Los tíos lo miraron por un instante y después compusieron la cara. Entró Locicero.
—Parecemos tías —comentó—, todas yendo al lavabo de niñas al mismo tiempo...
Todos rieron.
—¿O será que es el lavabo de niños? —preguntó Locicero mirando a Frank
—Ya me iba —dijo Frank.
—Si has venido a echarte una meada, échala —dijo Momo a Frank.
Frank lo pasó muy mal. Se abrió la cremallera, se colocó ante el orinal, pero no salía nada; de todos modos, hizo como que sí, la sacudió y se la volvió a meter. Sintió alivio al ver que los hombres se estaban lavando las manos cuidadosamente y que nadie se fijaba en él.
—Bonita fiesta —decía Locicero.
—Parece que el capo se lo está pasando bien —dijo Momo.
Locicero lo miró, tratando de averiguar si lo decía en serio o en broma; al final dijo:
—Sí, creo que sí.
Frank solo quería largarse y se dirigió a la puerta.
—Frankie —lo llamó Momo.
—Dime.
—¡Lávate las manos! —dijo Momo—. ¿Qué pasa? ¿Te han criado los lobos?
Frank se sonrojó, mientras los demás reían. Retrocedió, se lavó las manos y había vuelto a llegar a la puerta cuando Momo dijo:
—Chaval, que no entre nadie más, ¿me oyes?
«Dios —pensó Frank mientras se colocaba de guardia en el pasillo—. ¿Qué irá a pasar ahí dentro?»
En cierto modo esperaba oír disparos, pero solo oyó voces.
—Momo, hemos venido a pasarlo bien... —decía Nicky Locicero.
—¿Te parece bien lo que está pasando ahí fuera?
—Hace mucho que aquí vais a la vuestra —dijo Locicero— y ya es hora de que aceptéis otra vez un poco de control.
—Cuando Jack...
—Jack ya no está —dijo Locicero— y el tío nuevo que está ahí fuera quiere que entendáis que lo que tenéis aquí no es una familia, sino que solo sois una pandilla más de Los Ángeles, que solo queda a ciento sesenta kilómetros por carretera, nada más; quiere vuestro respeto.
Entonces intervino Chris Panno:
—Si quiere respeto, Nick, primero tiene que mostrarlo él. Lo que está pasando ahí fuera no está bien.
—No te diré que no —dijo Locicero.
Un hombre se acercó por el pasillo para ir al servicio de hombres, pero Frank se interpuso en su camino
—No puede entrar aquí.
El tío era civil y no entendió nada.
—¿Cómo dice?
—Está estropeado.
—¿Todos?
—Sí, todos. Yo le aviso, ¿de acuerdo?
Por un momento, pareció que el tío no estaría de acuerdo, pero Frank era un chaval grandote y se le notaban los músculos bajo la chaqueta, conque dio media vuelta y se marchó. Frank oyó que Locicero decía:
—Mira, Momo, con todo respeto, pero tu señora ha bebido demasiado. Haz que tu chaval la lleve a casa y así no habrá problemas.
—Pero es que hay un problema, Nick —dijo Momo—, cuando este tío que pide respeto trata a nuestras esposas como si fueran prostitutas.
—¿Qué quieres que te diga, Momo? Es el jefe.
—Hay normas —dijo Momo.
Salió del lavabo, cogió a Frank por el codo y le dijo:
—La señora A se va a casa y tú te la llevas.
«¡Hostia!», pensó Frank.
—Dile al aparcacoches que traiga el coche —dijo Momo.
Frank tuvo que atravesar el salón principal para salir. Miró la mesa y vio que DeSanto estaba diciéndole algo al oído a la señora A, pero ella ya no reía. Las manos del capo no estaban encima de la mesa. Frank no podía verlas debajo del largo mantel blanco, pero podía suponer dónde estarían: en su entrepierna.
Cinco minutos después, Momo sacaba a la señora A del club a rastras. Frank salió y sostuvo abierta la puerta para que ella saliera.
—Eres un gilipollas —dijo ella a Momo.
—Estúpida hija de puta, sube al coche.
La empujó dentro y Frank cerró la portezuela.
—Llévala a casa y quédate con ella hasta que yo vuelva —le dijo Momo.
Frank se limitó a desear que no tardara mucho. Marie no dijo ni una palabra en el trayecto de vuelta, ni una sola. Encendió un cigarrillo y estuvo dándole caladas, de modo que el coche se llenó de humo. Al llegar a la casa de Momo, él salió corriendo y le abrió la portezuela y ella caminó bastante rápido hasta su propia puerta y esperó allí con impaciencia, mientras él introducía con torpeza la llave en la cerradura de la puerta principal.
Cuando consiguió abrirla, ella dijo:
—No tienes por qué entrar, Frankie.
—Momo ha dicho que sí.
Ella le echó una mirada rara.
—Entonces supongo que es mejor que le hagas caso.
Dentro, ella se dirigió directamente al mueble bar y empezó a prepararse un manhattan.
—¿Quieres uno, Frankie?
—Soy demasiado joven para beber.
Faltaban dos años para que pudiera beber bebidas alcohólicas, según la ley.
—Apuesto a que no eres demasiado joven para otras cosas, ¿verdad? —dijo ella, sonriendo.
—No sé a qué se refiere, señora A.
Lo sabía perfectamente y estaba muerto de miedo. Estaba metido en un aprieto: si se levantaba y se marchaba, que era lo que quería hacer, tendría un problema grave, pero, si se quedaba allí y la señora A seguía haciéndole insinuaciones, el problema sería peor.
Se estaba esforzando por encontrar una salida, cuando ella dijo:
—Momo no me puede follar, ¿sabes?
Frank no sabía qué decir. Jamás había oído a ninguna mujer decir «follar» y mucho menos lo que le estaba diciendo la señora A.
—Es capaz de follarse a cualquier puta barata de San Diego y de Tijuana —continuó—, pero no puede follarse a su mujer. ¿Qué te parece?
«Podrían matarme por el mero hecho de oírlo —es lo que le parecía a Frank—. Si Momo supiera que lo sé, me dejaría seco para que no pudiera decírselo a nadie más. Aunque en realidad Momo no tiene de qué preocuparse, porque jamás se lo voy a decir a nadie, ni siquiera a mí mismo. No importa, de todos modos. Si Momo supiera que yo sé que no se acuesta con su mujer, me mataría solo porque no podría mirarme a los ojos.»
—Una mujer tiene necesidades —decía Marie—. ¿Sabes lo que quiero decir, Frankie?
—Supongo que sí.
Aparentemente, Patty no las tenía.
—Supones que sí. —Parecía enfadada.
Frank calculó que no debía de estar demasiado enfadada, porque empezó a bajarse el vestido del hombro izquierdo.
—Señora A...
—Señora A —lo remedó—. Ya sé que me has estado mirando las tetas toda la noche, Frankie. No están mal, ¿verdad? Tendrías que tocarlas.
—Me voy, señora A.
—Pero Momo te dijo que te quedaras.
—De todos modos, me voy, señora A —dijo. Podía ver la parte superior de su pecho dentro del sujetador negro. Era redondo, blanco y hermoso, pero él estiró la mano hacia el pomo de la puerta, pensando: «Si te cepillas a la mujer de un mafioso, lo que hacen es cortarte los huevos y hacértelos tragar. Y eso, antes de matarte.»
Esas eran las normas.
—¿Qué pasa, Frankie? —preguntó ella—. ¿Acaso eres de la acera de enfrente?
—No.
—Seguro que sí —dijo la señora A—. Me parece que eres mariquita.
—No lo soy.
—¿Tienes miedo, Frankie? ¿Es eso? —preguntó—. No volverá hasta dentro de varias horas. Ya sabes cómo son estas cosas. Es probable que esté con alguna pingorra.
—No tengo miedo.
Ella suavizó la cara.
—¿Eres virgen, Frankie? ¿Es eso? Vamos, chavalín, que no hay nada que temer. Te haré sentir tan bien. Te enseñaré todo. Te enseñaré a satisfacerme, no te preocupes.
—No es eso. Es que...
—¿No te parezco guapa? —preguntó y su voz se volvió cortante—. ¿O piensas que soy demasiado vieja para ti?
—Es usted muy guapa, señora A —dijo Frank—, pero me tengo que ir.
Estaba girando el pomo de la puerta cuando ella dijo:
—Si te marchas, le diré que lo hiciste. De todos modos, me llevaré una paliza, así que le diré que me follaste hasta hacerme gritar. Le diré que me echaste un polvazo.
Frank aún recordaba la escena —¿cuánto tiempo habría pasado?— como cuarenta años después: él de pie con la mano en el pomo de la puerta y la barbilla contra el pecho, pensando: «¿Qué está diciendo esta tía mamada? ¿Que si no le doy un revolcón le va a decir a su marido que lo hice?»
Pero, si se lo doy...
«Estoy muerto de cualquiera de las dos formas», pensó.
Frank sintió el pánico que le invadía el pecho mientras miraba a aquella tía que estaba como un camión, Marie Anselmo, allí de pie con medio vestido fuera, llevándose una copa de manhattan manchada de pintalabios a los labios carnosos, mientras su perfume lo envolvía como una nube erótica y mortal.
Lo que lo salvó fue que se abriera la puerta.
Ella se dio la vuelta y volvió a subirse el vestido justo cuando Momo entraba en la habitación. No tenía buen aspecto: lo habían sacudido.
Nicky Locicero lo metió en la habitación de un empujón y le dijo que se sentara en el sofá. Momo obedeció, porque Locicero tenía una calibre 38 en la mano. Locicero miró a Frank y le dijo:
—Trae un poco de hielo para tu jefe.
Frank fue a buscar el cubo de hielo que había en el mueble bar.
—¡Cubitos de hielo! —dijo Locicero—, del congelador, capullo. En la cocina.
Frank fue rápidamente a la cocina, sacó una cubitera del congelador y volcó unos cuantos cubitos en el fregadero. Sacó un paño de cocina de un cajón, metió el hielo dentro del trapo y lo enrolló. Cuando regresó al salón, Al DeSanto estaba allí, con una sonrisita en su cara de tontaina.
Marie no sonreía. Se había quedado allí como si ella misma fuera un trozo de hielo, congelada y totalmente sobria.
Frank se sentó en el sofá junto a Momo y sostuvo el hielo contra el ojo hinchado.
—Puede hacerlo él solo —dijo Locicero.
Frank lo oyó, pero no le prestó atención. Siguió sujetando el paño contra el ojo de Momo. Un hilo de sangre bajó por el paño y Frank lo giró para que no llegara al sillón.
—Tenemos un asunto pendiente —dijo DeSanto a Marie.
—Que no —dijo Marie.
—No estoy de acuerdo —dijo DeSanto—. No se puede jugar así con un hombre y después dejarlo en la estacada. Eso no está bien.
La cogió de la muñeca.
—¿Dónde está el dormitorio?
Ella no respondió y él le plantó una bofetada en toda la cara. Momo intentó levantarse, pero Locicero le apuntó la pistola a la cara y Momo volvió a sentarse.
—Te he hecho una pregunta —dijo DeSanto a Marie, con la mano levantada otra vez.
Ella señaló una puerta que daba al salón.
—Así está mejor —dijo DeSanto. Se volvió hacia Momo—. Simplemente le voy a dar a tu mujer lo que ella quiere,
paisan
. Espero que no te importe.
Con una mirada lasciva, Locicero clavó la pistola en la sien de Momo. Momo sacudió la cabeza. Frank se dio cuenta de que estaba temblando.
—Ven, cariño —dijo DeSanto.
La llevó a la puerta del dormitorio y la hizo entrar de un empujón; después entró él y empezó a cerrar la puerta, pero cambió de idea y la dejó entornada.
Frank lo vio echar a Marie sobre la cama, boca abajo; lo vio cogerla por el cuello con una mano y arrancarle el vestido con la otra. La vio arrodillada en la cama con la ropa interior negra, mientras DeSanto le bajaba las bragas y se abría la bragueta. El tío ya estaba empalmado y se la clavó de golpe. Frank la oyó resoplar y vio cómo se agitaba su cuerpo bajo el peso de DeSanto.
—Te lo has buscado, Momo —dijo Locicero—, por irte de la lengua.
Momo no dijo nada; simplemente apoyó la cabeza en sus manos. Burbujas de mocos y sangre le caían de la nariz. Locicero le puso el cañón de la pistola bajo la barbilla y le levantó la cara, para que tuviera que ver.
DeSanto había dejado la puerta abierta para que Momo tuviera que verlo tirando del pelo de Marie hacia atrás y montándola con fuerza. Frank también lo vio. Vio el rostro de Marie, con el pintalabios corrido y la boca torcida en una expresión que Frank no había visto nunca. DeSanto le tiraba del pelo con una mano y le magreaba los pechos con la otra; gruñía por el esfuerzo y llevaba las gafas ladeadas, porque el sudor hacía que se le deslizaran por la nariz.
—Esto es lo que buscabas, ¿no es cierto, zorra? —preguntó DeSanto—. Dilo.
Le levantó la cabeza de un tirón.
—Sí —murmuró ella.
—¿Cómo?
—¡Sí!
—Di: «Fóllame, Al».
—¡Fóllame, Al! —gritó Marie.
—Pídemelo por favor. Di: «Por favor, fóllame, Al».
—Por favor, fóllame, Al.
—Así está mejor.
Frank vio cómo empujaba la cara de ella contra el colchón y le levantaba el culo para poder metérsela con más fuerza. Realmente arremetía contra ella y Frank oyó que Marie empezaba a hacer ruidos. No sabía si eran de placer, de dolor o de las dos cosas, pero Marie se puso a gemir y después a chillar y Frank vio que sus deditos se aferraban al cubrecama mientras ella gritaba.
—Por Dios, Momo —dijo Locicero—, tu mujer es una salida.
DeSanto se corrió y se retiró. Se limpió con el vestido de ella, se subió la bragueta y se bajó de la cama. Miró a Marie, que seguía tumbada boca abajo en la cama, respirando agitadamente, y le dijo:
—La próxima vez que quieras más de lo mismo, nena, ya sabes dónde encontrarme.
Volvió a entrar en el salón y preguntó:
—¿Habéis oído cómo se corría la zorra?
—Caray, claro que sí —respondió Locicero.
—¿La has oído tú, Momo?
Locicero empujó a Momo con la pistola.
—La oí —dijo Momo y después preguntó—: ¿Por qué no me matas de una vez?
A Frank le pareció que estaba a punto de vomitar.
DeSanto bajó la mirada hacia Momo:
—No te mato, Momo, porque quiero que sigas ganando dinero. Lo que no quiero de ninguna manera son más paridas en San Diego. Lo que es mío es mío y lo que es tuyo es mío.
Capisce?
—
Capisce
.
—Muy bien.
Frank lo miraba fijamente. DeSanto se dio cuenta y preguntó:
—¿Qué pasa, chaval? ¿Algún problema?
Frank sacudió la cabeza.
—Ya me parecía. —DeSanto volvió a mirar al dormitorio—. Si quieres lugartenientes chapuceros, allá tú, Momo. A mí me da igual.
Él y Locicero echaron a reír y se marcharon. Frank se quedó sentado en estado de shock. Momo se puso de pie, abrió un cajón de un aparador, extrajo un pequeño revólver calibre 25 de aspecto siniestro y se dirigió a la puerta. Frank se oyó decir a sí mismo: