Asentí, aunque no muy convencido. Por lo general, los amores a primera vista suelen ser pasajeros. Es inevitable que sus víctimas entren en razón al cabo de poco tiempo y no entiendan cómo han podido sucumbir a esos sentimientos.
—¿Y bien? ¿Dónde está ahora el tal señor Houblin? —pregunté—. ¿Por qué me cuentas todo esto, ciudadano? —añadí con sarcasmo.
—Te lo cuento —respondió con irritación— para que veas hasta qué punto estoy comprometido con la causa. Hace unas semanas Pierre y yo estábamos sentados en este apartamento; Thérèse, tú también estabas, ¿recuerdas? —Miró a la joven, que asintió en silencio—. Hablábamos sobre la revolución, como siempre. La revolución, siempre la revolución. Nos obsesionaba. Pierre recordó que sólo en el mes anterior habían guillotinado a más de cuatrocientas personas en París. Me sorprendió que fueran tantas, pero tuve que admitir que no podían ser menos, y entonces nos quedamos en silencio unos instantes. Pierre estaba inquieto y le pregunté si le pasaba algo, si había dicho alguna cosa que le hubiera molestado. De pronto se levantó y se puso a andar de un lado a otro de la habitación.
»—¿No te parece que las cosas están empezando a desmadrarse? —inquirió exasperado—. ¿No crees que muere demasiada gente, demasiados campesinos y muy pocos aristócratas?
»Sus palabras me sorprendieron, pues todo el mundo sabe que la única manera de conseguir el objetivo final es deshacerse de todos los traidores y que sólo queden los auténticos franceses, iguales y libres. Estuvimos discutiendo un buen rato hasta que me dio la razón y pasamos a otra cosa. Pero su actitud me dio que pensar. ¿Y si a Pierre ya no le quedaban agallas para participar en la historia como antes?, me decía.
—Quizá empezara a remorderle la conciencia —apunté, pero Tom negó enérgicamente con la cabeza.
—¡Qué va! Esto no tiene nada que ver con la conciencia. Cuando se lucha por cambiar, por transformar un sistema abusivo que ha existido durante siglos, debe hacerse todo lo posible para que triunfe la justicia. No hay lugar para la tibieza en esta lucha.
Cualquiera que lo hubiera oído habría pensado que estaba pronunciando un discurso político; la misma Thérèse se levantó para permitirle gesticular con mayor libertad.
—De acuerdo, pero quizá sea conveniente que haya un equilibrio de fuerzas en la Asamblea —sugerí pausadamente, temiendo que se levantara de un salto y me estrangulara allí mismo por mostrar mi desacuerdo—. Ya verás como el señor Houblin tendrá más que aportar ahora que antes.
Tom rió con amargura.
—No lo creo —repuso con un suspiro—. Unos días más tarde mandé una nota a monsieur Robespierre en la que le contaba la conversación mantenida con Pierre. Añadí que se estaba volviendo demasiado moderado para confiarle secretos de Estado o documentos de importancia. Le transcribí nuestra conversación palabra por palabra y dejé que Robespierre actuara como creyera conveniente.
Parpadeé incrédulo; por desgracia, sabía cómo acabaría esa historia.
—Así que lo… destituyeron —sugerí esperanzado.
—Esa misma tarde lo arrestaron, y al día siguiente lo juzgaron por traición. Un tribunal lo declaró culpable, ¡un tribunal de justicia, tío Matthieu! Y a la mañana siguiente lo guillotinaron. Lo siento mucho, pero en una revolución no hay lugar para los tibios. O estás en cuerpo y alma… —hizo una pausa efectista, segando el aire con la mano como si fuera la guillotina— ¡o no estás!
Suspiré y empecé a notarme un poco mareado. Me volví hacia Thérèse, que escudriñaba mi reacción sonriendo. Se pasaba la lengua por los labios muy despacio, como si disfrutara de la historia. Negué con la cabeza con tristeza; no cabía duda de que estaban hechos el uno para el otro.
—De modo que lo delataste —dije en voz baja—. Vaya. Denunciaste a tu mejor amigo, al hombre que respetabas más que a nadie en el mundo.
—Fue un acto de sumo patriotismo —replicó Tom—. Sufrí la muerte de mi mejor amigo, prácticamente un hermano, por defender la República. ¿Existe un sacrificio mayor? Deberías estar orgulloso de mí, tío Matthieu. Orgulloso.
Esa noche, antes de salir del apartamento, consciente de que había llegado el momento de dejar París, Francia y todo el continente europeo abandonando a su suerte a mi sobrino, le hice una última pregunta.
—Ese amigo tuyo, ese Pierre, era una persona importante en la Asamblea, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—Sí, claro. Tenía un cargo de responsabilidad.
—Y una vez fallecido… después de que lo guillotinaran, ¿quién lo sustituyó?
Tom se puso serio. Había tanto odio en su mirada que por un instante temí por mi vida. Después pensé que no me traicionaría, al fin y al cabo era su tío, pero cambié de opinión de nuevo y me dije: «¡Qué tonto eres! ¡Pues claro que lo haría!» Thérèse parecía aterrada por mi pregunta, pues conocía la respuesta y sólo quería saber si Tom mentiría o no.
—Bueno —dijo tras lo que me pareció una eternidad—, alguien tiene que hacer el trabajo esencial de la República, alguien cuya lealtad sea irreprochable.
Le dirigí una última mirada y antes de salir a la calle me arrebujé con la bufanda, asegurándome de que mi cabeza seguía bien sujeta al cuerpo.
Volví a Londres y siete meses más tarde, en julio de 1794, recibí una carta inesperada. Durante ese tiempo había leído sobre la Revolución francesa en los periódicos: París era una herida abierta en el corazón de Europa por la que derramaba sangre sobre toda la sociedad. Sólo de pensar en cómo debía de ser la vida allí me daban escalofríos. A pesar de lo mucho que me había decepcionado, la suerte de mi sobrino seguía preocupándome. Antes de abandonar París de forma definitiva, había temido que Tom me denunciase por traidor y me condenaran a morir en la guillotina; por otra parte, no quería tener nada que ver con aquel terrible derramamiento de sangre. Sin embargo, mis planes se vieron repentinamente alterados cuando recibí la siguiente misiva:
París, 6 de julio de 1794
Querido señor Zéla
:Le escribo a mi pesar. Aquí las cosas se están poniendo muy feas y es importante que venga cuanto antes. Temo por tres vidas y no consigo persuadir a Tom de que se proteja de la marea de los acontecimientos; no hay duda de que el poder lo ha enloquecido, señor. Se avecinan graves problemas. Tom habla de usted a menudo y dice que le gustaría verlo. Por favor, venga si puede
.Atentamente
,Thérèse Nantes
Como es natural, aquella carta me dejó anonadado, pues había perdido la esperanza de tener noticias de mi sobrino, por no hablar de la mujer con quien vivía. Durante un par de días no cesé de darle vueltas al asunto; por un lado quería mantenerme lo más lejos posible de París, pero por otro no podía pasar por alto aquella petición de auxilio, que parecía muy urgente. Unos días más tarde llamaba a su puerta.
—Ahora todo es diferente, y Tom está demasiado unido a Robespierre —me contó Thérèse, que tenía el rostro más hinchado de lo que recordaba, sin duda a causa del embarazo—. Se lia convertido en su mano derecha, pero ahora navegan contracorriente. He intentado convencerlo de que huya de París, pero no hay manera.
—No lo entiendo. Robespierre es todavía un hombre poderoso, y según los periódicos…
—La situación es muy complicada —me interrumpió, mirando con inquietud la ventana, como si en cualquier momento fuera a entrar por ella un contrarrevolucionario para degollarla—. Todos los que mandan, Saint-Just, Carnot, Collot d'Herboid y el mismo Robespierre, están peleados. Su alianza se desmorona por momentos y no vivirán para contarlo, se lo aseguro. Tras la última discusión, Robespierre ha dejado de asistir a las reuniones del Comité de Salvación Pública. Ya verá como acaban arrestándolo también a él. La suerte está echada: si Robespierre cae, nosotros también.
—No le hagas caso, ciudadano. —Tom apareció por la puerta y nos sobresaltó a los dos—. Hola, Matthieu —añadió con frialdad. El que ya no me llamase «tío» no auguraba nada bueno—. ¿Qué te trae de vuelta a París? Creía que no te gustábamos.
Dirigí una mirada de extrañeza a Thérèse.
—¿No sabías que venía? —pregunté volviéndome de nuevo hacia él—. Pensaba que…
—Ha venido porque estaba preocupado por ti —intervino Thérèse—. Hasta en Inglaterra saben lo que ocurre en París. No están tan lejos como piensas.
—Lo que ocurre en París —dijo en tono de contrariedad— es que vamos a ganar. Robespierre está en un momento inspirado. Crea alianzas por todas partes, incluso entre antiguos adversarios. Gobernará en solitario, ya verás.
—¿En este ambiente? —gritó Thérèse—. ¡Cómo puedes engañarte de ese modo! Ahora todo el mundo desconfía de los poderosos. Su cabeza acabará en la guillotina en cuanto tenga un poco de poder, ésa será su recompensa. ¡Y si no vas con cuidado, la tuya también!
—No digas sandeces —replicó Tom—. Robespierre es demasiado poderoso para que le ocurra nada. No olvides que tiene el ejército de su lado.
—Al ejército le importan todos un comino —dijo Thérèse, doblándose de dolor mientras se agarraba la barriga—. Debemos irnos de París, tenemos que escapar de aquí como sea, cuanto antes mejor. Matthieu puede llevarnos con él, ¿verdad? Podríamos vivir con él en Londres, ¿no? Mira mi estado —añadió señalando su enorme vientre—. Quiero irme antes de que nazca el niño —añadió con firmeza.
Me encogí de hombros.
—Supongo que tienes razón —dije, consciente de que no iba a ser fácil, pues primero habría que persuadir a Tom, que replicó:
—Yo no voy a ninguna parte. No te hagas ilusiones.
La discusión continuó durante un rato y, como los dos eran muy tozudos, no llegaron a ninguna conclusión. Por fin, me despedí diciendo que volvería al cabo de unos días para ver cómo seguía Thérèse y que no podría prolongar mi estancia en París mucho más tiempo. A ella le aseguré que estaría encantado de que me acompañara en mi viaje de regreso a Inglaterra, pero respondió que ocurriera lo que ocurriese nunca abandonaría a Tom. El amor, al parecer, había acabado con todos sus principios revolucionarios de hacía un año.
Unos días más tarde Robespierre, con el apoyo de Tom, lanzó un feroz ataque a sus antiguos amigos y compañeros de revolución, a todos aquellos que conservaban cierta autoridad en París. Afirmó que esa gente sólo trataba de acabar con los logros de la República y exigió la disolución del Comité de Salvación Pública y de la Convención, de los cuales él mismo había sido miembro. A continuación se constituyeron nuevos comités para organizar el proceso político. Sorprendidos por la arrogancia y temeridad, por no decir la estulticia, de Robespierre, los miembros no reaccionaron de inmediato, pero cuando la tarde siguiente, en el Club de los Jacobinos, repitió las acusaciones y exigencias, yo mismo fui testigo de su locura.
—Estás loco —susurré al oído de Tom, cogiéndolo del brazo mientras pasaba por mi lado al salir—. Ese hombre está firmando su sentencia de muerte. ¿Cómo puedes estar tan ciego?
—Déjame en paz —dijo zafándose—, a menos que no te importe que te haga arrestar aquí mismo. ¿Es eso lo que quieres, Matthieu? Una palabra mía y mañana mismo estás en el cadalso.
Di un paso atrás, horrorizado por la imagen del poder enloquecido que reflejaban los ojos de mi sobrino, ese insignificante soldado de infantería. Y aunque lo lamenté, no me sorprendió enterarme de que al cabo de veinticuatro horas se habían producido los arrestos. Hubo quien intentó quitarse la vida antes que tener que vérselas con la guillotina, pero sólo Lebas lo consiguió. El hermano de Robespierre, Augustin, se arrojó por la ventana de un piso alto, pero sólo consiguió fracturarse una cadera, el muy inepto. El revolucionario paralítico Couthon se lanzó por unas escaleras de piedra, y ahí quedó atrapado, mientras su silla de ruedas se reía de él desde el rellano superior, hasta que llegaron los soldados con la orden de arresto. En cuanto al héroe de Tom, Robespierre, se pegó un tiro, pero con tan mala fortuna que sólo consiguió destrozarse la mandíbula, por lo que sus últimas veinticuatro horas en la tierra fueron terriblemente dolorosas y sufrió en propia carne un derramamiento de sangre muy similar al que él mismo había contribuido a crear.
Thérèse insistió en ir a la plaza de la Concordia la mañana de las ejecuciones. Me devané los sesos intentando hallar una forma de salvar a mi sobrino, pero sabía que era imposible; hacía tiempo que estaba condenado. Mientras la carreta entraba en la plaza, rememoré los primeros días que pasamos en la ciudad. Entonces Tom era tan inocente como su hijo nonato, y recordé a aquellos otros ajusticiados ilustres, sobre todo al hombre que había estado en el origen de toda esa pesadilla, Luis XVI.
Cuando la carreta se abrió paso entre la muchedumbre, la gente enloqueció, clamando venganza y la cabeza de su antiguo héroe. Robespierre iba delante del chirrión, enloquecido por el dolor, con la cara destrozada por el disparo del día anterior. Se agarraba a los lados del carro y saltaba como un animal salvaje, aullando a la muchedumbre con ojos desorbitados. «Quien siembra vientos recoge tempestades», me dije. En el aire se respiraba la sed de sangre de la que el propio Robespierre era responsable. Detrás de él, impasible, mirando con repugnancia a la gente por la cual se había vuelto revolucionario, iba sentado Tom. Thérèse lloraba a lágrima viva y por un instante temí que diera a luz allí mismo. Intenté convencerla de que nos fuéramos, pero se negó. Quería quedarse hasta el final, y así lo hicimos.
Robespierre fue el primero en subir al cadalso. Le quitaron el improvisado torniquete que llevaba en la mandíbula y tuvieron que retenerlo a la fuerza. Los gritos del famoso orador se volvieron cada vez más incoherentes, hasta que al final la cuchilla los silenció de golpe. Tom, en cambio, hizo como si no existieran los verdugos. Sin mirar a ningún lado, colocó en el tajo la cabeza, que acto seguido cayó en la cesta encima de la de Robespierre.
La ovación por la muerte de éste fue tan enorme que la gente apenas reparó en la presencia de Tom, salvo Thérèse y yo, espantados ante la visión de su cuerpo decapitado. París apestaba a sangre. Imaginé que las aguas del Sena enrojecían debido a las entrañas de los llamados ciudadanos que arrastraba la corriente. Antes de que el cadáver de Tom se hubiera enfriado, abandonamos la ciudad de la muerte y pusimos rumbo a Inglaterra, alejándonos de la revolución. Atrás quedó nuestro sanguinario chico caído en desgracia.