Más tarde me enteré de que Constance había conseguido subirse al coche que Amelia acababa de poner en marcha, y que la joven se había lanzado montaña abajo tomando las curvas a toda velocidad. Vieron a las dos hermanas gritar y forcejear por el control del volante antes de que el coche se saliese del arcén, diese dos vueltas de campana, cayera de morro en el tramo inferior de carretera, cerca de mi sobrino, que estaba hablando con una joven aspirante a estrella, explotara y se incendiara.
Habíamos estado casados casi tres horas.
Una noche, ya pasadas las doce, hora en que suelo estar profundamente dormido, tuve una iluminación.
Todo empezó a la hora de cenar, cuando me encontraba a solas en el piso. Estaba escuchando
El anillo del nibelungo
—era la tercera noche que lo ponía y en ese momento sonaba
Sigfrido
— mientras comía tostadas con paté y bebía vino tinto.
Había sido un día duro. Todos los lunes visito las oficinas del canal satélite digital, donde me reúno con los principales accionistas, almuerzo con el director gerente y, por regla general, voy de un lado a otro pensando cómo mejorar nuestro índice de audiencia, incrementar beneficios y aumentar nuestra base de consumidores. No suele ser una experiencia del todo desagradable, aunque no podría soportarla más de una vez por semana. La verdad, no concibo cómo logra sobrevivir la gente que tiene un empleo. Es una soberana lata pasarse la vida trabajando y dejar sólo el fin de semana para relajarse, cuando uno está demasiado ocupado en recuperarse del estrés de los cinco días anteriores como para pasarlo bien. Lo siento, pero esa vida no va conmigo.
Sin embargo, aquel día había problemas concretos que resolver. Al parecer, nuestra presentadora principal de las noticias de las seis, la señorita Tara Morrison, había recibido una tentadora oferta de la BBC y estaba planteándose aceptarla. La señorita Morrison es uno de nuestros mayores atractivos y no podíamos permitirnos perderla. Ha encabezado nuestra campaña de publicidad con entusiasmo; su rostro y (me avergüenza admitirlo) su cuerpo han embellecido carteleras, autobuses y las paredes del metro durante los últimos doce meses, y gracias a su considerable atractivo físico hemos incrementado la cuota de mercado casi un tres por ciento en ese período. Aparece en revistas de moda opinando sobre el orgasmo femenino; en su condición de especialista del período cretáceo participa en programas concurso de la televisión, e incluso publicó un libro las navidades pasadas, en el que explicaba con lujo de detalles cómo combinar las relaciones sentimentales con la maternidad y una carrera profesional exitosa, titulado
Tara dice: ¡Puedes tenerlo todo!
«Tara dice»: ésa es su muletilla, y al parecer está en boca de todo el mundo.
En ese momento le pagábamos una barbaridad, y James Hocknell, el director gerente de la emisora, insinuó en la reunión de la junta directiva que no creía que el dinero tuviera nada que ver con su intención de abandonarnos.
—No es más que una cuestión de publicidad, caballeros —aclaró James, que personifica cierto tipo de reportero de Fleet Street reconvertido en magnate de la televisión: traje de raya diplomática, camisa de tono pastel con cuello blanco, manos repletas de anillos y cabello largo por un lado y peinado de forma concéntrica a fin de cubrir la calva de la coronilla.
Tiene el rostro permanentemente enrojecido y se limpia la nariz con el dorso de la mano, pero, pese a sus defectos, debo reconocer que sin él estaríamos perdidos. Lo contratamos por sus muchas aptitudes, no por su apostura. No es la clase de persona que un diseñador invitaría para que exhibiera su colección de primavera en la pasarela. Tiene un control absoluto sobre sus empleados, es hábil como nadie en lo que hace y su compromiso con el canal está fuera de toda duda. En el mundillo de la televisión es vox pópuli que se ha tirado a la mitad de las mujeres y ha dejado tirados a la mitad de los hombres. Carece de conciencia y ha escalado muy alto. Además, conoce el negocio mejor que mis dos socios inversores y yo. Nosotros tres no somos más que negociantes; James es un hombre de la televisión: ahí está la diferencia.
—Tarada quiere que la vean en la BBC; no hay más misterio —prosiguió James. La llamaba «Tarada» siempre que se sentía en confianza—. Dice que es un sueño de la infancia o algo así. No tiene nada que ver con la cantidad que le han ofrecido, que, puedo asegurarles, caballeros, no dista mucho de la que le abonamos nosotros. Sólo quiere celebridad, nada más. Es adicta a la fama. Encima, quiere tener la oportunidad de producir documentales de investigación, como si los peces gordos de la BBC fueran a permitírselo. Lo más probable es que dentro de dos semanas esté presentando el
Top of the Pops
y cinco minutos después de la emisión del programa salga en la prensa sensacionalista por haber echado un polvo con el cursi cantante de un grupo pop que vestía pantalones cortos hasta fecha reciente. No obstante, me he enterado de que pronto habrá una vacante de copresentador de
Tomorrow's World
. Es un puesto muy bien pagado, caballeros. El mundo universitario está pidiéndolo a gritos.
—De acuerdo, James, pero sabes que no podemos perderla —intervino P. W., el envejecido productor discográfico mundialmente conocido que invirtió los ahorros de toda su vida en este negocio y vive atormentado por el miedo de perderlos, algo harto improbable—. Es nuestra única baza.
—Tenemos a Billy Boy Davis —apuntó Alan, otro rico inversor. Ronda los ochenta años y todos sabemos que padece cáncer de páncreas, aunque no habla de su enfermedad con nadie, ni siquiera con sus amigos más íntimos. Había oído el rumor de que esperaba una oferta de Oprah Winfrey, pero no se ha confirmado—. Aún tenemos a Chico.
—A nadie le interesa Chico —protestó P. W. —. Su momento pasó hace veinte años. Aquí prácticamente lo hemos jubilado, no es más que un comentarista deportivo de quinta fila. Y mientras tanto procuramos olvidar lo que sabe el país entero: que le gusta ponerse pañales y que le azoten el trasero escolares adolescentes. Además, ¿por qué narices insiste en que lo llamemos Chico? ¡Es un puto cincuentón! Por favor, no hay quien lo tome en serio.
—Aún tiene cierto nombre.
—Te diré el nombre que le va al pelo —dijo P. W. —: gilipollas. La animosidad entre P. W. y Alan crece semana tras semana y se remonta a un comentario despectivo que este último incluyó en una biografía no autorizada y publicada diez años atrás. Aunque intentan mantener una relación cordial y estrictamente profesional, está claro que no se aguantan. En las reuniones semanales, los dos esperan que el otro haga un comentario para saltarle a la yugular y ridiculizarlo.
—No es momento de aclarar lo que Billy Boy es o deja de ser, ¿no creen, caballeros? —dije, apoyando las manos en la mesa, para interrumpir su riña trivial—. Imagino que hay cosas prioritarias, como el hecho de que la señorita Morrison está a punto de abandonarnos en busca de nuevos horizontes y nosotros preferiríamos que no lo hiciera. ¿Tengo razón o no?
Hubo una ronda de reticentes asentimientos con la cabeza y un coro de «Sí, Matthieu».
—En ese caso, la pregunta es muy simple: ¿cómo la convencemos de que se quede?
—Tarada afirma que no podemos ofrecerle nada que le interese —informó James.
Me retrepé en mi asiento y negué con la cabeza.
—Tara no para de decir cosas —repliqué—. Prácticamente ha forjado su carrera profesional diciendo cosas. Lo que ahora nos está diciendo en realidad es que todavía no le hemos hecho la oferta adecuada. Créanme, es eso, pero ninguno de ustedes la escucha. Me sorprendes, James.
James, P. W. y Alan se miraron desconcertados, hasta que al primero se le escapó una sonrisa.
—De acuerdo, Mattie —dijo, empleando un diminutivo que siempre me da escalofríos al recordarme a un viejo amigo muerto hace doscientos años—, ¿qué sugieres?
—Hoy mismo llevaré a la señorita Morrison a comer —propuse—, averiguaré sus verdaderas intenciones y trataré de satisfacerlas. Es así de simple.
—Debo decir que por mi parte, caballeros, sabría qué darle para satisfacerlas —apuntó James entre risitas.
Fui con la señorita Morrison, «Tara dice», a corner a un pequeño restaurante italiano del Soho. Es un lugar acogedor y familiar al que suelo llevar a personas relacionadas con el trabajo cuando quiero conseguir algo de ellas. Conozco a la dueña y siempre que voy allí se acerca a saludar.
—¿Cómo estás? ¿Y la familia? —preguntó como de costumbre mientras nos conducía a un reservado lejos de la puerta—. Todos bien, ¿no?
—Todos estupendamente, Gloria, gracias —contesté, a pesar de que no tenía más familia que Tommy—. ¿Y tú?
Los cumplidos se prolongaron unos minutos; Tara aprovechó para ir al lavabo, del que volvió fresca como una rosa, con los labios ligeramente retocados y un suave perfume que se mezcló con el aroma de los
crostini
. Avanzó entre las mesas como si se encontrara en una pasarela de Milán, los camareros fueran clientes de los modistos y los demás comensales fotógrafos. Uno de sus rasgos más característicos es su cabello cortado a lo paje, rubio, lacio y perfecto como recién salida de la peluquería; en cuanto a su rostro, es perfectamente simétrico: cualquier elemento se reproduce exactamente al otro lado de una invisible línea divisoria. Resulta imposible contemplarla sin maravillarse. Sería la mujer perfecta si se le pudiese encontrar un solo defecto.
—Bueno, Matthieu —dijo tras beber un sorbo de vino con cautela, cuidando de no dejar ninguna marca de carmín en el borde del vaso—, ¿seguimos charlando un rato más o pasamos a hablar directamente de negocios?
Solté una risita.
—Sólo pretendía comer contigo tranquilamente, Tara —repuse en tono ofendido—. Según tengo entendido, en un futuro próximo no te veremos tanto por la oficina y quería disfrutar de tu compañía mientras aún fuera posible. Podrías haberme contado que te habían hecho ofertas de trabajo, ¿no? —añadí con una voz dolida completamente natural.
—Tuve que mantenerlo en secreto. Lo siento, quería decírlelo, pero no sabía qué iba a ocurrir. Bueno, tampoco es que haya ido a buscar trabajo. La BBC ha venido a buscarme, te lo juro. Me han hecho una oferta muy generosa, y tengo que pensar en mi futuro.
—Sé exactamente la cantidad que te ofrecen y hay que admitir, en honor a la verdad, que no es muy superior a la que ya cobras. Creo que tendrías que pedirles un poco más. Seguro que aceptan.
—¿De verdad lo crees?
—No es que lo crea: estoy convencido. Calculo que podrían ofrecerte… un diez por ciento más sin pensárselo dos veces. Quizá me quedo corto. Eres una verdadera mina, Tara. He oído que tal vez te den
Live and Kicking.
—Pero vosotros no podéis pagar ese dinero —dijo, pasando por alto la indirecta—. Conozco los presupuestos, no lo olvides.
—No tengo ninguna intención de subir tanto —repliqué, enrollando unos cuantos espaguetis con el tenedor—. No voy a pujar por ti, querida, ni que fueras ganado. Además, de momento nuestro contrato aún no ha vencido. Por mucho que quieras, eso no lo puedes cambiar, ¿verdad?
—Sólo quedan ocho semanas, Matthieu; lo sabes muy bien, y ellos también.
—Vale, dentro de ocho semanas hablamos. Hasta entonces no quiero oír ni una palabra sobre despidos, dimisiones, traslados o cosas desagradables por el estilo. Ah, y por lo que más quieras, esta vez mantengamos a la prensa al margen, ¿de acuerdo?
Tara me miró y depositó los cubiertos sobre el plato.
—Vas a dejar que me marche así, sin más —comentó con naturalidad—, después de todo lo que hemos pasado juntos.
—No dejo que hagas nada, señorita Morrison —protesté—. Sólo te pido que cumplas tu contrato hasta el final, y si después de esas semanas quieres dejarnos porque tienes una oferta mejor, entonces haz lo que creas conveniente para ti y tu carrera. Hay quien me consideraría un jefe generoso, ¿no crees?
—¿Siempre tienes que hablar así? —murmuró, bajando la vista con cara de pocos amigos.
—¿Cómo?
—Como un jodido abogado. Como si temieras que esté grabando cuanto dices para utilizarlo en los tribunales de aquí a seis meses. ¿No puedes hablarme en un tono normal? Pensaba que entre nosotros había algo más.
Suspiré y miré por la ventana, sin saber si me apetecía dejarme arrastrar de nuevo por ese sendero.
—Tara —dije tras una pausa, inclinándome y tomando una de sus pequeñas manos en la mía—, por lo que te conozco, no me parece ningún disparate pensar que estás grabando esta conversación. No es que tengas un historial de honestidad intachable para conmigo, ¿verdad?
Supongo que llegados a este punto debería aclarar algunas cosas sobre mi relación con Tara Morrison. Más o menos un año atrás habíamos asistido juntos a una ceremonia de entrega de premios… bueno, en realidad formábamos parte de la comitiva que representaba a nuestro canal. A Tara la acompañaba su novio de entonces, un modelo de ropa interior de Tommy Hilfiger, mientras que yo había contratado para la velada a una señorita de compañía —nada sexual, sólo una mera acompañante—, ya que acababa de poner fin a una relación y no me apetecía empezar otra. Teniendo en cuenta que alcancé la pubertad hace nada menos que doscientos cuarenta años, puede entenderse que esté más que harto del círculo sin fin que empieza con una cita, prosigue con una separación o una boda y acaba en divorcio o viudedad. Después de vivirlo durante unas décadas, necesito pasar un tiempo solo.
La noche a la que me refiero, Tara riñó con su amigo modelo —al parecer le recriminó su homosexualidad y, como era de esperar, la relación se fue al garete— y aceptó mi ofrecimiento de acompañarla a su casa. Tras dejar a la señorita de compañía en su domicilio, tomamos una copa en mi club y pasamos la noche hablando, sobre todo de sus ambiciones, que nunca se acababan, de su vocación como periodista y de nuestro canal, del que decía que era «el futuro de la televisión en Gran Bretaña» (ni yo mismo me lo creía). Citó varios ejemplos de personas responsables y no pude por menos de admirar sus conocimientos de la historia de la profesión, la conciencia del modo en que en nuestro oficio pueden convivir el profesional y el oportunista, y de lo difícil que resulta a veces distinguir a uno del otro. Recuerdo que mantuvimos un diálogo particularmente interesante sobre las preferencias del público. Más tarde fuimos a mi piso, donde nos dimos las buenas noches y dormimos en la misma cama sin siquiera besarnos, siguiendo un acuerdo tácito que en ese momento me resultó tan extraño como encantador.