—Házmelo saber en cuanto tomes una decisión —dijo lacónicamente.
Durante una semana o dos, estuve segura de que iba a abandonar la idea. Lenta, muy lentamente, una aparente alegría regresó a nuestra pequeña familia. La noche siguiente a que terminara mi período menstrual, Richard y yo hicimos e) amor dos veces, por primera vez en un año. Pareció estar sumamente complacido y estuvo muy locuaz cuando nos mimamos después del segundo contacto sexual.
—Debo decir que, por un momento, estuve realmente preocupado —dijo—. La idea de que tengas relaciones sexuales con Michael, aun por motivos supuestamente lógicos, me estaba volviendo loco. Sé que no tiene mucho de racional pero tenía un miedo terrible de que eso te pudiera gustar… ¿entiendes?… y de que, de alguna manera, nuestra relación se pudiera ver afectada.
Era evidente que Richard estaba suponiendo que yo no iba a intentar otra vez quedar embarazada de Michael. No discutí con él esa noche porque yo también estaba momentáneamente complacida. Sin embargo, pocos días después, cuando empecé a leer sobre impotencia en mis libros de medicina, me di cuenta de que todavía estaba decidida a seguir adelante con mi plan.
Durante la semana previa a que volviera a ovular, Richard estuvo ocupado elaborando su vino, quizá, catándolo un poco más a menudo que lo necesario: más de una vez estuvo un poco ebrio antes de la cena y creó robotitos tomados de los personajes de Samuel Beckett. Mi atención se centraba en la impotencia. Mi plan de estudios en la facultad de Medicina había pasado por alto el tema y, dado que mi experiencia sexual ha sido relativamente limitada, nunca antes me vi enfrentada a esa enfermedad. Quedé sorprendida al enterarme de que la impotencia es un mal extremadamente habitual, primordialmente psicológico pero, muy frecuentemente, con un componente físico agravante. Existen muchas pautas de tratamiento bien definidas, las que se concentran en reducir la “angustia del rendimiento” en el hombre.
Una mañana, Richard me vio preparando mi orina para las pruebas de ovulación. No dijo nada pero por su gesto me pude dar cuenta de que se sentía herido y decepcionado. Quise tranquilizarlo, pero las niñas estaban en la sala y tuve miedo de que pudiera producirse una escena.
No le dije a Michael que íbamos a hacer un segundo intento. Pensé que su ansiedad se reduciría si no tuviera tiempo de pensar en eso. Mi plan casi funcionó: fui con Michael a su habitación, después de que acostamos a las niñas a dormir, y le expliqué lo que estaba ocurriendo, mientras nos desvestíamos. Comenzó a tener una erección y, a pesar de sus leves protestas, me moví con rapidez para mantenerla. Estoy segura de que habríamos tenido éxito si Katie no hubiera empezado a gritar «mamita, mamita», justo cuando estábamos listos para empezar el contacto sexual.
Naturalmente, dejé a Michael y salí corriendo por el pasillo hasta el cuarto de las niñas. Richard ya estaba allí: estaba sosteniendo a Katie en brazos; Simone estaba sentada en su estera, y se frotaba los ojos. Los tres miraron fijamente mi cuerpo desnudo, recortado en la puerta.
—Tuve un sueño terrible —dijo Katie, abrazándose fuertemente a Richard—. Una octoaraña me estaba comiendo. Entré en la habitación.
—¿Te sientes mejor ahora? pregunté, extendiendo los brazos para tomar a Katie. Richard siguió sosteniéndola y ella no hizo el menor esfuerzo por venir a mí. Después de un incomodo instante fui hacia Simone y le pasé el brazo por los hombros.
—¿Dónde está tu pijama, mamá? —preguntó mi hija de cuatro años. La mayor parte del tiempo, tanto Richard como yo dormimos en la versión ramana de los pijamas. Las niñas están bastante acostumbradas a mi cuerpo desnudo (las tres nos bañamos juntas, todos los días), pero a la noche, cuando vengo a la sala donde ellas duermen, casi siempre llevo puesto mi pijama.
Iba a darle a Simone una respuesta cualquiera, cuando advertí que también Richard me estaba mirando. Su mirada era decididamente hostil.
—Me puedo hacer cargo de las cosas aquí —dijo en tono áspero—. ¿Por qué no terminas lo que estabas haciendo?
Regresé a donde estaba Michael para intentar, una vez más, lograr el contacto sexual y la concepción. Fue una mala decisión. Durante algunos minutos hice un fútil intento por excitar a Michael pero él me apartó la mano con fuerza.
—Es inútil —dijo—. Tengo casi sesenta y tres años y no he tenido contactos sexuales durante cinco. Nunca me masturbo y trato firmemente de no pensar en el sexo. Mi erección anterior no fue más que un golpe temporal de suerte —permaneció en silencio durante cerca de un minuto—. Lo siento, Nicole —agregó después—, pero no va a resultar.
Nos quedamos acostados en silencio, uno junto al otro, durante varios minutos. Me estaba vistiendo y preparando para salir, cuando advertí que Michael había entrado en la fase de respiración rítmica que precede al sueño. Súbitamente recordé, por mis lecturas, que los hombres que padecen impotencia psicológica a menudo tienen erecciones durante el sueño y mi mente improvisó otra idea alocada. Me quedé acostada junto a Michael, despierta, durante un rato largo, para estar segura de que se encontraba en la etapa de sueño profundo. Lo acaricié muy suavemente al principio. Me encantó ver que respondía con mucha rapidez. Después de un rato, aumenté ligeramente el vigor de mi masaje pero tuve mucho cuidado de no despertarlo. Cuando estuvo decididamente listo me preparé y me coloqué encima de él. Me encontraba a nada más que unos instantes de lograr el contacto sexual, cuando lo empujé con demasiada brusquedad y se despertó. Traté de continuar pero, en mi prisa debí de haberlo lastimado pues lanzó un grito y me miró con ojos enloquecidos, sobresaltados. Al cabo de unos segundos, su erección desapareció.
Rodé hasta quedar de espaldas y exhalé un profundo suspiro. Estaba terriblemente decepcionada. Michael me hacía preguntas, pero estaba demasiado perturbada como para responder. Las lágrimas afluían a mis ojos. Me vestí a toda velocidad, le di un leve beso en la frente y salí a los tropezones hacia el corredor. Me quedé ahí durante otros cinco minutos antes de tener la fuerza para regresar a donde estaba Richard.
Mi marido todavía estaba trabajando, de rodillas al lado de Pozzo de Esperando a Godot. El robotito se encontraba en medio de uno de sus largos y divagantes discursos sobre la inutilidad de todo. Al principio, Richard me ignoró. Después, una vez que hizo callar a Pozzo, se dio vuelta.
—¿Crees que te tomaste suficiente tiempo? —preguntó con sarcasmo.
—Nuevamente no funcionó —respondí abatida—. Creo…
—¡No me vengas con esa mierda! —gritó súbitamente Richard con ira—. No soy tan estúpido. ¿Esperas que crea que pasaste dos horas desnuda con él y nada ocurrió? Sé sobre mujeres. Piensas que…
No recuerdo el resto de lo que dijo. En cambio recuerdo el terror que experimenté cuando avanzó hacia mí, los ojos llenos de ira. Pensé que me iba a pegar y me preparé. Las lágrimas fluían incesantemente de mis ojos y rodaban por las mejillas. Richard lanzó insultos horribles y hasta dijo una calumnia racista. Estaba enloquecido. Cuando alzó su brazo, presa de la furia salí como un rayo de la habitación y corrí por el pasillo hacia las escaleras que llevaban a Nueva York. Casi atropello a la pequeña Katie que había despertado por el griterío y que estaba de pie, pasmada, en la puerta de su habitación.
Había luz en Rama. Caminé por ahí, llorando en forma intermitente, durante más de una hora. Estaba furiosa con Richard pero también me sentía profundamente desdichada conmigo misma. En su enojo, Richard había dicho que yo estaba obsesionada con mi idea y que no era más que una “excusa astuta” para tener relaciones sexuales con Michael, de modo que yo pudiera ser la “abeja reina de la colmena”. Yo no había respondido a ninguno de sus desvaríos. ¿Había una pizca, siquiera, de verdad en sus acusaciones? ¿Algo de mi interés en el proyecto era el deseo que tenía de mantener relaciones sexuales con Michael?
Me convencí de que todas mis motivaciones habían sido adecuadas, más allá de lo que significaran, pero que había sido increíblemente estúpida respecto de todo este asunto desde el mismísimo comienzo: yo, justamente yo, debí haber sabido que lo que estaba sugiriendo era imposible. Por cierto, después de que vi la reacción inicial de Richard (y la de Michael también, por supuesto) debí haber olvidado la idea de inmediato. Quizá, Richard tenía razón en algunos aspectos. Quizá soy obcecada, hasta obsesiva, con la idea de darle la máxima variación genética a nuestra descendencia. Pero sé, con absoluta certeza, que no urdí todo el asunto nada más que para tener relaciones sexuales con Michael.
Nuestra habitación ya estaba oscura cuando regresé. Me puse el pijama y me dejé caer, exhausta, en mi estera. Después de algunos segundos, Richard se dio vuelta y me abrazó con mucha fuerza.
—Mi querida Nicole, lo lamento tanto, pero tanto. Por favor, perdóname —dijo.
Desde ese entonces, no he oído su voz: hace ya seis días que se fue. Esa noche dormí profundamente sin darme cuenta de que Richard estaba empacando sus cosas y dejándome una nota. A las siete de la mañana sonó una chicharra. Había un mensaje que llenaba la pantalla negra. Decía: «Para Nicole des Jardins únicamente - Apretar K cuando desee leer». Las niñas todavía no se habían despertado por lo que apreté el botón K en el teclado:
Mi amada Nicole:
Esta es la carta más difícil que haya escrito alguna vez en toda mi vida. Los estoy dejando temporalmente a ti y a la familia. Sé que esto va a causar enormes penurias en ti, Michael y las niñas pero, créeme, es la única manera. Tengo claro que no existe otra solución.
Mi adorada, te amo con todo mi corazón y sé, cuando mi cerebro es el que controla mis emociones, que lo que estás tratando de hacer es por el exclusivo bienestar de la familia. Me arrepiento por las acusaciones que le hice anoche. Me siento aún peor por los insultos que grité, especialmente los epítetos raciales y mi uso frecuente de la palabra 'puta'. Espero que puedas perdonarme, aun cuando no estoy seguro de que yo me pueda perdonar a mí mismo, y recordaré el amor que siento por ti en lugar de mi ira demente y desenfrenada.
Los celos son algo terrible. Decir que contaminan la carne de la que se alimentan es minimizar la realidad: los celos consumen por completo, son totalmente irracionales y absolutamente extenuantes. Las personas más maravillosas del mundo quedan reducidas a animales violentos cuando se ven atrapadas en las agonías de los celos.
Nicole, querida, no te dije toda la verdad del fin de mi matrimonio con Sarah. Durante meses sospeché que se veía con otros hombres en esas noches que pasaba en Londres. Hubo muchos indicios delatores: su desparejo interés por el sexo, ropas nuevas que nunca llevaba conmigo, la súbita fascinación con nuevas posiciones o prácticas sexuales diferentes, llamadas telefónicas en las que nadie contestaba. La amaba con tanta locura y estaba tan seguro de que nuestro matrimonio se terminaría si la enfrentaba, que no hice nada basta que me puse furioso por mis celos.
En realidad, cuando estaba acostado en mi cama en Cambridge e imaginaba a Sarah manteniendo relaciones sexuales con otro hombre, mis celos se volvían tan fuertes que no podía dormirme hasta que no imaginaba a Sarah muerta. Cuando la señora Sinclair me llamó esa noche, y supe que ya no podía simular que Sarah me era fiel, fui a Londres con la expresa intención de matarlos a ella y a su amante.
Por suerte, no tenía un arma y mi furia al verlos juntos me hizo olvidar el cuchillo que me había puesto en el bolsillo del sobretodo. Pero, sin lugar a dudas, los habría matado si la reyerta no hubiera despertado a los vecinos, que me contuvieron.
Puede que te estés preguntando qué tiene todo esto que ver contigo. Verás, amor mío, cada uno de nosotros desarrolla pautas definitivas de comportamiento en su vida. Mis celos dementes ya existían antes de conocerte. Durante las dos veces que intentaste tener contacto intimo con Michael, no pude impedir que volvieran a mi mente los recuerdos de Sarah. Sé que no eres Sarah y que no me estás engañando pero, de todos modos, mis emociones regresan de esa misma forma lunática De un modo muy extraño, porque la idea de que me traiciones me resulta muy difícil de concebir, me siento peor, más asustado cuando estás con Michael que cuando Sarah estaba con Hugh Sinclair o con cualquiera de sus amigos actores.
Espero que algo de esto tenga sentido. Te dejo porque no puedo controlar mis celos, aun cuando reconozco que son irracionales. No quiero convertirme en lo que fue mi padre, tratando de calmar mis desdichas y arruinando la vida de todos los que me rodean. Percibo que vas a conseguir la concepción, de un modo o de otro, y preferiría ahorrarte mi mal comportamiento durante el proceso.
Espero volver pronto, a menos que me tope con peligros imprevistos en mis exploraciones, pero no sé exactamente cuándo. Necesito un período de cicatrización, de modo de poder ser, otra vez, alguien que colabore eficazmente con nuestra familia. Diles a las niñas que salí de viaje. Sé bondadosa, especialmente con Katie. Ella es la que más me va a extrañar.
Te amo, Nicole. Sé que va a serte difícil entender por qué me voy pero, por favor, inténtalo.
Richard.
13 de mayo de 2205
Hoy pasé cinco horas en la superficie, en Nueva York, buscando a Richard. Fui a los pozos, a las dos murallas, a las tres plazas. Caminé por el perímetro de la isla, a lo largo de los terraplenes. Sacudí la red en la guarida de las octoarañas y bajé por poco tiempo hacia la tierra de los avianos. En todas partes grité su nombre. Recuerdo que, cinco años atrás, me encontró debido a la baliza de navegación que había colocado en su robot shakespeareano, el Príncipe Hal. Hoy pude haber utilizado una baliza.
No había señales de Richard por ninguna parte. Creo que dejó la isla. Richard es un excelente nadador y fácilmente pudo haber llegado hasta el Hemicilíndro Norte, pero ¿qué hay respecto de los extraños seres que pueblan el Mar Cilíndrico? ¿Lo dejaron cruzar?
Vuelve, Richard. Te extraño. Te amo.
Es evidente que hacía varios días que había estado pensando en partir: había actualizado y dispuesto nuestro catálogo de interacciones con los ramones, de manera de hacer las cosas lo más fáciles posible para Michael y para mí. Se llevó la mochila más grande que teníamos y a su mejor amigo, ib, pero abandonó los robots de Beckett.
Las comidas en familia han sido un asunto horrendo desde que Richard se fue: Katie está casi siempre enojada, quiere saber cuándo volverá su papito y por qué se fue por tanto tiempo. Michael y Simone soportan su pena en silencio: su vínculo sigue profundizándose… parecen tener la capacidad de consolarse el uno al otro bastante bien. Por mi parte, he tratado de prestarle más atención a Katie, pero no soy sustituto de su adorado papito.