El invierno de Frankie Machine (27 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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—Tú no, pero Garth sí —le dijo Mike—. Es presidente de una sociedad de ahorro y préstamo en la que el tío de Nueva Orleans tiene intereses y los Migliore también.

«Conque así es como ha seguido respirando Donnie Garth —pensó Frank—: compró la salida, se pagó el pase.»

—¿Qué tengo que hacer? —suspiró Frank.

—Solo conducir —dijo Mike—. Pasearte por la fiesta y asegurarte de que todo vaya bien. Ya te digo que es un trabajo honesto.

«Sí, claro —pensó Frank—: un trabajo honesto.»

Para empezar el «trabajo honesto», tuvo que llevar a uno de los empleados de la sociedad de ahorro y préstamo a un banco en Rancho Santa Fe, donde el tío retiró cincuenta mil dólares en efectivo y después le pidió a Frank que lo llevara al Price Club.

«¿El Price Club? —se extrañó Frank—. ¿Qué vas a comprar en el Price Club con cincuenta mil dólares?»

Mujeres. Se encontraron con la madama en el aparcamiento.

«¿Cómo se llamaba? —trata de recordar Frank—. Karen, eso es.»

Ella llegó en un mercedes 500 descapotable y el empleado del banco se estiró por la ventana de la limusina para darle el efectivo. Cuando se alejaban, el tío le dijo:

—Y para esto he hecho un máster en Administración de Empresas en Wharton: para convertirme en proxeneta.

«¿Cómo se llamaba aquel tío? —se pregunta Frank ahora.»

Sanders; no, Saunders: John Saunders. Otro blanco, anglosajón y protestante que se escandalizaba y se horrorizaba por tener que ensuciarse las manos. Frank no se molestó en decirle que los chulos no pagaban, sino que cobraban, ni que Saunders no era un chulo, sino un alcahuete. En todo caso, lo llevó al puerto, donde Garth tenía un yate de treinta y seis metros de eslora y allí lo dejó.

—Pasa a buscar a las chicas a las ocho —le dijo Saunders al apearse del coche y dio a Frank una dirección en Del Mar.

«A Patty le habría dado un ataque —piensa Frank ahora—, si hubiese visto en qué consistía lo siguiente de aquel "trabajo honesto": tuvo que pasar por un burdel a recoger un "cargamento" de las titis más estupendas que hayas visto en tu vida.»

Aunque la más guapa de todas era Summer Lorensen.

No tenía el aspecto extenuado de las busconas, sino que parecía la típica chica de campo de la región central de Estados Unidos, alimentada a base de maíz: rubia, de ojos azules y cutis de seda, la chica común y corriente que
Playboy
solía usar para el encarte central. Además, también hablaba así, decía «¡caray!» y hasta lo llamaba «señor Machianno». Era la primera vez que viajaba en limusina y estaba muy entusiasmada; era la primera vez que subía a un yate y eso también la entusiasmaba.

Todas las chicas iban vestidas de punta en blanco y era evidente que las habían elegido de modo que las hubiera para todos los gustos, aunque cualquier hombre habría quedado más que complacido con cualquiera de ellas. Sin embargo, Summer Lorensen era otra cosa.

De modo que Frank cargó un montón de chicas en su coche y Mike en el suyo y las llevaron al puerto, donde Saunders los esperaba en el muelle. Él, Frank y Mike ayudaron a las chicas a bajar al yate con sus tacones altos. Entonces Saunders dijo:

—Vamos a ver, lo que veáis en el barco y a quién veáis en el barco no sale del barco. Cuento con vuestra total y absoluta discreción.

—La discreción es lo nuestro —le aseguró Mike, sonriendo a Frank, como si dijera: «Hemos visto cosas que harían que este
yuppy
capullo se meara en los pantalones y nos las hemos guardado. ¿Qué nos vas a enseñar?».

Pues mucho.

Fue casi cómico al principio, cuando las chicas bajaron a la cubierta y aquellos banqueros dejaron de hablar y se quedaron boquiabiertos, casi babeando, como gordos en un restaurante de bufé libre. En realidad, la mayoría eran banqueros, aunque también había un par de jueces federales, tres o cuatro congresistas, un senador y un puñado que parecían políticos en general. Frank no sabía quiénes eran, pero Mike sí y se los fue señalando y diciéndole el nombre.

—¿Cómo sabes todo esto? —le preguntó Frank.

—Saberlo forma parte de mi trabajo —dijo Mike—. Podría venir muy bien tener a un congresista en el bolsillo.

—No me digas que piensas chantajear a alguno de estos tíos.

La filosofía de Frank era que, si los federales no se meten contigo, tú no te metas con ellos. Mejor no meneallo.

Mike no respondió, porque el propio Garth se puso de pie para ofrecer a sus invitados su discurso de «bienvenidos a bordo». El tío hasta iba vestido de capitán, con la chaqueta azul, pantalones blancos y la gorra con visera. Parecía un perfecto papanatas, pero no dejaba de ser un perfecto papanatas que era propietario de un banco.

Bueno, en realidad de una sociedad de ahorro y préstamo.

La cuestión es que Garth dio la bienvenida a sus invitados, saludó a las chicas, hasta usó la frase «que lo que veáis en el barco no salga del barco» y los hizo reír cuando dijo que, como capitán, hasta podía unir en matrimonio y que las uniones eran legítimas mientras estuvieran en el mar. Y eso sería toda la noche. Dicho aquello, soltaron amarras y se dirigieron hacia la salida del puerto.

Frank se quedó junto a la barandilla de proa y observó a los hombres escoger a sus parejas. Era sorprendente que, incluso sabiendo que eran mujeres de la vida, los invitados parecían sentir la necesidad de darles jabón, beber una copa y coquetear con ellas y las chicas eran profesionales: se reían de los chistes, se ponían en poses bonitas y respondían al coqueteo. No tardaron mucho en emparejarse y empezar a bajar a los camarotes que estaban bajo la cubierta.

«Cuánta discreción», pensó Frank.

Sin embargo, la inhibición se fue a pique cuando salió la coca. A montones, servida por John Saunders, como si fuera un camarero.

«Chulo y camarero —piensa Frank—, aquella era la carrera que hacía un tío con un máster en Administración de Empresas en la década de 1980, cuando abundaban la coca y el dinero fácil.»

Los empresarios honestos, los políticos y las furcias la esnifaban con billetes de cien dólares y Frank vio más de uno salir volando, inadvertido, con la brisa nocturna.

La coca convirtió la fiesta en una orgía flotante, una bacanal marítima. Una mezcla de
Calígula
con
Capitanes intrépidos
. Era una escena increíble. Con las luces de San Diego como telón de fondo, sobre la cubierta del yate de Garth se representaba un gran espectáculo pornográfico en el que todos parecían participar, salvo Mike Pella, Frank y Summer Lorensen.

Porque Frank era el encargado de mantenerla al margen. Saunders se había acercado antes a él y le había dicho:

—Ella no forma parte del paquete circulante. Es para la fiesta después de la fiesta, reservada para los VIP clase A, en la casa de la playa de Donald. Mantenla alejada de la gentuza.

—¿Qué quieres decir?

—Que ella es carnada —dijo Saunders—. La tenemos reservada para una persona en particular y todavía no.

Por eso, Summer estuvo sentada con Frank y con Mike la mayor parte de la noche, hablando, riendo y haciendo como que no veía nada de lo que pasaba a su alrededor. Les habló de su época de instituto, de que había ido un año a la universidad, pero que en realidad no le había gustado y lo dejó. Hasta les contó que había quedado embarazada y había tenido a su hija y que el novio que ella pensaba que la quería se largó.

Evidentemente, varios se acercaron para tratar de ligársela, pero Frank o Mike les decían tranquilamente: «No es para ti»; no había muchos tíos en el mundo capaces de hacer frente a Mike o a Frank, y mucho menos a los dos juntos, así que no hubo ningún problema.

Había un tío que se la comía con los ojos desde lejos. Era joven —puede que tuviera entre veinte y muchos y treinta y pocos años— y tenía la cara juvenil del estudiante universitario eterno. Jamás se acercó, pero Frank se daba cuenta de que la chequeaba desde una distancia de cuatro o cinco metros. Tenía una sonrisa melosa, que no era tan descarada como para llegar a ser lasciva, pero sí confiada, como si guardara un buen secreto.

Mike observó que Frank lo vigilaba y le preguntó:

—¿Sabes quién es ese?

—No.

Mike sonrió y se lo dijo al oído.

—¡No jodas! —dijo Frank y echó otra mirada al hijo del Senador.

Desde luego, ya había un senador en el barco, pero, así como hay capos y Capos, también había senadores y Senadores. Era como los capos, digamos de Kansas City o de Nueva Jersey o, incluso, de Los Ángeles, a los que uno trataba con respeto, aunque no estuvieran a la misma altura que los capos de Chicago, Filadelfia y Nueva York.

El papá de aquel chaval era un Senador que presidía un comité bancario clave. Incluso era posible que «papi» llegara a ser presidente algún día, pero no de un banco, sino de Estados Unidos, conque hasta el senador que estaba en el barco y un puñado de congresistas trataban al joven con cierta deferencia y hasta lo dejaban saltarse la cola para esnifar cocaína.

Frank y Mike lo observaban y entonces Mike se puso a cantar:

«Hay gente que nace para hacer ondear la bandera

—oh, son rojas, blancas y azules—

y, cuando la banda toca "Saluda al jefe",

oh, te apuntan con el cañón, Señor...»

Y Frank se sumó a él en el estribillo:

«No soy, no soy hijo de ningún senador.»

En consecuencia, apodaron «hijo afortunado» al estudiante universitario, mientras el susodicho vigilaba a Summer Lorensen como si pensara que tenía derecho.

«Ella es carnada. La tenemos reservada para una persona en particular y todavía no.»

«Ella era increíble», recuerda Frank.

Sus colegas hacían mamadas y grupos de tres y de cuatro a pocos metros, mientras ella seguía parloteando sobre el equipo femenino de baloncesto de su instituto, sobre lo bonito que era el yate y sobre lo mucho que brillaban sobre el agua las luces de la ciudad. Una mezcla de
Calígula
y
Pollyanna
.

Al final se quedó dormida en la misma tumbona, respirando con suavidad, con la boca apenas entreabierta y el brillo suave del sudor en el vello apenas visible sobre su labio superior.

El yate regresó al muelle por la mañana, como si fuese un barco cargado de apestados, con cuerpos diseminados por la cubierta, más o menos desnudos, y gemidos que surgían de bocas inconscientes, mientras el olor a sudor rancio y sexo atravesaba el aire salado.

Cuarenta minutos después, Frank y Mike ayudaron a Saunders a despertar a los parranderos, conseguir que se vistieran y echarles un poco de café y zumo de naranja en la boca. Los invitados se marcharon del barco agotados pero felices y se metieron a hurtadillas en los coches y las limusinas que los esperaban.

Unos pocos afortunados fueron invitados a la casa de Garth, pero no a la que tenía en La Jolla, sino a su «casa de fin de semana», a diez minutos de allí, en Solana Beach. Frank llevó allí a Summer. Ella durmió la mayor parte del trayecto y no despertó hasta que llegaron a la entrada de la casa.

—¡Caramba!

«Te lo juro —piensa Frank—; de verdad dijo "¡Caramba!"»

Claro que la casa de Garth en la playa se merecía aquel «caramba». Con un valor de un millón y medio de dólares allá por 1985, tenía que ser muy impresionante y no defraudaba. Era larga, elegante, blanca y moderna y sus ventanas, que iban desde el suelo hasta el techo, prácticamente invitaban al mar a entrar.

Frank no se imagina lo que costará aquel lugar ahora. Seis o siete millones, fácilmente.

Mike llegó y abrió la portezuela para otra chica: una pelirroja despampanante de ojos verdes, sofisticada en contraste con la ingenuidad de Summer, que irradiaba una sexualidad agresiva y experimentada en contraste con la inocencia de Summer.

«¿Cómo se llamaba? —trata de recordar Frank—. Alison. Alison no sé qué... Era de algún lugar del sur o al menos eso indicaba su acento.»

Garth salió de la casa seguido del «hijo afortunado», que no llevaba puesto más que una sonrisa y una toalla enrollada a la cintura. Resultó que la lista de los VIP clase A solo lo incluía a él.

«Y tú se la serviste en bandeja —piensa ahora Frank—. La serviste como si fuera un plato especial.»

«Tranqui, tío —se dice a sí mismo ahora—. Ella era del oficio y el personaje que representaba, Fresco, inocente y virginal, formaba parte del anzuelo, de su atractivo, y hacía que subiera su precio. Era la estupenda chica común y corriente que siempre quisiste, pero nunca pudiste tener.»

A menos que fueras el «hijo afortunado». En ese caso, no habría nada que quisieras y no pudieras tener. El «hijo afortunado» las quería a las dos.

«Claro que sí —piensa Frank—. ¿Quién no querría? Vamos, sé sincero: si pudieras tener todo lo que quisieras, ¿no lo aprovecharías? Y si supieras que ibas a tener todo lo que quisieras, tampoco tendrías prisa. Nadie te lo iba a quitar, así que ¿por qué no esperar? Para una persona acostumbrada a obtener todo lo que quiere, es posible que esperar sea mejor que conseguir.»

Las chicas dijeron que se morían de ganas de darse una ducha. Estuvieron un rato dentro y salieron en biquini; después todo el mundo fue a dar un largo paseo por la playa, con Frank y Mike detrás, al alcance de la vista, pero fuera del alcance del oído.

Frank recuerda que ninguno se metió en el agua. En realidad, Summer se metió corriendo hasta la rodilla y volvió a salir corriendo, gritando que estaba fría, y el «hijo afortunado» la rodeó con los brazos y le frotó la espalda para darle calor. Después regresaron todos a la casa, donde sirvieron la comida al aire libre, en la terraza.

«Mike y tú os sentasteis en la cocina —recuerda Frank— a comer con la cocinera. Dejasteis la puerta abierta para poder ver lo que pasaba fuera. Es curioso que te acuerdes de estas cosas: los hombres bebieron cerveza y las chicas, cócteles mimosa.»

Después de comer, las chicas dijeron que tenían sueño y los hombres dijeron que a ellos tampoco les vendría mal una siesta y todos se retiraron, cada uno a su dormitorio. Frank y Mike acordaron repartirse las guardias y a Frank le tocó la primera. Cuando Mike lo relevó, Frank volvió a su coche, se estiró en el asiento delantero y durmió profundamente.

Cuando despertó, regresó a la casa para ver qué tal iba todo. Miró el interior del salón a través del cristal azulado.

Summer llevaba una bata blanca abierta sobre el biquini y estaba de rodillas sobre la suntuosa alfombra blanca. Alison, arrodillada a su lado, le besaba el cuello con delicadeza. Donnie Garth y el «hijo afortunado» estaban sentados en dos sillones de cuero negro, observando. Había un bol de cocaína encima de la mesa de centro de cristal y cromo y los restos de las rayas parecían polvo blanco.

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