Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—¿Qué fue lo que dijiste que estabas haciendo en mi jardín?
—No estaba haciendo nada malo, de veras. Sólo que me gusta sentarme dentro.
—¿Y así es como entras? ¿Por debajo de los ladrillos?
Asintió.
Nell miró el agujero.
—No creo que pueda pasar por ahí. ¿Dónde está la puerta?
—No tiene puerta. Al menos no en esta pared.
Nell frunció el ceño.
—¿Un jardín sin entrada?
Volvió a asentir.
—Había una, se puede ver desde dentro donde la tapiaron.
—¿Por qué alguien tapiaría la entrada?
El pequeño se encogió de hombros y Nell añadió otra cosa a su lista mental de arreglos.
—Tal vez puedas decirme qué otras cosas le faltan —sugirió—. Habida cuenta de que no puedo verlo por mí misma. ¿Qué es lo que te trae hasta aquí?
—Es el lugar que prefiero de todo el mundo. —Christian parpadeó mirándola con sus honestos ojos pardos—. Me gusta sentarme dentro y hablar con mi mamá. A ella le gustaban los jardines, le gustaba, en particular, su jardín amurallado. Ella es quien me mostró cómo entrar, íbamos a tratar de arreglarlo. Pero enfermó.
Nell apretó los labios.
—Me vuelvo a Australia en un par de días, pero estaré de regreso en un mes o dos. Me pregunto si podrías echarle el ojo al jardín por mí, Christian.
Asintió serio.
—Puedo hacerlo.
—Me agradará saber que está en buenas manos.
Christian se enderezó.
—Y cuando regrese, la ayudaré a arreglarlo. Como está haciendo mi papá en el hotel.
Nell sonrió.
—Puede que te tome la palabra. No acepto ayuda de cualquiera, pero tengo la sensación de que, en tu caso, tú eres el hombre adecuado para este trabajo.
Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913
Rose se acomodó el chal sobre los hombros y cruzó los brazos para protegerse del frío que no se le iba. Cuando decidió buscar el calor del sol en el jardín, Eliza había sido la última persona a quien esperara ver. Mientras Rose se sentó tomando notas en su cuaderno, alzando la vista de vez en cuando para mirar a Ivory correteando y saltando en torno a las flores, no había habido indicación de que la paz de ese día iba a ser destruida tan espantosamente. Algún sentido peculiar había hecho que alzara la vista hacia las puertas del laberinto, y allí vio la imagen que heló la sangre de Rose. ¿Cómo había sabido Eliza que encontraría a Rose y a Ivory solas en el jardín? ¿Las había estado espiando, esperando a tener la ocasión de atrapar a Rose con la guardia baja? ¿Y por qué ahora? ¿Por qué después de tres años se había materializado ahora? Como un espectro de pesadilla cruzando el jardín, con un horrible paquete en la mano.
Rose miró de soslayo. Allí estaba, oculto tras un inocente disfraz. Pero no lo era. Rose lo sabía. No necesitaba mirar debajo de la envoltura de papel marrón para saber qué había debajo, un objeto representando un lugar, un tiempo, una unión que Rose quería olvidar por todos los medios.
Se agarró las faldas y volvió a alisarlas contra sus muslos, intentando crear cierta distancia entre ellas y el objeto.
Una bandada de estorninos levantó vuelo y Rose miró hacia el jardín de forma arriñonada. Mamá se acercaba, el nuevo perro,
Helmsley
, caminando a su lado. Una oleada de alivio dejó a Rose algo mareada. Mamá era el ancla de regreso al presente, a un mundo seguro en donde todo era como debía ser. Mientras Adeline se acercaba, Rose no pudo contener su ansiedad.
—Oh, mamá —exclamó exaltada—. Estuvo aquí, Eliza estuvo aquí.
—Lo vi todo por la ventana. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Escuchó la niña algo que no debiera?
Rose evocó el encuentro, pero la preocupación había conspirado con el miedo para confundir su memoria y no podía recordar con precisión las palabras dichas. Sacudió la cabeza con abatimiento.
—No lo sé.
Adeline miró el paquete, luego lo tomó del banco, con cuidado, como si estuviera caliente.
—No lo abras, mamá, por favor. No puedo tolerar verlo. —La voz de Rose era casi un susurro.
—¿Es…?
—Estoy casi segura de que sí. —Se llevó los dedos fríos a la mejilla—. Dijo que era para Ivory. —Rose miró a su madre y una fría oleada de pánico le brotó por debajo de la piel—. ¿Por qué lo traería, mamá? ¿Por qué? —Su madre apretó los labios—. ¿Qué quiere decir con ello?
—Creo que ha llegado el momento de que pongas cierta distancia entre tú y tu prima. —Adeline se sentó junto a Rose, y dejó el paquete sobre su regazo.
—¿Distancia, mamá? —Las mejillas de Rose se enfriaron, su voz se redujo a un susurro aterrado—. ¿No pensarás que ella pretende volver… ¿no volverá otra vez, verdad?
—Ella ha demostrado hoy que no tiene respeto por las reglas que han sido impuestas.
—Pero mamá, seguramente no pensarás que…
—Sólo pienso que quiero que tu presente bienestar continúe. —Mientras la hija de Rose jugueteaba al sol, Adeline se acercó inclinándose, tanto que Rose sintió su suave labio superior rozarle la oreja—. Debemos recordar, querida —susurró—, que un secreto nunca está a salvo cuando otros lo conocen.
Rose asintió levemente; su madre, por supuesto, tenía razón. Había sido una tontería pensar que todo continuaría indefinidamente.
Adeline se puso de pie y movió la mano, indicando a
Helmsley
que se sentara.
—Thomas está a punto de servir el almuerzo. No te retrases. No necesitas empeorar el día enfriándote. —Dejó el paquete en el banco y bajó la voz—. Y que Nathaniel se deshaga de eso.
* * *
Podían escucharse carreras por todas partes y Adeline hizo una mueca de disgusto. No importaba cuántas veces repitiera la gastada diatriba sobre las jóvenes señoritas y el comportamiento adecuado, la niña no aprendía. Era de esperar, por supuesto: no importaba las bellas envolturas con que Rose la cubriera, la niña no tenía clase, no había modo de escapar de ello. Las mejillas demasiado rosadas, la risa que se hacía eco por los pasillos, los rizos que escapaban de sus lazos, era lo menos parecida a Rose que se pudiera imaginar.
Y sin embargo, Rose adoraba a la niña. Por lo tanto, Adeline la había aceptado, había aprendido a sonreírle a la niña, a sostener su mirada impertinente, a tolerar sus ruidos. ¿Qué no haría Adeline por Rose que ya no hubiera hecho? Pero entendía también que era su deber mantener la mano firme y pronta, porque la niña necesitaría una guía firme si iba a escapar del abismo de su bajo nacimiento.
El círculo de quienes conocían la verdad era reducido y así debía permanecer: permitir que fuera de otro modo era invitar al terrible espectro del escándalo. Era por tanto imperativo que Mary y Eliza fueran controladas como correspondía.
Adeline se había preocupado al principio de que Rose no comprendiera, que la inocente niña se imaginara que todo podía continuar como antes. Pero en ese punto se había visto gratamente sorprendida. En el instante en que Ivory fue depositada en brazos de Rose, fue cuando se produjo un cambio en ella: fue invadida por un feroz deseo maternal de proteger a su hija. Rose había acordado con Adeline que tanto Mary como Eliza debían mantenerse a distancia: la suficiente distancia para evitar una presencia diaria, pero lo suficientemente próxima para asegurar que nadie divulgara lo que sabían sobre la niña de la mansión Blackhurst. Adeline había ayudado a Mary a adquirir una pequeña casa en Polperro, y Eliza había recibido la titularidad de la cabaña. Aunque una parte de Adeline se lamentaba de la permanente cercanía de Eliza, era el menor de los males, y la felicidad de Rose era lo principal.
Querida Rose. Se veía tan pálida, sentada sola en un banco del jardín. Apenas si había tocado su almuerzo, apenas removió el plato, de un lado a otro. Ahora descansaba, intentando impedir el retorno de una migraña que la había estado persiguiendo toda la semana.
Adeline abrió el puño que tenía cerrado sobre su regazo, y flexionó los dedos pensativamente. Había establecido las condiciones de modo perfectamente claro cuando todo fue arreglado: ninguna de las dos muchachas volvería a poner el pie en la propiedad de Blackhurst. La condición era sencilla, y hasta ese día las dos la habían cumplido. Las alas de protección se habían cerrado sobre el secreto y la vida en Blackhurst había adoptado un ritmo tranquilo.
¿En qué estaba pensando Eliza al romper ahora su palabra?
* * *
Al final, Nathaniel esperó hasta que Rose estuvo en cama dando reposo a sus nervios y Adeline fuera, de visita. De ese modo, razonó, ninguna sabría el método por el cual se aseguraba la continua ausencia de Eliza. Desde que escuchó lo que había sucedido, Nathaniel había estado meditando cómo solucionar las cosas. Ver a su esposa en semejante estado era un escalofriante recuerdo de que a pesar de la distancia recorrida, de la bendita mejora tras el nacimiento de Ivory, la otra Rose, preocupada, tensa, errática, nunca estaba demasiado oculta bajo la superficie. Supo al instante que debía hablar con Eliza. Hallar el modo de hacerle entender que nunca más podía regresar.
Había pasado cierto tiempo desde su última visita, y se había olvidado de lo oscuro que estaba el pasadizo entre las paredes de setos, el poco tiempo que permitían el paso de la luz solar. Avanzó cuidadosamente, intentando recordar cuándo girar. Un gran cambio desde la época, cuatro años antes, en que había corrido acalorado a través del laberinto en busca de sus bocetos. Había llegado a la cabaña, la sangre latiéndole, los hombros pesados por el ejercicio fuera de lo habitual, y había exigido que se los devolviera. Eran suyos, clamó, eran importantes para él, los necesitaba. Y entonces, cuando se le habían acabado las cosas que podía decir, se quedó plantado, recuperando el aliento, esperando que Eliza respondiera. No estaba seguro de lo que esperaba —una confesión, una disculpa, la entrega de los bosquejos, o quizá todo— pero ella no le dio nada. En cambio, lo sorprendió. Después de un momento que pasó examinándolo del modo en que uno haría con algo poco curioso, parpadeó con esos pálidos y cambiantes ojos que él deseaba dibujar y le preguntó si le gustaría contribuir con ilustraciones para un libro de cuentos de hadas…
Un ruido y el recuerdo se escabulló. Nathaniel sintió que el corazón se le detenía. Se volvió y miró a través del breve espacio a su espalda. Un solitario petirrojo parpadeó al mirarlo antes de levantar vuelo.
¿Por qué estaba tan nervioso? Tenía los nervios de un hombre culpable, un estado ridículo puesto que no había nada inapropiado en sus acciones. Intentaba sólo hablar con Eliza, pedirle que no cruzara las puertas del laberinto. Y su misión, después de todo, era por el bien de Rose: era la salud y el bienestar de su esposa lo que estaban en su mente.
Caminó más rápido, asegurándose de que estaba inventando peligros en donde no había ninguno. Su misión podía ser secreta, pero no era ilícita. Había una diferencia.
Había accedido a ilustrar el libro. ¿Cómo podía resistirse, y por qué habría de hacerlo? El dibujar era su más grande deseo, y el ilustrar los cuentos de hadas le permitía deslizarse en un mundo que no identificaba los particulares pesares de su propia vida. Había sido su tabla de salvación, un objetivo secreto que hacía que los largos días de pintar retratos fueran tolerables. En los encuentros con zoquetes acaudalados y con título, cuando Adeline lo alentaba a seguir una vez más y en donde se le demandaba que sonriera y actuara cordialmente como un perro entrenado, había alimentado el secreto conocimiento de que también estaba trayendo a la vida el mundo mágico de los cuentos de Eliza.
Nunca había tenido una copia terminada. La publicación se había demorado, por una u otra razón, y para cuando el libro fue finalmente impreso tenía muy claro que éste sería poco bienvenido en Blackhurst. Una vez, en los primeros días del proyecto, había cometido el grave error de mencionarle el libro a Rose. Había pensado que ella se alegraría, que apreciaría la unión de su marido y su más querida prima, pero se había equivocado. Su expresión fue tal que nunca la olvidaría, sorpresa y furia mezclada con el desamparo. La había traicionado, declaró, no la amaba, quería dejarla. Nathaniel no había sabido cómo comprender lo sucedido. Había hecho lo que siempre hacía en tales ocasiones, Tranquilizar a Rose y preguntarle si podía dibujar su retrato para su colección. Y mantuvo el proyecto para sí a partir de ese día. Pero no lo abandonó. No podía.
Después del nacimiento de Ivory, y la recuperación de Rose, las hebras de su vida se habían vuelto, lentamente, a trenzar. Era extraño el poder de un pequeño bebé para devolver la vida a un lugar, para retirar el negro velo que lo había cubierto todo: Rose, su matrimonio, la misma alma de Nathaniel. No había sido instantáneo, claro. Para empezar, en lo que concernía a la niña, Nathaniel había procedido con cautela, siguiendo los pasos de Rose, siempre cuidadoso ante la posibilidad de que los orígenes de la criatura resultaran un obstáculo infranqueable. Sólo cuando vio que ella amaba a la niña como a una hija, no como a una mascota, se permitió que los muros de su propio corazón se ablandaran. Permitió que la divina inocencia del bebé se filtrara en su espíritu cansado y herido, y abrazó la totalidad de su pequeña familia, la fuerza que ésta ganó al aumentar su número de dos a tres.
Y con el tiempo, se fue olvidando del libro y del placer que sus ilustraciones le habían dado. Dedicó su tiempo a seguir los pasos de la familia Mountrachet; ignoró la existencia de Eliza y, cuando Adeline le pidió que alterara el retrato de John Singer Sargent, aceptó de buena voluntad, aunque no feliz, el deshonor de retocar el trabajo del gran pintor. Le pareció que para entonces había cruzado ya los límites de tantos principios que alguna vez supuso inviolables, que uno más no haría daño…
Nathaniel llegó al claro en el centro del laberinto, y un par de pavos reales lo miraron brevemente antes de continuar su camino. Prosiguió con cuidado, a fin de evitar la argolla metálica que amenazaba con hacer tropezar a una persona, y luego entró por el angosto sendero que comenzaba el camino hacia el jardín oculto.
Nathaniel se quedó helado. Ramas que se rompían, pequeñas pisadas. Más pesadas que las que pertenecían a los pavos reales.
Se detuvo, volviéndose rápidamente. Entonces… un relámpago blanco. Algo lo estaba siguiendo.
—¿Quién es? —Su voz fue más áspera de lo que había esperado. Se obligó a mostrarse firme—. Insisto en que salga de su escondrijo.