Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Cabaña del Acantilado, Cornualles
Eliza sabía que extrañaría la línea de la costa, ese mar, cuando se marchara. Aunque llegara a conocer otro, sería distinto.
Otros pájaros y otras plantas, olas susurrando sus historias en idiomas desconocidos. Pero ya era hora. Había esperado el tiempo suficiente para nada. Lo hecho, hecho estaba y no importaba lo que ahora pensara, el remordimiento que la había atrapado en la oscuridad, que la había desvelado mientras daba vueltas y vueltas y maldecía su participación en el engaño; tenía escasa salida salvo seguir adelante.
Eliza bajó por última vez los estrechos escalones de piedra hasta el muelle. Un pescador estaba todavía preparándose para el día de trabajo, apilando canastas de mimbre y rollos de sedal en su bote. Al acercarse, los delgados y musculosos miembros y las bronceadas facciones se aclararon, y Eliza se dio cuenta de que era William, el hermano de Mary. El más joven de una familia de pescadores de Cornualles, se destacaba entre el grupo de valientes y atrevidos pescadores de modo que los relatos de sus aventuras se expandían como la hierba junto a la orilla.
Él y Eliza habían sido una vez amigos, él la había mantenido en vilo con sus locas historias de la vida en alta mar, pero una fría distancia había crecido entre ambos desde hacía unos años. Desde que Will había sido testigo de lo que no debía, había desafiado a Eliza pidiéndole que explicara lo inexplicable. Había pasado un largo tiempo desde que hablaron por última vez y Eliza extrañaba su compañía. El saber que pronto dejaría Tregenna le infundió determinación para hacer a un lado su pasado, y con una sostenida espiración se acercó.
—Sales tarde esta mañana, Will.
Él alzó la vista y enderezó su gorra. Sus mejillas deterioradas por el clima se enrojecieron, y respondió envarado.
—Y usted temprano.
—Hoy quiero empezar pronto. —Eliza estaba ahora junto al bote. El agua lamía gentilmente su casco y el aire estaba cargado de olor a salmuera—. ¿Alguna novedad de Mary?
—No desde la semana pasada. Sigue feliz en Polperro, como esposa del carnicero.
Eliza sonrió. Era un genuino placer saber que Mary estaba bien. Después de todo lo que había pasado, no merecía nada menos.
—Ésas
son
buenas noticias, Will. Pienso escribirle una carta hoy por la tarde.
Will frunció un poco el ceño. Bajó la mirada a sus botas y pateó el muro de piedra del muelle.
—¿Qué sucede? —dijo Eliza—. ¿He dicho algo malo?
William espantó a un par de gaviotas hambrientas, que pretendían robarle su carnada.
—¿Will?
Él la miró de costado.
—Nada malo, señorita Eliza, sólo… debo decir que, si bien estoy contento de verla, también estoy un poco sorprendido.
—¿Por qué?
—Todos lamentamos escuchar la noticia. —Alzó el mentón y se rascó la barba que enmarcaba su aguda mandíbula—. Sobre el señor y la señora Walker, sobre su partida…
—A Nueva York, sí. Se van el mes que viene. —Nathaniel había sido quien informó a Eliza. Había ido a verla una vez más a la cabaña. Otra vez con Ivory. Era una tarde de lluvia y por eso la niña tuvo que esperar dentro. Había ido arriba, al cuarto de Eliza, lo mismo daba. Cuando Nathaniel le habló a Eliza de sus planes, suyos y de Rose, de comenzar de nuevo al otro lado del Atlántico, ella se enfureció. Se sintió abandonada, utilizada. Incluso más que antes. Ante la idea de Rose y Nathaniel en Nueva York, la cabaña le pareció, de pronto, el lugar más desolado en el mundo; la vida de Eliza, la más desolada que pudiera vivir una persona.
A poco de la partida de Nathaniel, Eliza recordó el consejo de mamá sobre que debía rescatarse a sí misma, y entonces decidió que había llegado el momento de poner sus propios planes en marcha. Había sacado un pasaje en un barco que la llevaría a su propia aventura, lejos de Blackhurst y de la vida que había llevado en la cabaña. También había escrito a la señora Swindell, diciéndole que iba a visitar Londres el mes entrante y se preguntaba si podía visitarla. No había mencionado el broche de mamá —Dios mediante, seguiría escondido a salvo en el tarro de arcilla dentro de la inutilizada chimenea—, pero ella quería recuperarlo.
Y con el legado de Madre podría comenzar una nueva vida, una vida propia.
William se aclaró la garganta.
—¿Qué sucede, Will? Pareciera que hubieras visto un fantasma.
—Nada de eso, señorita Eliza. Es que… —Sus ojos azules la miraron. El sol estaba muy alto y tuvo que parpadear—. ¿Es posible que usted no lo sepa?
—¿Que no sepa qué? —Se encogió levemente de hombros.
—Lo del señor y la señora Walker… el tren a Carlisle.
Eliza asintió.
—Han estado en Carlisle estos últimos días. Vuelven mañana.
Los labios de William formaron una línea sombría.
—Y volverán mañana, señorita Eliza, sólo que no como usted cree. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Se ha corrido la voz por todo el pueblo, en los periódicos. Pensar que nadie se lo ha dicho… Hubiera ido yo mismo si sólo… —Le tomó las manos, un gesto inesperado que hizo que su corazón se agitara como sólo un gesto de intimidad lograba hacerlo—. Hubo un accidente, señorita Eliza. Un tren chocó con otro. Algunos de los pasajeros… el señor y la señora Walker… —Suspiró, la miró a los ojos—. Me temo que ambos murieron, señorita Eliza. En un lugar llamado Ais Gill.
Continuó, pero Eliza no lo escuchaba. Dentro de su cabeza una brillante luz roja lo cubría todo, de modo que todas las sensaciones, todos los ruidos, todos los pensamientos, quedaron bloqueados. Cerró los ojos y se desplomó, ciega, a un profundo pozo sin fondo.
* * *
Era todo lo que Adeline podía hacer para continuar respirando. Una pena tan espesa que le ennegrecía los pulmones. Las noticias le habían llegado por teléfono el martes por la noche. Linus estaba encerrado en su cuarto oscuro, por lo que Daisy fue enviada para que lady Mountrachet atendiera la llamada. Un policía, al otro lado de la línea, la voz crujiendo, cruzando los kilómetros que separaban Cornualles de Cumberland, le asestó el golpe devastador.
Adeline se había desmayado. Al menos, eso supuso ella que había sucedido, porque lo siguiente de lo que se acordaba era de despertar en su cama, con un peso asfixiante en su pecho. Un segundo de confusión y luego recordó; el horror volvió a nacer.
Era bueno que hubiera un funeral que organizar, procedimientos a seguir, o de lo contrario Adeline no habría salido a la superficie. Porque no importaba que le hubieran vaciado el corazón, dejándole una cascara seca y sin valor, había ciertas cosas que se esperaban de ella. Como madre doliente no podía verse esquivando sus responsabilidades. Se lo debía a Rose, su joya más querida.
—Daisy —dijo con voz quebrada—, tráeme papel para escribir. Necesito preparar una lista.
Mientras Daisy se apresuraba por el cuarto en penumbra, Adeline comenzó a hacer la lista mentalmente. Los Churchill debían ser invitados, claro está, lord y lady Huxley, los Astor, los Heuser… Los parientes de Nathaniel serían informados más adelante. Dios sabía que Adeline no tenía las fuerzas para incorporar a esa gente al funeral de Rose.
Tampoco permitiría que la niña asistiera: una ocasión tan solemne no era lugar para alguien de su naturaleza. Ojalá hubiera estado en el tren con sus padres, que un principio de resfriado no la hubiera mantenido en cama. Porque ¿qué iba a hacer Adeline con la niña? Lo último que necesitaba era un recordatorio constante de la ausencia de Rose.
Miró por la ventana en dirección a la ensenada. La línea de árboles, el mar más allá. Extendiéndose para siempre y para siempre y para siempre.
Adeline se obligó a no mirar hacia la izquierda. La cabaña estaba oculta a la vista, pero saber que ella estaba allí era suficiente. Sentía su horrible atracción, y eso le helaba la sangre.
Una cosa era segura. Eliza no sería informada, no hasta después del funeral. Era imposible que Adeline pudiera soportar ver a esa muchacha viva y sana cuando Rose no lo estaba.
* * *
Tres días más tarde, mientras Adeline, Linus y los sirvientes se congregaban en el cementerio en un extremo de la propiedad, Eliza dio un último paseo en torno a la cabaña. Ya había enviado un baúl por adelantado al puerto, por lo que poco tenía que cargar. Sólo un pequeño bolso de viaje con su cuaderno y algunos efectos personales. El tren partía de Tregenna a mediodía y Davies, quien tenía que recoger un envío de plantas nuevas del tren de Londres, se había ofrecido a llevarla a la estación. Él era el único a quien le había dicho que se marchaba.
Eliza miró su pequeño reloj de bolsillo. Quedaba tiempo para una última visita al jardín oculto. Había dejado el jardín para el final, limitando adrede el tiempo que tendría disponible para pasarlo allí, por miedo de que si se permitía más sería incapaz de apartarse de allí.
Pero debía hacerlo. Debía hacerlo.
Eliza recorrió el sendero y se acercó a la entrada. En donde una vez estuvo la puerta sur, ahora sólo había una herida abierta, un agujero en el suelo y una enorme pila de piedras esperando ser utilizadas.
Había sucedido durante la semana. Eliza había estado desbrozando cuando fue sorprendida por un par de fornidos obreros que se acercaron por el frente de la cabaña. Su primer pensamiento fue que estaban perdidos, luego se dio cuenta de lo absurdo de semejante idea. La gente no llegaba accidentalmente a la cabaña.
—Lady Mountrachet nos envía —dijo el más alto de los hombres.
Eliza estaba de pie, secándose las manos en las faldas. No dijo nada, mientras esperaba a que continuara.
—Dice que esta puerta debe ser retirada.
—No hay motivo —dijo Eliza—. Es extraño, porque a mí no me ha dicho nada.
El hombre más menudo rió, el más alto la miró sumiso.
—¿Y por qué hay que quitar la puerta? —preguntó Eliza—. ¿La van a reemplazar con otra?
—Vamos a tapiar el hueco —señaló el hombre más alto—. Lady Mountrachet dice que ya no es necesario el acceso desde la cabaña. Vamos a cavar un agujero y poner nuevos cimientos.
Por supuesto. Eliza debería haber imaginado que su periplo por el laberinto, quince días atrás, tendría repercusiones. Cuando todo fue pactado y decidido cuatro años antes, las reglas habían sido muy claras al respecto. Mary había recibido dinero para comenzar de nuevo en Polperro y a Eliza se le prohibió cruzar más allá de la puerta del jardín hacia el laberinto. Pero al final había sido incapaz de resistirse.
Daba lo mismo, puesto que Eliza ya no seguiría en la cabaña. Sin acceso a su jardín, no creía que pudiera tolerar la vida en Blackhurst. Ciertamente no ahora que Rose ya no estaba.
Pasó sobre los escombros donde una vez hubo una puerta, rodeando el agujero, y cruzó al jardín oculto. El olor a jazmín todavía era penetrante, y el manzano estaba dando frutos. Las enredaderas habían avanzado hacia el centro del jardín, trenzándose para formar una fronda de hojas.
Sabía que Davies lo cuidaría, pero no sería lo mismo. Ya tenía bastante trabajo con el resto, y el jardín ocupaba gran parte de su tiempo y de su amor.
—¿Qué pasará contigo? —dijo Eliza con suavidad.
Miró al manzano y sintió un agudo dolor en su pecho, como si le hubieran arrancado una parte de su corazón. Recordaba el día que plantó el árbol con Rose. Tantas esperanzas que tenían, tanta fe en que todo saldría bien. Eliza no podía soportar pensar que Rose ya no estaba en este mundo.
Algo llamó entonces la atención de Eliza. Un trozo de tela sobresaliendo de debajo de las hojas del manzano. ¿Había dejado allí un pañuelo la última vez que había estado? Se agachó y miró entre las hojas.
Había una pequeña, la niña de Rose, dormida sobre la blanda hierba.
Como si la hubieran despertado de un hechizo, la pequeña se desperezó. Parpadeando, abrió los ojos hasta que éstos se concentraron en Eliza.
No saltó ni se asombró ni se comportó en modo alguno como podía haberse esperado de un niño sorprendido por un adulto al que no conocía bien. Sonrió, agradablemente. Luego bostezó. Después salió a gatas de debajo de la rama.
—Hola —dijo, poniéndose de pie frente a Eliza.
Eliza la miró, sorprendida y complacida por la indiferencia de la niña ante todos los rígidos dictados de la buena conducta.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Leyendo.
Eliza enarcó las cejas, la niña todavía no tenía cuatro años.
—¿Puedes leer?
Vaciló, luego un gesto de asentimiento.
—Muéstramelo.
La pequeña se puso de rodillas y se escurrió debajo de la rama del árbol. Sacó su propia copia de los cuentos de hadas de Eliza. La copia que Eliza había llevado a través del laberinto. Abrió el libro y comenzó una perfecta lectura de «Los ojos de la vieja», siguiendo con el dedo, intensamente, el texto.
Eliza ocultó una sonrisa cuando notó que el dedo y la voz no estaban en sincronía. Recordó su propia habilidad durante la infancia para memorizar sus historias favoritas.
—¿Y por qué estás aquí? —preguntó.
La niña hizo una pausa en su lectura.
—Todos se han ido. Los vi desde la ventana, en negros carruajes brillantes, por el camino, en línea, como hormigas ocupadas. Y yo no quería quedarme sola en la casa. Por eso vine aquí. Me gusta estar aquí, más que en cualquier parte. En
tu
jardín. —Bajó su mirada al suelo. Sabía que había cruzado una línea.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Eliza.
—Tú eres la Autora.
Eliza sonrió levemente.
La niña se volvió más atrevida, inclinó la cabeza a un lado de modo que su larga trenza cayó sobre su hombro.
—¿Por qué estás triste?
—Porque vine a decir adiós.
—¿A quién?
—A mi jardín, a mi antigua vida. —Había una intensidad en la mirada de la pequeña que Eliza hallaba subyugante—. Me voy a la aventura. ¿Te gustan las aventuras?
La niña asintió.
—Yo también me iré pronto a una aventura, con mamá y papá. Vamos a Nueva York en un barco gigante, más grande que el del capitán Ahab.
—¿A Nueva York? —Eliza trastabilló. ¿Era posible que la pequeña no supiera que sus padres estaban muertos?
—Vamos a cruzar el océano, Abuela y Abuelo no vendrán con nosotros. Ni tampoco esa horrible muñeca rota.
¿Era ése un punto sin retorno? Miró los ojos honestos de una niña que no sabía que sus padres habían muerto, y a quien esperaba una vida con la tía Adeline y el tío Linus como guardianes.