—Puede llamarme Andreas —se presentó—. A fin de cuentas, voy a ser su sombra durante toda esta semana.
—Entonces vamos a tutearnos —dijo con poco entusiasmo—. Llámame Solstice.
Aquel era un nombre singular para una ciega, pensó él, que apenas había tenido tiempo de fijarse en el apellido que encabezaba el billete electrónico. El solsticio tiene lugar cuando la esfera solar alcanza su cénit en el cielo, lo cual no dejaba de ser curioso en el caso de alguien que vive en la oscuridad.
Sintió curiosidad de saber si la bella dama era ciega de nacimiento o había sufrido algún accidente, pero la cortesía solo le permitía preguntar el origen de aquel nombre.
—Nací en Londres —explicó ella—, aunque tampoco se puede decir que sea un nombre muy común allí. Me lo pusieron porque llegué al mundo justo durante el solsticio de invierno, el día más corto del año.
«Y el más oscuro», pensó Andreas mientras se dirigían al control de seguridad. Le reconfortaba, en cualquier caso, que su cliente se mostrara comunicativa de entrada. Bastante tensión le provocaba trabajar en un país nuevo para él, empezando por el idioma, para además tener que esforzarse en dar conversación.
Otro factor que le ponía nervioso era que desconocía el mundo de los ciegos, cosa que le había hecho dudar tras embarcar las maletas. Como no llevaba bastón, no sabía si debía ofrecer la mano a Solstice, pero ella se había limitado a tomarle suavemente del brazo para que él guiara sus pasos.
Con más de cien viajes «profesionales» a sus espaldas, Andreas se deshizo velozmente de todos sus objetos metálicos y los colocó en la bandeja sobre la cazadora.
Acto seguido se dispuso a ayudar a su cliente, que actuaba con tal seguridad que parecía tener algún tipo de control sobre el espacio. Depositó su bolso rojo con gran precisión sobre la bandeja. Luego se desabrochó el abrigo y lo dobló cuidadosamente antes de ponerlo sobre el bolso. Encima colocó el teléfono móvil y un monedero con cierre metálico.
Andreas la tomó suavemente por el brazo para orientarla en dirección al arco detector de metales. Al atravesarlo, un breve zumbido hizo que un vigilante se despertara de golpe al otro lado. Miró admirativamente a Solstice, que, desprovista del abrigo, lucía una figura espléndida en un vaporoso vestido negro.
Tras pedirle que retrocediera hasta detrás del arco, le habló monótonamente como si recitara un mantra:
—Compruebe que no lleva encima objetos de metal como llaves, anillos, teléfono móvil, horquillas para el pelo, monedas…
Como toda respuesta, Solstice despegó los brazos del cuerpo para mostrar que aquel vestido no tenía bolsillos. Luego se arremangó; tampoco llevaba pulseras o cualquier otro complemento de joyería. El vigilante bajó la mirada por sus largas piernas hasta los zapatos, que tenían un poco de tacón pero no estaban adornados con hebillas ni otro remache metálico.
—Haga el favor de ponerlos en la cinta —dijo.
Antes de que el guía pudiera asistirla, se quitó los zapatos de piel negra con dos rápidos movimientos y los depositó con seguridad en la cinta.
—Ahora vuelva a pasar —ordenó el vigilante.
Al hacerlo el arco detector volvió a pitar, lo que agrió la expresión del empleado.
—Deben de ser las gafas. Quíteselas y póngalas en la cinta.
Andreas se dispuso a intervenir, dado que el hombre no había entendido que era ciega, pero ella se le adelantó:
—No quiero hacerlo.
Aquella respuesta tomó por sorpresa al empleado, que no tardó en informar por teléfono del incidente. Un minuto más tarde llegaba una fornida guardia de seguridad, que se llevó a Solstice hasta un rincón de la sala y empezó a cachearla escrupulosamente, sin dejar por explorar un solo palmo de su cuerpo.
Mientras pensaba que ese inicio no auguraba nada bueno para el viaje, Andreas envidió aquellas manos inquisidoras, que completaron su trabajo levantando ligeramente las gafas de la pasajera. Algo muy feo debía de haber tras los cristales tintados, ya que la empleada emitió un «¡oh!» mal contenido y volvió a dejar la montura sobre la nariz respingona de Solstice.
Como si le hubiera afectado lo que acababa de ver, la despidió con extrema cortesía mientras le mostraba el camino a la terminal.
Andreas la tomó nuevamente del brazo, al tiempo que comprobaba en la tarjeta de embarque que se dirigían a la puerta correcta. Cuando se hubieron alejado del control, no pudo evitar hacer esta pregunta:
—¿Llevas algo de metal que no hayas querido mostrar a seguridad?
Al oír aquello, Solstice se detuvo en seco.
—Creí que había dejado atrás a los seguratas. ¿O es que eres del Mosad? —preguntó, refiriéndose a los servicios secretos que operan fuera de Israel.
El guía se arrepintió enseguida de haber formulado aquella pregunta, que no tenía nada de inocente. En un intento de recuperar la comodidad con su cliente, decidió hacerle un halago:
—Te mueves con mucha soltura por el aeropuerto. Parece incluso que sepas mejor que yo por dónde hay que ir.
—Lo que acabas de decir… —repuso ella sin aflojar el paso— ¿significa que no te atreves a preguntarme por qué no llevo bastón?
Andreas sintió que naufragaba en su intento de establecer una relación cordial. Para salvar aquello, solo le quedaba la carta de la honestidad.
—Estás en lo cierto. Pero debes entenderlo, como guía soy responsable de tu seguridad y necesito saber…
—Lo entiendo —le interrumpió Solstice relajando el tono de voz—. Disculpa si he sido un poco cínica. Seré clara contigo: no llevo bastón porque no lo necesito. Gracias a Dios, no soy completamente ciega.
—¿Ah, no? —preguntó él con asombro.
—Funcionalmente lo soy, porque no puedo leer los carteles, ni siquiera reconocer una cara de cerca si no escucho la voz. Por eso he contratado tus servicios.
—Entonces… —dijo Andreas desinhibido—, ¿qué es exactamente lo que ves?
Solstice aminoró el paso hasta detenerse. La tirantez parecía haber abandonado su expresión, que las gafas negras no permitían interpretar del todo. Apretó ligeramente los labios antes de responder:
—Veo sombras.
Hacía tiempo que Andreas no viajaba en business, así que tras derrumbarse en su asiento aceptó de la azafata una copa de cava y un par de canapés. Tenía como norma ocultar su afición al alcohol delante de sus clientes, pero aquella misión era tan insólita que se permitió pedir una segunda copa cuando el Boeing se hubo estabilizado en el aire.
«Ojos que no ven, corazón que no siente», se dijo a sí mismo a modo de chiste.
Solstice parecía dormir plácidamente bajo aquellos cristales que no dejaban traslucir nada. Mientras saboreaba el alcohol con burbujas, se preguntó por qué llevaba gafas oscuras alguien que únicamente ve sombras. ¿O los cristales eran negros solo vistos desde fuera, como los que separan a la víctima de los sospechosos en los reconocimientos?
A punto de sumergirse en una guía Lonely Planet sobre Israel —ni siquiera sabía adónde se dirigían—, Andreas lanzó una última mirada a su acompañante. Como si hubiera tomado un fuerte somnífero, el brazo que colgaba fuera de la butaca revelaba que se hallaba profundamente dormida, lo cual no resultaba fácil en un avión. Ni siquiera en business.
Tras saber que un euro equivale a cinco shéquels, la moneda nacional, se dispuso a leer un recuadro supuestamente gracioso titulado: «Señales que confirman que te hallas en Israel y los territorios palestinos». Algunas de estas pistas le resultaron inquietantes:
• El portero del hotel te pregunta si llevas una pistola.
• Oyes zumbar un caza M16 cada vez que te sientas junto a un soldado en el autobús.
• Ves carteles de mártires en las calles de los territorios palestinos.
• Hay gente con gorro de piel y abrigo en pleno agosto.
Acto seguido leyó un capítulo sobre las distintas clases de judíos. Al parecer, socialmente se distinguía entre los askenazíes —los de origen europeo— y los mizrahíes —procedentes de los países árabes—. Antes del Holocausto, los primeros constituían el 90 por ciento del mundo hebreo. Terminada la Segunda Guerra Mundial, el nuevo Estado de Israel tuvo que nutrirse con judíos llegados de Asia Central y de los países árabes. Entre estos últimos, los que llegaban de Iraq y Marruecos eran rociados por los funcionarios del Estado con desinfectantes y obligados a vivir en aldeas remotas.
Más peliagudo aún lo tuvieron los llamados «Beta Israel», 120 000 judíos de origen etíope que fueron transportados masivamente por aire entre 1985 y 1991.
Mientras el sopor empezaba a apoderarse de él —las bebidas alcohólicas a nueve mil metros de altura triplican su efecto—, quedó fascinado con el siguiente dato sobre los judíos de origen europeo: aunque representan solo el 0,25 por ciento de la población mundial, los askenazíes atesoran el 28 por ciento de los Premios Nobel en medicina, química, física y economía.
Antes de quedar dormido, Andreas se detuvo en el capítulo dedicado a los hebreos afroamericanos. La historia habría sido demasiado rocambolesca para ser creída en una película si no fuera porque las cosas habían acontecido realmente así. En 1966 un trabajador del acero de Chicago llamado Ben Carter tuvo la visión de que descendía directamente de una de las diez tribus perdidas de Israel y empezó a predicar el retorno a la Tierra Santa. Tras lograr cuatrocientos adeptos, se los llevó dos años a Liberia para lo que denominó «período de purgación». En 1969 llegaron finalmente a Israel.
Un año más tarde se les unió un segundo y un tercer éxodo de afroamericanos de los barrios bajos de Detroit, que se convirtieron al judaísmo al llegar a Tierra Santa.
Por azares del gobierno de la época, estos judíos acabaron aparcados en Dimona, una localidad en medio de ninguna parte que contaba con una misteriosa «fábrica de chocolate». Nadie entendía qué pintaba una industria de aquel tipo en pleno desierto, hasta que uno de sus trabajadores se fue de la lengua y en 1986 reveló que de aquella factoría, más que chocolate, salían isótopos radiactivos. De esta manera el mundo supo por primera vez que Israel contaba con armas nucleares.
Cuando Andreas volvió a abrir los ojos, la aeronave ya estaba preparando su aterrizaje en el aeropuerto internacional de Tel Aviv.
Mientras dormía, su cliente había tenido tiempo de ir al baño del avión a acicalarse, ya que ahora estaba impecablemente peinada y perfumada. Llevaba más de seis horas junto a ella y aún no sabía quién diablos era ni dónde debía acompañarla. ¿Se trataría de un tour de turismo privado? ¿Era una acaudalada askenazi que quería oler y tocar con sus manos aquella tierra bendita?
Aprovechó la perspectiva lateral para tratar de ver qué ocultaban aquellos lentes, pero solo vio sombras, como Solstice.
—¿Pasa algo? —preguntó ella repentinamente como si hubiera detectado su mirada.
—Que yo sepa, no —se excusó Andreas—. Simplemente, estamos aterrizando.
—Es bueno aterrizar cuando se ha estado demasiado tiempo en las nubes.
—Eso es verdad —repuso él sin saber si aquello tenía un sentido figurado—. Mientras leía la guía, me preguntaba si tienes familia en Israel.
—Negativo.
—Entonces, ¿cuál es el motivo de la visita?
—Todo a su tiempo.
Aquellas evasivas empezaban a irritar a Andreas, y cuando el avión ya rodaba por la pista se decidió a tomar el toro por los cuernos.
—Como guía particular, tengo la necesidad de conocer el itinerario para garantizar la satisfacción de mi cliente. Sin un destino, no puedo organizar el tour.
—Tenemos un destino —replicó Solstice muy tranquila cuando el Boeing ya se había detenido—, el hotel Cinema de Tel Aviv. Procura que lleguemos allí sanos y salvos. Luego ya se verá.
—Habrá que efectuar la reserva, en todo caso.
—Yo soy la reserva. Allí siempre hay una habitación para mí.
—Espero estar yo también incluido en el pack —apuntó él con más irritación que malicia.
Solstice respondió con una sonrisa ambigua.
Lebrun miró con fastidio el panel que anunciaba retraso en el vuelo de Fráncfort a Tel Aviv. Tras la interminable odisea desde Shanghái le incomodaba quedarse parado en el tramo más corto del viaje.
No tenía aún un plan delimitado para alcanzar el primer objetivo, pero el jefe Fusang le había prometido toda clase de apoyo desde la central, a la que debía mantener informada permanentemente.
Aprovechó la espera en la terminal para conectarse a Internet con su iPhone. Efectivamente, los cincuenta mil dólares ya estaban ingresados en su cuenta. Aquello probaba que trataba con una organización solvente, aunque no acababa de entender sus objetivos.
Mejor dicho, entendía los objetivos —eran siete en total—, pero no que aquella gente estuviera dispuesta a pagar, tanto para alcanzarlos.
Como otras veces que había trabajado para organizaciones turbias, le preocupaba lo que sucedería cuando la misión llegara a su término, con más o menos éxito. ¿Tratarían de eliminarle?
Era probable que sí. Alguien dispuesto a invertir una pequeña fortuna no dejaría con vida al ejecutor y testimonio de la operación. Por suerte, se decía, Lebrun tenía experiencia en aquella clase de operaciones y sabía cómo cubrirse las espaldas.
Había dejado en manos del notario una carta cerrada en la que se explicaba la naturaleza de la misión y las personas que le habían contactado para que la llevara a cabo. En caso de fallecimiento, aquel sobre sería entregado a las autoridades policiales.
Sin duda, cuando se iniciara la investigación él no quedaría exento de culpa, pero los muertos no van a la cárcel. Eso sí, desde el otro lado pueden arrojar mierda suficiente para complicar la existencia a los vivos.
Cuando se acercara al final de la aventura, informaría a Fusang de que había tomado esa precaución. Lebrun tenía cincuenta y dos años y gracias a su rutina en el gimnasio se encontraba en buena forma. Si querían que el sobre inculpador siguiera durmiendo —perfectamente sellado— en los archivos de la notaría, les interesaba que no fuera víctima de un accidente o de una extraña enfermedad.
Mientras pensaba en todo esto, se dijo que no sabía apenas nada de los que tenían que pagar su jubilación anticipada. Echó un vistazo al panel: todavía faltaban veinte minutos para el embarque. A continuación escribió en el buscador de su iPhone «Fusang».