El jardín olvidado (64 page)

Read El jardín olvidado Online

Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
12.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cassandra suspiró aliviada. Finalmente, la verdad.

—Lo sé —dijo, tomando las manos de Clara—. Nell era hija de Mary, el embarazo por el que la despidieron.

La expresión de Clara era difícil de interpretar. Miró a Christian y a Cassandra, la comisura de los párpados temblando leves, parpadeando confusa, y luego se echó a reír.

—¿Qué? —dijo Cassandra, con algo de alarma—. ¿Qué es tan gracioso? ¿Se siente bien?

—Mi madre estaba embarazada, eso es cierto, pero nunca tuvo el bebé. No entonces. Lo perdió alrededor de las doce semanas.

—¿Qué?

—Es lo que estoy tratando de decirle. Nell no era hija de madre, era hija de Eliza.

* * *

—Eliza estaba embarazada. —Cassandra se quitó la bufanda y la puso sobre el bolso, en el suelo del automóvil.

—Eliza estaba embarazada. —Christian golpeteó con sus manos enguantadas el volante del automóvil.

La calefacción del coche estaba encendida, el radiador zumbaba y hacía ruido mientras dejaban atrás Polperro. La niebla había caído mientras visitaban a Clara, y a lo largo del camino de la costa, los amortiguados faros de los barcos ondeaban con la fantasmal marea.

Cassandra miraba adelante, sin ver, su mente tan brumosa como el paisaje al otro lado de la ventanilla.

—Eliza estaba embarazada. Era la madre de Nell. Por eso se la llevó. —Tal vez si lo repitiera suficientes veces, tendría sentido.

—Así parece ser.

Reclinó la cabeza hacia un lado y se frotó el cuello.

—Pero no entiendo. Antes todo encajaba, cuando era Mary. Ahora que es Eliza… no puedo entender cómo Rose acabó quedándose con Ivory. ¿Por qué no se la quedó Eliza? ¿Y cómo nadie lo supo?

—Excepto Mary.

—Excepto Mary.

—Supongo que lo mantuvieron en silencio.

—¿La familia de Eliza?

Asintió.

—Era soltera, joven, sus tíos eran responsables, y ella termina embarazada. No se habría visto bien.

—¿Quién era el padre?

Christian se encogió de hombros.

—¿Algún hombre de la zona? ¿Tenía novio?

—No lo sé. Era amiga del hermano de Mary, William; eso dice el cuaderno de Nell. Fueron buenos amigos hasta que tuvieron una discusión por algo. Tal vez fue él.

—¿Quién sabe? Supongo que en verdad no importa. —La miró—. Quiero decir, importa, claro, para Nell y para ti, pero en lo que a la historia se refiere, todo lo que importa es que ella estaba embarazada y no Rose.

—Y convencieron a Eliza para que le entregara el bebé a Rose.

—Hubiera sido más sencillo para todos.

—Eso es discutible.

—Quiero decir, socialmente. Después, Rose murió…

—Y Eliza recuperó a su hija. Eso tiene sentido. —Cassandra miró la niebla que cubría los altos pastos junto a la carretera—. ¿Pero por qué no fue en el barco a Australia con Nell? ¿Por qué una mujer tomaría a su hija para luego enviarla en un largo y peligroso viaje a una tierra desconocida, sola? —Cassandra suspiró pesadamente—. Parece que, cuanto más nos acercamos, más se enreda la telaraña.

—Tal vez sí fue con la niña. Tal vez algo le pasó en el camino, alguna enfermedad o algo. Clara parece convencida de que se marchó.

—Pero Nell recuerda que Eliza la puso en el barco y le dijo que esperara, dejándola para no regresar. Era una de las pocas cosas de las cuales
estaba
segura. —Cassandra se mordió el pulgar—. Qué frustrante. Pensé que al obtener respuestas hoy se acabarían las preguntas.

—Una cosa es cierta, «El huevo de oro» no hablaba de Mary; Eliza lo escribió refiriéndose a sí misma. Ella era la dama en la cabaña.

—Pobre Eliza —dijo Cassandra, mientras el triste paisaje pasaba por la ventanilla—. La vida de la dama después que entrega su huevo es tan…

—Desolada.

—Sí. —Cassandra tembló. Entendía la pérdida de quien pierde su propósito, quedando más pálido, más ligero, más vacío—. No es sorprendente que recuperara nuevamente a Nell cuando tuvo la oportunidad. —¿Qué no daría Cassandra por una segunda oportunidad?

—Lo cual nos hace dar una vuelta completa: si recuperó a su hija, ¿por qué no fue con ella en el barco?

Cassandra sacudió la cabeza.

—No lo sé. No tiene sentido.

Pasaron junto al cartel que les daba la bienvenida a Tregenna y Christian salió de la ruta principal.

—¿Sabes qué me parece?

—¿Qué? —dijo Cassandra.

—Que deberíamos almorzar algo en el pub, y hablar un poco más del asunto. Ver si podemos encontrarle respuesta. Estoy seguro de que la cerveza nos ayudará.

Cassandra sonrió.

—Sí, suelo notar que la cerveza es lo que hace que mi mente sea más flexible. ¿Te parece bien si antes pasamos por el hotel para coger mi chaqueta?

Christian tomó la ruta por los bosques y dobló en la entrada al hotel Blackhurst. La niebla acechaba inmóvil y húmeda en las acequias del camino, y condujo con cuidado.

—Vuelvo en un segundo —dijo Cassandra, cerrando la portezuela al bajar. Subió a la carrera las escaleras, hasta llegar al vestíbulo—. Hola, Sam —dijo, saludando a la recepcionista.

—Oye, Cass. Hay alguien aquí que quiere verte.

Cassandra se detuvo a medio subir.

—Robyn Jameson ha estado esperando en la sala desde hace una media hora o poco menos.

Cassandra miró hacia fuera. Christian concentraba su atención en sintonizar la radio del automóvil. No le importaría esperar un minuto más. A Cassandra no se le ocurría qué podía querer decirle Robyn, pero se imaginaba que no llevaría mucho tiempo.

—Bueno, hola —dijo Robyn, cuando vio a Cassandra acercarse—. Un pajarito me ha dicho que has pasado la mañana conversando con Clara, mi prima segunda.

La red de información del condado era impresionante.

—Es verdad.

—Espero que hayas pasado un buen rato.

—Así fue, gracias. Espero que no hayas esperado demasiado.

—Para nada. Tengo algo para ti. Supongo que podría haberlo dejado sobre tu escritorio, pero pensé que sería necesaria una pequeña explicación.

Cassandra alzó las cejas mientras Robyn continuaba.

—Fui a visitar a mi padre durante el fin de semana, en el geriátrico. Le gusta escuchar todas las noticias sobre el pueblo; una vez fue cartero, ¿sabes? Y resulta que le mencioné que estabas aquí, restaurando la cabaña que tu abuela te legó, en la cima del acantilado. Él me miró del modo más peculiar. Puede que sea viejo, pero es agudo como un alfiler, al igual que su padre antes que él. Me tomó del brazo y me dijo que había una carta que debía entregarte.

—¿A mí?

—En verdad a tu abuela, pero viendo que ella ya no está con nosotros, a ti.

—¿Qué tipo de carta?

—Cuando tu abuela se fue de Tregenna, fue a ver a mi padre. Le dijo que regresaría para ocupar la Cabaña del Acantilado, y le pidió que le guardara la correspondencia. Él dijo que había sido muy clara al respecto, así que, cuando le llegó una carta, hizo como le pidió y la guardó en el correo. Cada tantos meses, la llevaba colina arriba, pero la cabaña estaba siempre desierta. Crecieron los setos, se asentó el polvo, y el lugar fue pareciendo cada vez menos habitado. Al final, dejó de ir. Sus rodillas comenzaron a causarle problemas y asumió que tu abuela iría a verlo cuando regresara. En general, la habría enviado de vuelta al remitente, pero tu abuela había sido muy precisa, así que guardó la carta todo este tiempo.

Me dijo que tenía que ir al sótano donde están guardadas todas las cosas y que sacara la caja de cartas perdidas. Que entre ellas encontraría una dirigida a Nell Andrews, Posada Tregenna, recibida en noviembre de 1975. Y tenía razón. Ahí estaba.

Buscó en su cartera, sacó un pequeño sobre gris y se lo dio a Cassandra. El papel era barato, casi tan delgado que era transparente. Estaba escrito con una caligrafía antigua, bastante enrevesada, dirigida a un hotel en Londres y luego redirigida a la Posada Tregenna. Cassandra miró el remitente.

Allí, con la misma letra, estaba escrito: «Remitente: Señorita Harriet Swindell, 37 Battersea Church, Londres, SW11».

Cassandra recordaba la anotación en el cuaderno de Nell. Harriet Swindell era la mujer a la que había visitado en Londres, la anciana que había nacido y crecido en la misma casa que Eliza. ¿Por qué le había escrito a Nell?

Con dedos temblorosos, Cassandra abrió el sobre. El delgado papel se rasgó delicadamente. Desdobló la carta y comenzó a leer.

3 de noviembre de 1975

Querida señora Andrews,

Bueno, no me importa decirle que desde que me visitó, preguntándome por la dama de los cuentos de hadas, no he pensado en otra cosa. Ya verá cómo le sucederá a usted lo mismo cuando llegue a mis años: el pasado se convierte en una especie de viejo amigo. Del tipo que llega sin avisar y se niega a marcharse. ¿Sabe?, me acuerdo de ella, la recuerdo bien, sólo que usted me cogió por sorpresa con su visita, apareciendo a la puerta de casa justo a la hora del té. No estaba segura de si me sentía con ganas de hablar de los viejos tiempos con una desconocida. Mi sobrina Nancy me dice que debo hacerlo, que todo pasó hace tanto tiempo que casi ya no importa, así que he decidido escribirle, tal como me pidió. Porque Eliza Makepeace regresó para visitar a mi madre. Sólo una vez, cierto, pero la recuerdo bien. Entonces yo tenía dieciséis años, y así es como sé que tiene que haber sido por 1913.

Recuerdo que pensé que había algo extraño en ella desde el principio. Puede que tuviera las ropas caras de una dama, pero había algo en ella que no terminaba de encajar. Mejor dicho, había algo en ella que

encajaba con nosotros en el 35 de Battersea Church. Algo que la diferenciaba de las otras damas que podían verse por la calle en aquel entonces. Ella entró en el negocio, un tanto agitada, me pareció, como si estuviera apurada y no quisiera ser vista. Medio sospechosa. Saludó con un gesto de cabeza a mi madre, como si ambas se conocieran, y Madre, por su lado, le sonrió, una imagen que no vi muchas veces. Quienquiera que fuera esa dama, pensé para mí, madre debe saber que puede ganarse una libra con su trato.

Su voz, cuando habló, era clara y musical. Esa fue la primera señal que tuve de que tal vez la hubiera conocido de antes. Era de alguna manera familiar. Era una voz de esas que los niños desean escuchar, que habla de hadas y genios y no deja duda de que es todo verdadero.

Le agradeció a Madre que la recibiera y dijo que se marchaba de Inglaterra y que no regresaría por algunos años. Recuerdo que tenía muchos deseos de subir a ver el cuarto en el que había vivido, una horrible habitación en lo más alto de la casa. Era gélida, con una chimenea que no funcionaba, y oscura, sin una ventana. Pero dijo que era por los viejos tiempos.

Sucedió que en esa época Madre no tenía inquilino —una desagradable disputa sobre alquileres pendientes—, así que no puso pegas a que la dama la viera. Le dijo que subiera y se tomara su tiempo, incluso puso la tetera al fuego. Tan inusual en ella como pudiera imaginarse.

Madre la miró mientras subía las escaleras, luego me llamó deprisa. Sube tras ella, dijo, y asegúrate de que no baje demasiado pronto. Estaba habituada a las órdenes de Madre, y a sus castigos si desobedecía, así que hice lo que me pidió y seguí a la dama escaleras arriba.

Para cuando llegué al descanso, había cerrado la puerta del cuarto a su paso. Podía haberme sentado en donde estaba y asegurarme de que no decidiera bajar demasiado pronto, pero era curiosa. No podía, ni aunque me fuera la vida, imaginar por qué había cerrado la puerta. Como dije, no había ventanas en ese cuarto, y la puerta era la única manera de que entrara luz.

Había un agujero en la base de la puerta, carcomida por las ratas, así que me acosté en el suelo lo más pegada que pude, y la observé. Observé mientras permanecía de pie en medio del cuarto, girando para verlo todo, y observé cuando se dirigió hacia la vieja y rota chimenea. Se sentó en el borde, y con un brazo revisó su interior, y luego se sentó lo que pareció una eternidad. Por fin, retiró el brazo, y en sus manos tenía un tarro de arcilla. Debí de hacer un ruido en ese momento —estaba sorprendida— porque ella alzó la vista, con los ojos abiertos, enormes. Contuve la respiración y tras un momento ella volvió a concentrarse en el tarro, lo sostuvo contra su oreja y lo sacudió levemente. Pude ver por su expresión que se sentía feliz con lo que escuchaba. Después se lo guardó en un bolsillo especial que tenía cosido a su vestido y comenzó a avanzar hacia la puerta.

Me apresuré a bajar y le dije a Madre que ella venía. Me sorprendió ver que Tom, mi hermano menor, estaba de pie junto a la puerta, respirando agitado, como si hubiera corrido una gran distancia, pero no tuve tiempo de preguntarle adonde había ido. Madre estaba observando las escaleras, por lo que hice lo mismo. La dama descendió, le agradeció que la hubiera dejado mirar y le dijo que no podía quedarse a tomar el té, porque tenía poco tiempo.

Entonces, al llegar abajo, vi que había un hombre de pie en las sombras, a un lado de la escalera. Un hombre con graciosos anteojos, de los que no tienen patillas, sólo un pequeño puente que pellizca la nariz. Estaba sosteniendo una esponja en la mano, y cuando ella llegó al pie de la escalera la apretó contra su nariz y ella cayó al instante, en sus brazos. Debí de gritar entonces, porque recibí una bofetada de Madre.

El hombre me ignoró y arrastró a la dama hacia la puerta. Con la ayuda de Padre la alzó hasta el carruaje, se despidió, le entregó a Madre un sobre que sacó de su chaqueta y se fue.

Me gané un tirón de orejas, más tarde, cuando le conté a Madre lo que había visto. Por qué no me lo dijiste, niña tonta, me regañó. Podía haber sido algo de valor. Podíamos habérnoslo quedado por nuestros esfuerzos. De nada hubiera servido que le recordara que el hombre de los caballos negros ya le había pagado muy bien por la dama. En lo que a Madre se refiere, nunca se tenía suficiente dinero.

No volví a ver a la dama, y no sé qué pasó con ella después de que nos dejara. Siempre estaba pasando algo en nuestro rincón junto al río, cosas que no vale la pena recordar.

No sé cuánto le ayudará esta carta con su investigación, pero Nancy dice que daba lo mismo que se lo dijera como que no. Así que lo hice. Espero que encuentre lo que está buscando.

Suya,

Señorita Harriet Swindell

Capítulo 47

Brisbane, Australia, 1976

Other books

The Ringed Castle by Dorothy Dunnett
The Silver Sun by Nancy Springer
Year of the Dog by Shelby Hearon
Mad Powers (Tapped In) by Mark Wayne McGinnis
Destined for Doon by Carey Corp
The War Machine: Crisis of Empire III by David Drake, Roger MacBride Allen
We Will Hunt Together by J. Hepburn