su deseo de penetrar en aquellas montañas de firme suavidad, sus dedos se despegaron de la piel para iniciar en el otro muslo el camino ascendente.

—París es la ciudad de los espejos —dijo ella con tono plácido—, o el palacio de Versalles para ser más exactos. Pero no se refiere a ese tipo de espejos.

—¿Un espejo simbólico?

—Eso mismo. Habla de una ciudad que envidia a otra y «repite desde lejos» algo que la primera tiene. Es decir, que se trata de dos capitales muy alejadas entre sí.

—Me gusta esa deducción —apuntó Andreas—. El tercer verso, «más pequeño que parejo», indicaría que eso que repite o imita es de menor tamaño que el original. Y cabe imaginar que el original es…

—Es París —respondió ella con seguridad—. La más envidiada de las ciudades. También la más imitada, pero nunca igualada.

—Encaja con los versos perfectamente. Solo necesitamos saber qué ciudad tiene una réplica de algo muy parisino. Esa es la pista del acertijo.

Mientras Solstice pensaba sobre esto, las manos del guía ya se habían despegado de los muslos a su pesar y, tras sobrevolar la sensual montaña blanca que formaba la toalla, aterrizaban sobre la base de su espalda. Con los dos pulgares siguiendo las ondulaciones de las vértebras, Andreas experimentó una descarga de excitación al sentir la fina piel de la espalda al contacto con sus palmas.

Tras un breve gemido de bienestar, ella argumentó:

—Puesto que venimos de la torre Eiffel, podría ser eso lo que la capital envidiosa reproduce a menor escala.

Culminada la montaña rusa de las vértebras, los pulgares del guía ascendían ahora por el cuello y la nuca hasta abrazar con los dedos el nacimiento del pelo.

Le resultaba extraño jugar a aquella especie de trivial a cuatro patas sobre un cuerpo tan deseado. Sin embargo, intentó mantener las formas.

—En Las Vegas hay una reproducción de la torre Eiffel. Yo mismo la vi cuando guiaba grupos por la Costa Oeste.

—De acuerdo, pero Las Vegas no es una capital. Ni me parece el paradigma de la envidia. Bastante trabajo tienen en no arruinarse.

—Pues es la única opción que se me ocurre ahora mismo.

Tras masajear varias veces aquella espalda perfecta, Andreas acercó los labios a la columna y sopló suavemente sobre ella mientras la recorría arriba y abajo.

—Tal vez deberías conectarte a Internet para buscar más pistas.

—No es posible —respondió contrariado con la idea de terminar el masaje, aunque tenía un buen argumento—. Antes he intentado acceder a mi correo desde el Workcenter del hotel, pero había una avería en la línea. Desde recepción me han dicho que no funcionará hasta mañana.

—Entonces, haz el favor de cubrirme. Necesito dormir un par de horas seguidas.

Aunque sabía de antemano las reglas del juego, no pudo evitar una encendida frustración al bajar de la cama. Acto seguido la cubrió con la sábana y una manta.

—Puedes darme un beso de buenas noches —dijo ella señalando su mejilla sin abrir los párpados.

Resignado, Andreas la besó brevemente antes de apagar la luz. Un suave perfume a mandarina le acompañó en su camino a la puerta. Ya iba a salir cuando la voz de Solstice habló en la oscuridad:

—Si encontramos una tercera moneda, dejaré que me hagas un largo masaje por el otro lado… sin toalla.

37

Lebrun paseaba cabizbajo por el Bois de Vincennes, al este de París. Necesitaba aire, alejarse de la ciudad que le había infligido su segunda derrota.

Después de un inicio fulgurante en el que había cosechado doscientos mil dólares, el asalto al Metropolitan había terminado con la muerte de la falsa estudiante, con lo cual no había podido llevar la moneda hasta la gente de Fusang. Ciertamente, él no había organizado la parte fallida de la operación, pero su fracaso le había afectado de todos modos, ya que había sumado una presión extra a la búsqueda de la cuarta moneda.

Al llegar a la capital francesa había deducido que el siclo de plata se encontraba en la torre Eiffel. Incluso había relacionado el número de escalones con la fecha de fundación de las dos ciudades que mencionaba el poema. Pero no había ido más allá.

Tras deducir que la moneda se hallaba en las escaleras, había gastado una cantidad importante en sobornar a un empleado para que le abriera el último tramo entre el segundo y el tercer nivel. Una vez allí, sin embargo, se había sentido totalmente perdido. Había empezado por el último de los escalones, el 1652.

Gracias a su altura había logrado escalar hasta las vigas sobre aquel peldaño. Pero había sido en vano. Luego había bajado lentamente hasta el segundo nivel, pero tras escrutar con la mirada cientos, miles de hierros, finalmente había desistido.

Buscar una moneda en aquel mecano de más de dieciocho mil piezas, sin contar los tornillos, era más difícil que encontrar una aguja en un pajar.

Dejando la misión por imposible, se había centrado en la quinta moneda. Conocía el pecado capital: la envidia. Y había leído también el poema oculto por la tinta invisible: «El pecado es un espejo / que repite desde lejos / más pequeño que parejo».

Aquello no le decía nada, o tal vez estaba demasiado cansado para que la mente hiciera las asociaciones adecuadas. Mientras daba vueltas al acertijo, observó un grupo de patos que surcaban el lago junto al paseo. La brisa del recién estrenado noviembre les alborotaba las plumas.

Sintió un repentino deseo de arrojar una piedra para derribar una de aquellas aves, cuya existencia transcurría tan plácidamente. Siempre le había corroído por dentro la felicidad de los demás. Incluso la de los patos.

Se hallaba en la ciudad donde había pasado la mayor parte de su juventud y, pese a eso —o precisamente por eso—, su corazón solo ansiaba destrucción.

Buscó en la orilla del lago un pedrusco lo bastante grande para causar la muerte a uno de aquellos patos. Cuando lo hubo encontrado, alzó el brazo y cerró el ojo derecho para afinar más su objetivo.

El proyectil estaba a punto de iniciar su vuelo cuando una llamada al móvil detuvo la palanca de su brazo.

Al otro lado le esperaba la voz del jefe Fusang. El anciano que controlaba la operación desde las alturas de Shanghai no estaba precisamente contento.

—¿Se puede saber qué está haciendo?

Lebrun pensó qué estrategia le convenía tomar. Podía hacer ver que andaba cerca de un objetivo, fuera la cuarta o quinta moneda, pero le pareció más sencillo explicar el estado de las cosas. Puesto que iba a comisión, supuso que el hombre con el sol en el árbol no podía enfadarse.

Se equivocaba.

—Tengo la certeza de que el cuarto siclo se oculta en algún lugar de la torre Eiffel, pero no he logrado dar con él.

—Imbécil.

Asombrado con la respuesta que acababa de obtener, estaba a punto de mandar al viejo al infierno, cuando este le explicó:

—Solstice y su esbirro han encontrado la moneda. Mis hombres han visto con sus propios ojos cómo esa desgraciada la arrojaba al Sena. No hemos actuado con rapidez y el siclo se ha perdido para siempre.

—Intentaré que el quinto siclo de plata no se nos escape. Estoy dando vueltas a…

—Deje de darle vueltas, porque ya lo ha perdido —replicó colérico el jefe Fusang—. Otra moneda que se ha escapado. Con esta van tres, imbécil.

Aquello era más de lo que Lebrun estaba dispuesto a tolerar, así que decidió contraatacar al amparo de los casi diez mil kilómetros que le separaban de su interlocutor.

—Abandono la misión. ¿Lo oye? Estoy fuera de este asunto, viejo lunático. Las monedas de Judas me la traen floja a partir de ahora. Tendrán que buscarlas sin mí.

—Es una pena volver a estar sin blanca después de tener doscientos mil dólares en la cuenta —dijo el chino en tono reposado—. Ese rinconcito le procuraba a usted mucha tranquilidad.

El francés se temió lo peor.

—¿Significa eso que voy a tener que devolverlos?

—No será necesario, puesto que ya no están en su cuenta. Se han volatilizado.

—Eso es imposible —respondió Lebrun angustiado—. Solo yo tengo acceso a…

—Compruébelo por sí mismo. Para nosotros ha sido tan fácil como marcar un número de teléfono. Esa es la ventaja de tener buenas relaciones con los bancos. Y ya sabe cómo se comporta el dinero: hoy está y mañana ha desaparecido. ¡Zas! ¿Verdad que duele?

Lebrun sintió cómo la furia lo quemaba por dentro. Sin embargo, debía mantener la cabeza fría si quería recobrar lo que era suyo. Incluyendo su vida.

—Supongo que si quiero recuperar mi dinero tendré que encontrar el sexto y el séptimo siclos.

—Eso mismo —afirmó el anciano—. Esas monedas son extremadamente valiosas para nosotros. Una se ha perdido y otras dos están ahora mismo fuera de nuestro control. Pero las cuatro restantes deben ser nuestras. Es una cuestión de equilibrio. Tenemos que poner la balanza a nuestro favor.

—Lo entiendo —repuso el francés abrumado—. Aunque le agradecería que me devolviera mi dinero si quiere que continúe en esto.

—Recibirá lo que es suyo cuando nos haga entrega de las dos monedas que quedan. Entonces recuperará los doscientos mil dólares más una cantidad igual al terminar la misión. Es un buen pico. Con ese dinero puede mudarse a un país del Tercer Mundo, comprar una casa y vivir de las rentas hasta que se muera. Sería lo más inteligente.

El francés estaba indignado de que el anciano chino, tras robarle el dinero que se había ganado a mano armada, se atreviera a trazar sus planes de jubilación. Decidió cerrar aquí la conversación.

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