De todos modos, él lo vuelve a intentar:
—Vince, ¿quién te ha enviado?
Es inútil.
Frank apoya el cañón de la pistola en el pecho de Vince y aprieta el gatillo. A continuación se sienta a recuperar el aliento, sorprendido y cabreado de que le palpite tanto el corazón. Hace unas cuantas inspiraciones profundas para reducir su ritmo cardíaco. Tarda un minuto.
«No te estás haciendo más joven —piensa— y has estado a punto de dejar de hacerte mayor y te lo mereces, por ser tan estúpido y tan descuidado. Has dejado que un mocoso como Mouse Junior te tendiera una trampa. Eso fue lo que hizo. ¿Cómo dicen ahora los chavales? Te la jugó. Te trabajó el ego y te tendió una trampa.»
Frank se levanta y mira un buen rato al tío muerto sobre la mesa, que todavía aferra el garrote de alambre en la mano.
«Es de la vieja escuela usar un alambre —piensa Frank—, aunque es probable que no quisieran arriesgarse con el ruido de un arma, a menos que no tuvieran más remedio. Haber usado un silenciador, entonces. A menos que con el garrote pretendieran hacerlo lento y doloroso y, en ese caso, la muerte sería una cuestión personal.»
«Pero ¿quién puede querer hacerme algo así?», se pregunta.
«Vamos, no te engañes —se responde—, que la lista es bastante larga.»
Frank enciende el motor. Sale y suelta las amarras del yate. Tiene la suerte de que los dos barcos que lo rodean están vacíos y cerrados con listones, preparados para pasar el invierno. Vuelve a entrar, deja que los motores se calienten y aleja el yate del fondeadero.
Lo conduce hacia el canal y sale a mar abierto.
No es una noche agradable para estar en alta mar. Hay demasiado oleaje y el agua está agitada y las olas producidas por la tormenta insisten en empujar el yate hacia la costa.
De todos modos, Frank consigue llevárselo como quince kilómetros mar adentro. Ha pescado en aquellas aguas centenares de veces cuando era niño y conoce todas las corrientes y los canales y sabe exactamente dónde quiere tirar los cuerpos para que, si alguna vez llegan a la orilla, sea en México.
Los federales pensarán que se trata de un negocio de drogas que ha salido mal y dedicarán como dos minutos a resolver el caso.
De todos modos, es un coñazo estar allí aquella noche, con el viento, la lluvia y el balanceo, y a lo que más teme Frank es a encontrarse con una embarcación de los guardacostas, que lo pararán para saber qué clase de zopenco sale a navegar en una noche como aquella.
«Simplemente me haré el estúpido —piensa Frank—. No será difícil, con los antecedentes de esta noche.»
El alambre le ha dejado el cuello dolorido, pero el dolor está bien —supone—, teniendo en cuenta que, en rigor de verdad, no debería estar sintiendo nada.
«Ha tenido que ser Mouse Senior —piensa—, para asegurarse de que no me voy a chivar sobre la muerte de Goldstein.»
«No pienses en eso —se dice—. Ocúpate de una cosa cada vez.»
Encuentra la corriente que estaba buscando, echa un ancla y apaga las luces de navegación.
Le cuesta mucho arrastrar los dos cuerpos por la banda.
«Ya entiendo de dónde viene la expresión "peso muerto"», piensa, mientras pasa los brazos por debajo de los de Vince y lo levanta hasta la cubierta de popa.
Menos mal que es una embarcación de pesca deportiva con la popa baja, de modo que no tiene que levantarlo por encima de la barandilla, sino simplemente arrastrarlo hasta la popa y empujarlo.
El otro tío es un problema más grande, literalmente, y Frank tarda como diez minutos en arrastrarlo a la cubierta, después se coloca detrás y hace rodar el cuerpo hacia el agua.
«Y ahora, ¿qué?», piensa Frank.
«Tienes que salir de circulación durante un tiempo, hasta que averigües quién te quiere ver muerto y por qué y qué puedes hacer al respecto. No te puedes limitar a llevar el yate empapado de sangre al fondeadero y marcharte, porque no sabes quién te puede estar esperando allá. Lo mejor sería que fuera la policía, pero esa no es una opción. Nadie va a creer que "Frankie Machine" mató a tiros a dos mafiosos en defensa propia. Así que...»
Regresa a la cabina y mira a su alrededor. Tiene suerte, porque en un armario encuentra un equipo de submarinismo, tanques y, debajo de todo, una pepita de oro en forma de un traje de neopreno que le cabe. Se desnuda y se las ingenia para introducirse en él, porque le queda muy apretado.
«Más vale apretado que flojo», piensa.
A continuación, mete a empujones su ropa, una toalla, el sobre con los diez mil dólares y la pistola de Vince en una bolsa impermeable. Limpia bien su propia pistola y, de mala gana, la arroja por la borda. Echará de menos su calibre 38, pero es un arma homicida, al menos para los ojos cínicos de la justicia.
Frank conduce el yate hacia la costa y, cuando llega a estar a unos quinientos metros, apaga el motor, gira el timón otra vez hacia mar abierto, lo bloquea, vuelve a encender el motor, se sujeta la bolsa impermeable al tobillo y salta por la borda.
El agua está fría, a pesar del traje de neopreno, y lo siente sobre todo en la cabeza descubierta. Quinientos metros es una distancia apreciable para nadar en aquellas condiciones y su plan consiste en comenzar lentamente y después ir disminuyendo. De todos modos, sabe perfectamente dónde está y se deja llevar por una corriente que lo conducirá hasta el extremo de Ocean Beach, cerca de Rockslide. El truco consiste en atravesar la rompiente sin estrellarse contra las rocas, de modo que nada poco a poco y se deja llevar por la corriente.
Frank es un nadador fuerte y se siente más que cómodo en el mar, aunque el agua esté congelada y sea de noche. Se mantiene en la corriente, apunta hacia las luces de la orilla y no empieza a nadar con fuerza hasta que oye cómo rompen las olas.
Va a ser difícil y no puede dejar que la corriente lo lleve al sur de Rockslide, porque la siguiente parada es México, de modo que se aparta de la corriente, sumerge la cabeza e inicia un crol australiano intenso, directo hacia la rompiente. Siente que una ola lo levanta y lo empuja hacia la orilla —¡qué bien!—, pero después empieza a coger velocidad y lo lleva directo hacia las rocas, sin que pueda hacer nada para impedirlo, salvo esperar que la suerte lo acompañe.
Así es.
La ola rompe a unos veinte metros de las rocas y consigue ponerse de pie y caminar el resto del trayecto. Se pone a cuatro patas y avanza lentamente sobre las rocas resbaladizas hacia la orilla.
El aire está más frío que el agua, entre el viento y la lluvia, y rápidamente consigue quitarse el traje de neopreno, se seca y se vuelve a poner su ropa. Después mete el traje de neopreno en la bolsa y echa a andar, pero no se dirige a su casa.
Quienquiera que haya intentado borrarlo del mapa lo va a volver a intentar, va a tener que volver a intentarlo, y la única ventaja que tiene es que Mouse Junior y su amiguito habrán vuelto diciendo: «Frankie Machine duerme con los peces».
«Qué bien, porque eso me dará algo de tiempo, algunas horas, como mucho, porque, cuando no reciban la llamada de Vena diciendo "misión cumplida", van a empezar a dudar y, si tienen algo en la cabeza —va siendo hora de que dejes de subestimarlos—, van a suponer lo peor. De todos modos, me da un poco de tiempo para que me pierdan el rastro.»
Todo asesino a sueldo profesional prudente tiene una madriguera y Frank es de lo más prudente. Posee un piso vacío en la calle Narragansett, un apartamentito en el segundo piso de un bloque situado a diez minutos a pie, que tiene otra entrada por una escalera trasera. Lo compró hace veinte años, cuando las propiedades todavía estaban a bastante buen precio, trató de alquilarlo, pero nunca lo alquiló. Solo iba cada pocos meses para comprobar que todo estuviera bien y solo se quedaba unos cuantos minutos, tras cerciorarse de que nadie lo hubiera seguido.
Nadie más conoce su existencia: ni Patty, ni Donna ni Jill. Ni siquiera Mike Pella.
Llega a pie y entra. Lo primero que hace es darse una ducha. Se queda bajo la alcachofa un buen rato: temblando al principio, hasta que el agua caliente finalmente lo hace entrar en calor. Tarda bastante, porque está congelado hasta los huesos. Sale a su pesar y se frota con energía para secarse, se pone un albornoz grueso y regresa al dormitorio-sala de estar-cocina, donde abre el último cajón de un tocador, del cual extrae un pantalón de chándal y una sudadera gruesos y se los pone. Después se mete en el armario y abre una cajita de caudales atornillada al suelo detrás de algunos abrigos y chaquetas.
Dentro de la caja fuerte está su «mochila de paracaidista»: un carné de conducir de Arizona, una tarjeta American Express Oro y una tarjeta Visa Oro, todos a nombre de Jerry Sabellico. Todos los meses, más o menos, hace alguna compra por teléfono con las tarjetas, para mantenerlas activas, y las paga con cheques de su cuenta de Sabellico. También hay diez mil dólares en efectivo en billetes usados de distintos valores, además de una smith & wesson calibre 38 nueva y limpia, con munición extra.
Se estira para llegar a una trampilla que comunica con un altillo. Tantea alrededor y enseguida encuentra lo que busca: un estuche que contiene una escopeta de corredera beretta SL-2 calibre 12 con el cañón recortado a 35 centímetros.
«Ahora lo que necesitas es dormir —se dice—. Con el cuerpo cansado y la mente nublada por la fatiga, conseguirás que te maten. Tienes que pensar y actuar con perspicacia, de modo que lo que tienes que hacer ahora es meterte en la cama y dormir. Es cuestión de voluntad: acabar con la paranoia, pensar racionalmente y convencerte de que aquí estás a salvo. Un aficionado se quedaría despierto toda la noche, se sobresaltaría con cualquier cosa e inventaría ruidos cuando no los hay.»
Ha dado caza a suficientes hombres como para saber que su propia cabeza puede ser su peor enemigo. Empiezan a ver cosas que no están allí y lo peor es que no ven las que están. Se preocupan y se preocupan y se muerden sus propias entrañas, hasta que, cuando finalmente los localizas, casi están agradecidos. A aquellas alturas, ya los han matado tantas veces en su cabeza que la realidad es un alivio.
Por consiguiente, se mete en la cama, cierra los ojos y tarda unos diez segundos en quedarse dormido. No es difícil: está agotado.
Duerme once horas seguidas y, cuando despierta, se siente descansado, aunque le duelen un poco los brazos de tanto nadar. Se prepara un poco de café —un simple café molido barato con una cafetera automática— y desayuna un par de barras de avena que ha guardado como un mormón.
El apartamento tiene una sola ventanita, que da al oeste, y la lluvia golpea contra el cristal. Frank se sienta a la mesita barata y empieza a pensar en el problema.
«¿Quién me quiere ver muerto? Mike, ¿dónde estás? Tú podrías decirme lo que está pasando.»
Pero Mike no anda por ahí y podría ser que él también estuviera muerto, porque él y Frank hicieron muchos trabajos juntos. Juntos, mandaron al hoyo a un montón de tíos.
Frank empieza por el principio.
Al primero que mató fue a un tío que ya estaba muerto. Aquello fue lo raro del asunto.
«En realidad, todo el asunto fue raro —piensa ahora, mientras mira caer la lluvia en el exterior—. Todo aquel asunto de la mujer de Momo.»
Marie Anselmo estaba como un camión.
«Así la habrían descrito allá por 1963 —piensa Frank—. Ahora los chavales se habrían limitado a decirle "tía buena", pero la idea era la misma.»
Marie Anselmo estaba buena y era menuda. Bajita, pero con un buen par de tetas, ceñidas en aquella blusa, y unas piernas torneadas que conducían los ojos de aquel Frank de diecinueve años hasta un culo que se la ponía dura en un santiamén.
«La verdad es que no me costaba mucho —recuerda Frank—. Cuando tienes diecinueve años, cualquier cosa te la pone tiesa.»
«Se me ponía dura por la mañana de camino a la escuela —le dijo una vez a Donna—, dando botes en el coche. Durante dos años, tuve una aventura con un buick modelo 1957.»
Vale, pero Marie Anselmo no era un buick, sino puro Thunderbird, con aquel cuerpo, aquellos ojos oscuros y los labios carnosos, y esa voz insinuante que hacía que Frank se subiera por las paredes, aunque ella solo le estuviera indicando dónde girar.
En realidad, eso era lo único que Marie solía decirle a Frank, cuyo trabajo en aquella época consistía en llevarla a todas partes en el auto de Momo, porque Momo estaba demasiado ocupado cobrando el dinero de las apuestas u ocupándose de su garito para llevar a su mujer a la compra, a la peluquería, al dentista o a donde fuere.
A Marie no le gustaba quedarse en casa.
—Yo no soy como esas esposas italianas comunes y corrientes —le dijo a Frank un día, cuando hacía más de dos meses que él le hacía de chófer—, dispuesta a quedarse en casa, parir bebés como churros y preparar la pasta. A mí me gusta salir.
Frank no respondió. En primer lugar, porque estaba tan empalmado que habría podido cortar piedras, de modo que la mayor parte de la sangre que tenía en el cuerpo no se concentraba en la parte encargada del habla, y, en segundo lugar, porque quería conservar la sangre dentro de su cuerpo y aquello podía llegar a constituir un problema si se ponía a hablar de cualquier cosa de índole personal con la esposa de un mafioso.
No era algo que se hiciera, ni siquiera en la cultura mafiosa más que informal de San Diego, donde la mafia casi no existía.
Por el contrario, dijo:
—¿Vamos a Ralph's, señora A?
Él sabía que sí, aunque Marie no iba vestida como visten la mayoría de las mujeres para ir al supermercado. Aquel día, Marie llevaba un vestido ceñido, con los tres botones superiores desabrochados, medias negras y un collar de perlas en torno al cuello, que atraía la mirada precisamente hacia su escote.
«Como si el escote no bastara por sí solo», pensó Frank, mirándolo con disimulo, mientras se preguntaba si llevaría un sujetador negro con aquel vestido.
Cuando él entró en el aparcamiento de Ralph's y frenó el coche en una de las plazas, a ella se le subió el vestido al apearse y él echó una miradita a aquellos muslos blancos, en contraste con las medias negras. Ella se bajó el vestido y le sonrió.
—Espérame —le ordenó.
«Esta noche seguro que tengo una larga pelea con Patty en el aparcamiento de Ocean Beach», pensó él.
Llevaba casi un año saliendo con Patty y lo máximo que había conseguido era tocarle apenas una teta por encima de la blusa, si lo hacía pasar por un roce accidental. Patty también tenía un buen par, pero su sujetador parecía un fuerte y, en cuanto a la parte de abajo, mejor olvidarse, porque no iba a pasar nada.