Una tarde del mes pasado, Richard proyectó en la pantalla negra la información proveniente de un telescopio externo ramano. Esta información incluía nuestro Sol y otras mil estrellas dentro del campo visual. El Sol era el más brillante de los objetos pero sólo apenas. Richard nos recordó a Michael y a mí que ya nos encontramos a más de doce mil millones de kilómetros de distancia de nuestro oceánico planeta natal, que está en una órbita próxima alrededor de esa insignificante estrella lejana.
Más tarde, al atardecer, miramos
La Reina Eleanor
: una de las casi treinta películas que originariamente se transportaban a bordo de la
Newton
para entretener a la tripulación de cosmonautas. La película se basaba, en forma muy libre, en las exitosas novelas que mi padre había escrito sobre Eleanor de Aquitania, y se filmó en muchos de los sitios que yo había visitado con mi padre cuando era una adolescente. Las escenas finales de la película, que mostraban los años previos a la muerte de Eleanor, tenían lugar en L'Abbaye de Fontevrault. Recuerdo que tenía catorce años y estaba parada en la abadía, al lado de mi padre, frente a la efigie tallada de Eleanor. Mis manos temblaban de emoción mientras aferraba las de él.
—Fuiste una gran mujer —dije, en una ocasión, al espíritu de la reina que había dominado la historia del siglo XII en Francia e Inglaterra. Ofreciste un ejemplo para que yo lo siga. No te voy a decepcionar.
Esa noche, después de que Richard se durmió y mientras Katie estaba temporalmente tranquila, volví a pensar en ese día y sentí una profunda pena, una sensación de pérdida que no podía expresar del todo. La yuxtaposición del Sol que se retiraba y la imagen de mí misma como adolescente, haciéndole temerarias promesas a una reina que hacía mil años que había muerto, me hizo recordar que todo lo que yo había conocido antes de Rama, se acabó. Mis dos nuevas hijas no verán ninguno de los sitios que significaron tanto para mí y para Genevieve; nunca conocerán el aroma del césped recién cortado en la primavera, la belleza radiante de las flores, el canto de los pájaros, o la gloria de la Luna llena que sube sobre el océano. No conocerán el planeta Tierra o a ninguno de sus habitantes salvo por esta heterogénea tripulación a la que van a llamar familia, una pobre representación de la desbordante vida que había en un planeta bendecido.
Esa noche lloré en silencio durante varios minutos y sabía, mientras lloraba, que a la mañana volvería a tener en la cara un gesto optimista. Después de todo, podría haber sido mucho peor. Tenemos los elementos esenciales: alimento, agua, refugio, ropa, buena salud, compañía y, por supuesto, amor. El amor es el ingrediente más importante para la felicidad de cualquier forma de vida humana, ya sea en la Tierra o en Rama. Si Simone y Katie aprenden nada más que sobre el amor que había en el mundo que hemos dejado atrás, va a ser suficiente.
1 de abril de 2204
Hoy fue un día fuera de lo común en todo sentido. Primero, anuncié, en cuanto todo el mundo estuvo despierto, que íbamos a dedicar el día a la memoria de Eleanor de Aquitania que murió, si los historiadores no se equivocan y si nosotros hemos seguido adecuadamente el almanaque, hace exactamente mil años. Para regocijo mío, toda la familia apoyó la idea y tamo Richard como Michael se ofrecieron de inmediato para ayudar con las festividades. Michael, quien había reemplazado la unidad de historia del arte por la de cocina, sugirió que él iba a preparar una combinación especial de desayuno y almuerzo medieval, en honor a la Reina, Richard salió como un relámpago con EB, susurrándome que el robotito iba a regresar como Enrique Plantagenet.
Yo había desarrollado una pequeña lección de historia para presentarle a Simone a Eleanor y el inundo del siglo XII. La niña mostró un interés insólito. Hasta Katie, que nunca permanece sentada tranquila durante más de cinco minutos, cooperó y no nos interrumpió; jugó en silencio con sus juguetes durante la mayor parte de la mañana. Al final de la lección, Simone me preguntó por qué había muerto la reina Eleanor. Cuando le respondí que la Reina había muerto porque era muy anciana, mi hija de tres años preguntó, entonces, si la reina Eleanor había “ido al cielo”.
—¿De dónde sacaste esa idea? —le pregunté a Simone.
—Del tío Michael —contestó—. Él me dijo que la gente buena va al cielo cuando muere, y la gente mala va al infierno.
—Algunas personas creen que existe un cielo —dije, después de detenerme un momento para reflexionar—; otras creen en lo que se denomina reencarnación: la gente regresa y vuelve a vivir como una persona diferente o, inclusive, como un animal. También existe la gente que cree que nuestra existencia es un milagro finito, con un comienzo y un final específicos, y que termina con la muerte de cada individuo particular, único. —Sonreí y le acaricié la cabeza.
—¿En qué crees tú, mamá? —preguntó, entonces, mi hija.
Sentí algo muy próximo al pánico. Contemporicé con unos pocos comentarios mientras trataba de resolver qué le contestaba. Un verso proveniente de mi poema favorito de T. S. Elliot, “para guiarte a una pregunta avasalladora”, pasó como un relámpago por mi mente. Por suerte, me salvó.
—Salud, joven dama —dijo el robotito EB, vestido en lo que se suponía que eran ropajes medievales de montar, quien entró en la sala para informarle a Simone que él era Enrique Plantagenet, Rey de Inglaterra, y marido de la reina Eleanor. La carita de Simone se iluminó con una sonrisa. Katie alzó la cabeza y sonrió también.
—La Reina y yo hemos erigido un grandioso imperio —dijo el robot, haciendo un gesto expansivo con sus bracitos— que, finalmente, abarcó toda Inglaterra, Escocia, Irlanda, Gales y la mitad de lo que es hoy Francia. —EB recitó, con brío, una clase preparada. Simone y Katie se divertían con sus guiños y gestos de las manos. Después, buscó en su faltriquera y extrajo un cuchillo y un tenedor en miniatura y afirmó que había presentado el concepto de los utensilios para comer a los “bárbaros ingleses”.
—¿Pero por qué pusiste en prisión a la reina Eleanor? —preguntó Simone después de que el robot terminó. Sonreí. En verdad, le había prestado atención a la lección de historia. La cabeza del robot giró en dirección a Richard. Richard alzó un dedo indicando una breve pausa y salió a la carrera hacia el corredor. En menos de un minuto EB regresó transformado en Enrique II. El robot se dirigió hacia Simone.
—Me enamoré de otra mujer —dijo—, y la reina Eleanor estaba enojada. Para desquitarse, puso a mis hijos en mi contra…
Richard y yo acabábamos de iniciar una suave discusión sobre las
verdaderas
razones por las que Enrique había puesto en prisión a Eleanor (muchas veces descubrimos que cada uno aprendió una versión diferente de la historia anglofrancesa), cuando oímos un chillido lejano pero inconfundible. Al cabo de unos instantes, los cinco estuvimos en la parte superior. El chillido se repitió.
Miramos hacia lo alto, hacia el cielo que estaba por encima nuestro. Un ave solitaria volaba y describía un amplio patrón de desplazamiento, a cientos de metros de la parte más alta de los rascacielos. Nos apresuramos a llegar a los terraplenes, junto al Mar Cilíndrico, para poder tener una mejor vista. Una vez, dos veces, tres veces, la gran criatura voló alrededor del perímetro de la isla. Al final de cada giro, el aviano emitió un único chillido prolongado. Richard agitó los brazos y gritó durante todo el vuelo, pero no dio señales de advertir su presencia.
Después de alrededor de una hora, las niñas se pusieron inquietas. Estuvimos de acuerdo en que Michael las llevara de vuelta al túnel mientras que Richard y yo permaneceríamos siempre que hubiese alguna posibilidad de establecer contacto. El pájaro continuaba volando según el mismo patrón de desplazamiento.
—¿Crees que está buscando algo? —le pregunté a Richard.
—No lo sé —respondió, volviendo a gritar y agitando los brazos al aviano que estaba en el punto de giro más próximo a nosotros. Esta vez el aviano alteró el curso, dibujando largos y garbosos arcos en su descenso helicoidal. A medida que se acercaba, Richard y yo pudimos ver su panza aterciopelada de color gris y los dos anillos color rojo cereza, brillantes, alrededor del cuello.
—Es nuestro amigo —le susurré a Richard, recordando al líder aviano que había aceptado transportarnos a través del Mar Cilíndrico, cuatro años atrás.
Pero este aviano no era el ser saludable, robusto que había volado en el centre de la formación cuando nos escapamos de Nueva York. Este pájaro estaba flaco y consumido; su piel aterciopelada, sucia y desgreñada.
—Está enfermo —dijo Richard, cuando el pájaro aterrizó a unos veinte metros de nosotros.
El aviano parloteó algo con suavidad y movió la cabeza nervioso, haciéndola girar con movimientos leves y convulsivos, como si estuviera esperando más compañía Richard se acercó, pero el pájaro arqueó las alas, las agitó y retrocedió algunos metros.
—¿Qué alimento tenemos a mano que, desde el punto de vista químico, se parezca más al melón maná? —preguntó Richard en voz baja.
—No tenemos ningún alimento salvo el pollo de anoche. Espera —dije, interrumpiéndome a mí misma—, sí, tenemos esa bebida verde que les gusta a los niños. Tiene el aspecto del líquido que hay en el centro del melón maná.
Richard se fue antes de que yo hubiera terminado la frase. Durante los diez minutos que transcurrieron hasta que regresó, el aviano y yo nos miramos en silencio. Traté de concentrar mi mente en pensamientos amistosos, con la esperanza de que, de alguna manera, mis buenas intenciones se comunicaran a través de mi mirada. Una vez vi al aviano cambiar de expresión pero, por supuesto, no tenía la menor idea de qué significaba.
Richard regresó transportando uno de los cuatro razones llenos con la bebida verde. Puso el tazón delante de nosotros y lo señaló mientras retrocedíamos seis u ocho metros. El aviano se acercó al tazón dando pasos cortos, vacilantes, y se detuvo finalmente justo frente al tazón. Introdujo el pico dentro del líquido, tomó un pequeño sorbo y, después, echó la cabeza hacia atrás para tragar. Aparentemente, la infusión era la correcta, pues el líquido desapareció en menos de un minuto. Cuando el aviano terminó, retrocedió dos pasos, abrió las alas hasta alcanzar su máxima envergadura y describió un giro circular completo.
Ahora deberíamos decir «bienvenido» —dije extendiendo mi mano hacia Richard. Dimos un giro circular tal como habíamos hecho cuando dijimos adiós y gracias cuatro años atrás, y una vez que terminamos, nos inclinamos ligeramente en dirección al aviano.
Tanto Richard como yo creímos que el ser sonrió, pero admitimos más tarde, que pudimos haberlo imaginado. El aviano de terciopelo gris extendió las alas, despegó del suelo y remontó vuelo por encima de nuestras cabezas.
—¿A dónde crees que va? —le pregunté a Richard.
—Está muriendo —contestó suavemente—. Y está dando una última mirada al mundo que conoció.
6 de enero de 2205
Hoy es mi cumpleaños. Ahora tengo cuarenta años. Anoche tuve otro de mis intensos sueños: yo era muy vieja. Mi cabello estaba totalmente cano y mi cara sumamente ajada. Estaba viviendo en un castillo —en algún sitio cerca del Loire, no demasiado lejos de Beauvois—, con dos hijas adultas que no se parecían, en el sueño, ni a Simone, ni a Katie, ni a Genevieve, y tres nietos. Todos los muchachos eran adolescentes, físicamente sanos, pero había algo que no funcionaba bien en ellos: todos eran torpes, quizá, retrasados mentales. Recuerdo que, en el sueño, trataba de explicarles cómo la molécula de hemoglobina transporta el oxígeno desde el sistema pulmonar hasta los tejidos. Ninguno de ellos podía entender lo que les decía.
Desperté del sueño presa de la depresión. Era la mitad de la noche y lodos los demás miembros de la familia dormían. Como hago a menudo, fui por el corredor hasta la habitación de las niñas para asegurarme de que estuvieran tapadas con sus livianas mantas. Simone apenas si se mueve durante la noche pero Katie, como siempre, había arrojado la manta muy lejos porque se movía demasiado. Cubrí a Katie y después me senté en una de las sillas.
¿Qué me molesta?, me pregunté. ¿Por qué tengo tantos sueños sobre hijos y nietos? La semana pasada hice referencia, en broma, a la posibilidad de tener un tercer hijo, y Richard, que está pasando por otro de sus extensos períodos conflictivos, casi tiene un ataque. Creo que todavía lamenta que yo lo haya convencido de tenerla a Katie. Abandoné el tema de inmediato porque no quería provocar otra de sus peroratas nihilistas.
¿Quiero realmente tener otro bebé en esta coyuntura? ¿Tiene algún sentido, en primer lugar, dada la situación en que nos encontramos? Si por el momento, hago a un lado los motivos personales que yo pudiera tener para dar a luz a un tercer hijo, existe un poderoso argumento biológico en favor de continuar la especie. La mejor suposición sobre nuestro destino es que nunca tendremos un contacto futuro con miembros de la especie humana. Si somos los últimos de nuestra línea, sería importante que nos preocupáramos por uno de los principios fundamentales de la evolución: la máxima variación genética produce la mayor probabilidad de supervivencia en un ambiente incierto.
Después de que desperté por completo del sueño que tuve anoche, mi mente trasladó la escena más allá aún. Supongamos, me pregunté, que Rama realmente no esté yendo a ninguna parte, por lo menos, por ahora, y que pasemos el resto de nuestra vida en las condiciones actuales. Entonces, es muy factible que Simone y Katie sobrevivan a los tres adultos. ¿Qué pasará después?, me pregunté. A menos que, de algún modo, hayamos conservado algo de semen ya sea de Michael o de Richard (y tanto los problemas biológicos como sociológicos serían terribles), mis hijas no podrían reproducir. Ellas mismas podrían llegar al paraíso o al nirvana o a algún otro inundo, pero, con el tiempo perecerían y sus genes morirían con ellas.
Pero supongamos, proseguí, que yo diera a luz un varón. En ese caso, las dos niñas tendrían un compañero masculino de su edad y el problema de las generaciones subsiguientes se reduciría en forma increíble.
Fue en este punto de mi razonamiento que una idea verdaderamente alocada cruzó mi mente. Una de mis principales especialidades durante mis estudios de medicina fue la genética y, en especial, los defectos hereditarios. Recordaba los casos ejemplificadores de las familias reales de Europa durante los siglos XV y XVIII y los seres “inferiores” resultantes de la excesiva fecundación dentro de una misma familia. Un hijo gestado por Richard y por mí tendría los mismos componentes genéticos que Simone y Katie. Los hijos de ese hijo con cualquiera de las niñas, nuestros nietos, correrían un alto riesgo de nacer con defectos. Un hijo gestado por
Michael
y yo, por otro lado, únicamente compartiría la mitad de los genes con las niñas y, si no me traiciona la memoria con los datos, su descendencia con Simone o Katie correría un riesgo mucho menor de nacer con defectos.