El jardín olvidado (55 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Él asintió, pareciendo considerar el asunto.

—Sí —dijo—. De acuerdo. Suena bien.

—Fantástico. —Cassandra sintió un escozor bajo su piel—. ¿A las siete? Y no hace falta que traigas nada. —Como puedes ver, estoy bien provista.

—Oh, por cierto, déjame ayudar. —Christian le quitó la caja de cartón. Ella intercambió las bolsas de plástico del mercado de mano y se rascó las marcas rojas que habían dejado—. Te acercaré hasta el acantilado —se ofreció.

—No quiero robarte más tiempo.

—No lo haces. De todos modos iba de camino a verte, respecto a Rose y sus marcas.

—Oh, no pude encontrar nada más en el cuader…

—No importa. Sé lo que eran y sé cómo las obtuvo. —Hizo un gesto hacia el coche—. Vamos, podemos hablar mientras conduzco.

Christian maniobró para sacar el coche del ajustado lugar junto al paseo marítimo y condujo por la calle principal.

—¿Qué es, entonces? —preguntó Cassandra—. ¿Qué encontraste?

Las ventanas se habían empañado y Christian estiró la mano para limpiar el parabrisas con la palma.

—Cuando me contaste lo de Rose el otro día hubo algo que me resultó familiar. Era el nombre del doctor, Ebenezer Matthews. Ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido acordarme de dónde había oído el nombre, pero el sábado por la mañana lo recordé. En la universidad cogí una clase en ética y medicina, y como parte del curso tuvimos que escribir una monografía sobre usos históricos de nuevas tecnologías.

Redujo la velocidad en una intersección y manipuló los mandos de la calefacción.

—Lo siento, a veces no funcionan bien. En un minuto empezarán a funcionar. —Movió el dial del azul al rojo, puso el intermitente a la izquierda y avanzó por el empinado camino—. Una de las ventajas de volver a vivir en casa es que tengo acceso inmediato a las cajas en las que guardé mis cosas cuando mi madrastra convirtió mi cuarto en un gimnasio.

Cassandra sonrió, recordando las cajas con vergonzantes recuerdos del instituto que había descubierto cuando regresó a vivir con Nell, tras el accidente.

—Me llevó un tiempo, pero al final encontré el ensayo, y ahí estaba su nombre, Ebenezer Matthews. Decidí incluirlo porque era del mismo pueblo en el que crecí.

—¿Y? ¿Había algo en el ensayo sobre Rose?

—Nada por el estilo, pero después de comprender quién era ese doctor Matthews que atendía a Rose, le escribí un correo electrónico a una amiga en Oxford que trabaja en la biblioteca médica. Ella me debe un favor y acordó enviarme cualquier cosa que encontrara sobre los pacientes del doctor entre 1889 y 1913. Los años que vivió Rose.

Una amiga. Cassandra hizo a un lado la inesperada aparición de los celos.

—¿Y?

—El doctor Matthews era un hombre muy ocupado. No al principio: para alguien que llegó a notables alturas, tuvo comienzos humildes. Médico en un pequeño pueblo en Cornualles, haciéndo las mismas cosas que hace un médico en un pequeño pueblo. Su gran oportunidad, por lo que he podido colegir, fue conocer a Adeline Mountrachet de la mansión Blackhurst. No sé por qué ella eligió a un joven doctor como él cuando su niña se enfermó; los aristócratas eran más dados a llamar al mismo viejo que había tratado al tío abuelo Kernow cuando niño, pero por lo que fuera Ebenezer Matthews fue convocado. Él y Adeline debieron de llevarse bien, porque después de aquella primera consulta se convirtió en el doctor de cabecera de Rose. Permaneció a su lado durante toda su infancia, incluso tras su casamiento.

—Pero ¿cómo lo sabes? ¿Cómo es que tu amiga consiguió esa información?

—Muchos de los doctores de esa época guardaban diarios de cirugía. Recuentos de los pacientes que veían, quiénes les debían dinero, tratamientos prescritos, artículos publicados, ese tipo de cosas. Muchos de esos diarios terminaron en las bibliotecas. Fueron donados, o vendidos, generalmente por los descendientes del médico.

Habían llegado al final de la carretera, en donde la grava daba paso a la hierba, y Christian detuvo el automóvil en el pequeño aparcamiento junto al mirador. Fuera, el viento golpeaba contra el acantilado y los pequeños pájaros del mismo se acurrucaban abatidos. Apagó el motor y se acomodó en el asiento para mirar de frente a Cassandra.

—En la última década del siglo XIX, el doctor Matthews comenzó a hacerse un nombre. Parece que no estaba satisfecho con su destino como médico rural, aunque su lista de pacientes hubiera comenzado a parecerse al
Quién es quién
de la sociedad local. Comenzó a publicar sobre varios temas médicos. No fue muy difícil confrontar sus publicaciones con sus diarios para averiguar que Rose aparece como «señorita RM». Ella se convierte en referencia frecuente a partir de 1897.

—¿Por qué? ¿Qué pasó entonces? —Cassandra se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, que sentía un nudo en la garganta.

—Cuando Rose tenía ocho años, se tragó un dedal.

—¿Por qué?

—Bueno, no lo sé. Supongo que un accidente, y no viene al caso. No era una cosa terrible. —La mitad de las monedas de Gran Bretaña pasaron por el estómago de los niños en algún momento. Atraviesan el sistema digestivo sin demasiadas complicaciones si se las deja solas.

Cassandra exhaló el aire de golpe.

—Pero no la dejaron sola. El doctor Matthews la operó.

Christian sacudió la cabeza.

—Peor que eso.

El estómago le dio un vuelco.

—¿Qué fue lo que hizo?

—Mandó que se hiciera una radiografía, un par de radiografías, y luego publicó las fotos en
Lancet
. —Christian buscó en el asiento trasero, sacó un papel fotocopiado y se lo entregó.

Cassandra miró el artículo y se encogió de hombros.

—No entiendo, ¿cuál es el problema?

—No es la radiografía en sí, sino la exposición. —Christian indicó una línea en la parte superior de la página—. El doctor Matthews hizo que el fotógrafo hiciera una exposición de sesenta minutos. Supongo que quería asegurarse de obtener la foto.

Cassandra pudo sentir el frío al otro lado de la ventanilla, brillando contra su mejilla.

—¿Pero qué significa? ¿Una exposición de sesenta minutos?

—Los rayos X son radiación, ¿has visto cómo el dentista sale de la habitación antes de apretar el botón de la máquina de rayos X? Una exposición de sesenta minutos quiere decir que entre el doctor Matthews y el fotógrafo le achicharraron los ovarios y todo lo que estuviera dentro.

—¿Los ovarios? —Cassandra lo miró atenta—. Entonces, ¿cómo concibió?

—Eso es lo que estoy diciendo. No lo hizo. No pudo. Es decir, ciertamente no podía haber llevado un bebé sano a término. A partir de 1897, Rose Mountrachet era, para todo propósito, infértil.

Capítulo 41

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 1975

A pesar del retraso de diez días antes de que se intercambiaran los contratos, la joven Julia Bennett había sido de lo más atenta. Cuando Nell le solicitó acceso anticipado a la cabaña, ella le entregó la llave con gran floritura de su muñeca enjoyada.

—No me preocupa lo más mínimo —había dicho, agitando sus pulseras—. Siéntase como en su casa. Dios sabe que la llave es tan pesada que me hace feliz que me la quite de las manos.

La llave
era
pesada. Era grande, de bronce, con intrincadas espirales en un extremo, y dientes serrados en el otro. Nell la observó, casi el largo de su palma. La dejó sobre la mesa de madera de la cocina. La cocina de su cabaña. Bueno, casi su cabaña. Faltaban diez días.

Nell no estaría en Tregenna para el intercambio. Su vuelo partía de Londres en cuatro días y cuando intentó cambiar la fecha le habían dicho que tales modificaciones de última hora en el itinerario sólo eran posibles a un coste exorbitante. Decidió entonces regresar a Australia como había planeado. Los abogados locales a cargo de la compra de la Cabaña del Acantilado no tenían problema en guardarle la llave hasta su regreso. No tardaría mucho en volver, les aseguró, sólo necesitaba arreglar sus cosas y luego estaría de regreso, permanentemente.

Porque Nell había decidido que regresaría a Brisbane por última vez. ¿Qué había allí que la retuviera? Unos pocos amigos, una hija que no la necesitaba, hermanas a las que desconcertaba. Extrañaría su negocio de antigüedades, pero tal vez pudiera comenzar de nuevo en Cornualles. Y cuando estuviera de regreso, con más tiempo, Nell podría llegar al fondo de su misterio. Averiguaría por qué Eliza la robó y la puso en un barco rumbo a Australia. Toda vida necesita de un objetivo, y éste sería el de Nell. Porque, de otra manera, ¿cómo se conocería a sí misma?

Nell caminó lentamente por la cocina, haciendo un inventario mental. Lo primero que tenía intención de hacer cuando regresara a la cabaña era limpiarla por completo. Se le había permitido a la tierra y al polvo campar a sus anchas en el lugar y todas las superficies estaban cubiertas por ellos. También habría que reparar algunas cosas: los zócalos tenían que reemplazarse en algunas secciones, también había algunas maderas podridas, la cocina tendría que ser puesta a punto…

Desde luego en un pueblo como Tregenna habría multitud de operarios capaces de ayudarla, pero Nell se resistía a la idea de emplear a desconocidos para trabajar en su cabaña. Aunque estuviera hecha de piedra y madera, era más que una casa para Nell. Y así como había atendido a Lil cuando agonizaba, y se había negado a pasar su responsabilidad a manos de un afable desconocido, sabía que tenía que reparar la cabaña por sí misma. Usar de las habilidades que Hugh le había enseñado tantos años antes cuando era una niña de ojos deslumbrados de amor hacia su padre.

Nell se detuvo junto a la mecedora. Un pequeño altar en una esquina le llamó la atención. Se acercó. Una botella a medio vaciar, un paquete de galletas, y un tebeo llamado
Whizzer and Chips
. Lo cierto es que no estaban ahí cuando Nell inspeccionó el lugar, lo cual sólo podía significar que alguien había estado en la cabaña desde entonces. Nell hojeó la publicación: una persona joven, por lo que parecía.

Una brisa húmeda acarició el rostro de Nell, lo que le hizo mirar hacia el fondo de la cocina. A la ventana le faltaba un panel de uno de los cuatro del marco. Mientras tomaba nota mental de traer plástico y cinta para taparlo, antes de irse de Tregenna, miró por la ventana. Un enorme seto corría paralelo a la casa, grueso y parejo, casi como una pared. Un relámpago de color y Nell creyó ver movimiento por el rabillo del ojo. Cuando volvió a mirar, no había nada. Probablemente un pájaro, o una ardilla.

Nell había observado en el plano que le enviara el abogado que la propiedad se extendía bastante más allá de la casa. Eso quería decir, supuestamente, que lo que estuviera al otro lado del alto y espeso seto también le pertenecía. Decidió echar un vistazo.

El sendero que rodeaba la casa era estrecho y oscuro por la ausencia del sol. Nell avanzó con cuidado, apartando la maleza mientras avanzaba. Al fondo de la cabaña, las zarzas habían crecido entre la casa y el muro de setos y tuvo que abrirse paso a través de la maraña.

A medio camino, volvió a sentir movimiento, a su derecha. Miró al suelo. Un par de pies calzados y unas piernas delgadas emergían por debajo del muro. O la pared había caído desde el cielo, estilo
El mago de Oz
, y aplastado a algún desafortunado enano de Cornualles, o había encontrado a la personilla que estaba entrando en su cabaña.

Nell tomó uno de los delgados tobillos. La pierna se puso rígida.

—Vamos —dijo—. Sal de ahí.

Otro momento de inmovilidad, luego las piernas comenzaron a gatear retrocediendo. El niño al que pertenecían parecía tener unos diez años, aunque Nell nunca había sido buena para adivinar la edad de los niños. Era un niño delgaducho con cabellos rubio castaños y rodillas huesudas. Costras y moratones recorrían sus piernas.

—¿Supongo que tú eres el monito que ha estado entrando sin permiso en mi cabaña?

El niño parpadeó mirando con grandes ojos pardos a Nell antes de bajar la vista a sus pies.

—¿Cómo te llamas? Vamos, dime.

—Christian —contestó, tan bajo que casi no lo oyó.

—¿Christian qué?

—Christian Blake. Pero no estaba haciendo nada malo. Mi papá trabaja en la casa grande, y a veces me gusta venir a visitar el jardín —
su
jardín amurallado.

Nell echó una mirada a la pared oculta por los setos.

—Así que ahí detrás hay un jardín, ¿eh? Me lo estaba preguntando. —Volvió a mirar al niño—. Y dime, Christian, ¿sabe tu madre dónde estás?

Los hombros del pequeño se encogieron.

—No tengo madre.

Nell arqueó las cejas.

—Se fue al hospital en el verano, y después…

El momento de rabia de Nell se enfrió con un suspiro.

—Ya veo. Bueno. ¿Y cuántos años tienes? ¿Nueve? ¿Diez?

—Casi once. —Una saludable indignación hizo que se metiera las manos en los bolsillos, sacando los codos hacia los costados.

—Por supuesto, ahora veo. Tengo una nieta de tu edad.

—¿A ella también le gustan los jardines?

Nell lo miró, parpadeando.

—No estoy segura.

Christian inclinó hacia un lado la cabeza, frunciendo el rostro ante tal respuesta.

—Es decir, me imagino que sí. —Nell se vio dando explicaciones. Se reprendió. No necesitaba sentirse mal sólo porque no sabía qué pensaba la hija de Lesley—. No la veo con frecuencia.

—¿Vive lejos de ti?

—No, la verdad es que no.

—Entonces, ¿por qué no la ves más?

Nell observó al niño, intentando decidir si su impertinencia era encantadora o no.


A veces
es así como son las cosas.

Por la expresión del pequeño, su explicación le resultaba tan torpe a él como le había resultado a ella, pero había algunas cosas que no tenían explicación, en particular para niños desconocidos que entran sin permiso en la propiedad de uno.

Nell se recordó que el pequeño granuja era huérfano. Nadie era inmune a los errores de juicio cuando toda certidumbre le ha sido arrebatada. Nell sabía eso tan bien como nadie. La vida podía ser muy cruel. ¿Por qué tenía que crecer huérfano este niño? ¿Por qué una pobre mujer tenía que morir joven, dejando a su hijo para que encuentre el camino en la vida, sin ella? Mirando los delgados miembros del niño, Nell sintió que algo en su interior se encogía. Su voz era áspera pero gentil:

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