Tal como esperaba, no encontró ninguna referencia a la organización que se había reunido en la torre Jin Mao. En cambio, sí dio con la leyenda que había tras el emblema —el sol sobre el árbol— que había visto en las solapas del jefe y sus secuaces.
Según la mitología china sobre el origen del mundo, el sol residía en un árbol llamado Fusang, un lugar más allá de los mares de Oriente. Cada mañana se levantaba para posarse sobre otro árbol situado al oeste. Del tronco de Fusang nacían nueve ramas y una especial en la copa del árbol. En un principio había diez soles, uno sobre cada rama, y cada día uno de los soles partía de su rama en un carro tirado por seis dragones. Sin embargo, una mañana se levantaron los diez soles al mismo tiempo, infligiendo a los hombres un calor insoportable. Un arquero llamado Yi derribó a nueve de ellos con sus flechas hasta que quedó un único sol.
Lebrun levantó los ojos de la pequeña pantalla al notar que un niño le observaba atentamente. Tendría poco más de tres años y llevaba en la mano el peluche de un perro.
Cuando le devolvió la mirada, el niño acercó el muñeco a su cara e hizo ver que ladraba.
—¡Guau, guau, guau!
Sin mutar de expresión, el francés le arrebató el peluche y le arrancó la cabeza. Luego devolvió los restos del perro al niño, que estaba tan horrorizado que ni siquiera podía llorar.
Llévatelo, ya no ladrará más.
Contrariamente a lo que esperaba Andreas, los trámites para entrar en Israel fueron relativamente sencillos. Un joven policía de fronteras examinó atentamente todos los sellos estampados en su pasaporte.
—Tiene una buena colección de cromos.
—Viajo a menudo —repuso Andreas, sorprendido de que un funcionario se atreviera a hacer aquel tipo de bromas.
—Debo informarle de que después de recibir este sello habrá países en los que tendrá vetada la entrada. Concretamente Siria, Líbano, Irán, Libia, Arabia Saudí y Yemen. No le dejarán pasar, al menos con este pasaporte.
Andreas se encogió de hombros, como diciendo: «Qué le vamos a hacer, ¡ahora estoy aquí!». El funcionario le estampó, acto seguido, un sello rojo que le autorizaba a permanecer en el país tres meses. El trámite con Solstice, que mostró un pasaporte británico, fue rápido y sin preguntas.
—Quería ponerte nervioso —dijo ella con un mohín en los labios mientras avanzaban por un hall prácticamente vacío—, ver si cometías algún error que te delatara. Lo has hecho bien.
—La verdad es que me habría puesto en un aprieto si me llega a preguntar cuál es el motivo del viaje, puesto que aún no lo sé.
En vez de responder a la provocación, la dama misteriosa permaneció en silencio mientras Andreas la guiaba por el control de aduana. Tras declarar que no tenían nada que declarar, atravesaron un largo corredor —los suelos brillaban como un espejo— hasta un hall circular poco animado pese a los Duty Free. Desde allí había un último pasillo hasta la salida a una carretera que llevaba a la autopista que unía Tel Aviv con Jerusalén.
Un hombre recio abrió la puerta de su taxi blanco para que Solstice pudiera entrar. Andreas la acompañó en el asiento de atrás y comunicó al conductor, que arrancó suavemente, el nombre del hotel.
—Buen establecimiento, sí, señor. Antes fue el cine Esther, uno de los más antiguos del país. De pequeño veía allí programas dobles. ¿Les gusta el cine?
Andreas miró la nuca del conductor coronada por una kipá blanca, la cobertura ritual de los judíos, y luego de reojo a Solstice, que no parecía dispuesta a dar conversación. Para evitar una salida de tono por su parte, finalmente respondió:
—Solo el cine mudo.
Tal como había explicado el conductor, el hotel de la plaza Dizengoff —en pleno centro de Tel Aviv— tenía el aspecto de cine monumental como los de la época dorada de las salas. Dentro de un edificio blanco estilo Bauhaus encontraron una recepción llena de motivos fílmicos. Se servían incluso palomitas de maíz.
—Señorita Bloomberg, el tiempo se ha hecho largo sin su presencia —dijo un amanerado recepcionista teñido de rubio—. Afortunadamente, su hermano ha tenido a bien comunicarnos su llegada.
Tras decir esto introdujo sus datos en el ordenador y, acto seguido, le entregó una tarjeta electrónica para una habitación en el piso tercero. Andreas se sintió invisible ante el dandi que ocupaba el otro lado del mostrador. Puesto que era inconcebible compartir habitación con un cliente de la agencia, finalmente preguntó:
—¿Hay una habitación para mí?
El eficaz recepcionista contestó a su vez con una pregunta:
—¿Tiene usted una reserva?
—No, a no ser que la señorita Bloomberg… —repuso hablando en dirección a Solstice, cuyo silencio confirmaba que no había previsto nada para él.
—Pues sin reserva no hay habitación. Estamos hasta los topes, caballero.
Andreas miró irritado a su cliente, que parecía disfrutar con la situación. Mientras la acompañaba hasta el ascensor, ella comentó:
—Esperaba que un guía de viajes de aventura fuera capaz de procurarse una habitación de hotel.
—Ciertamente —dijo ocultando su mal humor—, si no fuera porque me han avisado para este trabajo con menos de un día de antelación. La agencia solo me ha procurado el vuelo. Pero tienes razón: soy un advenedizo, es la primera vez que salgo de viaje…
?…sin tener nada establecido —completó ella ya en el ascensor—. Eso es justamente lo que yo quería, y así se lo he hecho saber a tu jefe: «Quiero dos billetes en primera y un guía experimentado con tiempo para perder». Me ha dicho que tú eras el hombre idóneo.
—¿Eso te ha dicho? —preguntó Andreas escandalizado.
—Afirmativo.
En el tercer piso pasaron por un pequeño lobby con un gran proyector y una fila de butacas de cine donde se sentaban dos norteamericanos. En aquel momento discutían acaloradamente sobre el presidente Obama.
Ya en la puerta de la habitación, el guía quiso ofrecerse para introducir la tarjeta en la ranura, pero la dama demostró con un ágil movimiento que podía hacerlo por ella misma. Abrió la puerta y, antes de despedirle, le comunicó:
—A las ocho quiero que me recojas para salir a cenar. Ahora búscate un hotel y descansa un poco. Nos espera una dura tarea por delante.
Andreas respondió con una sonrisa invisible a ese comentario de su cliente, sin imaginar hasta qué extremo era cierto lo que acababa de decirle.
Andreas encontró reposo para sus huesos en el modesto Adiv Hotel, un establecimiento cercano a la playa de Tel Aviv. Pagó el equivalente a noventa euros por una pequeña habitación con vistas a un muro.
Esperaba que ese gasto no se descontara de los 240 euros diarios que le habían asignado como sueldo. Por muy improvisada que fuera la organización, pasaría a Muñoz hasta el último café de aquel viaje sin sentido.
Almorzó frugalmente un falafel y subió a la habitación, donde antes de entregarse a una siesta se entretuvo curioseando un poco más en su guía de viaje.
Le llamaba la atención, por ejemplo, que el hebreo hubiera sido una lengua muerta durante dos mil años. Tras la diáspora de los judíos, estos habían adoptado la lengua de las culturas locales donde se habían establecida. El hebreo había quedado relegado a los textos bíblicos, como el latín en las culturas románicas actuales.
Cuando los sionistas iniciaron su regreso a Palestina en el siglo XIX, como preámbulo de la fundación del Estado de Israel, uno de ellos llamado Ben Yehuda albergó el sueño de resucitar la lengua dos milenios dormida. Este judío procedente de Lituania se dedicó a actualizar el hebreo bíblico con neologismos y a enseñarlo a todo aquel que se prestara a ello. Su propio hijo tuvo el honor de ser el primer hablante de hebreo de la historia moderna.
Prueba de que su empeño no había sido en vano eran los siete millones de hebreohablantes actuales, los cuales por ejemplo llamaban a la arroba strudel por el parecido de la @ con esta pasta.
Cerró los ojos con el convencimiento de que un pueblo tan obstinado sería difícil de doblegar por parte de sus litigantes palestinos. Antes preferirían llevarse el mundo por delante.
Cuando Andreas se levantó a media tarde se sintió súbitamente relajado. Viendo que aún eran las seis, decidió dar un paseo por la costa, como un jubilado sin nada particular que hacer. A fin de cuentas, hasta que no se concretara qué hacía allí esa era su situación.
El crepúsculo sobre la playa de Tel Aviv fue una agradable sorpresa. La amplia bahía flanqueada por bloques de apartamentos le recordó poderosamente a Copacabana. Viendo las parejas de la mano y los chicos jugando al fútbol, entre grupos de hippies ocupados con guitarras, flautas y timbales, nadie habría dicho que aquel era un país en guerra permanente con sus vecinos, que consideraban a los israelíes poco más que unos usurpadores.
Llegó hasta un rompeolas llamado Chinky Beach, donde los viernes se organizaban bailes africanos mientras el disco solar se sumergía en el mar. Andreas compró una cerveza Maccabi en un tenderete y se acomodó sobre una roca a contemplar el ocaso.
Hacía una temperatura ideal, con el suave viento despertando su piel. Aquello le devolvió el recuerdo de Elena, la eterna insatisfecha que solo parecía aplacarse cuando el mar rugía lo bastante cerca.
La había conocido en la primera agencia de viajes para la que había trabajado, donde ella estaba al frente de la contabilidad. Era una chica de carácter con la que era imposible aburrirse, pero por el mismo motivo resultaba difícil hablar con ella sin que acabaran volando objetos. Tenía un pronto considerable. Andreas en aquella época —no había cumplido los treinta— aún aspiraba a tener algo parecido a un hogar. Se imaginaba con Elena y uno o dos niños alrededor de la mesa. Una vida sencilla junto a la mujer que amaba.
Pero todo se había ido al traste cuando ella descubrió que todavía se veía con su ex, aunque no había vuelto a tener ninguna clase de intimidad con ella. Nunca le perdonó que mantuviera aquel contacto sin estar ella al corriente. Desde aquel día acribilló a Andreas a preguntas. Inspeccionaba regularmente su móvil y su correo electrónico en busca de pruebas de una infidelidad que nunca se había producido.
La relación ya nunca volvió a ser la misma.
Solo el mar tenía el poder de aquietar su mente. Cuando lo tenía delante, Elena dejaba de analizar, cuestionar, criticar. Se entregaba al «gran azul» con melancolía, mientras él volvía a soñar con el hogar y los hijos que nunca iban a tener. Dejaría de hacer de guía de viajes para trabajar directamente en una agencia, asesorando a los clientes o incluso montando rutas novedosas para operadores. Pero su intento de hallar la estabilidad fracasaría una vez más.
Habían pasado su último fin de semana feliz en una pensión del cabo de Gata. A su regreso, una explosión de reproches llevó a la separación final. Lo último que había oído de ella era que se había trasladado a Menorca, donde trabajaba en un edificio de apartamentos en alquiler.
El no lo había hecho mejor. Tenía cuarenta años, un pasado despreciable por detrás y el mar por delante. Solo quedaba nadar.
A las ocho en punto se presentó en el glamuroso hotel Cinema y pidió a la recepcionista que avisara a Solstice.
—La señorita Bloomberg le espera hace rato —dijo una empleada de color en tono de reprimenda.
Una voz oscura y reconocible habló ahora a su espalda:
—De hecho, está detrás de ti.
Andreas viró sobre sí mismo como un autómata. Cuando hubo completado el giro de 180 grados, le pareció que se encontraba ante una aparición. Aprovechando la temperatura casi veraniega de Tel Aviv, se había puesto un ceñido vestido de seda gris que la hacía resplandecer como una perla. Le embriagó el perfume de la melena castaña que le caía sobre los hombros desnudos.
El guía necesitó unos segundos para reponerse.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—Tú sabrás. ¿Quién es aquí el guía?
Andreas se había esperado una respuesta como aquella, así que recurrió a una sugerencia que le habían dado en el hotel.
—Propongo que vayamos entonces al puerto de Jaffa. Hay un restaurante de pescado donde se cena bien.
Solstice respondió con una suave sonrisa. Luego le ofreció el brazo para que la llevara al lugar donde le revelaría las reglas del juego que estaba a punto de empezar.
Jaffa era un mundo aparte del Tel Aviv dominado por los edificios de estilo Bauhaus y las avenidas ajardinadas. Uno de los puertos más viejos del mundo, según la Biblia había sido fundado inmediatamente después del diluvio universal. El rey Salomón lo había perdido el 1468 a. C. a manos de los egipcios, cuyos soldados se colaron en la ciudad ocultos en tinajas.
Era una historia digna de Las mil y una noches, como los muros y callejones sobre los que pendía la luna como un medallón. Vertía su claridad lechosa sobre una ciudad de cuento donde Solstice encajaba a la perfección.
Mientras se orientaba entre las calles empedradas donde los artistas colgaban sus cuadros, Andreas recordó lo que había leído sobre aquel lugar. Cuando los judíos iniciaron su regreso a Tierra Santa, los árabes que habitaban la pequeña ciudad desde hacía 3500 años se indignaron. Puesto que gran parte de los inmigrantes desembarcaban en el puerto de Jaffa, las tensiones eran constantes.
En 1921 estalló finalmente una revuelta árabe contra los sionistas, que se vieron obligados a huir hacia lo que acabaría siendo Tel Aviv. Un asentamiento donde hasta entonces solo habían vivido medio millar de judíos pasó a tener 45 000 habitantes, dando lugar a la ciudad más cosmopolita de Israel. En 1948 los sionistas volvieron a la carga y lograron arrebatar Jaffa a los árabes.
El actual puerto, con sus cafés y galerías de postal, hacía difícil imaginar aquellas batallas campales.
Andreas logró encontrar finalmente el restaurante francés que le habían recomendado en el hotel. Estaba instalado en una amplia terraza sobre el mar y era capitaneado por un teatral patrón árabe que se dirigía a los comensales en la lengua de Baudelaire.
Tras sentarlos en una mesa de mantel blanco y vajilla reluciente, los saludó con una breve reverencia antes de empezar a cantarles los platos con entusiasmo.
Pidieron pescado local y una ensalada de crudités. Como aperitivo, el maître había dejado sobre la mesa una tarrina de mantequilla a las hierbas y un cestito con rebanadas de una baguette recién horneada.