El invierno de Frankie Machine (31 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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«O el tío me quiere ligar —pensó Frank—, cosa que dudo mucho, o cumple órdenes.»

En cualquiera de los dos casos, Frank no iba a permitir que le impidiera disfrutar de la comida que se servía en la fiesta, que era excelente. Estaba masticando un
satay
de langostinos, cuando se le acercó Mac.

—Usted es demasiado inteligente para esta gente —dijo Mac—. Se está desperdiciando. Venga a trabajar conmigo y gane dinero de verdad en un entorno con clase.

—Me halaga —dijo Frank—, pero Mike y yo llevamos mucho tiempo juntos.

—Cada día que pasa es un desperdicio.

—Le agradezco el ofrecimiento —dijo Frank—, pero no, gracias. Mike es amigo mío y me quedo con él.

—Lo respeto —dijo Mac—. No pretendía ofenderlo.

—No me siento ofendido.

—Pero procure que haga algo acertado, por favor —dijo Mac—. Lo acertado siempre es bueno para todos.

Lo malo era que Mike no lo veía de la misma forma. Aquella noche, más tarde, mientras le relataba las maravillas del sexo con una futura modelo de
Penthouse
, le dijo:

—¿Sabes qué? Vamos a tener que matar al negrata...

—Pues no, no lo sé —dijo Frank— y en realidad creo que deberías venderle el 80 por ciento.

—Te estás quedando conmigo, ¿no es cierto?

—Te lo digo totalmente en serio.

—Ni de coña, Frankie —dijo Mike—. Ni de coña.

—Es poli, Mike.

—Lo fue —dijo Mike— y también ha estado en el trullo.

—Quien ha sido poli lo sigue siendo toda la vida —dijo Frank—. Se mantienen más unidos que nosotros. Además, tiene un socio poli, así que viene a ser lo mismo.

—No voy a vender el Pinto —dijo Mike.

Y llamó a Mac para decírselo.

La semana siguiente empezaron a caer por allí inspectores para controlar que el local cumpliera la normativa contra incendios, las normas sanitarias y las del agua. Todos encontraron alguna irregularidad; ninguno de ellos quiso aceptar un billete de cien dólares, como siempre, y, por el contrario, elevaron un informe.

Una semana después, empezaron a aparcar al otro lado de la calle los coches de la Patrulla de la Autopista de California y, cuando los clientes salían del aparcamiento, los detenían para hacerles la prueba de alcoholemia. Los sacaban del coche con brusquedad, los ponían en fila y les hacían soplar por el tubo y todo eso. Aunque legalmente no estuvieran borrachos, era un rollo.

Empezó a presentarse en el local la policía secreta a olisquear en los lavabos de hombres buscando chocolate, a hacerse pasar por putañeros a la caza de titis y a tratar de comprar coca a los camareros. Los clientes empezaron a tener miedo de entrar y aquello perjudicó al negocio.

—Hay que hacer algo —dijo Mike a Frank y Frank sabía a qué se refería.

—¿Quieres empezar una guerra a tiros con la Patrulla de la Autopista de California? —le preguntó.

Mac telefoneó y mejoró su oferta en diez mil dólares, en son de paz. Mike lo mandó a hacer puñetas.

La semana siguiente, trincaron a dos chicas por prostitución y a otra por tenencia de drogas. A la mañana siguiente, Pat recibió una llamada del inspector de bebidas alcohólicas, que lo amenazó con retirar la licencia del bar.

Mac volvió a mejorar su oferta. Mike le dijo que se la hiciera dar por el culo, aunque en privado no estaba tan tranquilo.

—¿Qué coño vamos a hacer? —preguntó a Frank—. ¿Qué coño vamos a hacer?

—Venderle el club.

Mike tenía una respuesta distinta, más al estilo de la respuesta mafiosa tradicional: lanzar bombas incendiarias contra el Cheetah Lounge.

Se preocupó de hacerlo después del cierre y hasta se aseguró de que el portero no estuviera; entonces él y Angie Basso arrojaron dos cócteles molotov muy bien hechos a través de la ventana.

El local no quedó totalmente destruido, pero pasaría bastante tiempo antes de que pudiera volver a abrir. Solo para asegurarse de que Mac captara el mensaje, Mike lo llamó por teléfono para expresarle sus condolencias:

—Oye —le dijo—, qué pena que no anduvieran por allí los inspectores de seguridad contra incendios.

Mac captó el mensaje. Tan bien lo captó que aquella noche atacaron a Angie Basso cuando salía de su lavandería. Pat Porter y el Gran Estrangulador Sherrell lo arrastraron hasta el borde de la acera, le pusieron las manos sobre el bordillo y le saltaron encima de los antebrazos hasta partirle las dos muñecas.

—No deberías jugar con fuego —le dijo Porter.

—¿Qué voy a hacer? —Angie preguntó a Mike la noche siguiente—. Ni siquiera puedo echar una meada yo solo.

—A mí no me mires —dijo Mike.

Sin embargo, respondió. Tenía que hacerlo o rendirse. De modo que, tres noches después, en el asiento trasero de un coche aparcado frente a Bare Elegance, Frank esperaba a que el Gran Estrangulador cerrara. Mike iba en el asiento del conductor, porque Frank no confiaba en la precisión de su disparo.

—Solo le voy a disparar en la pierna —había dicho Mike.

—Eres capaz de cagarla y darle en la arteria femoral —le había dicho Frank— y entonces Sherrell se desangraría y nos veríamos envueltos en una guerra declarada.

—Yo le apuntaría a la polla —había dicho Mike—. A ese blanco no le puedo fallar.

Mike había alquilado un par de los viejos vídeos pornográficos de Sherrell y los había puesto en el cuarto oscuro del club. Frank estaba medio convencido de que Mike había escogido como blanco al Gran Estrangulador por envidia fálica.

En cualquier caso, estaba agachado en el asiento posterior de un coche auxiliar, cuando vio que Sherrell salía, se despedía del barman, bajaba la persiana metálica y empezaba a poner el candado.

Frank sacó el rifle calibre 22 por la ventanilla abierta del coche, ajustó la mira a la parte carnosa de la pantorrilla derecha de Sherrell y disparó. Sherrell cayó al suelo, Mike apretó el acelerador y aquello fue todo. Frank sabía que el barman regresaría y llevaría a Sherrell al hospital. El Gran Estrangulador tendría que andar con muletas un par de semanas, como mucho.

En términos generales, fue una respuesta muy moderada al ataque a Angie Basso, cuyas muñecas tardarían meses en curarse. Por decir algo, supuso reducir la escala de la guerra, pero, en cambio, por el otro lado la subieron un escalón.

Frank lo vio venir, literalmente.

Estaba en el aeropuerto —había ido a recoger a alguien—, cuando vio entrar en la terminal a Pat Porter. Frank le dio un poco de ventaja y lo siguió; Porter esperaba un vuelo directo procedente de Heathrow y recibió afectuosamente a dos hombres que bajaron del avión.

Eran lo que los anglicones llamarían «tipos duros». Frank se dio cuenta por su manera de andar y de comportarse: eran musculosos pero ágiles, como si fueran atletas. Uno era grueso como un tonel y llevaba una camiseta de rugby, vaqueros y zapatillas de tenis; el otro era delgado y un poco más alto y llevaba una camiseta del Arsenal.

Porter se había traído una pandilla. Se presentaron en el Club Pinto dos días después. Era última hora de la tarde de un martes, justo cuando solía empezar a llegar toda la gente que trabajaba en la construcción a la salida del trabajo. Estaba bastante tranquilo, pero no muerto. Frank estaba en el reservado habitual, tomando rápidamente una hamburguesa con queso y una coca-cola, antes de que empezaran las prisas de la noche y tuviera que marcharse a recoger clientes.

Avistó a la pandilla británica en cuanto atravesaron la puerta, lo mismo que Georgie Ye, que dejó el bar, donde estaba sentado con Myrna, y se dirigió hacia los ingleses, que le sonrieron como si fuera un plato de comida avanzando en dirección a ellos. Frank hizo señas a Georgie para que se acercase al reservado.

—Frank —dijo Georgie—, no me gusta que vengan aquí.

—¿Te he preguntado lo que te gusta? —dijo Frank—. Le toca a Myrna. Ve a verla bailar y piensa en lo que esta noche te hará a ti.

—Pero, Frank...

—¿Qué te he dicho, Georgie? ¿Te lo tengo que repetir?

Georgie miró a Porter con malos ojos y fue a sentarse en primera fila, para observar cómo Myrna hacía girar su cuerpecito en una mala imitación de erotismo.

Porter se acercó al reservado de Frank con sus dos muchachos, engalanados aún con la misma ropa deportiva, uno a cada lado. Frank no los invitó a sentarse. Porter llevaba su uniforme: traje oscuro, cuello cerrado y corbata negra estrecha. Miró a Frank y dijo:

—No, si al final esto va a quedar entre usted y yo.

—Esto parece
Raíces profundas
—comentó Frank, riendo.

Miró a Porter a la cara y enseguida se percató de una cosa: no cabía duda de que a Pat Porter no le gustaba que se rieran de él.

—Usted y yo —repitió Porter.

Frank miró por encima del hombro de Porter.

—Entonces ¿para qué han venido ellos?

—Para asegurarnos de que no intervenga nadie más —dijo Porter—. Ya sé cómo son ustedes los italianinis.

Frank siguió comiendo su hamburguesa.

—Tengo un horario que cumplir, Sam Spade —dijo, mientras masticaba—. Si tiene algo que decir, dígalo. Y si no...

Frank indicó la puerta con la barbilla.

—Te voy a matar, Frankie Machine —dijo Porter—, o haré que tú me mates a mí.

—Escojo la puerta número dos —dijo Frank.

Porter no pilló el chiste. Se quedó allí, como si estuviera esperando algo.

«¿Y ahora qué? —pensó Frank—. ¿Se supone que pegue un salto y "desenfunde"? ¿Vamos a hacer las películas del Oeste de serie B de 1988 en el bulevar Kettner?»

Frank acabó el último mordisco de su hamburguesa y tomó un trago de coca-cola; después se puso de pie y golpeó con el cristal grueso el costado de la cara de Porter. El de la camisa de rugby reaccionó, pero Frank ya había sacado la pistola. La amartilló, apuntó a los dos adíateles y dijo:

—¿En serio?

Aparentemente no. El de la camiseta de rugby y el del Arsenal se quedaron inmóviles. Sin dejar de apuntarles, se agachó hasta donde estaba Porter de rodillas, sangrando por el costado de la cara, le agarró la corbata, se la enroscó alrededor del cuello y, sin apartar la pistola de los otros dos anglicones, arrastró a Porter por el suelo, escaleras arriba hasta el rellano y hacia el exterior. Agitó la pistola ante el de la camiseta de rugby y el de la del Arsenal y dijo:

—Fuera.

—Estás muerto, tío —dijo el del Arsenal.

—Sí, claro. Fuera.

Se marcharon y Frank volvió a entrar en la sala, pasó con cuidado sobre los cristales rotos y la sangre y volvió a sentarse en su reservado. Hizo señas a la camarera para que le llevara la cuenta.

Todo el mundo lo estaba mirando: la camarera, el barman, los tres obreros de la construcción que estaban sentados a una mesa, Myrna y Georgie Ye. Todos estaban boquiabiertos.

—¿Qué pasa? —preguntó Frank—. ¿Qué hay?

«Estoy de mal humor, ¿vale? —pensó—. Hace tres semanas que no veo despierta a mi hija, mi mujer me amenaza con llamar a un abogado y estoy intentando comerme una hamburguesa antes de ponerme a trabajar toda la noche, ¿y tiene que venir un anglicón a fastidiarme con diálogos malos de películas? No tengo por qué daros explicaciones a vosotros.»

—Tráeme un poco de agua con gas y unas cuantas servilletas —dijo.

—Ya lo limpio yo, Frank —dijo la camarera.

—Gracias, Angela —dijo Frank—, pero si yo lo he ensuciado, yo lo limpio.

—Hoy tenemos tarta de queso, Frank.

—Está bien, cielo. Tengo que cuidar la línea.

Limpió la sangre y los cristales rotos y estuvo más alerta de lo habitual cuando salió al aparcamiento para empezar a recoger a sus clientes. Cuando regresó con el primer cliente, Mike lo estaba esperando, muerto de risa:

—Joder, tío, ¡como me vuelvas a sermonear por mi carácter...!

—La sangre salió de la alfombra, ¿vale?

Mike miró a Frank, lo cogió por las mejillas y le dijo:

—Te quiero. Coño, que te quiero, ¿vale? —Se volvió a todo el bar—: ¡Coño! ¡Cómo quiero a este tío!

Ocurrió dos semanas después. No tendría que haber ocurrido, no habría ocurrido, pero a Mike de pronto le cayó un grupo de empresarios japoneses que quería pasárselo bien y necesitaba las dos limusinas para hacerse cargo de ellos, de modo que Frank tuvo que conducir, en lugar de hacer lo que tenía previsto hacer, que era recoger un dinero. Se suponía que fuera un recado fácil, sin complicaciones: un yonqui que era novio de una de las bailarinas había pedido dinero prestado y tenía que hacer el primer pago de intereses.

—Que vaya Georgie —dijo Mike—. Puede pasar por la casa del tío al venir hacia aquí.

Así que Frank llamó a Georgie, que estuvo encantado de encargarse. Frank y Mike salieron a llevar a los japoneses de un lado a otro y cuando regresaron al club era la una de la madrugada y Myrna estaba sentada en el bar, mientras otras dos estríperes la abrazaban y ella sollozaba como una histérica.

Frank tardó treinta minutos en conseguir que le contara lo que había pasado.

Ella había ido con Georgie a recoger el dinero. El yonqui vivía en un bloque de pisos en el Lamp. Iban a buscar el dinero de camino al trabajo, por eso ella lo acompañó. Se detuvieron en el aparcamiento y Georgie le dijo que lo esperara en el coche. Ella dijo que estaba bien, porque tenía que maquillarse. Cuando Georgie se bajó de su coche, tres tíos salieron de otro.

—¿Los reconociste? —preguntó Frank.

Myrna asintió con la cabeza y empezó una nueva tanda de sollozos. Cuando se recuperó, dijo:

—Frankie, uno de ellos era el tío al que pegaste el otro día. Tenía la cara vendada, pero lo reconocí. Los otros dos eran los tíos que vinieron con él.

Frank sintió náuseas mientras Myrna contaba el resto de la historia. Georgie trató de luchar con ellos, pero eran tres. Uno de ellos le pegó una patada en la cabeza y se le doblaron las piernas. Ella se bajó del coche y trató de ayudarlo, pero uno de los tíos la rodeó con los brazos y la sujetó.

Entonces el tío de las vendas se sacó algo del bolsillo y golpeó a Georgie en la cara con eso. Los otros tíos agarraron a Georgie y lo sujetaron, mientras aquel lo golpeaba una y otra vez, sobre todo en el estómago, pero a veces también en la cabeza, y, cuando lo soltaron, cayó al suelo. Entonces el tío que tenía la cara vendada se puso a patearlo una y otra vez, en las costillas, en la entrepierna y en la cabeza.

—Pateó a Georgie una última vez en la cabeza —dijo Myrna— y el cuello de Georgie como que se partió hacia atrás y entonces el tío de las vendas se me acercó y dijo...

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