El jardín de Rama (14 page)

Read El jardín de Rama Online

Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El jardín de Rama
9.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, no —dijo—, no está en ningún sitio de los alrededores. Patrick y yo la hemos estado buscando durante más de una hora.

Michael y yo fuimos escaleras abajo para revisar como estaban Simone y Benjy. Simone nos informó que Katie se habla sentido extremadamente decepcionada cuando me fui sola a buscar a Richard.

—Ella había tenido la esperanza —dijo Simone con serenidad— de que la llevarías contigo.

—¿Por qué no me dijiste eso anoche? —te pregunté a mi hija de ocho años.

—No pareció ser algo tan importante —contestó Simone—. Además nunca se me ocurrió que Katie lo trataría de encontrar a papito por sí misma.

Tanto Michael como yo estábamos exhaustos, pero uno de nosotros tenia que buscar a Katie. Yo era la opción conecta, me lavé la cara, les pedí a los ramanos el desayuno para todos nosotros y di una rápida versión de mi descenso a la guarida de los avianos. Simone y Michael giraban lentamente en las manos al ennegrecido EB. Me di cuenta de que ellos también se estaban preguntando qué le había ocurrido a Richard.

—Katie dijo que papito salió para buscar las octoarañas —comentó Simone poco antes de que yo me fuera—. Dijo que las cosas eran más emocionantes en su mundo.

Estaba llena de temores mientras avanzaba lenta y penosamente por la plaza que estaba cerca de la guarida de las octoarañas. Mientras caminaba, las luces se apagaron y otra vez fue de noche en Rama.

—Grandioso —murmuré para mí misma—, nada como tratar de encontrar a un niño perdido, en la oscuridad.

Tanto la guarida de las octoarañas como el par de redes protectoras estaban abiertas. Nunca antes había visto las redes abiertas. Mi corazón se sobresaltó. Supe, instintivamente, que Katie había bajado a la guarida de las octoarañas y que, a pesar de mi miedo, yo estaba a punto de seguirla. Primero, me puse en cuclillas y grité «Katie» dos veces, hacia la negrura que se abría por debajo de mí. Escuché cómo el nombre retumbaba por los túneles. Me esforcé por escuchar una respuesta, pero no hubo el menor sonido. Por lo menos, me dije, tampoco oí cepillos que se arrastraban acompañados por un gemido en alta frecuencia.

Descendí por la rampa que llegaba hasta la gran caverna con los cuatro túneles a los que, una vez, Richard y yo habíamos rotulado como “Eenie, Meenie, Mynie y Moe”. Era difícil, pero me obligué a ingresar en el túnel que Richard y yo habíamos recorrido antes. Sin embargo, después de unos pasos me detuve, retrocedí y, después, entré en el túnel adyacente. Este segundo corredor también conducía al corredor descendente en forma de barril que tenía las púas sobresalientes, pero en su recorrido pasaba frente a la sala a la que Richard y yo llamábamos museo de las octoarañas. Recordaba con claridad el terror que había sentido nueve años atrás, cuando descubrí al doctor Takagishi, embalsamado como un trofeo de caza, colgando en ese museo.

Había un motivo por el que yo quería visitar el museo de las octoarañas, y que no estaba necesariamente relacionado con la búsqueda de Katie: si a Richard lo habían matado las octoarañas (tal como, aparentemente, le había ocurrido a Takagishi, si bien todavía no estoy convencida de que no haya muerto de un ataque al corazón), o si habían encontrado su cuerpo en algún otro sitio de Rama, entonces, a lo mejor, también estaría en la sala. Decir que yo estaba ansiosa por ver la versión taxidermista de mi marido hecha por los alienígenos, habría estado fuera de toda lógica. Sin embargo, lo que más quería era saber
qué
le había ocurrido a Richard… especialmente después de mi sueño. Inspiré hondo cuando llegué a la entrada del museo. Desde la entrada, giré lentamente hacia la izquierda. Las luces se encendieron no bien crucé el umbral; por suerte, el doctor Takagishi no estaba mirando directamente a mi cara: lo habían desplazado al otro lado de la sala. De hecho, habían reordenado todo el museo durante los años transcurridos. Habían quitado todas las reproducciones de biots que habían ocupado la mayor parte de la sala, cuando Richard y yo la visitamos brevemente años atrás. Los dos “especímenes en exhibición”, si es que así se los podía denominar, eran, ahora, los avianos y los seres humanos.

La exhibición de avianos estaba más cerca de la puerta. Tres individuos colgaban del techo, las alas completamente extendidas. Uno de ellos era el aviano de terciopelo gris con los dos anillos rojo cereza en el cuello que Richard y yo habíamos visto poco antes de su muerte. Había otros objetos fascinantes, y hasta fotografías en la sección dedicada a los avianos, pero el otro lado de la sala atrajo mi mirada: la exhibición que rodeaba al doctor Takagishi.

Lancé un suspiro de alivio cuando me di cuenta de que Richard no estaba en la sala. Sin embargo, estaba ahí el esquife que Richard, Michael y yo habíamos usado para atravesar el Mar Cilíndrico. Estaba en el piso, justamente al lado del doctor Takagishi. También había una variedad de objetos que habían recuperado de nuestras comidas al aire libre y de otras actividades que realizamos en Nueva York. Pero el centro de la exposición era un conjunto de imágenes enmarcadas que colgaban de las paredes posteriores laterales.

Desde el otro lado de la sala no podía discernir claramente el contenido de las imágenes. Sin embargo, me quedé sin aliento cuando me acerqué a ellas: las imágenes eran fotografías montadas en marcos rectangulares, muchas de las cuales mostraban la vida
dentro
de nuestro túnel. Había fotos de todos nosotros, incluidos los niños. Nos mostraban comiendo, durmiendo, hasta yendo al baño. Mientras recorría la exhibición comenzaba a sentirme aturdida.
Nos están observando
, me comenté a mí misma,
inclusive en nuestro propio hogar
. Sentí un terrible escalofrío.

Sobre la pared lateral había una colección especial de fotografías que me dejaron desconcertada y me hicieron sentir vergüenza. En la Tierra, habrían sido candidatas para un museo de erotismo: las imágenes me mostraban haciendo el amor con Richard en varias posiciones diferentes. También había una fotografía de Michael y de mí, pero no era tan clara porque esa noche había estado oscuro en nuestro dormitorio.

La hilera de imágenes debajo de las escenas sexuales era toda de fotografías de los nacimientos de los niños. Se mostraba cada nacimiento, comprendido el de Patrick, lo que confirmaba que la vigilancia subrepticia todavía proseguía. Una yuxtaposición de las imágenes sobre sexo y nacimientos indicaban claramente que las octoarañas (¿o los ramanes?) habían deducido, sin lugar a dudas, cómo era nuestro proceso de reproducción.

Estuve totalmente absorbida por las fotografías durante quince minutos, probablemente. Mi concentración finalmente se interrumpió cuando oí un sonido muy intenso de cepillos que se arrastraban contra el metal. El sonido provenía de la puerta del museo. Estaba absolutamente aterrorizada. Me quedé quieta, paralizada en mi lugar y miré en derredor, frenética de miedo: no había otra manera de escapar de la sala.

Al cabo de unos segundos, Katie vino saltando por la puerta.
«¡Mama!»
, gritó cuando me vio. Vino corriendo desde el otro extremo del museo, derribando casi al doctor Takagishi, y de un salto, subió a mis brazos.

—Oh, mamá —dijo, abrazándome y besándome con mucha intensidad—. Sabía que vendrías.

Cerré los ojos y abracé con todas mis fuerzas a mi niñita perdida. Las lágrimas cayeron como cascada por mis mejillas. La acuné, moviendo los brazos, suavemente, de una lado a otro, y la consolé diciéndole:

—Todo está bien, querida, todo está bien.

Cuando me enjugué los ojos y los abrí, una octoaraña estaba parada en la entrada al museo. En ese momento no se movía, como si hubiera estado observando el encuentro entre madre e hija. Quedé paralizada, invadida por una ola de emociones que iban desde la alegría hasta el terror más descarnado.

Katie sintió mi miedo.

—No te preocupes, mamá —me dijo, mirando por sobre el hombro a la octoaraña—. No te va a herir. Tan sólo quiere mirar. Estuvo cerca de mí muchas veces.

Mi nivel de adrenalina había alcanzado el punto más elevado de toda mi vida. La octoaraña seguía parada (o sentada, lo que fuere que hacen las octoarañas cuando no se están moviendo) en la puerta. Su gran cabeza negra, que era de forma casi esférica, se asentaba sobre un cuerpo que se extendía, cerca del piso, hasta los ocho tentáculos rayados en blanco y dorado. En el centro de la cabeza había dos depresiones simétricas respecto de un eje invisible, que iban desde la parte superior hasta la inferior. Centrada con precisión entre las dos depresiones, a un metro aproximadamente por encuna del piso, había una asombrosa estructura lenticular, de diez centímetros de lado, que era una combinación gelatinosa de líneas de red más material fluido blanco y negro. Mientras la octoaraña nos miraba fijo, la actividad de la lente era incesante.

Había otros órganos incrustados en el cuerpo, situados entre las dos depresiones, tanto por encima como por debajo de la lente, pero yo no tenía tiempo para estudiarlos: la octoaraña se desplazaba hacia nosotros en la sala y, a pesar de las afirmaciones de Katie, mi miedo regresó con toda la fuerza. El sonido de los cepillos era producido por estructuras parecidas a cilias que salían de la parte inferior de los tentáculos y que, cuando éstos se movían, se arrastraban por el piso. El gemido en alta frecuencia surgía de un pequeño orificio ubicado en el extremo inferior derecho de la cabeza.

Durante varios segundos, inmovilizó mis procesos de pensamiento. A medida que ese ser se nos acercaba, predominaron mis reacciones naturales de buida. Por desgracia, eran inútiles en nuestra situación: no había adonde correr.

La octoaraña no se detuvo hasta que se encontró a cinco metros de distancia de nosotras. Yo había puesto a Katie con la espalda apoyada contra la pared y me había parado entre ella y la octoaraña. Alce la mano. Una vez más, hubo un súbito incremento en la actividad de esa misteriosa lente. De repente, tuve una idea. Metí la mano en mi traje de vuelo y extraje la computadora. Con dedos temblorosos (la octoaraña había levantado un par de tentáculos delante de su lente: pensándolo en retrospectiva, me pregunto si en ese momento creyó que iba a extraer un arma) hice aparecer la imagen de Richard en el monitor y después extendí los brazos hacia la octoaraña, para mostrarle con toda claridad lo que aparecía en la pantalla.

Cuando no hice más movimientos, el ser lentamente regresó sus dos tentáculos protectores al piso. Se quedó contemplando el monitor durante casi un minuto y después, para gran sorpresa mía, una onda de coloración púrpura brillante le recorrió todo el perímetro de la cabeza empezando en el borde de su depresión. Unos segundos después, el púrpura fue reemplazado por un arco iris rojo, azul y verde —cada una de las bandas de espesor diferente—, que también surgió de la misma depresión y que, después de dar toda la vuelta a la cabeza, desapareció en la depresión paralela a casi trescientos sesenta grados de distancia.

Tanto Katie como yo nos quedamos mirando asombradas. La octoaraña levantó uno de los tentáculos, señaló el monitor y repitió la onda ancha en púrpura. Instantes después, y al igual que antes, apareció el mismo arco iris.

—Nos está hablando, mamita —dijo Katie con tranquilidad.

—Creo que tienes razón —contesté—. Pero no tengo la menor idea de qué está diciendo.

Después de esperar durante un tiempo que pareció una eternidad, la octoaraña empezó a desplazarse hacia la entrada, un tentáculo extendido haciéndonos señales para que la siguiéramos. No había más bandas de color. Katie y yo nos tomamos de la mano y la seguimos con cautela. Mi bija empezó a mirar alrededor y, por primera vez, advirtió las fotografías que colgaban de la pared.

—Mira, mamita —dijo—, tienen fotos de nuestra familia.

Con un gesto le ordené que se callara y le dije que prestara atención a la octoaraña. El ser había retrocedido hacia el túnel y se dirigía al corredor vertical con púas y a las gaterías subterráneas. Ésa era la apertura que yo necesitaba. Levanté a Katie, le dije que se colgara fuertemente de mí y salí corriendo por el túnel a toda velocidad. Mis pies apenas si tocaron el suelo hasta que subí a la rampa y regresé a Nueva York.

Michael quedó extático al ver a Katie sana y salva, aunque se preocupó (como todavía lo estoy yo) por el hecho de que hubiera cámaras ocultas en las paredes y en los techos de nuestros aposentos. Nunca llegué a regañar adecuadamente a Katie por haber salido sola: me sentía demasiado aliviada tan sólo con haberla encontrado. Katie le dijo a Simone que había tenido una “aventura” fabulosa y que la octoaraña era “buena”. Así es el mundo de la niña.

4 de febrero de 2209

¡Qué alegría! ¡Hemos encontrado a Richard! ¡Todavía está vivo! A duras penas, pues se encuentra en un coma profundo y tiene fiebre alta pero, de todos modos, está vivo.

Katie y Simone lo encontraron esta mañana, tendido en el suelo, a menos de cincuenta metros de la abertura de nuestro túnel. Los tres planeábamos jugar al fútbol en la plaza y estábamos listos para irnos del túnel, cuando Michael me llamó y me hizo regresar por algo. Les dije a las niñas que me esperaran en la zona que estaba alrededor de la entrada al túnel. Cuando las dos empezaron a gritar, pocos minutos después, pensé que algo temblé había sucedido. Subí las escaleras corriendo y, de inmediato, vi a la distancia el cuerpo de Richard en estado de coma.

Al principio tuve miedo de que Richard estuviera muerto. El médico que hay en mí, inmediatamente se puso a trabajar, revisando sus signos vitales. Las niñas estaban encima de mí mientras yo lo examinaba. Katie en especial: ella seguía diciendo, una y otra vez:

—¿Está vivo papito? ¡Oh, mamita, haz que papito se ponga bien!

Una vez que confirmé que se hallaba en coma, Michael y Simone me ayudaron a bajarlo por las escaleras. Le inyecté un equipo de sondas biométricas en su sistema orgánico y, desde entonces, no dejé de controlar la información que esas sondas me daban.

Le quité las ropas y lo revisé de la cabeza a los pies. Tiene algunos rasguños y magulladuras que no le había visto antes, pero eso era de esperar después de todo este tiempo. El recuento de células sanguíneas está peculiarmente próximo a lo normal. Yo esperaba encontrar anormalidades con los glóbulos blancos, dada la temperatura de casi cuarenta grados que tiene Richard.

Hubo otra gran sorpresa cuando examinamos en detalle la ropa de Richard: en el bolsillo de su chaqueta encontramos los robots shakespeareanos Príncipe Hal y Falstaff, que habían desaparecido nueve años atrás en el extraño mundo que estaba debajo del corredor con púas que creíamos era la guarida de las octoarañas. De alguna manera, Richard debió de haber convencido a esos seres para que le devolvieran sus compañeros de juego.

Other books

Desert Queen by Janet Wallach
The Axman Cometh by John Farris
The Italian by Lisa Marie Rice
Conspirata by Robert Harris
The I Ching or Book of Changes by Wilhelm, Hellmut
Real Men Don't Quit by Coleen Kwan
Waking Up by Arianna Hart
The Loss (Zombie Ocean Book 4) by Michael John Grist
The Rake's Mistress by Nicola Cornick