En aquel momento salió de una puerta interior un hombre grueso y moreno. Parecía de origen caucásico.
El francés, que conocía la mecánica de aquel tipo de locales, entregó al proxeneta tres billetes de cincuenta euros y le susurró en inglés:
—Quiero una cama y ese saco de huesos que está barriendo el local. También una ducha con toallas limpias.
El hombre respiró ruidosamente mientras miraba de reojo a la chica, que le devolvió una mirada llena de miedo. Esperó a que la joven rusa se alejara un par de metros para responder con voz grave:
—No será suficiente. Nadja no es ninguna putilla de carretera, como has supuesto. Las que se dedican a esto ya están durmiendo en sus casas, porque ha sido una noche floja. Ella es solo la camarera. Me la ha cedido un amigo que me debe dinero y con la crisis no me lo puede devolver. Es prácticamente virgen: solo se acuesta conmigo.
Lebrun pensó que aquel proxeneta le caía bien. Era la primera vez que le exponían un caso de trata de blancas tan abiertamente. Seguro que se iban a entender.
Quince minutos después, el francés ya se había duchado y esperaba a la camarera desnudo sobre una cama roñosa. Aunque habían cambiado las sábanas, un olor a rancio impregnaba toda la habitación, que tendría menos de diez metros cuadrados.
Cerró la persiana para protegerse de la luz y del tráfico que ya empezaba a frecuentar la carretera a Tel Aviv. Cuando se abrió la puerta, Lebrun encendió la luz para asegurarse de que no le daban gato por liebre.
Nadja estaba allí de pie, como una estudiante que se ha equivocado de puerta. Vestía unos vaqueros y un fino suéter bajo el que se marcaban sus costillas. Al encontrar al francés desnudo en la cama no pudo reprimir una mirada de repugnancia.
—Vamos, quítate la ropa —le ordenó él—. Me haces sentir ridículo.
La camarera se bajó los tejanos y luego se arrancó el suéter con odio reconcentrado en la mirada. Cuando dejó caer al suelo la ropa interior blanca, Lebrun experimentó una inmediata erección. Trató de ocultar su excitación utilizando un tono de voz severo.
—Estás anoréxica. ¿Es que no te alimenta tu chulo?
—No tengo chulo —respondió la muchacha con un temblor de indignación en la voz.
—Llámalo como quieras, pero tus piernas son muy flacas y tienes tanto pecho como yo.
Humillada, la joven eslava decidió acabar con aquella conversación yendo hacia la cama. Agarró con su delgada mano el miembro de Lebrun y empezó a sacudirlo con fuerza, hasta que él la apartó violentamente de un empujón.
—Eso puedo hacerlo yo solo —le dijo—. Date la vuelta.
—¿Cómo?
—Ya lo has oído.
El francés estaba excitado de tener a aquella esclava a su merced. Mientras la chica temblaba a cuatro patas sobre la cama, rodeó su fino cuello con la mano derecha. Solo necesitaba cerrar los dedos con firmeza para estrangular a aquella raquítica en menos de un minuto. Y con ello le haría el favor de su vida, pensó.
En lugar de eso, sin embargo, la agarró con fuerza por el pelo mientras con la otra mano le separaba las piernas.
—Por favor, no… —sollozó ella.
Antes de desgarrarla con la primera embestida, Lebrun le advirtió:
—Tendrás que aguantar. Como grites, te mato aquí mismo.
Solstice y Andreas habían llegado a la estación de autobuses de Jerusalén sin una idea clara de dónde refugiarse mientras pasara la tormenta.
Tras zafarse de un taxista que lo intentó todo para que no accedieran al recinto —era mejor el anonimato de un autobús a circular en taxi por un país lleno de controles militares—, pasaron a un pequeño hall donde se anunciaban las diferentes salidas.
—Al igual que no es buena idea quedarnos en Jerusalén —argumentó ella—, tampoco deberíamos volver a Tel Aviv. No hasta que sepamos adonde nos lleva el testamento.
—Antes de decidir el destino, sería bueno que cumplieras tu promesa de ayer noche —le recordó él.
Solstice asintió con la cabeza y fueron a sentarse a un café del recinto sin demasiados clientes. Después de pedir un par de cafés con cruasanes, ella empezó a explicarse.
—La clave de todo está en la pregunta que me hiciste ayer noche. ¿Qué pasó con las monedas que cobró Judas y luego arrojó al templo? ¿Quién las recogió? ¿Qué hizo con ellas?
—Bueno, la pregunta no es mía, sino del desafortunado Eliah Rangel. Pero ya que insistís tanto, yo también quiero saberlo: ¿qué pasó con las monedas?
Ella sonrió bajo las gafas de sol y exhaló un suspiro. Luego explicó:
—Lo que te contaré te puede parecer una leyenda urbana colosal, pero tal como están yendo las cosas empiezo a temerme que haya algo de verdad en todo ello.
—Deja de andarte por las ramas y explícamelo de una vez.
—Según una crónica gnòstica del siglo II, veintitrés de los treinta siclos de plata que Judas recibió por su traición y luego arrojó al templo desaparecieron. Es decir: fueron empleados por quien los encontrara para procurarse comida y bebida, por citar dos fuentes clásicas de gasto humano.
—¿Y los otros siete?
—Ahí está el quid de la cuestión. Según esa crónica, fueron recuperados por un sacerdote del templo y vendidos separadamente, muchos años después de la muerte de Cristo, a siete familias principales entre los judíos y los romanos. Aunque eran monedas de curso legal en la época, se cree que pagaron por cada una de ellas cien veces su valor.
—No veo el motivo. ¿Ser parte del pago por una traición les daba un valor especial?
—Parece ser que sí —declaró Solstice excitada—. Con el paso de los años, la fama de Jesús de Nazaret fue en aumento, ya que los apóstoles salieron a predicar por los cuatro puntos cardinales. Las monedas de Judas, mientras tanto, iban incrementando su valor simbólico, porque encarnaban la traición pero también el poder absoluto. A fin de cuentas, habían servido para dar muerte al hijo de Dios.
—O sea, que se convirtieron en una especie de amuletos de poder.
—Algo así. Esa misma crónica, que se fue completando siglo a siglo hasta llegar a la actualidad, explica que los siete dueños de aquellas monedas estaban convencidos de que otorgaban la riqueza sin límites. Fueron pasando de unas manos a otras, pero los siclos de plata siempre han obrado en poder de las familias más ricas del mundo. Hasta ahora.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Andreas tras apurar su café y estrujar el vaso de papel entre los dedos.
—Según nuestras informaciones, poco después del «hallazgo» del testamento de Judas algunas personas tuvieron acceso al documento gnóstico que cuenta el itinerario de las siete monedas hasta sus dueños actuales: los Rothschild, Rockefeller, Guggenheim… De hecho, algunos golpes de suerte de estas familias se explican gracias al legado de Judas. En todo caso, es algo que merecería la pena investigarse.
El reloj del panel de salidas marcaba ya las doce, del mediodía. Si querían llegar a alguna parte, debían elegir ya su destino. Por consiguiente, Andreas hizo una pausa en su interrogatorio para consultar con su cliente esa cuestión.
Tras meditarlo unos instantes, Solstice concluyó:
—Cualquier ciudad es insegura para nosotros en este momento, ya que en las estaciones de autobuses hay cámaras para controlar a los que llegan y se van. Y es muy posible que pronto nos empiecen a buscar a través de estos monitores.
—¿Dónde sugieres entonces que vayamos? —preguntó Andreas preocupado.
—El mar Muerto, esa es una buena opción. Entre Jerusalén y Masada, que es donde van los turistas, hay muchas paradas en medio del desierto que conducen a playas mucho más discretas. Será el último lugar en el que nos buscarían.
—Me da mala espina el nombre de este mar —dijo él tratando de resultar ingenioso.
—A mí no: todo veneno es a su vez una medicina.
Al subir al autocar, que estaba lleno de militares jovencísimos, Solstice y su guía recibieron un folleto donde se explicaba que el mar Muerto es el lugar más bajo de la Tierra, ya que se halla a 416 metros bajo el nivel marino.
Este lago de 76 kilómetros de largo por 16 de ancho es diez veces más salado que cualquier océano, motivo por el que ningún organismo —salvo algunos microbios— puede sobrevivir allí. Su enorme salinidad es lo que permite flotar a los bañistas hasta el punto de poder leer un periódico como en un sillón.
Andreas estaba, sin embargo, mucho más interesado en la insólita teoría conspiratoria que había empezado a exponerle su compañera de asiento.
—Antes me has dicho que personas ajenas a las grandes familias han tenido acceso a esa crónica gnóstica que explica el itinerario de las monedas de Judas. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que no se trata de simples curiosos atraídos por esa clase de cosas. Es una mafia de inspiración mística, Fusang, que cree en el poder de los siclos de plata. Se dice que el líder es un hombre de negocios de Shanghái, aunque tienen ramificaciones en países de Oriente Medio e incluso en África.
—No veo ningún peligro en que una secta crea en el poder de las monedas de Judas. ¡Hay gente para todo!
—Me parece que no te das cuenta de la gravedad del asunto, Andreas. Esa gente no solo tiene confianza ciega en los siete talismanes, sino que han decidido arrebatárselos a sus propietarios para que el poder económico mundial se desplace de Occidente a Oriente.
—Bobadas. Es imposible que se produzca un cambio así porque unas reliquias cambien de manos.
El autocar había empezado a descender por una carretera que atravesaba parajes desérticos. Cada pocos kilómetros iban apareciendo señales al pie del asfalto que indicaban que se hallaban ya literalmente bajo el mar: —50 metros, —80 metros, —115 metros…
Andreas sintió que casi se ahogaba en aquel gigantesco socavón en el que iban entrando. Y el relato apocalíptico de Solstice tampoco ayudaba precisamente a calmar los nervios.
—Ha empezado a morir gente —prosiguió la joven—. Lo que sucedió ayer noche es solo una muestra. Fusang está dispuesta a todo para robar el legado de Judas. Ni siquiera es necesario creer en las monedas para saber que, si lo logran, eso acabará de destruir nuestra economía. Entonces llegará el verdadero crac.
El guía tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener una carcajada que habría ofendido profundamente a su bella acompañante. Mientras tanto, habían alcanzado ya los 300 metros bajo el mar.
—Voy a tener que darte una lección preliminar de economía, en vista de que eres un tarugo —dijo ella—. El dinero en sí no tiene más valor real que el del papel que se utiliza para fabricar los billetes. En ese sentido, un millón de euros tiene el valor material de unos cuantos céntimos. En la antigua Yugoslavia llegó a haber billetes de cien mil millones de dinares que, por la inflación, apenas alcanzaban para comprar un caramelo.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Pues que el valor de una divisa, de una empresa en la bolsa o incluso de todo un sistema financiero se basa solo en la confianza. Es casi un acto de fe, como creer en Dios. Si yo creo que un dólar tiene valor y tú también lo crees, podemos hacer negocios. Pero en el momento en que dudemos de él se convierte en papel mojado, porque los bancos centrales ya no disponen del oro que sustenta su divisa, al igual que las entidades financieras no tienen en la caja fuerte el dinero de sus clientes. Por eso cuando cunde el pánico y unos cuantos quieren retirar sus ahorros se encuentran con que no hay nada. Solo humo. Todo es ficticio, por eso los símbolos como el dólar o los siclos de Judas son tan importantes. La economía se sustenta en ellos.
—Entiendo todo lo que me dices, excepto lo de los siclos. ¿Qué diablos tienen que ver con la crisis de la economía mundial, y de la mía en particular?
—Mucho más de lo que puedas suponer. Te pondré un ejemplo práctico: imagina que el capitoste de una de estas siete familias está haciendo negocios de alto nivel con otros tiburones de las élites financieras. Los inversores confían en él o en ella porque saben que atrae la prosperidad, como un rey Midas que convierte en oro todo lo que toca. Es posible que esta persona poderosa haya revelado a sus aliados más cercanos que tiene el legado de Judas, incluso que lo haya mostrado en el momento de sellar un gran negocio. Como has visto en Jerusalén, los humanos nos dejamos arrastrar fácilmente por la mística, y basta con tener cerca un símbolo poderoso para tener la seguridad de que todo irá bien. Y normalmente es así. ¿Me sigues?
Andreas asintió, impresionado de que ya se encontraran a 400 metros bajo el mar.
—Supón ahora que a un inversor y aliado le llega la noticia de que el legado de Judas ha desaparecido del despacho donde tan buenos negocios se firmaron. Como por arte de magia, el talismán de la prosperidad luce ahora en la mansión de un potentado de Shanghái, que organiza fiestas para mostrarlo a los iniciados y demostrar su poder. ¿Cuál de los dos genera más confianza?
—Creo que estás llevando tu teoría demasiado lejos. Dudo mucho que un inversor serio cambie de socio porque el nuevo tiene la reliquia que el anterior ha perdido.
—¿Qué te hace pensar que los inversores son serios? He conocido a brókeres que utilizan el péndulo para adivinar qué valores de la bolsa van a subir, y hay programas de cálculo de probabilidades que son más cabalísticos que un horóscopo. Volviendo al ejemplo que te ponía antes, puede que el socio inversor no se acerque enseguida a la corte del rey de Shanghái, pero es poco probable que ponga su fortuna en manos de quien se ha dejado quitar su talismán de poder. Quien no es capaz de retener su propio tesoro no inspira confianza como gestor del de los otros, es así de simple.
—Tiene mucho sentido lo que dices —reconoció Andreas—, y a saber qué encontraríamos, si rascásemos un poco, en el origen de esta crisis económica.
El guía recordó el artículo que había leído sobre la quiebra de Lehman Brothers y el desvío de fondos a Israel, pero Solstice tenía una hipótesis más insólita al hilo de la conversación.
—Tal vez encontraríamos siete siclos de plata que ya no están donde deberían por miedo a que sean robados. Los que inyectaban liquidez a alto nivel en los negocios de sus propietarios lo han sabido y han dejado de hacerlo. Como resultado, se ha derrumbado el castillo de naipes de la economía mundial.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Andreas asombrado— ¿Sospechas que el legado de Judas ya no obra en poder de sus propietarios?