A Jimmy le gusta que Frankie Machine sea una leyenda, porque, si matas a una leyenda, tú mismo te conviertes en una. No te conviertes en el hombre hasta que derrotas al hombre que ha sido aquel hombre: eso es lo que le ha enseñado su tío.
Tony Jacks era un hombre. El tío Tony estaba hecho a la antigua usanza, había expulsado de Detroit a la rama judía y después fue un puto guerrero en la larga lucha entre el lado este y el oeste, que finalmente se resolvió con la Combinación. Fue Tony Jacks quien llevó a Hoffa al redil y fue Tony Jacks el que al final, a regañadientes, dio la orden de que se lo cargaran. Pero ahora el tío Tony está retirado, enfermo, y vive sus últimos días en la sala de espera de Dios en West Palm.
Eso es lo malo que tiene la
cosa nostra
en esta época: que no quedan suficientes hombres como el tío Tony. Jimmy quiere mucho a su padre, pero el viejo es como la mayoría de los viejos de ahora: está agotado, cansado, y le cuesta apretar el gatillo. Después de las generaciones que han hecho falta para construir la
cosa nostra
, ahora los viejos se la están regalando a los negratas, a los jamaicanos y a los rusos... o a los californianos de playa, en la costa oeste. Lo que pasa es que nos hemos ablandado.
En cambio, Jimmy el Niño es una vuelta al pasado. Es de la vieja escuela y no le da miedo apretar el gatillo. Piensa que ha llegado el momento de que la nueva generación empuñe las riendas y restaure la
cosa nostra
.
«La mejor manera de ascender y restaurarla es dar un paso adelante —piensa Jimmy—: eliminar a una leyenda como Frankie Machine y que se enteren de que en la ciudad hay un chaval nuevo.»
Dave Hansen entra en el Callahan's, un bar muy conocido en pleno Gaslamp District, en el centro de San Diego. La zona, que antes era un barrio peligroso, lleno de apartoteles, clubes de estriptis y
sex shops
, se ha convertido en una atracción turística de sordidez ficticia. En aquella transición, el Callahan's se ha forrado.
Dave Hansen es recibido allí con tanto agrado como una pupa en los labios. Dos mafiosos lo detectan en cuanto cruza la puerta y corren a la habitación del fondo, donde tiene su despacho Teddy Migliore. La genealogía mafiosa de Teddy no podría ser más sólida: es hijo del viejo Joe Migliore y nieto de Paul Moretti.
Hace algunos años, Teddy apareció en algo relacionado con la usura, pero hasta hace poco no se había metido en líos, al menos hasta que la Operación Aguijón G empezó a sacar a la luz algunos contactos problemáticos, como el hecho de que Teddy sea el propietario del Hunnybear's y de otros clubes de estriptis de la zona y también que John Heaney esté a cargo del turno de noche en el Hunnybear's. Teddy sale de su despacho.
—Mi abogado llegará dentro de cinco minutos —dice.
—Para entonces ya no estaré aquí —le dice Dave.
—¿Aguantará cuatro?
—Confíe en mí —dice Dave—. No quiero quedarme en este nido de ratas más de lo estrictamente necesario.
—Mejor —dice Teddy—. ¿Qué quiere? Estoy hasta las narices de que el FBI me acose solo porque mi apellido es italiano y me llamo Migliore.
—Tony Palumbo ha desaparecido —dice Dave y espera la reacción de Teddy.
—Siga un rastro de envoltorios de Twinkie y lo encontrará —dice Teddy, sonriendo.
—¿Lo mató usted?
—Yo diría que se está precipitando al sacar conclusiones, ¿no le parece? —pregunta Teddy—. Uno, que está muerto; dos, que yo quisiera verlo muerto; tres, que, aunque quisiera verlo muerto, me ocuparía de la cuestión con mis propias manos.
Dave da un paso hacia él. Los dos chicos de Teddy hacen ademán de intervenir, hasta que Dave dice:
—Venga, ¿por qué no? Hoy estoy de mal humor y todavía no he hecho mis ejercicios.
El agente del FBI mide más de un metro noventa y está cachas, así que reculan. Dave se planta delante de Teddy.
—Voy a averiguar quién lo mató —dice Dave—, voy a regresar y voy a hacer que Ruby Ridge y Waco parezcan Bob Esponja.
—¿Me está amenazando? —pregunta Teddy.
—¡Claro que sí, carajo!
—Lo voy a demandar, capullo.
—Tal vez lo hagan sus sucesores —dice Dave y se vuelve para marcharse.
—Se equivoca de persona —dice Teddy a sus espaldas—. Debería buscar a Frank Machianno.
Dave se vuelve.
—El que sale a surfear con usted —añade Teddy—: Frankie Machine.
Jimmy el Niño alquila un automóvil en el aeropuerto y conduce hasta la casa de su tío en West Palm. Es agradable estar en Florida. Es agradable viajar en un descapotable y que a uno le dé un poco el sol. Jimmy se pasa la mano por el pelo teñido de rubio. Le gusta su nuevo aspecto: muy rubio, con un corte casi a la moda.
También le agrada lucir los tatuajes, cuando el clima le permite llevar mangas cortas. Se hizo tatuar algunos símbolos chinos: fuerza, valor, lealtad, y también una de esas bolas de demolición enormes en el antebrazo derecho, a punto de caer sobre algún cerdo en un viejo cadillac.
El «equipo de demolición». Qué agradable.
En el
bungalow
de Tony hace un calor sofocante. Es un día caluroso de por sí y Jimmy juraría que el viejo tiene puesta la puta calefacción. Echa un vistazo al termostato: marca treinta grados. Y el tío Tony lleva puesto un jersey.
«Es la circulación —piensa Jimmy—. La sangre no les circula bien y por eso los viejos tienen frío.»
Jimmy abraza a su tío y lo besa en las dos mejillas. Su cutis le produce la sensación del pergamino en los labios. Tony Jacks se alegra de ver a su sobrino.
—Ven, siéntate.
Entran en el salón. Jimmy se sienta en el sofá y, con el calor, las piernas se le pegan a la funda de plástico.
—¿Quieres beber algo? —pregunta el tío Tony—. Llamo a la chica.
—Estoy bien.
Conversan unos minutos sobre temas triviales, como corresponde, hasta que Tony va al grano.
—¿Qué te trae por aquí, Jimmy?
—El follón que hay en San Diego.
Tony Jacks sacude la cabeza.
—Cuando me preguntaron a mí, les dije que Vince no era capaz de encargarse de aquel trabajo.
—Lo mismo dije yo.
—Conozco al tal Frankie desde que era niño —dice Tony Jacks—. Hizo algún trabajo para mí, en aquella época. Un hueso duro de roer.
—Quiero que me den la oportunidad, tío Tony.
Tony Jacks lo mira durante unos segundos y dice:
—Eso depende de Jack Tominello, sobrino. El capo es él.
—El capo deberías ser tú —dice Jimmy— o mi padre. Debería ser alguno de los Giacamone, no un Tominello. Calculo que, si resuelvo este asunto, me hago cargo de lo que Vince tuviera en marcha en San Diego.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Algo relacionado con clubes de estriptis.
—Es mucho más que unas cuantas estríperes.
—¿A qué se debe tanta obsesión por Frankie Machine? —pregunta Jimmy—. ¿Por qué lo queremos mandar al otro barrio?
Tony Jacks se inclina hacia delante —da la impresión de que tiene que hacer un esfuerzo— y baja la voz hasta convertirla en un susurro ronco.
—Lo que te voy a decir, Jimmy, tu padre no lo sabe. Ni siquiera Jack lo sabe. Lo que te voy a decir no se lo puedes contar jamás a nadie mientras vivas.
—No lo haré.
—Júramelo.
—Te lo juro por Dios —dice Jimmy.
Tony Jacks le cuenta una historia; se remonta a mucho tiempo atrás y le lleva un buen rato.
Cuando Jimmy el Niño se marcha por fin de la casa de su tío, sale por piernas. Se las pira.
Localizar a Mouse Junior es pan comido. Frank simplemente marca el teléfono de información, pide el número de Golden Productions y llama.
—Oye —dice a la recepcionista—, que soy del servicio de
catering
para el rodaje de hoy y no los localizo. ¿Me dices dónde...?
Evidentemente, están en el valle. El valle de San Fernando es la capital pornográfica del mundo. Es imposible hacer botar una pelota de tenis en el valle sin darle a algún culo al aire, esperando para entrar en el plató. Forma parte de Los Ángeles, pero hace algunos años intentó separarse, aparentemente, piensa Frank mientras accede a la 101 en dirección al valle, para convertirse en la «república del porno».
Por un lado está Hollywood y después, un poco más al norte, está «Hollywoody», el Hollywood erótico, donde tíos gay con erecciones alimentadas a base de Viagra se tiran a jóvenes drogadictas sobre colchones pelados dispuestos sobre la hierba en Encino.
«Es tan erótico —piensa Frank— como tener una bacteria en el intestino.»
Sin embargo, bromas aparte, la verdad es que la «industria del entretenimiento para adultos» es más potente que Hollywood, el béisbol profesional, la liga de fútbol americano profesional y la liga de baloncesto profesional todos juntos. Es un negocio muy lucrativo y la mafia siempre va donde hay ganancias.
No le cuesta nada encontrar el lugar de rodaje: una casa grande en Chatsworth con un patio trasero vallado y la indefectible piscina. Sabe que ha acertado, porque en la calle está aparcado el hummer de Mouse Junior, lo que demuestra lo despreocupado que se ha puesto esto últimamente, si, después de tratar de cargarte a un tío y fallar, uno sigue usando su propio coche como si allí no hubiera pasado nada.
«A menos que se trate de una emboscada», piensa Frank.
Da una vuelta con el coche, buscando algún vehículo auxiliar, pero no reconoce ninguno, y tampoco ve ningún mafioso en la esquina. Si Mouse Junior tiene gorilas, están todos allí dentro, mirando lo que pasa.
«Qué tontería», piensa Frank mientras sigue subiendo por la carretera, para aprovechar el cambio de rasante para poder ver el patio trasero desde arriba.
Aparca, extrae unos binoculares y examina la escena.
«Si quisiera eliminar a Mouse Junior, podría hacerlo desde el coche y de un solo disparo y lo único que podrían hacer por él sus gorilas sería recoger su cadáver de la hierba húmeda.»
Porque allí está el bobo del niñato, flanqueado por su compañero Travis, más bobo aún que él, de charla con el director y el equipo de rodaje, tratando de decidir dónde filmar, porque está lloviendo. Los actores y el equipo están apiñados en el patio cubierto y parece que el director trata de resolver cómo filmar allí dentro hasta que —¡cómo no!— un par de operarios salen a buscar una tumbona y la llevan al patio. Un asistente de producción va a buscar una toalla y la seca.
«¡Qué atentos! —piensa Frank—. Así al menos los actores trabajan encima de una tumbona seca.»
Frank dirige los binoculares hacia Mouse Junior. Sería fácil liquidarlo, pero Frank no quiere la sangre de Mouse Junior: lo que quiere es información, conque se sienta a esperar una oportunidad.
Hay cinco cosas que hacen que un mafioso te la brinde: la despreocupación, el cansancio, los hábitos, el dinero y el sexo. Esa es la lista completa.
Mouse Junior ya ha dado muestras de despreocupación, lo cual sería suficiente para matarlo, pero Frank no lo quiere muerto, de modo que tendrá que esperar a que cometa algún otro de los cinco pecados mortales.
Frank apuesta por el sexo. No es una posibilidad demasiado remota, a juzgar por la manera en que Mouse Junior está pendiente de una jovencita que se está haciendo el amor a sí misma en aquel preciso instante. Es una rubia menuda con un pecho enorme. ¡Qué par de tetas! Lleva el tatuaje de rigor en la parte baja de la espalda: Mike Pella lo llama «la marca de la zorra».
Es un delfín retozando en una ola. Frank se ofende en nombre de los delfines. ¡Por Dios! Él ha surfeado con delfines. A veces se ponen a cabalgar las olas al lado de los surfistas, por diversión. Algunos de los mejores recuerdos de su vida tienen que ver con observar a los delfines jugando en la rompiente al atardecer. No le hace falta verlos en el trasero de una actriz porno.
A Frank no le agradan los tatuajes y no les encuentra ningún atractivo. No le parece que queden bien en un cuerpo joven y ¿qué ocurre cuando la gravedad hace sentir su fuerza inevitable y los dibujos empiezan a irse hacia abajo? Peor.
Mouse Junior no le quita ojo a la chica del delfín y ella no le quita ojo a él. El típico amor pornográfico adolescente. Sería dulce, si no fuera tan repugnante.
Ella se toca, gime y hace ojitos fuera de la cámara a Mouse Junior, que está ahí de pie, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra y sonriendo como corresponde a un idiota congénito.
Mientras tanto, otro joven le hace una mamada a la estrella porno masculina, que entonces se aparta y va hacia el plató, donde la chica del delfín toma el relevo en el trabajo oral. A continuación, la estrella porno masculina le devuelve el favor y pasan por una fastidiosa rotación de posturas —parecen gimnastas sexuales ejecutando sus ejercicios de rutina—, que culminan con la consabida corrida de él sobre la cara de ella, que la recibe con aparente entusiasmo, si no total y absoluta gratitud.
Después viene la hora de comer. Frank no sabe si los que se dedican al entretenimiento para adultos tienen un sindicato, pero enseguida se preparan para la pausa para comer y todo el mundo hace cola en el patio para acercarse a la mesa larga.
Mouse Junior espera mientras un asistente de producción entrega a la chica del delfín una toallita húmeda para secarse la cara y se adelanta y le envuelve los hombros con un albornoz, demostrando, supone Frank, que la caballerosidad en realidad no ha muerto. Él observa mientras ellos se apartan del grupo y comen junto a la parrilla techada.
Frank se pregunta de qué hablarán. ¿De la escena que ella acaba de hacer o de la que está a punto de hacer? ¿De su interpretación, de su técnica? ¿Habrá algunas sugerencias del «productor»? ¿Apuntes para su carrera o qué? ¿Qué más da?
Frank espera hasta que se acaba la pausa para comer, se acerca con el coche a la casa y encuentra un sitio donde aparcar en la calle.
La chica del delfín sale como dos horas después y se sube a un ford Taurus. Frank la sigue mientras ella conduce calle abajo hasta la rampa de acceso a la 101. Él se mantiene unos cuantos coches más atrás mientras ella se dirige hacia el sur y sale en Encino. Vive en uno de esos bloques de apartamentos de dos pisos de los que hay a millares en la zona de Los Ángeles. Frank la sigue hasta el aparcamiento, donde ella se detiene en la plaza que le corresponde. Él encuentra un lugar vacío y aparca; la ve subir por la escalera al segundo piso y meterse en su apartamento.