—Te matarán, Momo.
—Me importa un pimiento.
Marie estaba de pie en el corredor, apoyada en la jamba de la puerta, con el vestido todavía bajado, el maquillaje corrido por toda la cara —parecía un payaso loco— y el cabello todo enmarañado:
—No eres un hombre —dijo—. ¿Cómo permitiste que me hiciera eso?
—Te gustó, zorra.
—¿Cómo puedes...?
—Te hizo acabar.
Levantó la pistola.
—Momo, ¡no! —gritó Frank.
—La hizo correrse —dijo Momo y le disparó.
—¡Dios mío! —gritó Frank, cuando el cuerpo de Marie giró y cayó al suelo como un tirabuzón.
Quiso embestirlo y quitarle el arma, pero estaba demasiado asustado. Entonces Momo se alejó un paso de él, se apoyó la pistola en la cabeza y dijo:
—Yo la amaba, Frankie.
Frank contempló aquellos ojos tristes de sabueso durante un segundo; después Momo apretó el gatillo. Su sangre salpicó la cara sonriente de Kennedy.
«Es curioso —piensa Frank ahora— que eso sea lo que recuerdo más que nada: la sangre sobre John Kennedy.»
Después, cuando mataron a Kennedy, no le llamó tanto la atención. Fue como si ya lo hubiese visto.
Marie Anselmo sobrevivió; resultó que Momo le había dado en la cadera. Ella se revolcaba en el suelo gritando mientras Frank, desesperado, llamaba a la policía. La ambulancia se llevo a Marie y los detectives se llevaron a Frank. Les dijo casi todo lo que había visto, es decir: que Momo había disparado a su mujer y después a sí mismo. No mencionó a Al DeSanto ni a Nicky Locicero y sintió alivio cuando después se enteró de que Marie tampoco había dicho nada sobre su violación. Si los polis de San Diego estaban hechos polvo por el suicidio de Momo, lo ocultaron de lo más bien, a menos que las carcajadas fueran su manera de expresar su dolor.
Marie pasó varias semanas en el hospital y le quedó una cojera casi imperceptible, pero sobrevivió. Por respeto a Momo, Frank solía llevarle comestibles a su casa y, cuando se recuperó lo suficiente, siguió llevándola al supermercado.
Sin embargo, después de aquello, Frank se desilusionó. Todo lo que Momo le había enseñado sobre la
cosa nostra
—el código, las normas, el honor, la «familia»— era pura chorrada. Después de ver su puñetero honor aquella noche en la casa de Momo, volvió a trabajar en los atuneros.
«Y probablemente aquella habría sido mi vida —piensa ahora, mirando por la ventana al océano gris y las cabrillas—, de no ser porque, seis meses después, apareció nada menos que Frank Baptista.»
Bap apareció en el muelle una noche, cuando Frank acababa de ordenar la cubierta y se disponía a darse una ducha y a pasar la velada luchando contra la virtud de Patty. No era habitual ver en el muelle a tíos de traje y corbata, de modo que Frank enseguida se dio cuenta de que Bap era diferente, aunque no sabía quién era.
Aparentemente, él sí que conocía a Frank.
—¿Eres Frankie Machianno? —preguntó Bap.
—Sí.
Frank temió que el tío fuera madero y que finalmente Marie hubiese decidido presentar cargos contra DeSanto. El tío le tendió la mano:
—Nos llamamos igual. Soy Frank Baptista.
Frank quedó estupefacto. Desde luego, aquel tío no tenía pinta de ser un mafioso famoso: era grueso, rellenito, de carnes fofas, mofletudo y llevaba gafas de culo de botella sobre unos ojos de búho. Se peinaba cubriendo la calva con el poco pelo que le quedaba. En comparación con Bap, Momo parecía Troy Donahue.
Frank no podía creer que aquel fuera el tío que había matado a Lew Brunemann, a Russian Louie Strauss y a Red Sagunda cuando la mafia de Cleveland trataba de expandirse a San Diego. ¿Era el mismo que fue capo aquí desde la década de 1940 hasta que lo mandaron a la sombra por soborno?
—¿Quieres venir a tomar algo? —invitó Bap—. ¿Un café?
«Debería haberle dicho que no —piensa Frank ahora—, haberle dicho: "No se ofenda, señor Baptista, pero ahora estoy fuera. Ya he visto lo suficiente." Pero no lo hice, sino que me fui a tomar una cerveza con Bap.»
Frank lo siguió hasta Pacific Beach, a uno de los tugurios que había cerca de Crystal Pier. Fueron a un reservado en la parte de atrás, donde Bap pidió un café para él y una cerveza para Frank. Bap se pasó un buen rato revolviendo la leche y el azúcar que se había echado en el café, hasta que finalmente preguntó:
—¿Te caía bien Momo?
—Sí.
—Me han dicho que le sigues llevando la comida a Marie —dijo Bap—. Eso habla bien de ti. Demuestra que tienes respeto.
—Momo siempre se portó bien conmigo.
Bap se quedó con esto y después se puso a conversar sobre cosas intrascendentes, pero Frank se dio cuenta enseguida de que al ex capo en realidad no le interesaba darle palique, conque se acabó la cerveza y dijo que tenía una cita. Bap le agradeció el tiempo que le había dedicado y dijo que se alegraba de conocerlo. Frank supuso que aquello era todo, pero, como un mes después, Bap volvió a presentarse en el muelle y le dijo:
—Ven, vamos a dar una vuelta.
Frank lo siguió hasta un cadillac que estaba aparcado en Ocean Avenue. Bap le tiró las llaves y se sentó en el asiento del acompañante. Frank se puso al volante y encendió el motor.
—¿Adónde quiere ir?
—No importa. Tú conduce.
Frank entró en Sunset Drive y se dirigió hacia el sur, recorriendo los lugares donde le gustaba surfear.
—Conduces bien —dijo Bap—. A partir de ahora eres mi chófer.
Y eso fue todo. Frank empezó a trabajar para Bap. Lo llevaba a todas partes: al colmado, a la peluquería, a los clubes, a la antigua casa de Momo a ver a Marie, al hipódromo cuando había carreras de caballos en Del Mar. Llevó a Bap a ver a todos los corredores de apuestas, los usureros y los estafadores de San Diego.
A DeSanto no le gustó nada. El capo de Los Ángeles sabía que Bap había salido de la cárcel y que querría recuperar su antiguo territorio, que querría un porcentaje de lo que se ganaba en la calle, del juego y de todo lo demás que hubiera en marcha en San Diego, pero DeSanto no estaba dispuesto a darle nada de todo eso. Bap era un tío conocido, un tío ambicioso, y Los Ángeles no quería que hubiera en San Diego ningún fortachón dispuesto a hacer otra vez lo que le diera la gana.
—Acabamos de enviar a aquellos indios otra vez a la reserva —dijo DeSanto a Nicky Locicero— y lo último que queremos es que un tío que se cree el jefe se ponga a dar vueltas por allí.
Por consiguiente, intentó conformar a Bap con las migajas de su mesa, pero Bap no tuvo el menor empacho en manifestar su descontento.
Aquello siempre fue un problema para Bap: no podía guardarse su resentimiento; siempre se le iba de la boca. Al final, aquello acabó con él. Frank todavía recordaba a Bap protestando, allá por 1964, en pleno hipódromo de Del Mar, donde podían oírlo la mitad de los mafiosos del sur de California:
—¿Acaso soy un perro, para que me arroje unos cuantos huesos?
Frank se encargaba de llevar las apuestas de Bap a la ventanilla y se daba cuenta de que no le estaba yendo demasiado bien.
«No me extraña que necesite dinero —pensaba Frank—, con esa afición que tiene a los caballos lentos.»
Bap arrojó a sus pies otro puñado de boletos perdedores y dijo:
—Me paso tres años en chirona, sin ganar nada. Este tío tiene que darme de comer, ¡por Dios!
Lo dijo justo delante de tres tíos de Los Ángeles que habían venido para la temporada hípica: tenía que saber que, en cuanto consiguieran un teléfono, la información iría a parar directamente a DeSanto. Y el capo de Los Ángeles no se alegraría cuando le contaran las chorradas que decía Bap, y mucho menos lo que dijo a continuación:
—A lo mejor tendría que ponerme a trabajar aquí por mi cuenta.
Decir algo así equivalía a pedir a gritos que le dieran pasaporte y DeSanto no tardó mucho en satisfacer su petición. Preparó un encuentro en el que Bap resultaría muerto y su chófer con él, si tocaba.
Se encontraron en un solar vacío en Orange County.
«En aquella época —recuerda Frank—, como su nombre indicaba, Orange County eran sobre todo naranjales, con Disneyland arriba.»
La memoria es curiosa, porque todavía recuerda el olor de las naranjas de aquella noche. Llegaron a un terreno de tierra roja junto a un naranjal, en una carretera solitaria. DeSanto y Locicero ya estaban allí: Locicero al volante del cadillac negro de DeSanto y el capo sentado detrás de él, en el asiento posterior.
—No te preocupes —dijo Bap al ver la mirada asustada en los ojos de Frank—. Nick ha garantizado mi seguridad.
Bap se apeó y se dirigió hacia el cadillac. Locicero bajó, apagó su cigarrillo en la tierra y se dirigió hacia él. Bap alzó los brazos y Locicero lo cacheó, hizo un gesto de asentimiento y Bap se subió a la parte posterior con DeSanto.
Locicero se apoyó en el capó, sin perder de vista a Frank. Lo saludó con la cabeza y sonrió.
En aquel momento, llegó otro coche y frenó justo detrás de Frank, cortándole la salida. Frank se puso a sudar. Miró por el retrovisor y vio que había dos tíos en el asiento delantero del lincoln. Reconoció a uno de ellos: era Jimmy Forliano; al otro no lo conocía. Era un tío más joven, más o menos de su edad, aunque tenía un aire de seguridad en sí mismo que lo hacía parecer mayor.
Entonces Frank vio algo parecido a un relámpago en el asiento trasero del cadillac de DeSanto y tardó un segundo en caer en la cuenta de que eran las descargas de un arma de fuego. Locicero sonrió y encendió otro cigarrillo.
«Estabas tan asustado —recuerda ahora Frank— que intentaste poner en marcha el coche, pero te temblaba la mano en la llave y, de todos modos, ¿adónde ibas a ir?, conque empezaste a abrir la puerta para tratar de echar a correr, pero Forliano ya estaba junto a la ventanilla.»
—Tranquilo, chaval.
—No he visto nada.
Forliano se limitó a sonreír. Entonces se abrió la portezuela trasera del cadillac y...
Bap se apeó y te hizo señas con la mano para que te acercaras. Forliano te abrió la portezuela y te acercaste a Bap; te temblaban las piernas y las rodillas te castañeteaban. Bap te tendió la pistola.
—Momo era amigo tuyo, ¿verdad?
—Sí...
—También era amigo mío —dijo Bap—. Este cabronazo se la buscó.
¿Cepillarse a un capo? Frank también quería cobrarse lo que DeSanto le había hecho a Momo, pero cepillarse a un capo era cavarte tu propia fosa. Aunque lo consiguieras, se te echarían encima todas las familias del país. Es posible que Bap fuera el capo de San Diego en otra época, pero había sido degradado a soldado raso cuando estuvo en chirona.
—Tienes que meterle un par de balas en el cuerpo —dijo Bap.
—Está bien así —dijo Frank.
—No, tienes que hacerlo —dijo Bap—, para no poder declarar como testigo. Así estamos los dos en el mismo barco.
Llevó a Frank al otro lado del cadillac y abrió la portezuela. El cuerpo de DeSanto, con dos balazos en la cabeza, cayó a medias hacia fuera. Las gafas se le resbalaron de la nariz hasta el suelo.
—Pégale dos tiros en el pecho —dijo Bap.
Frank vaciló.
—Me caes bien, chaval —dijo Bap—, y no me gustaría tener que dejarte aquí a ti también.
Bap se alejó y Frank fue consciente de que estaba esperando oír los disparos y ver los destellos. Trató de levantar el arma y disparar, pero no pudo. Oyó que alguien se le acercaba por detrás.
—¿Es la primera vez?
Era el joven que venía en el coche que aparcó detrás del suyo. Cabello negro azabache, estatura media, hombros anchos en un cuerpo más bien delgado.
—Sí —respondió Frank.
—Te echo una mano —dijo el otro—. Es más fácil de lo que parece.
El tío lo ayudó a apuntar el arma al cuerpo de DeSanto.
—Ahora solo tienes que apretar el gatillo.
Frank obedeció. Le temblaba la mano, pero no podía errar a aquella distancia.
El cuerpo se sacudió con cada disparo y después descendió por la portezuela abierta hasta el suelo y levantó una nubecilla de polvo al caer. El tío que estaba junto a Frank sacó su propia pistola, disparó dos veces más al cadáver de DeSanto y le dijo:
—Bien, ahora estamos juntos en esto, tú y yo.
Bap regresó y echó una meada encima del cadáver. Todo esto pasó mucho antes de toda la cuestión del ADN, de modo que en aquella época a nadie le importaba. Bap se sacó la polla y meó en la boca abierta de DeSanto.
—Esta va por Marie —dijo. Acabó, se cerró la bragueta y dijo a Frank—: Llévame a casa.
Frank regresó al coche como pudo, arrastrando los pies. Forliano lo detuvo y le quitó la pistola de la mano.
—Nosotros nos haremos cargo de esto.
—De acuerdo.
—Has estado bien, chaval —dijo Forliano—. Cojonudo.
El tío más joven también estaba allí, sonriéndole a Frank como si todo fuera una travesura divertida.
—No te preocupes —le dijo—. Has estado bien.
Tenía acento de la costa este.
—Gracias —dijo Frank—, bueno, por ayudarme antes.
—No es nada. —El joven le tendió la mano—. Mike Pella.
—Frank Machianno.
Se estrecharon la mano.
Locicero se montó en el coche con Forliano y Pella y se largaron. Frank se subió al volante y por fin consiguió introducir la llave en el contacto. Las ruedas giraron en la tierra cuando aceleró.
—Conduce despacio, no rápido —le indicó Bap—. Respeta siempre el límite de velocidad cuando acabes de hacer un trabajo. Lo que menos te interesa es que te detengan por exceso de velocidad, porque así consigues que un poli te sitúe cerca de la escena del crimen. Métete en la autopista y piérdete entre el tráfico.
Frank hizo lo que le decían. Ya estaban a más de treinta kilómetros al sur de la 5 cuando Bap dijo:
—He estado en Chicago.
«Qué bien», pensó Frank.
—No entiendes lo que quiero decir —dijo Bap—. Me refiero a que allí he hablado con ciertas personas.
Eso a Frank no le decía nada.
—Los Ángeles dirige San Diego —explicó Bap—, pero Los Ángeles no dirige Los Ángeles. En realidad, Los Ángeles nunca ha sido independiente, sino que antes solía responder ante Nueva York, ante los judíos, ante Siegel y Lansky. Ahora Los Ángeles no es capaz de sacudir su propia polla después de echarse una meada si no consulta antes con Chicago.
—No lo sabía.
—Porque no tenías que saberlo —dijo Bap—. Los Ángeles no quiere que los tíos de San Diego vayan corriendo a Chicago cada vez que tienen problemas con ellos.