—Entonces, lo que estamos a punto de hacer es un robo de información en toda regla —comentó Andreas preocupado—, porque sus propietarios no han autorizado aún la divulgación de ese documento.
—Ni lo harán hasta que el original esté debidamente maquillado y deteriorado en sus partes más importantes. Por eso lo que vamos a hacer yo no lo llamaría robo, sjno más bien apostar por la verdad.
—Apostar… ese es un buen verbo, dado que juegas fuerte.
—Más de lo que imaginas —replicó ella con fría firmeza.
—Una última pregunta: ¿cómo has conseguido que ese sefardí realice ilegalmente una traducción para vosotros? No solo es el tiempo, sino el riesgo que corre este hombre, comoquiera que se llame.
—Eliah Rangel.
—Vayamos al grano: ¿cómo has logrado que traicione el secreto de los suyos?
Bajo las gafas negras, Solstice arrugó levemente la nariz y esbozó una sonrisa antes de decir:
—Parece mentira que no puedas deducirlo por ti mismo. ¿No conoces el dicho catalán «Pagando, san Pedro canta»?
Mientras charlaban, el taxi había alcanzado las murallas de la ciudad vieja. Para llegar al East New Imperial Hotel había que entrar por la llamada puerta de Jaffa, a la que se accedía por la rampa donde el coche había sido detenido por tercera vez.
Una joven y atractiva soldado indicó, metralleta en mano, que allí terminaba el viaje. Por el tono y los gestos que empleaba el chófer, Andreas entendió que le estaba explicando que necesitaba subir por la rampa para poder dejarles en el hotel. No obstante, la soldado se mostró inflexible y la pareja de conveniencia tuvo que salir del taxi empujando primero las maletas hacia fuera.
—En Sabbath no es posible —les explicó en inglés el taxista mientras abonaban treinta shéquels, el equivalente a seis euros—, pero no queda lejos.
Efectivamente, solo necesitaron diez minutos para cruzar la puerta de Jaffa, que daba entrada a una ciudad que parecía vieja como el mundo.
El East New Imperial Hotel resultó ser una mansión decadente con una decoración de lo más heterodoxa. Entre los suelos alfombrados y los altísimos techos había una amalgama de lámparas de caprichosas formas, estatuas de todos los estilos y tapices roídos por el tiempo.
Subieron al primer piso por una amplia escalinata. Junto a la obsoleta recepción, una colección de fotografías enmarcadas mostraba cómo vivían las familias palestinas cristianas a principios del siglo xx.
Les atendió un hombre bigotudo y jovial cuyo vozarrón atronaba como si llevara un megáfono incorporado. Cuando Andreas le dio la referencia de la reserva, se alegró efusivamente.
—Ya pensaba que no vendrían. Afortunadamente, he guardado la última habitación, porque hoy hay un movimiento por aquí fuera de lo normal.
—¿Una habitación, ha dicho? —se sorprendió ella.
—Por supuesto, señora Fortuny. Van a ocupar la más romántica de la casa. Cuando la vean, no van a querer salir a la calle.
Solstice hubiera fulminado a Andreas con la mirada, si no fuera porque seguía llevando las gafas de sol. Por su parte, el guía no entendía nada. En su solicitud por Internet había especificado claramente dos habitaciones individuales.
—Hagan el favor de acompañarme —continuó.
Andreas tomó las dos maletas mientras Solstice seguía la sombra de aquel hombre, que no dejaba de hablar maravillas de la habitación que aún no habían visto y amenazaba con ser motivo de discordia. Para evitar males mayores, cuando llegaron al segundo piso —allí empezaba un laberinto de pasadizos y salas de todos los tamaños— el guía intervino:
—¿No dispone de una segunda habitación?
El hombre de la voz gruesa rió bajo el gran mostacho y empezó a palmear la espalda de Andreas, mientras le decía:
—Aunque la tuviera, no les va a hacer falta. La 9 tiene una cama de castigo para los maridos que se portan mal.
A continuación guiñó el ojo a una inexpresiva Solstice mientras introducía la llave en la cerradura.
La habitación era ciertamente amplia. Aparte de la cama de matrimonio, tal como les había anunciado el hombre, había una cama supletoria en un segundo nivel —formaba una especie de dúplex— al que se accedía por una escalera.
El que probablemente era el dueño del hotel abrió los ventanales que daban al balcón y se despidió diciendo:
—Les dejo solos para que puedan disfrutar del amor.
Cuando se cerró la puerta, Andreas se esperó una explosión de ira por parte de su cliente. Sin embargo, ella se limitó a acercarse al balcón con andares melancólicos. Por la manera en la que se apoyó en la balaustrada, parecía como si pudiera ver la ciudad con sus ojos ciegos.
El guía se acercó cautelosamente por detrás, lo que fue detectado por ella, que declaró:
—Tú dormirás arriba. Yo, abajo.
—Perfecto. ¿Estás enfadada?
Solstice se giró hacia él, enfocando borrosamente su rostro con aquellas gafas que cada vez le ponían más nervioso.
No, solo estoy agotada. Me he pasado toda la noche sin dormir.
Dicho esto, se quitó el abrigo y los zapatos y se tendió sobre la cama exhalando un suspiro.
Andreas salió al balcón y se asomó a aquella ciudad que parecía anclada en la eternidad. En plena celebración del Sabbath, los coros judíos se mezclaban con las campanas de las iglesias cristianas y la llamada del muecín a la oración desde su minarete.
Bajó la mirada a la calle. Al contemplar la vieja plaza frente al hotel, donde los vendedores de zumo de granada anunciaban su mercancía, le invadió un cansancio infinito. Pero no le embargaba el deseo de dormir, como a la mujer que ahora respiraba ruidosamente en la cama doble. Era una fatiga de sí mismo.
Mientras abrazaba nuevamente Jerusalén con la mirada, se dio cuenta de que todo el argumento de su vida había consistido en huir y huir. Nada más. Por eso nunca había echado raíces en un empleo fijo ni había logrado retener a una mujer a su lado.
Había hecho de los viajes su profesión porque solo el movimiento enmascaraba el vacío en torno al cual orbitaba su vida. Partir una y otra vez, permanecer en ruta, despegar y aterrizar… cualquier recorrido era mejor que sentarse y descubrir que no tenía nada por lo que luchar.
Andreas pasó un par de horas en el callejón junto a la entrada del hotel. Contaba con unos cuantos cafés animados por palestinos. Se sentó a tomar una Goldstar —la otra gran marca de cerveza israelí— en una terraza donde un anciano centenario chupaba su narguile con ojos vidriosos. Tras preguntarle su origen, no tardó en entablar conversación en un inglés anticuado.
—Debe tener cuidado con esta ciudad. Tanta historia sagrada vuelve loca a la gente.
—¿Qué quiere decir?
—¿No ha oído hablar del síndrome de Jerusalén?
El guía conocía el síndrome de Stendhal, la sobredosis de belleza artística que había sufrido el escritor en Florencia, pero nunca había oído hablar del de Jerusalén. La perplejidad en su rostro agradó al viejo, que debía encontrar placer en explayarse con los extranjeros sobre aquello.
—Es una patología que está documentada desde la década de 1930, cuando yo empecé a estudiar medicina. El síndrome de Jerusalén es una locura transitoria que asalta a algunos visitantes, que de ver tantos lugares sagrados se acaban creyendo que son profetas o incluso el mismo Mesías.
—¿Y es muy común? —preguntó Andreas asombrado.
—Cada año afecta a un centenar de personas más o menos. Los que se ven atacados por este síndrome son internados en Kfar Shaul, un centro psiquiátrico de Jerusalén oeste donde hay un especialista en esta dolencia. El tratamiento puede durar hasta una semana. Allí, una vez calmados, se les convence de que no son nadie especial y se les manda a casa. Como médico yo viví el caso de una cristiana yanqui que se creía la Virgen María y se fue a Belén a buscar al niño Jesús. ¿Se imagina? En otra ocasión llegaron a coincidir en el centro dos internos que se creían el Mesías y acabaron a bofetada limpia, acusándose mutuamente de impostores.
En aquel momento bajó Solstice, poniendo fin a una antología de batallitas que podría no haber tenido fin. Andreas se levantó de golpe. Se sentía culpable por haber dejado sola a quien estaba bajo su protección. Sin embargo, ella parecía estar de excelente humor. Se había puesto un vestido naranja que le cubría recatadamente los hombros y las rodillas.
—Usted está a salvo del síndrome —dijo el anciano mirando apreciativamente a la dama—. Con esa belleza a su lado será difícil que le impresione la Vía Dolorosa.
La calle llamada así resultó ser la ruta que supuestamente recorrió Jesús mientras cargaba con la cruz hasta el Calvario. El itinerario entre estrechas callejuelas estaba plagado de estaciones de especial significado: la capilla de la flagelación, el lugar donde el Mesías cayó al suelo por primera vez, el rincón donde Verónica limpió la sangre del rostro de Jesús con un paño…
En total eran catorce estaciones hasta llegar al Santo Sepulcro, que según la tradición alberga la tumba de Jesús, pero Solstice decidió después de la tercera que su guía debía ver el Muro de las Lamentaciones.
Para llegar hasta allí tuvieron que internarse en los laberínticos bazares musulmanes y cristianos, lo que obligó a Andreas a tomar a su acompañante de la mano. Contra su voluntad, no pudo evitar que un cosquilleo recorriera todo su cuerpo al sentir la fina piel de aquella mujer.
Después de pasar por un estricto control de seguridad —había detectores como los de los aeropuertos—, descendieron las escaleras para llegar al muro del segundo Templo de David. Una multitud se arremolinaba frente a las dos secciones de pared, la mayor parte destinada a los hombres y un segmento mucho menor para uso de las mujeres.
Andreas se quedó pasmado ante la exaltación de algunos grupos de barbudos, que leían textos sagrados cabeceando compulsivamente con sus gorros de piel. Un grupo diferente que vestían mantos dorados entonaban sus cánticos con las manos dirigidas al cielo.
—Esos que oyes son los llamados Neturei Karta —le explicó Solstice—. Son tan ultraortodoxos que se oponen al Estado de Israel, porque consideran que solo lo puede fundar Dios cuando baje a la Tierra. Por eso el país actual les parece una herejía. De hecho, en la década de 1990 uno de sus rabinos era consejero de Yasir Arafat sobre asuntos judíos.
El paseo se prolongó una hora más. Tras contemplar a lo lejos la cúpula dorada del Domo de la Roca, desde donde Mahoma había ascendido al cielo, Andreas empezó a sentirse sobrepasado por aquel crisol de espiritualidades. A la caída de la tarde se respiraba tensión en los callejones y bazares, donde cientos de soldados vigilaban cada metro donde se cruzaban judíos, musulmanes y cristianos.
Solstice condujo a su guía hasta la periferia del Barrio Armenio, cerrado por altos y sólidos muros que permitían soñar con un secreto como el que les había llevado hasta allí. A diferencia del resto de la ciudad vieja, se respiraba una inesperada calma.
Solo dejan entrar a los visitantes una hora al día —le explicó ella—. Son muy celosos de su pequeño mundo. Tal vez por eso han logrado mantener el testamento de Judas alejado de las miradas ajenas.
Eran prácticamente las ocho, la hora fijada para cenar con el traductor, así que tuvieron que apresurarse. Les esperaba en un restaurante italiano en una calle ascendente cercana al hotel.
Es tal vez el único lugar en todo el viejo Jerusalén donde se sirve alcohol esta noche —dijo Solstice.
—Me parece una gran noticia —repuso él—. Hoy me apetece emborracharme.
El encuentro resultó ser mucho menos excitante de lo previsto. Eliah Rangel —un hombre moreno de unos sesenta años— se había presentado con una carpeta que contenía siete cuadernillos grapados con la traducción a mano de las partes de las que constaba el testamento de Judas. Solstice le había entregado un talón compulsado de seis cifras.
Tras este intercambio, la cena había arrancado sin pena ni gloria. Ambas partes evitaron deliberadamente referirse al asunto que los había reunido allí —el restaurante estaba lleno de clientes aquella noche—, así que la conversación versó sobre la política de Oriente Medio y cómo se vería afectada por el cambio de estrategia de la Casa Blanca.
Con la segunda botella de vino, Andreas desconectó definitivamente de la conversación. Su mente vagaba alternativamente por dos temas. Uno era su repertorio de lugares especiales, rincones del mundo que le habían impresionado y que recuperaba cada vez que necesitaba evadirse, como aquella noche. El segundo tema era la mujer que se sentaba frente a él, impenetrable con sus gafas oscuras; hacía tiempo que no se sentía tan atraído por alguien, pero la buena práctica profesional le decía que no debía intentar nada con una cliente.
Poco antes de las diez de la noche la reunión se dio por terminada. El sefardí experto en griego bíblico se quedó en el restaurante, donde había encontrado a dos viejos arqueólogos con los que tenía temas de conversación pendientes.
Tras despedirse de forma poco efusiva, Solstice tomó a su acompañante del brazo y le pidió que regresaran al hotel.
Andreas había tomado la precaución de no excederse con el vino —había cortado el suministro tras la cuarta copa— por dos motivos. El primero era que probablemente su cliente deseaba que le leyera aquella misma noche, y no quería decepcionarla quedándose dormido. El segundo era de más peso aún: si se emborrachaba no lograría estar en la misma habitación de Solstice sin «tirar la caña», como se decía vulgarmente. Aquello bastaría para mandar al traste la confianza que ella había depositado en él, poniendo fin al viaje.
Empezaba a encontrarle el gusto al país, y la perspectiva de encerrarse nuevamente en su apartamento de Barcelona no le seducía lo más mínimo.
—Si el manuscrito que ha traducido Rangel es genuino y tenemos aquí la verdadera historia de Judas y Jesús —empezó Andreas mientras llegaban a la calle del hotel—, ¿qué vais a hacer con eso?
—No entiendo tu pregunta —repuso Solstice sin disimular la emoción que la embargaba—. Lógicamente, vamos a darlo a conocer. De hecho, nuestra institución cuenta con una página web para que cualquier persona pueda descargarse los documentos bíblicos de su interés.
En la puerta del East New Imperial había dos timbres. El inferior era para entrar durante el día y el superior para huéspedes a partir de las diez de la noche. Andreas miró su reloj y vio que la manecilla marcaba exactamente las diez, así que no tuvo inconveniente en pulsar ambos timbres a la vez. Segundos más tarde se abría la puerta con un zumbido entrecortado.