Pero aquella primera noche...
Regresaron al Paladín a eso de las tres de la madrugada. Cuando Frank fue a despedirse de Mandy, su compañera, ella lo miró con extrañeza.
—¿No te gusto? —le preguntó.
—Me gustas mucho.
—Entonces ¿qué pasa? ¿No te caliento?
Había estado caliente toda la noche.
—Me calientas mucho.
—Entonces vayamos a hacernos sentir bien el uno al otro —dijo ella.
—Mandy, estoy casado.
Ella sonrió:
—Solo es sexo, Frank.
No lo fue.
Después de nueve años de fidelidad matrimonial, los últimos de los cuales habían sido bastante desdichados, nada era «solo sexo». Mandy hizo cosas que a Patty jamás se le habrían ocurrido y que, de ocurrírsele, jamás habría hecho. Frank estaba a punto de empezar su rutina sexual habitual, cuando Mandy lo detuvo y le dijo con dulzura:
—Frank, déjame que te enseñe a complacerme.
Y así fue. Por primera vez en su vida, Frank sintió aquella sensación de libertad con respecto al sexo, que no era una lucha ni una negociación ni una obligación. No era más que puro placer y, cuando despertó por la mañana, quiso sentirse culpable, pero la cuestión es que no fue así. Simplemente se sintió bien.
No le importó que Mandy ya se hubiese levantado y marchado, dejándole apenas una notita, en la que decía que sentía «que se la habían follado muy bien», con una de aquellas caritas sonrientes sobre la firma.
Herbie fue a buscarlo para ir a desayunar.
—Tendrías que probar la comida judía —dijo Herbie cuando Frank iba a servirse huevos con beicon y le pidió un
bagel
de cebolla con salmón ahumado, queso para untar y una rebanada de cebolla roja.
Era delicioso y el contraste de sabores y texturas —picante, cremoso, suave y crujiente— le resultó una revelación. Herbie sabía lo que decía. Cuando realmente te ponías a hablar con él, resultaba que Herbie sabía mucho de un montón de cosas. Sabía de comida, de vino, de joyas y de arte. Llevó a Frank a su casa y le enseñó su colección de arte y su bodega. Uno no diría que Herbie era un tío culto, de ninguna manera, pero ocultaba algunas sorpresas.
Por ejemplo, los crucigramas. Fue Herbie quien aficionó a Frank a los crucigramas y Herbie era capaz de hacer los del dominical del
New York Times
con bolígrafo. A veces, Frank pensaba que Herbie ni siquiera tenía que escribir las palabras; era posible que las tuviera todas en la cabeza. Y era un diccionario ambulante, aunque lo curioso era que nunca usaba ninguna de aquellas palabras en sus conversaciones. Jamás.
—Supongo que soy lo que llamarían un «autista inteligente» —le dijo un día que Frank se lo preguntó.
Claro que, cuando Frank buscó en el diccionario «autista inteligente», se dio cuenta de que, seguramente, ningún autista inteligente conocería la expresión.
—¿Te ha ido bien con Mandy? —preguntó Herbie al salir de su bodega, el día después de que Frank hubiese roto sus promesas matrimoniales con adulterios múltiples y creativos.
—Supongo que se puede decir que sí.
—Esta noche nos esperan otras dos chicas —dijo Herbie—. Muy agradables, muy agradables.
Frank se marchó de Las Vegas cinco días después; necesitaba una inyección de vitamina E, pero, por lo demás, se sentía descansado y satisfecho. Volvió muchas veces después de aquella; la mayoría de ellas, como invitado al Paladín, aunque a veces se alojaba en otro sitio y pagaba de su bolsillo, porque no quería abusar de la situación.
Los mafiosos chupaban de Las Vegas todo lo que podían. ¿Y por qué no? Había porcentajes para todos.
El único problema era que los capos cada vez querían más y otras familias también intentaron meterse para recibir su parte, de modo que llegó un punto en el cual los que sacaban un porcentaje no se limitaban a eso, sino que trataban de sacar provecho cada vez más abajo. Pero la cantidad de agua que hay en el desierto es limitada.
Más tarde o más temprano, se tenía que acabar, pero entonces ninguno de ellos se daba cuenta de que ocurriría más temprano. En aquel entonces era una fiesta constante y, después de años de romperse el culo trabajando, Frank se iba de juerga con los mejores. Lo que solía hacer era lo siguiente: después de trabajar dieciséis horas por día en San Diego durante toda la semana, el viernes después de comer cogía el coche y se iba a Las Vegas a pasar el fin de semana. Casi siempre regresaba el lunes, pero a veces no.
A Patty no parecía importarle. Prácticamente habían dejado de preocuparse por tener un hijo y prácticamente habían perdido todo interés en el matrimonio en sí, de modo que ella casi parecía aliviada de que él se marchara los fines de semana. Él la invitó a acompañarlo un par de veces, sin demasiado entusiasmo, pero ella se dio cuenta y rehusó.
—En Las Vegas seremos los mismos que aquí —le dijo una vez.
—No lo sé —dijo Frank—. Puede que no.
Una vez lo intentó en serio.
—Saldremos de copas, a cenar, a ver espectáculos bonitos —le dijo—. Tal vez podríamos irnos a la cama después, para hacer algo más que darnos la espalda y ponernos a dormir.
—¿Es eso lo que sueles hacer con tus amiguitas? —respondió ella.
No había ninguna amiguita, todavía no, pero él ni se molestó en negarlo.
«Que piense lo que quiera, después de todo. ¿Qué más da?»
De modo que se fue a Las Vegas él solo. Nunca estaba solo durante mucho tiempo. Si bien Frank disfrutaba de la soledad del viaje largo al volante —la aprovechaba para escuchar sus casetes de ópera en el estéreo del coche, cantando al mismo tiempo, sin molestar a nadie—, cuando llegaba tenía ganas de compañía. En aquella época, si alguien no encontraba compañía en Las Vegas, era porque prefería estar solo.
Entonces se registraba en su habitación, se daba una ducha, se cambiaba y se iba al local de Herbie.
Con parte del dinero obtenido de la usura, Herbie se había comprado un pequeño club anodino enclavado en un centro comercial, en medio de un puñado de talleres de reparación de coches. Quedaba lejos de la zona comercial, los casinos y los lugares habituales que el FBI solía tener bajo vigilancia y eso era lo bueno: que nadie conocía el local de Herbie a menos que tuviera que conocerlo, y si a algún turista o a un ciudadano corriente que estuviera esperando que le repararan el coche se le ocurría entrar por casualidad, lo despachaban enseguida con un amable pero firme «este lugar no es para ti, amigo».
El local de Herbie era para mafiosos y punto.
Sea por el motivo que fuere, la cuestión es que el local de Herbie se convirtió en el lugar que solían frecuentar los mafiosos de California. Ya habían salido todos de chirona y estaban todos en Las Vegas, viviendo a lo grande de su porcentaje.
Mike había salido y se había trasladado a Las Vegas, pensando que tendría una gran oportunidad, y solía sentarse a la mesa con Peter Martini, alias Mouse Senior, que acababa de ser nombrado capo. El hermano de Peter, Carmen, solía estar allí también, lo mismo que su sobrino, Bobby, que cantaba en un club nocturno.
Y por supuesto estaba Herbie, que se sentaba a hacer sus crucigramas con Sherm Simon, en el rincón conocido como «el barrio judío».
Así que había un montón de tíos con los que andar por ahí y a veces Frank se sentaba a una de las mesas y prestaba atención a la sesión de chuminadas, aunque la mayoría de las veces se metía en la cocina y cocinaba. Se lo pasaba bien delante del fogón, escuchando a los mafiosos mientras improvisaba unos
linguine con vongole
y
spaghetti all'amatriciana
, el
baccalà alla Bolognese
y el
polpo con limone e aglio
. Era casi como en los viejos tiempos, cuando era niño y el barrio italiano de San Diego todavía seguía intacto y la gente aún cocinaba de verdad.
Frank realmente echaba en falta cocinar, porque pasaba más tiempo trabajando y menos tiempo en casa y Patty y él se habían acostumbrado a la rutina de cenar por separado. Herbie tenía una cocina espléndidamente equipada e importaba los mejores ingredientes, de modo que cocinar era un placer y una alegría.
Y escuchar a los mafiosos: las conversaciones, los chistes y las coñas.
«Salir con los mafiosos —pensaba Frank— era como quedar congelado para siempre en el tiempo en los primeros años de la secundaria. Siempre se hablaba de lo mismo: sexo, comida, pedos, olores, chicas, pollas pequeñas y homosexuales. Y de delincuencia, por supuesto.»
Lo único que en el local de Herbie se cocinaba más que la pasta era la delincuencia. La mayoría de las jugadas nunca se concretaban, por supuesto —no eran más que pendejadas—, pero algunas sí. Hubo conspiraciones para meterse en el negocio de los burdeles legales al norte de la ciudad, un plan para vender ametralladoras a pandillas de motociclistas, una discusión muy seria sobre la manera de falsificar tarjetas de crédito y el tema favorito de Frank: que Mike robara tres mil camisetas y doscientos aparatos de televisión de veinte pulgadas del centro de convenciones.
—¿Qué vas a hacer con doscientos aparatos de televisión? —preguntó Frank a Mike cuando la jugada se concretó.
—¿Y qué voy a hacer con tres mil camisetas? —preguntó Mike.
Frank estuvo a punto de preguntarle para qué había robado las camisetas, pero entonces se dio cuenta de que era una pregunta tan estúpida como «¿para qué escalar el monte Everest?», cuando la respuesta era, evidentemente, «porque está allí». La verdad era que los mafiosos eran capaces de robar cualquier cosa, incluso algo que no querían y que no podían usar, por el mero hecho de que pudieran robarlo. En cualquier caso, aquellas cosas divertían a Frank.
Y no eran solo los tíos, sino también las mujeres.
La primera vez, a Frank le había costado mucho engañar a Patty, pero después empezó a conocer a mujeres de todo tipo, al principio dentro de la órbita gravitacional de un tío con mucho gancho como Herbie Goldstein y después por su cuenta.
Conoció a modelos, coristas, crupieres,
dealers
y turistas que iban a pasárselo bien, sin complicaciones, y eso era lo que Frank les brindaba. Las llevaba a cenar a un lugar agradable, a espectáculos, siempre las trataba como si fuesen señoras y era un amante generoso y cariñoso. Frank descubrió que le gustaban mucho las mujeres y que ellas lo trataban con la misma gentileza. Todas menos Patty. Él la trataba mal y ella le pagaba con la misma moneda.
Habló de eso una noche con Sherm, en un momento de tranquilidad en el local de Herbie.
—¿Por qué uno no puede estar con su mujer como está con sus amigas?
—Son razas diferentes, amigo mío —dijo Sherm—; especies totalmente diferentes.
—Tal vez si nos casáramos con las amigas...
—Lo he intentado —dice Sherm— en dos ocasiones.
—¿Y?
—Y se convierten en esposas —dijo Sherm—. Cuando se ponen a planear la boda, empieza la metamorfosis de gatita sexy a gata doméstica. No sirve y, si no me crees, pregúntale a mi abogado.
—Tú eres abogado.
—Pregúntale al abogado que me lleva los divorcios —dijo Sherm—. Dile que vas de mi parte... Tiene una barca que lleva mi nombre.
—No creo que sean ellas —dijo Frank—; creo que somos nosotros. Cuando dejamos de intentar llevarlas a la cama, porque ya están siempre allí, dejamos de esforzarnos y las convertimos en esposas.
—Yo diría que así es la vida, amigo mío —dijo Sherm—. ¡Así es la vida!
«Yo diría que no», pensaba Frank.
Decidió regresar a casa y volver a intentarlo de verdad con Patty: tratarla como a una amante, en lugar de como a una esposa, y ver lo que pasaba, pero no lo hizo. Era más fácil acostarse con las coristas o pasar el rato con Herbie.
Siempre se lo pasaba bien con Herbie, resolviendo los crucigramas del dominical del
New York Times
mientras comían
bagels
y salmón ahumado, con música de ópera de fondo, o bebiendo un vino que Herbie hubiese descubierto, o riéndose de las conspiraciones y los planes de Mike Pella, los hermanos Martini y el resto de la pandilla.
Fue una buena época, pero todo acabó cuando tuvo que matar a Jay Voorhees.
Jay Voorhees era el jefe de seguridad del Paladín y se encargaba de que el casino no tuviese que pagar ningún porcentaje, de modo que, en aras de la eficiencia, también se encargaba del porcentaje. Era bueno para eso —una especie de Harry Houdini de la contaduría—, a juzgar por la forma en que las monedas y los billetes desaparecían de cajas cerradas con llave. Entonces el FBI se puso en contacto con él y comenzó a presionarlo y él se derrumbó.
Huyó a México, donde los federales no pudieran dar con él. Hasta ahí todo iba bien, pero Chicago no pretendía extraditarlo, sino hacer desaparecer a Houdini para siempre, porque Voorhees lo sabía todo: podía entregar a Carmine, a Donnie Garth, a todo el mundo, con lo cual todo el castillo de naipes se vendría abajo. Había que encontrar a Voorhees y deshacerse de él.
La gente cree que es fácil desaparecer, pero no lo es. Es difícil y fatigoso y caro a base de bien. Uno siempre se desangra cuando viaja y, yendo de un lado a otro y tratando de no dejar huellas, se desangra más rápido aún, porque trata de usar efectivo en todas partes, pero ve cómo se le escapa del bolsillo, así que recurre al plástico.
A menos que uno esté preparado para desaparecer sin dejar rastros, huir es un truco difícil y Jay Voorhees no estaba preparado; simplemente se dejó llevar por el pánico y salió corriendo. Solo era cuestión de tiempo que se diera cuenta de que los federales le ofrecerían un trato muy bueno y que se cansara de correr y decidiera regresar del frío. Frank tenía que dar con él antes.
—Podemos enviar a una pandilla —dijo Carmine Antonucci—; lo que necesites.
—No quiero una pandilla —dijo Frank.
Un puñado de gansos tropezando entre ellos y una fuente de testigos potenciales cuando los federales les echaran cinco años del primero al último. Pues no, no quería ninguna pandilla; solo que le pagaran los gastos de la operación y en efectivo, porque él tampoco quería dejar huellas.
Había montones de huellas. Frank siguió a Voorhees desde Ciudad de México hasta Guadalajara; de allí hasta Mazatlán y Cozumel, después a Puerto Vallarta y después bajando por toda la Baja hasta Cabo.
Entre el cazador y la presa se establece una conexión.
«Hay gente que lo niega y dice que son chorradas poco realistas —pensaba Frank—, pero todos saben que es así. Cuando le sigues la pista a alguien bastante tiempo, llegas a conocerlo, vives su vida a un paso de distancia y él se vuelve real para ti. Tratas de meterte dentro de su cabeza, de pensar como piensa él y, si lo consigues, de un modo extraño te conviertes en él. Y él se convierte en ti, por la misma razón. Si tiene un poco de instinto, empieza a sentirte a ti. Al huir, al tratar de ser más listo que tú, de anticipar tus movimientos y contrarrestarlos, él también llega a conocerte. Estáis en el mismo camino; necesariamente vais a los mismos sitios, coméis lo mismo, veis las mismas cosas, compartís las mismas experiencias. Desarrolláis cosas en común. Os conectáis.»