Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Un suspiro. Ruby se puso de lado y se acomodó sobre su brazo.
—Tú ganas. Estoy despierta. Apenas.
—Aquí es donde Mary se quedó cuando estaba embarazada de Ivory, o sea de Nell. Aquí, en la cabaña. Por eso William no sabía que estaba embarazada. —Cassandra se acercó a Ruby—. Por eso Eliza se fue: Mary se quedó aquí. La mantuvieron oculta en la cabaña, construyeron el muro para que nadie, accidentalmente, la viera.
Ruby se frotó los ojos y se sentó.
—Transformaron la cabaña en una jaula hasta que nació el bebé y Rose se convirtió en su madre.
Tregenna, Cornualles, 1975
La tarde antes de marcharse de Tregenna, Nell fue por última vez a la Cabaña del Acantilado. Llevó con ella su maleta blanca, la llenó con los documentos y papeles que había juntado durante su visita. Quería revisar sus notas, y la cabaña parecía tan buen lugar como cualquier otro para hacerlo. Al menos eso fue lo que se dijo cuando decidió subir la empinada ruta. No era cierto, claro, no del todo. Porque, aunque había querido revisar sus notas, ése no era el motivo por el que había ido a la cabaña. Había ido, sencillamente, porque no podía mantenerse lejos.
Abrió la puerta y la empujó para abrirla. Se acercaba el invierno y la cabaña estaba fría. El aire inmóvil flotaba espeso y pesado en el vestíbulo. Nell llevó la maleta al piso superior, al dormitorio. Le agradaba mirar hacia el mar plateado; durante su última visita le había echado el ojo a una pequeña silla de mimbre en un rincón del cuarto que serviría muy bien a sus propósitos. El mimbre se había desprendido en el respaldo, pero eso no era impedimento. Nell acomodó la silla junto a la ventana, se sentó con cuidado y abrió la maleta blanca.
Hojeó los papeles en su interior: las notas de Robyn sobre la familia Mountrachet, los datos facilitados por el detective que había contratado para averiguar el paradero de Eliza, búsquedas y correspondencia de los abogados locales sobre su compra de la Cabaña del Acantilado. Nell encontró la carta que describía los límites de la propiedad y la volvió para estudiar el plano catastral. Podía ver con claridad la zona que el joven Christian le había dicho que era su jardín. Se preguntó quién habría tabicado la entrada, y por qué.
Mientras se lo preguntaba, el papel cayó de las manos de Nell y revoloteó hasta el suelo. Se inclinó para tomarlo y algo le llamó la atención. La humedad había curvado el zócalo, soltándolo de la pared. Un pedazo de papel estaba metido detrás. Nell tomó una esquina con sus dedos y lo sacó.
Un pequeño pedazo de cartulina, descolorido, en el que había sido dibujado el rostro de una mujer, flanqueado por un arco de zarzas. Nell reconoció en él el retrato que había visto en el museo de Londres. Era Eliza Makepeace, pero había algo diferente en este boceto. A diferencia del retrato de Nathaniel Walker en Londres que la hacía aparecer intocable, éste era de una naturaleza más íntima. Algo en los ojos sugería que este artista había estado más familiarizado con Eliza que Nathaniel. Líneas firmes, ciertas curvas, y la expresión: algo en sus ojos compelía y confrontaba a Nell.
Alisó la superficie de la cartulina. Pensar que había estado allí escondido durante tanto tiempo… Sacó el libro de cuentos de hadas de la maleta. No estaba segura exactamente de por qué lo había traído con ella a la cabaña, sólo que le había parecido una agradable simetría el llevar las historias a su casa, de regreso al mismo lugar en donde Eliza Makepeace las había escrito. Sin duda una tontería, increíblemente sentimental, pero así era. Ahora Nell estaba contenta de haberlo hecho. Abrió la tapa y guardó el dibujo dentro. Allí estaría a salvo.
Se reclinó contra la silla y pasó los dedos por la cubierta del libro, el cuero suave y el relieve central con la ilustración de una dama y un fauno. Era un libro hermoso, tan hermoso como cualquiera de los que habían pasado por el negocio de antigüedades de Nell. Y estaba muy bien conservado, las décadas pasadas al cuidado de Hugh no le había causado daño alguno.
Aunque eran épocas más tempranas las que quería recordar, Nell se halló volviendo mentalmente una y otra vez a Hugh. En particular, las noches en las que le había leído las historias del libro de cuentos de hadas. Lil se había preocupado, convencida de que serían demasiado escabrosas para una niña, pero Hugh había comprendido. Por las noches, después de cenar, cuando Lil estaba recogiendo las cosas, él se dejaba caer en su silla de mimbre y Nell se acurrucaba en su regazo. El agradable peso de sus brazos en torno a ella mientras tomaba el libro, el leve olor a tabaco de su camisa, los ásperos bigotes en la cálida mejilla que le enredaban el cabello.
Nell suspiró hondo. Hugh la había tratado bien, a ella y a Lil. De todos modos, los apartó de su mente y retrocedió aún más en su memoria. Porque había una época anterior a Hugh, un tiempo antes del viaje en barco a Maryborough, la época de Blackhurst y la cabaña y la Autora.
Ahí: una silla de jardín, blanca, de mimbre, sol, mariposas. Nell cerró los ojos y agarró sus recuerdos por la cola, dejó que le arrastraran a un cálido día de verano, un jardín en donde las sombras se derramaban frescas sobre la hierba. El aire lleno del aroma de las flores cálidas de sol…
La niñita fingía ser una mariposa. Una corona tejida de flores le coronaba la cabeza y ella estaba extendiendo los brazos a los costados, corriendo en círculos, haciendo como que volaba, mientras el sol le calentaba las alas. Se sentía tan bien mientras el sol volvía plateado el algodón blanco de su vestido…
—Ivory.
Al principio la pequeña no la escuchó, porque las mariposas no hablan el idioma de los hombres. Cantan en un tono más dulce con palabras tan hermosas que los adultos no las pueden escuchar. Sólo los niños saben cuándo llaman.
—Ivory, ven rápido.
Había una severidad en la voz de mamá que hizo que la niña girara y revoloteara en dirección a la blanca silla del jardín.
—Ven, ven —dijo mamá, extendiendo los brazos, llamándola con las pálidas puntas de sus dedos.
Con una felicidad tibia que se expandía bajo su piel, la niñita se acercó. Mamá tomó en sus brazos la cintura de la niñita y apretó sus fríos labios contra la piel de detrás de la oreja.
—Soy una mariposa —dijo la niña—. Este banco es mi crisálida…
—Shhh. Ahora quieta. —El rostro de mamá seguía apretado contra ella y la pequeña se dio cuenta de que estaba mirando algo que estaba más allá. Se volvió para ver qué era lo que tanto llamaba su atención.
Una dama se les acercaba. La niña entrecerró los ojos frente al sol para poder discernir ese espejismo. Porque esa dama era diferente a las otras que venían a visitar a mamá y a la abuela, las que se quedaban para tomar el té y jugar al bridge. Esta dama parecía una niña que se hubiera estirado hasta alcanzar la altura de un adulto. Vestía un vestido de algodón blanco y sus cabellos rojos estaban atados con descuido.
La niñita miró buscando el carruaje que debía de haber llevado a la dama hasta la entrada, pero no había ninguno. Parecía que se hubiera materializado en el aire, como por arte de magia.
Entonces la niña se dio cuenta. Contuvo la respiración, llena de asombro. La dama no venía caminando desde la entrada, sino que venía desde el interior del laberinto.
La pequeña tenía prohibido entrar en el jardín. Era una de las primeras y más serias reglas; tanto su madre como la abuela le estaban recordando siempre que el camino era oscuro y lleno de innombrables peligros. Tan seria era la orden que incluso papá, en quien se podía confiar, no se atrevía a desobedecerla.
La dama se dirigía apresuradamente hacia ellas, a medias caminando, a medias dando saltitos. Llevaba algo consigo, un paquete envuelto en papel marrón, bajo el brazo.
Los brazos de su mamá se apretaron en torno a la cintura de la pequeña, de modo que el placer se volvió incomodidad.
La dama se detuvo ante ellas.
—Hola, Rose.
La pequeña sabía que ése era el nombre de mamá, y sin embargo no respondió al saludo.
—Sé que no debo venir. —Una voz como de plata, con una hebra de telaraña, que a la niña le hubiera gustado sostener entre sus dedos.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
La dama quiso entregarle el paquete, pero mamá no lo tomó. Volvió a apretarla.
—No quiero nada de ti.
—No lo traje para ti. —La dama dejó el paquete en el banco—. Es para tu pequeña.
* * *
El paquete contenía el libro de cuentos de hadas. Ahora Nell lo recordaba. Después se produjo una discusión entre su madre y su padre: ella había insistido en que se deshicieran del libro, y él acabó por acceder, llevándoselo consigo. Sólo que no lo tiró. Lo guardó en su estudio, junto a una gastada copia de
Moby Dick
. Y se lo leyó a Nell, cuando se sentaba con él, cuando su madre estaba enferma y no se enteraba.
Excitada por el recuerdo, Nell volvió a acariciar la portada. El libro había sido un regalo de Eliza. Lo abrió con cuidado en el lugar donde la cinta marcapáginas había permanecido durante sesenta años. Era de color púrpura oscuro, sólo levemente desflecada en donde la tela había comenzado a deshacerse, y marcaba el comienzo de una historia titulada «Los ojos de la vieja». Nell comenzó a leer sobre la joven princesa que no sabía que era una princesa, que viajó cruzando el mar hacia la tierra de objetos perdidos para traer de regreso la visión perdida de la vieja. Le resultaba lejanamente familiar, como un cuento disfrutado en la infancia. Nell colocó la cinta en el nuevo lugar y cerró el libro, dejándolo sobre la repisa de la ventana.
Frunció el ceño y se acercó. Había un espacio en el lomo en donde había estado la cinta.
Nell volvió a abrir el libro; las páginas se abrieron automáticamente por «Los ojos de la vieja». Pasó el dedo por el interior del lomo…
Faltaban algunas páginas. No muchas, sólo cinco o seis, apenas si se notaba, pero así y todo, faltaban.
El corte era limpio. No había bordes desgarrados, junto a la encuadernación. Tal vez fue hecho con un cortaplumas.
Nell cotejó el número de páginas. Pasaban de la cincuenta y cuatro a la sesenta y uno.
El hueco ocupaba perfectamente el espacio entre dos relatos…
El huevo de oro
Por Eliza Makepeace
Hace mucho tiempo, cuando buscar era encontrar, vivía una joven dama en una pequeña cabaña en la frontera de un reino grande y próspero. La dama tenía pocos recursos y su cabaña estaba escondida tan profundamente en los oscuros bosques que no era visible a simple vista. Había quienes, hacía mucho, habían sabido de la pequeña cabaña con su hogar de piedra, pero tales gentes habían muerto hacía ya mucho, y la Madre Tiempo había arrojado un velo de olvido en torno a la cabaña.
Además de los pájaros que venían a cantar a su ventana, y los animales del bosque que iban en busca del calor de su hogar, la dama estaba sola. Sin embargo nunca se sentía solitaria o infeliz, porque estaba muy ocupada para andar buscando compañía que nunca tuvo.
En lo más profundo del corazón de la cabaña, detrás de una puerta especial con un brillante cerrojo, había un objeto muy preciado. Un huevo de oro cuyo brillo, se decía, era tan resplandeciente, tan hermoso, que quienes posaban en él sus ojos quedaban ciegos al instante. El Huevo de Oro era tan arcaico que nadie podía recordar exactamente su antigüedad, y durante infinitas generaciones la familia de la dama había estado a cargo de su cuidado.
La dama no cuestionaba esta responsabilidad, porque sabía que era su destino. El huevo debía ser mantenido a salvo y bien escondido. Más importante aún, la existencia del huevo debía ser mantenida en secreto. Muchos años antes, cuando el reino era nuevo, grandes guerras habían tenido lugar por el Huevo de Oro, porque la leyenda aseguraba que tenía propiedades mágicas y podía garantizar a su poseedor lo que su corazón deseara.
Así fue, pues, que la dama continuó su custodia. Durante el día se sentaba en la pequeña rueca junto a la ventana de la cabaña, cantando feliz con los pájaros que se congregaban para verla trabajar. Durante la noche ofrecía refugio a sus amigos animales y dormía al calor de la cabaña, calentada por dentro por el brillo del Huevo de Oro. Y ella siempre recordaba que no había nada más importante que proteger el derecho de nacimiento.
Entretanto, muy lejos, en el gran palacio del reino, vivía una joven princesa que era buena y bella, pero muy infeliz. Su salud era delicada y no importaba por dónde su madre, la Reina, buscara la magia o medicina, nada podía hallarse que sanara a la Princesa. Había quienes murmuraban que de pequeña un malvado boticario la había maldecido con eterna mala salud, pero nadie se atrevía a decir tales cosas en voz alta. Porque la Reina era una soberana cruel cuya ira sus súbditos temían justamente.
La hija de la Reina, sin embargo, era lo más preciado de su madre. Cada mañana, la Reina la visitaba en su lecho, pero, horror, cada mañana la Princesa estaba igual: pálida, débil y agotada.
—Es todo lo que deseo, Madre —susurraba—, fuerza para caminar por los jardines del castillo, bailar en los bailes del castillo, nadar en las aguas del castillo. El estar bien es lo que mi corazón desea.
La Reina tenía un espejo mágico con el que observaba las idas y venidas del reino, y día tras día preguntaba:
—Espejo mío, mejor amigo, muéstrame el sanador que pondrá fin a este horror.
Pero cada día el espejo daba la misma respuesta:
—No hay nadie, Reina mía, en toda la comarca, que pueda sanarla con las labores de sus esfuerzos.
Pero un día sucedió que la Reina estaba tan agobiada por el estado de su hija que olvidó hacerle a su espejo la pregunta de siempre. En cambio, comenzó a sollozar, diciendo:
—Espejo mío, que tanto admiro, muéstrame cómo satisfacer el deseo del corazón de mi hija.
El espejo guardó silencio por un momento, pero dentro de su centro de cristal comenzó a formarse una imagen, una pequeña cabaña en medio de un oscuro bosque, con el humo brotando de una chimenea de piedra. Al otro lado de la ventana se sentaba una joven dama, haciendo girar la rueca y cantando con los pájaros en el marco de la ventana.
—¿Qué es esto que me muestras? —dijo sin aliento la Reina—. ¿Es esta joven una sanadora?
La voz del espejo fue grave y sombría:
—En los oscuros límites de las fronteras del reino hay una cabaña. Dentro hay un huevo de oro que tiene el poder de conceder a su poseedor lo que su corazón desee. La dama a quien ves es la guardiana del Huevo de Oro.
—¿Cómo puedo obtener el huevo de ella? —dijo la Reina.
—Ella cumple su cometido por el bien del reino —dijo el espejo—, y no consentirá fácilmente.
—¿Entonces qué debo hacer?
Pero el espejo mágico no tenía más respuestas, y la imagen de la cabaña se desvaneció y sólo quedó el espejo. La Reina alzó el mentón y miró el reflejo de la punta de su larga nariz, sosteniendo su mirada hasta que una leve sonrisa se formó en sus labios.
A la mañana siguiente temprano, la Reina llamó a la criada de más confianza de la Princesa. Una muchacha que había vivido en el reino toda su vida, y en quien la Reina confiaba para llevar a cabo cualquier tarea que fuera necesaria para asegurar la salud y felicidad de la Princesa. La Reina dio órdenes a la criada para que fuera a buscar el Huevo de Oro.
La criada partió cruzando el reino en dirección a los bosques oscuros. Durante tres días y tres noches caminó hacia el este y para el crepúsculo del tercer día, llegó a los límites del bosque. Entró pasando sobre las ramas caídas y abrió un sendero a través del follaje, hasta que por fin, de pie en un claro frente a ella, vio una pequeña cabaña de donde un dulce humo brotaba de la chimenea.
La criada golpeó a la puerta y esperó. Cuando se abrió, una joven dama estaba de pie al otro lado, y aunque sorprendida de ver a una visitante a su puerta, una generosa sonrisa se esparció por su rostro. Se hizo a un lado e invitó a la criada a entrar.
—Estás cansada —dijo la dama—. Vienes de lejos. Ven y siéntate al calor del fuego.
La criada siguió a la dama y se sentó sobre un almohadón junto al fuego. La dama de la cabaña le dio un cuenco de caldo caliente y se sentó en silencio tejiendo, mientras su invitada comía. El fuego crepitaba en el hogar y el calor de la habitación hizo que la criada tuviera mucho sueño. Sus ganas de dormir eran tan fuertes que se habría olvidado de su misión si la dama de la cabaña no hubiera dicho:
—Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si te pregunto si hay algún motivo para tu visita.
—He sido enviada por la Reina de estas tierras —dijo la criada—. Ella busca tu ayuda para restaurar la salud de su hija.
Los pájaros del bosque a veces cantan sobre lo que acontece en el reino; por lo tanto, la dama había oído de la bella y buena princesa que vivía detrás de los muros del castillo.
—Haré lo que pueda —dijo la dama—, aunque no entiendo por qué la Reina ha enviado por mí, ya que yo no sé cómo curarla.
—La Reina me ha enviado a buscar algo que tú proteges —dijo la criada—. Un objeto con el poder de otorgar a quien lo posee el deseo de su corazón.
La dama comprendió que era del Huevo de Oro de lo que hablaba la criada. Sacudió con tristeza la cabeza.
—Haría cualquier cosa por ayudar a la Princesa, excepto eso que me pides. El proteger el Huevo de Oro es mi derecho de nacimiento, y no hay nada más importante que eso. Puedes quedarte esta noche y protegerte del frío y de la soledad de los bosques, pero mañana deberás regresar al reino y decirle a la Reina que no puedo entregarle el Huevo de Oro.
Al día siguiente, la criada partió hacia el castillo. Viajó durante tres días y tres noches hasta que por fin llegó a los muros del castillo, en donde la Reina la esperaba.
—¿Dónde está el Huevo de Oro? —preguntó la Reina, mirando las manos vacías de la criada.
—He fracasado en mi cometido —dijo la criada—. Porque la dama de la cabaña no quería renunciar a su derecho de nacimiento.
La Reina se irguió todo lo posible y su rostro enrojeció.
—Debes regresar —dijo, señalando con un dedo anguloso a la criada—, y decirle a la dama que es su deber el servir al reino. Si ella no lo hace, se convertirá en piedra y permanecerá en los jardines del reino por toda la eternidad.
Por lo tanto, la criada emprendió nuevamente el viaje hacia el este, viajando durante tres días y tres noches hasta que se encontró nuevamente a la puerta de la cabaña escondida. Golpeó y fue recibida con alegría por la dama, quien la invitó a pasar y le ofreció un cuenco con caldo. La dama se sentó a tejer mientras la criada se alimentaba, hasta que por fin dijo:
—Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si pregunto si hay algún motivo para tu visita.
—He sido enviada una vez más por la Reina de la comarca —dijo la criada—. Busca tu ayuda para sanar a la Princesa. Tu obligación es servir al reino. Si rehúsas, la Reina dice que te convertirás en piedra y quedarás en los jardines del castillo por toda la eternidad.
La dama sonrió con tristeza.
—Proteger al Huevo de Oro es mi derecho de nacimiento —dijo—. No puedo entregártelo.
—¿Deseas ser convertida en piedra?
—No —dijo la dama—, ni lo seré. Porque sirvo a mi reino cuando cuido del Huevo de Oro.
Y la criada no arguyó, porque vio que lo que decía la dama de la cabaña era cierto. Al día siguiente, la criada partió para el castillo y cuando llegó, la Reina estaba una vez más esperando en los muros del castillo.
—¿En dónde está el Huevo de Oro? —dijo la Reina, mirando las manos vacías de la criada.
—Una vez más he fracasado en mi misión —dijo la criada—. Porque la dama de la cabaña no quería renunciar a su derecho de nacimiento.
—¿No le dijiste a la dama que su obligación era servir al reino?
—Lo hice, Su Majestad —dijo la criada—, y ella respondió que al cuidar del Huevo de Oro estaba sirviendo al reino.
La Reina se enfureció y su rostro se volvió gris. Las nubes se congregaron en el cielo, y los cuervos del reino volaron en busca de refugio.
La Reina recordó las palabras del espejo —«ella cumple con su cometido por el bien del reino»— y sus labios se retorcieron en una sonrisa.
—Debes volver una vez más —le ordenó a la criada—, y esta vez le dirás a la dama que si se niega a entregar el Huevo de Oro, será responsable por la eterna infelicidad de la Princesa, la cual cubrirá al reino con un manto eterno de pena invernal.
Entonces la criada volvió hacia el este por tercera vez, viajando durante tres días y tres noches hasta que se encontró una vez más a la puerta de la cabaña oculta. Golpeó la puerta y fue recibida con alegría por la dama, quien la hizo pasar y le ofreció un cuenco con caldo. La dama estaba sentada mientras la criada se alimentaba, hasta que por fin dijo:
—Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si pregunto si hay algún motivo para tu visita.
—He sido enviada una vez más por la Reina de la comarca —dijo la criada—. Dice que busca tu ayuda para sanar a su hija enferma. Tu obligación es servir a tu reino; si no entregas el huevo, la Reina dice que tú serás responsable por la eterna tristeza de la Princesa, y que el reino caerá en un eterno invierno de tristeza.
La dama de la cabaña se sentó rígida y silenciosa durante un largo momento. Después asintió con lentitud.
—Para evitarle dolor a la Princesa y al reino, entregaré el Huevo de Oro.
La criada tembló mientras en los oscuros bosques se hizo el silencio y un viento enfermizo se coló por debajo de la puerta para agitar el fuego en el hogar.
—Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento —dijo—. Es tu deber para con el reino.
La dama sonrió.
—¿Pero qué utilidad tiene semejante deber si mis acciones hunden al reino en un invierno eterno? Un invierno eterno congelará la tierra: no habrá pájaros, ni animales, ni cosechas. Es por mi obligación que ahora entrego el Huevo de Oro.
La criada miró con tristeza a la dama.
—Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento. El huevo es una parte de ti, es tuyo para que lo protejas.
Pero la dama ya había tomado una gran llave de oro de su cuello y la estaba colocando en la cerradura de la puerta especial. Al hacerla girar, se escuchó un crujido desde lo hondo del suelo de la cabaña, un acomodarse de las piedras del hogar, un suspiro de las vigas del techo. La luz se amortiguó en la cabaña, al aparecer un brillo desde el interior del cuarto secreto. La dama desapareció para volver una vez más, sosteniendo en sus manos un objeto cubierto, tan precioso que el aire a su alrededor parecía vibrar.
La dama caminó con la criada fuera de la cabaña y, cuando las dos llegaron al límite del claro, le entregó su derecho de nacimiento. Cuando se volvió hacia la cabaña, vio que estaba oscura. La luz había desaparecido, incapaz de penetrar los espesos bosques circundantes. Dentro, los cuartos se enfriaron; faltaba el calor del Huevo de Oro.
Con el tiempo, los animales dejaron de acercarse y los pájaros se alejaron al vuelo, y la dama descubrió que ya no tenía razón de ser. Se olvidó de usar la rueca, su voz se volvió un susurro y, por fin, sintió que sus miembros se volvían rígidos y pesados, inmóviles. Hasta que un día descubrió que una capa de tierra había cubierto la cabaña y a ella misma. Dejó que se cerraran sus ojos y se sintió caer a través del frío y del silencio.
Algunas estaciones más tarde, la Princesa del reino estaba cabalgando con su criada por los límites de los bosques oscuros. Aunque una vez había estado muy enferma, la Princesa se había recuperado milagrosamente y ahora estaba casada con un hermoso príncipe. Vivía una vida plena y feliz: caminaba y bailaba y cantaba, y disfrutaba de todos los beneficios de la buena salud. Tenían un hermoso bebé que se alimentaba de miel pura y bebía el rocío de los pétalos de rosa y tenía hermosas mariposas como compañeras de juego.
Mientras la Princesa y su criada cabalgaban cerca de los bosques oscuros, ese día la Princesa sintió un extraño impulso de entrar en los bosques. Ignoró las quejas de la criada y condujo a su caballo más allá del límite, entrando en el bosque frío y oscuro. Todo era silencioso en el bosque, ni pájaro ni animal ni brisa agitaban el aire frío e inmóvil. Los cascos de los caballos eran el único sonido.
Llegaron a un claro en donde una pequeña cabaña había sido devorada por la vegetación.
—Ah, qué hermosa casita —dijo la Princesa—. Me pregunto quién vive allí.
La criada apartó el rostro, temblando bajo el extraño frío que flotaba en el claro.
—Nadie, mi Princesa. Ya no vive nadie. El reino prospera, pero no hay vida en los bosques oscuros.