Sugiero a la dama que se quite las gafas de sol para apreciar el color tostado de nuestro pan —dijo tratando de caer simpático—. No encontrarán otro más crujiente en todo el país.
Como toda respuesta, Solstice levantó una mano para que se fuera. Con la otra se acercó la copa de vino blanco a los labios, que esbozaron una sonrisa malévola.
—Creo que es momento de que me cuentes cuál es el plan —propuso Andreas después de devorar una rebanada con mantequilla.
—El plan… —repitió ella—. ¿Qué plan?
—A no ser que me hayas contratado para que me pegue la vida padre en Tierra Santa, me gustaría saber cuál es la finalidad del viaje. ¿Has pensado ya qué itinerario quieres hacer?
Solstice frunció el ceño, como una niña caprichosa que hace ver que no comprende lo que le están diciendo. Sin embargo, al notar la irritación de su acompañante cambió de estrategia.
—Lo único seguro es que mañana debemos estar en Jerusalén.
—Bueno, eso ya es algo —repuso él aliviado—. ¿Cuántos días vamos a permanecer allí? Esta noche me encargaré de reservar el hotel.
—Perfecto, aunque es difícil decir cuánto tiempo nos quedaremos. No hemos venido a hacer turismo, Andreas.
El guía se puso en guardia. Si aquella dama pretendía meterle en líos en un país cargado de armas y resentimiento, se tendría que plantear muchas cosas.
—Mi hermano dirige un instituto en París que se dedica a cotejar la Biblia con otros documentos históricos. Respecto al Antiguo Testamento es difícil encontrar fuentes nuevas, porque hay pocas referencias escritas sobre aquel tiempo, pero los Evangelios están dando sorpresas últimamente.
—¿Qué quieres decir con eso? Si no recuerdo mal, se compone de los relatos de Mateo, Lucas, Marcos y Juan sobre la vida de Jesús.
—Bueno, esos son los que se incluyeron en el canon durante el Concilio de Nicea, el año 325. Hubo otros libros sobre la vida de Jesús que quedaron fuera, sea porque eran demasiado fragmentarios o porque las autoridades eclesiásticas no les daban credibilidad.
—O porque no interesaba la versión de los hechos que se explicaba —añadió el guía, que recordaba haber visto un documental sobre los testamentos apócrifos.
Mientras charlaban animadamente, Andreas observó la llegada de un hombre solo a la terraza. Era alto y delgado como una escultura de Modigliani, y vestía un traje beis que le sentaba francamente mal.
El patrón se deshizo en reverencias antes de pedir al nuevo cliente que se sentara en una mesa pequeña, pero este no pareció estar conforme y le señaló una mesa para cuatro al lado de la de Solstice y su acompañante. El árabe se encogió de hombros y le mostró el camino hacia la mesa deseada.
—En cualquier caso —explicó Solstice—, nuestro instituto trabaja con todos esos documentos para lograr una panorámica histórica de lo que sucedió en realidad. Por eso, cuando me llegaron noticias de un hallazgo reciente en unas excavaciones de Jerusalén, decidí que tenía que verlo. Mejor dicho, que tenías que verlo por mí.
Mientras escuchaba todo esto, Andreas vigilaba de reojo al recién llegado, que debía medir más de dos metros. Su calva atraía el claro de luna, aunque parecía un hombre relativamente joven. Se había sentado a tres metros escasos de ellos y deslizaba el dedo circularmente por la boca de un botellín de cerveza, como si necesitara convocar el espíritu del alcohol antes de echar un trago.
—Creo que será mejor que me lo cuentes mañana —susurró el guía—. Tenemos un moscón.
Confiaba en que el calvo descomunal no entendiera aquella palabra. Por su aspecto, podía ser de cualquier país centroeuropeo.
El maître puso en su mesa una cesta con pan de baguette y la mantequilla de la casa. Acto seguido le entregó con gran ceremonia la carta, que fue rechazada por el cliente.
—¿No va a probar ninguno de nuestros platos? —le preguntó el maître en un tono de estudiada decepción—. Tenemos unas almejas en salsa de cítricos que son el orgullo de Jaffa.
—Quizá otro día —se limitó a responder el hombre en un francés nativo.
A continuación, dejó de jugar con la botella y se la llevó a los labios.
El rostro de Solstice se volvió aún más blanco de lo que era. Como si desde su oscuridad hubiera reconocido la voz que acababa de hablar, le pidió a Andreas nerviosa:
—¿Me acompañas al hotel? Estoy cansada.
Tras acompañar a Solstice al hotel Cinema, Andreas regresó caminando por la calle Dizengoff bajo la noche estrellada. Esa arteria del centro de Tel Aviv mostraba mucha animación a aquella hora de la noche. Las terrazas de los cafés se llenaban de gente guapa que sostenía su copa de vino con singular elegancia, mientras los DJ locales pinchaban música atmosférica.
El guía entendió por qué era considerada por muchos la ciudad más trendy y cosmopolita de Oriente Medio.
Desvelado por unos acontecimientos que no aportaban precisamente claridad sobre el viaje, decidió entrar en una tienda de ropa de la marca local Made in Hell, «hecho en el infierno». Desde sus primeros tours de estudiante, tenía la costumbre de comprar una camiseta de cada país que visitaba. Las guardaba todas en un armario como recuerdo.
De las que se exponían en aquel escaparate le llamó la atención una que llevaba un mensaje bien absurdo: «Monalisa, what have you done to us?». —En inglés, «Monalisa, ¿qué nos has hecho?». (N. del A.)— En el centro de la camiseta había una reproducción de la Gioconda con varios hombres desesperados a su alrededor; uno de ellos blandía un puñal, dispuesto a quitarse la vida por la dama de Leonardo.
Ya casi se había decidido por aquella pieza freak, cuando un hombre escuálido con aspecto de bailarín salió del fondo de la tienda y miró admirativamente al único cliente.
—Disculpe que le aborde de este modo, pero ¿es usted actor?
Andreas se quedó desconcertado ante esa pregunta. Lo habían tomado por muchas cosas —incluso una vez había sido confundido por la policía con un ladrón de bancos—, pero nunca por un actor.
—No, ¿por qué lo pregunta?
—Juraría que le he visto en alguna película. ¿De verdad que no es actor?
Acto seguido, el bailarín le empezó a mostrar todo lo que tenía en la tienda, logrando que no solo se llevara la camiseta de la Mona Lisa, sino también una camisa de vestir.
Cuando ya se alejaba de la tienda con su compra en la mano, oyó a sus espaldas cómo el propietario abordaba a una cliente extranjera:
—Disculpe, ¿es usted actriz?
Ya en el hotel Adiv, se detuvo a contemplar una barrita metálica con signos hebreos incrustada en el marco de su puerta. Echó un vistazo general a las puertas de las otras habitaciones. Todas ellas tenían aquella mezuzá –Receptáculo de unos diez centímetros que se adhiere a la derecha de los pórticos de las casa judía. Tradicionalmente albergaba un pergamino enrollado con versículos de la Biblia para santificar la casa. (N. del A.)—, lo que confirmaba que en aquel establecimiento se alojaban principalmente judíos.
La habitación individual con vistas al muro le resultaba deprimente a las doce y media de la noche, así que decidió bajar al hall del hotel a tomar una copa. Debía recoger a Solstice a las nueve de la mañana, así que aún tenía margen de maniobra para un par de latigazos que le permitieran conciliar el sueño.
El mismo recepcionista se ocupó de servirle una botella de tinto del Golán, que al parecer se estaba convirtiendo en un territorio vinícola de primer orden. Pese a ser viernes por la noche, el hall estaba desierto.
Tras llenarse la copa, fue con su botella hasta un ordenador de la sala. Consultó su correo electrónico, donde había un mensaje del banco —le comunicaban un descubierto en su cuenta— y el flyer electrónico de una ex amante para que acudiera a su exposición de pintura. Luego realizó una reserva para dos noches en el East New Imperial, el hotel de Jerusalén que venía recomendado en la guía.
Se sirvió una segunda copa de vino y decidió buscar en la web documentación sobre los testamentos apócrifos. Dado que aquel parecía ser el móvil del viaje, no estaba de más saber algo del asunto antes de trasladarse a la ciudad triplemente santa.
Por un artículo sobre el tema supo que existen hasta cincuenta evangelios en torno a la figura de Jesús —escritos en los primeros siglos del cristianismo—, los cuales no habían sido aceptados por la ortodoxia católica al compilar el Nuevo Testamento.
Los gnósticos consideraban que estos evangelios habían sido apartados de las Sagradas Escrituras porque contenían palabras ocultas —eso significa en griego apokryphos— de Jesús, mensajes en clave reservados para los iniciados. Ese era el motivo por el que los originales habían sido destruidos y solo se había logrado recuperar algunos pasajes en traducciones coptas.
Entre los más llamativos están el Evangelio de Judas, que hace una lectura positiva del apóstol traidor, y el Evangelio de María Magdalena. De este último se conservan solo tres fragmentos: dos muy breves transcritos en papiros del siglo ni y otro más extenso en copto, traducción del original griego.
Este último papiro fue encontrado por un anticuario egipcio y comprado en El Cairo por Carl Reinhardt, que a finales del siglo XIX lo cedió al Departamento de Egiptología de los Museos Nacionales de Berlín. Se trataba de una copia del siglo v de un evangelio en el que María Magdalena daba su versión de los hechos.
Por lo poco que ha quedado del texto, los especialistas deducen que fue desestimado por el canon —y probablemente destruido— porque en el relato el Mesías otorgaba a la mujer una importancia mucho mayor de la concedida por los textos bíblicos oficiales.
Andreas apagó el ordenador cuando la tercera copa de vino empezó a nublar agradablemente sus sentidos.
Mientras subía en ascensor hacia su habitación, se sintió contento de poder participar en un hallazgo de aquellas características. Aunque al final todo se redujera a un documento más o menos falsificado, no sería algo que le pudiera explotar en las manos, pensó.
Se equivocaba.
Andreas desayunó con Solstice en el restaurante del hotel. A juzgar por los pósteres que decoraban la sala, la programación del cine Esther no había sido de lo más selecto. La mayor parte eran filmes de serie B con golpes a mansalva y persecuciones de coches.
En la recepción les informaron de que no era posible tomar el tren a Jerusalén ni tampoco el autobús, porque en Sabbath todo cerraba, también los servicios de pasajeros. La única alternativa era tomar un taxi compartido que cubriera esa ruta.
Un viento húmedo amenazaba tormenta cuando arrastraron sus maletas hasta un cruce donde los taxis recogían a los pasajeros. Dado que los judíos descansaban religiosamente, era de suponer que aquel servicio lo realizaban chóferes árabes. A fin de cuentas, los musulmanes eran el 20 por ciento de la población con pasaporte israelí.
El primer taxi Vanette con dirección a Jerusalén no se detuvo porque iba lleno hasta la bandera. La calle volvió a quedar desierta, como si la ciudad entera se hubiera ocultado ante la amenaza de un ataque nuclear. Sin embargo, Solstice no parecía tener prisa. Con las manos cruzadas sobre el abrigo rojo, elevó la cabeza hacia el sol entre nubes, que se reflejaba intermitentemente en los cristales opacos de sus lentes.
—Ahora que nadie nos oye —empezó Andreas—, puedes contarme lo del hallazgo que se ha hecho en Jerusalén.
—No estés tan seguro de que nadie nos oye —respondió ella en tono enigmático.
El guía echó un vistazo a su alrededor. No se veía ni un alma. Finalmente preguntó:
—¿Quieres decir que hay micrófonos ocultos en las calles?
—Podría ser, pero ni siquiera es necesario. Llevamos los micrófonos incorporados. A no ser que no tengas un teléfono móvil, claro.
—¿Qué estás insinuando?
—Me lo reveló un ingeniero de una empresa de telefonía cercano a mi familia. Los móviles de última generación, es decir, los que usa la mayoría de la gente, llevan un micrófono incorporado para que los servicios secretos de cada país puedan escuchar en todo momento lo que se está diciendo. Incluso cuando no se produce una llamada.
—Cuesta creerlo —opinó Andreas.
El ya contaba con que cualquier conversación telefónica, al igual que los correos electrónicos, podía ser interceptada sin dificultad. Pero aquella suposición elevaba la sospecha a niveles dignos de la novela de Orwell.
—Si lo piensas bien, te darás cuenta de que tiene mucha lógica —continuó Solstice—. Antiguamente los agentes secretos tenían que ocultar sus micrófonos en lugares donde no pudieran ser detectados: dentro de un jarrón, detrás de un cuadro, en alguna prenda de la persona espiada… Pero ¿qué lugar mejor que un teléfono móvil para esconder el micrófono? De hecho, no necesita ni el micrófono, porque lo lleva incorporado, igual que la conexión a la red telefónica.
—O sea, que solo podemos hablar por señas. Bueno, eso tampoco, porque nos pueden ver por Google Earth.
Andreas se arrepintió enseguida de haber dicho aquello, ya que recordó que estaba hablando con una ciega —o casi— que no podía ver los signos. Sin embargo, Solstice no pareció dar importancia a aquel patinazo, ya que le explicó muy tranquila:
—En cualquier momento lo pueden saber todo sobre ti, siempre que parezcas lo bastante interesante para pagar a alguien que te escuche. Todo cuesta dinero.
—¿Y nosotros no somos interesantes?
—Todavía no.
—Ese «todavía» quiere decir que tal vez lo seamos en breve.
—Tal vez.
Cansado de recibir tantas respuestas vagas, Andreas optó por callar mientras esperaban el siguiente taxi compartido hacia Jerusalén. Fue entonces cuando su acompañante decidió por fin concretar lo que buscarían en Jerusalén.
—Ayer te conté que mi hermano dirige un centro de estudios bíblicos donde trabajan con documentación alternativa de la época.
—Los evangelios apócrifos —apuntó recordando lo leído la noche anterior por Internet.
—Eso mismo, pero no solo los evangelios. Hay otros documentos de interés para conocer la época de Jesús.
—Y en esas excavaciones de Jerusalén ha aparecido uno de estos documentos.
—Exacto. En unas catacumbas bajo el Barrio Armenio de Jerusalén se ha encontrado un documento extraordinario por dos motivos: su autor y la integridad del texto. Se ha conservado completo.
—¿Quién es el autor?