Pedro supo que, si esa colaboración debía fructificar, debían quedar borradas la jerarquía, la diferencia de edad y de condición. El venerable científico recogió el guante y le hizo todo tipo de preguntas, poniéndole a prueba. Quería asegurarse de que no estaba frente a un exaltado ávido de poder, o un señorito perdido en el tumulto de la Historia. ¿Creía de verdad Pedro en los valores que preconizaba? ¿No abusaría de su autoridad de príncipe para imponer criterios personales por puro capricho? En el hipotético caso de que aceptase el cargo, ¿tendría toda la libertad de acción y decisión necesarias? ¿No entraría en conflicto por el poder con ese príncipe joven, rudo y temperamental? Consciente de que la sinceridad podía ser hiriente, Bonifacio, ante la insistencia de Pedro y de sus asesores, le pidió reunirse a solas para tener una charla «de hombre a hombre».
—A ver si podemos entendernos —le dijo Bonifacio—. En realidad, sólo tengo una condición importante que quiero comentaros en privado.
No quería el paulista empeñarse en una lucha de largo alcance sin tener la absoluta seguridad de que podía contar con la presencia y el respaldo del príncipe en todo momento.
—No podemos establecer un programa de acción política y que el elemento más importante de cohesión y unidad de los nativos de Brasil, o sea vos, desaparezcáis del mapa porque de pronto os reconciliéis con Portugal. Si eso ocurriese, no puede ser a expensas del gobierno liberal y autónomo que asumiríamos. Si me dais vuestra palabra, alteza, de que eso no va a ocurrir, podríamos llegar a un acuerdo.
A Pedro se le encendió un brillo en los ojos, y no dudó en responder:
—Tenéis mi palabra, Andrada. Mientras viva, la casa de Braganza no saldrá de Brasil, os lo juro.
45
Pero la partida no estaba ganada. Bonifacio seguía imponiendo condiciones; quería pisar en suelo firme. Su plan era sencillo y exigía una serie de medidas concretas, algunas difíciles de cumplir:
—Alteza, nuestra supervivencia depende de que consigamos echar a Avilez de Niteroi antes de que lleguen los refuerzos de Portugal. Necesito que me prometáis que vais a emprender lo antes posible una acción militar y naval para expulsarlos.
Era lo que Pedro había querido evitar. Le costaba resignarse a atacar a Avilez y a sus tropas. ¿Qué diría su padre si morían soldados portugueses por orden suya? En el fondo seguía sintiéndose portugués. Precisamente, una delegación de la división de Avilez había anunciado su próxima visita al palacio para felicitar a Leopoldina en el día de su cumpleaños. Obviamente, Avilez quería suavizar las relaciones para seguir ganando tiempo, aunque tampoco Pedro se engañaba sobre las intenciones últimas del general.
Sus evasivas enfriaron el entusiasmo de Bonifacio, pero la súbita e inesperada llegada de una Leopoldina mortificada, que había decidido adelantar su regreso porque el pequeño había empeorado, conmocionó al príncipe. Cuando Pedro se percató del color verdoso de la tez de su hijo, sus párpados entreabiertos dejando ver el blanco de los ojos, cuando notó su respiración jadeante y rápida y oyó sus quejidos tan débiles, se le cayó el alma a los pies. Porque este príncipe burdo y a veces zafio, capaz de recorrer sin desmontar sesenta kilómetros a caballo o estar un día entero sin probar bocado, ese joven que podía ser intransigente y despiadado con sus subordinados y rudo con las mujeres, tenía sin embargo un poso sensible, que se manifestaba en su amor incondicional a los niños. La idea de perder a otro hijo como aquel cuyos restos guardaba en un pequeño féretro blanco en su despacho le provocaba una desesperación sorda y profunda, como si de pronto nada tuviera sentido. ¿Quién era Dios, si permitía que un niño sufriera así? Entonces recordó la inevitable «maldición de los Braganza». El pequeño que agonizaba era el varón primogénito, o sea blanco de la maldad de aquel monje que juró venganza eterna a un rey de Portugal. ¿Hasta cuándo, Dios mío, tendrían que padecerla? Pedro fue a rezar en la soledad de la capilla, «no nos lo quites, no ahora, no nos lo quites nunca, no tiene culpa de nada, no tiene mancha ni pasado, déjanoslo, te lo ruego, Señor, deja que empuñe un día el cetro de nuestra monarquía…». En aquel momento no le importaba el gobierno, ni el imperio, ni las Cortes ni la gloria. La estatua de madera tallada, del más puro estilo gótico brasileño, le devolvía una mirada suplicante. En el rostro de ese Cristo moribundo reconocía el de su hijito, esos ojos en blanco que hablaban de muerte y no de vida eran los del pequeño Juan Carlos que vomitaba bilis en su cuna entre sudores, temblores y los cuidados de los médicos, esos médicos portugueses que eran el pavor de Leopoldina.
Por muchas explicaciones que los frailes le daban sobre el sentido del sacrificio, sobre los insondables designios del Señor, sobre la capacidad redentora del dolor, Pedro sentía en sus entrañas una mezcla de rabia y rebelión. Necesitaba encontrar un sentido a aquella injusticia: ¿Quién era el responsable? Cuando, el día del cumpleaños de Leopoldina, un mayordomo anunció que una delegación de oficiales de la división de Avilez estaba esperando en la antesala del palacio para felicitar a la princesa, Pedro respondió:
—¡Expulsadlos inmediatamente de aquí!
—Pero, alteza… —susurró el hombre, sorprendido por lo tajante de la orden.
—No les recibiré —terció Leopoldina.
—Decidles que vuelvan a sus cuarteles.
Una ola de resentimiento contra esos oficiales farisaicos le invadía. Si no se hubieran amotinado, la familia no habría sido forzada a huir en aquella noche calurosa y aciaga y el pequeño no hubiera enfermado. Para Pedro, el general Avilez era el culpable de la situación crítica que estaba viviendo su primogénito.
—Andrada —le dijo al venerable Bonifacio—, tenéis todo mi apoyo para acabar con los sediciosos de Niteroi.
Era lo último que Bonifacio necesitaba para quedarse en Río y organizarse. Instaló sus oficinas en el viejo palacio de la plaza del Rocío. Desde su despacho, con ayuda de un catalejo podía ver la isla de Niteroi, a unos cuatro kilómetros de distancia, y vigilar el trasiego de barcas, faluchos, bergantines y fragatas en las aguas azules y turquesas de la bahía.
Y empezó a gobernar, en contacto estrecho con Pedro, que pasaba la mayor parte del tiempo en San Cristóbal junto a Leopoldina y su hijo agonizante. Lo más urgente era conseguir refuerzos: dio orden a unidades de milicia brasileñas de São Paulo y de Minas de que acudiesen a Río y mandó acelerar los trabajos de puesta a punto de cinco navíos que pensaba utilizar para transportar a las tropas de Avilez de regreso a Portugal. En poco tiempo desplegó una actividad frenética: ordenó que no se aplicase en Brasil ninguna ley promulgada en Portugal sin contar con la aprobación del príncipe regente, lo que suponía un golpe mortal a la autoridad del Congreso de las Cortes de Lisboa. Asimismo mandó instrucciones a todas las juntas provinciales para que aceptasen formalmente la autoridad de la regencia en Río.
Cuando los navíos estuvieron pertrechados para el viaje oceánico, Pedro insistió en mandar una nota personal al general Avilez para que sus tropas embarcasen sin demora y saliesen de la bahía.
«No podemos obedecer vuestras órdenes, alteza —protestó Avilez por escrito—. Nuestro deber constitucional nos obliga a permanecer aquí hasta la llegada del relevo de tropas de Portugal.»
Pedro le respondió con una segunda nota que contenía toda su inquina acumulada. Mezclando agravios personales y razones políticas, condenó severamente a la oficialidad portuguesa por su insolencia:
«El soldado que es desobediente con su superior, aparte de pésimo ciudadano, es el mayor flagelo de la sociedad civil que le alimenta, le viste y le honra.»
Y acabó con una amenaza:
«Si las tropas no están embarcadas el día 5 a mediodía, cortaré el abastecimiento de agua y de víveres sin mayor contemplación.»
En su respuesta, Avilez resaltó la contradicción del príncipe:
«El único indisciplinado contra el Soberano Congreso es su alteza.»
Empezaron a recorrer la ciudad todo tipo de rumores que alertaban sobre un eventual ataque de los soldados de Avilez; mientras tanto, Bonifacio y sus militares brasileños preparaban el asedio a la isla de Niteroi. A los comerciantes les instruyeron para que interrumpiesen cualquier intercambio con la división portuguesa. Pero los «pies de plomo» sabotearon el bloqueo usando varias de sus embarcaciones para transportar, a la vista de todos, el abastecimiento que necesitaban desde la ciudad. Al enterarse, Pedro mandó interceptar el estraperlo a la fragata
União
, la que supuestamente debía haberles llevado a Europa, a la corbeta
Liberal
, a tres barcazas armadas y al vapor
Braganza
. Asimismo, mandó colocar tropas en un lugar estratégico para impedir cualquier huida de los portugueses por tierra.
A medida que el calor se hizo más intenso, el estado del infante Juan Carlos se agravó. El aire estaba inmóvil, cargado de humedad; hasta los pájaros del aviario parecían estatuas y los perros dormitaban a la sombra de las palmeras. En medio de ese abatimiento general, la víspera del ultimátum lanzado por Pedro a la tropa portuguesa, el pequeño fue víctima de un ataque epiléptico que se prolongó durante veintiocho horas. Nunca el tiempo les pareció transcurrir más lentamente a Pedro y Leopoldina que durante esa larga agonía que se llevaba la vida de su hijo en medio de unos sufrimientos espantosos. Nada pudieron hacer los médicos para aliviarle. Las convulsiones dejaban al pequeño en un estado de postración tal que parecía que estaba muerto, pero al cabo de un rato despertaba y empezaba de nuevo con otro ataque. Leopoldina lo acostó en su cama, no quería separarse ni un segundo de su bebé; le pasaba un pañuelo húmedo por la frente, y sólo pudo escapar de aquella tortura durante los breves minutos en que se quedó dormida entre dos crisis. Soñó que se veía rodeada de nieve en un paisaje de pinos y altas montañas, el aire picaba la piel como miles de alfileres y la reverberación del sol le hacía entornar los ojos. Jugaba a lanzarse bolas de nieve con su hijo, que estaba sano y fuerte, con las mejillas encarnadas y la nariz que le goteaba de frío. Cada bola de nieve que se estrellaba contra su rostro la inundaba de un frío delicioso y se pasaba la lengua por los labios cubiertos de agua helada para quitarse la sed. Las risitas de su hijo, la voz del conductor del trineo, las casitas de madera iluminadas sobre la ladera, las estalactitas de hielo en el borde de las ventanas, el crujir de la nieve fresca bajo sus pasos, la voz de su padre y la de su hermana dándole la bienvenida de vuelta al palacio, y esa chimenea donde ardía una hoguera cuyas llamas lamían la piedra, lenguas de fuego amenazantes que pugnaban por salirse y alcanzarla… Hasta que un grito gutural la arrancó de aquel sueño y la devolvió a la pesadilla de la realidad, al calor y al sufrimiento de su pequeño, que temblaba y chillaba, mientras su padre intentaba apaciguarle con arrumacos y besos. A José Bonifacio, que a través de una nota reclamaba su presencia para hacer frente a los portugueses que seguían sin acatar las órdenes recibidas, Pedro le contestó:
«… Os escribo llorando para deciros que no puedo ir al antiguo palacio porque mi hijo está exhalando su último suspiro. Nunca tendré mejor ocasión de darle un último beso y la bendición paterna.»
Cuando el pequeño murió, Pedro y Leopoldina estaban exhaustos, aturdidos por una niebla invisible que les invadía la mente y el cuerpo dolorido como si hubiesen sido víctimas de una paliza.
«En medio de tanta tristeza, es mi deber sagrado participar a vuestra majestad del golpe que mi alma y mi corazón dilacerado han sufrido. Mi lindo hijo Juan nos ha dejado
—así anunció Pedro la noticia a su padre, añadiendo—:
el sufrimiento y la muerte de vuestro nieto han sido frutos de la insubordinación y los crímenes de la división portuguesa.»
Leopoldina se refugió en su fe religiosa para no caer en la desesperación más absoluta:
«Soy incapaz de escribirle mi dolor
—le dijo a su padre—.
Sólo encuentro un poco de consuelo en la confianza firme en el Todopoderoso que todo lo guía para el bien de la humanidad. Es preciso que pase el tiempo.»
46
El niño fue sepultado en la iglesia del Convento de San Antonio, donde su abuelo y su padre habían ido a hacer régimen de penitencia para conjurar la maldición familiar. Por considerar al pequeño en estado de pureza absoluta, no se declaró periodo de luto, ni siquiera tuvo lugar una ceremonia en el momento del entierro porque, según la creencia, al haber sido bautizado, su alma iba directamente al cielo. A Leopoldina esto la desconcertó, pero le impresionó aún más que nadie vistiese de negro, sino al contrario, que la corte luciese sus mejores galas aquel día terrible. Le explicaron que la muerte de un niño en «edad angélica» debía ser motivo de regocijo porque ya estaba la criatura en presencia del Todopoderoso. ¿No lloraban de alegría las madres, en las calles de Río, cuando morían sus hijitos porque tenían la dicha de estar reunidos con Dios? Pobre consuelo para Leopoldina, enfangada en los manglares del duelo y cuya alma sensible chocaba con la religiosidad de una corte tan supersticiosa e ignorante como el pueblo que despreciaba y al mismo tiempo emulaba.
La muerte del primogénito tuvo el efecto de unir más al matrimonio en el rumbo que se había de seguir. El rencor y la inquina que albergaban hacia las tropas portuguesas era un sentimiento compartido por los cariocas que no habían olvidado el saqueo de los amotinados durante la noche del
fico
. Por una parte estaba el pueblo determinado a no permitir la llegada de más soldados de Portugal; por otra, el general Avilez seguía haciendo lo imposible para ganar tiempo, tanto que obligó a su mujer a vender sus joyas para alimentar a los soldados. Leopoldina se enteró por un comandante brasileño de que la guapa Joaquina de Avilez malvivía en la ciudad mientras negociaba cargamentos de víveres para enviarlos a Niteroi.
—Tendremos que arrestarla…
—No, no lo hagáis… —le rogó Leopoldina.
—Está trabajando para el enemigo, señora.
—Enviadla con su marido, pero no la arrestéis, os lo pido por favor.
En el fondo, Leopoldina la compadecía. ¿No hubiera ella hecho lo mismo en esas circunstancias?
Pasó el día 5, día del ultimátum de Pedro, y las tropas seguían sin moverse. Avilez mandó una nota comprometiéndose a levar anclas tres días después, y solicitando más barcos para transportar a su tropa así como el levantamiento del bloqueo. Pedro, a quien le urgía mucho verlos salir, envió dos buques más y levantó el sitio el día 6. Pero lo que él y Bonifacio vieron a través de sus catalejos era un trajín de embarcaciones yendo de un buque a otro con intención dudosa: no acertaban a saber si estaban preparando la huida o un ataque a la ciudad. Por precaución, ordenaron el toque de queda y de nuevo corrió el rumor de que los portugueses estaban a punto de atacar. En las calles del centro cundió el pánico, la gente se abalanzó sobre las tiendas de comestibles y ultramarinos para hacer acopio de víveres mientras otros comercios cerraban sus puertas y las iglesias se vaciaban. Bonifacio se puso al mando de una unidad de las milicias y apareció en la plaza del Rocío montado en un caballo, vestido de uniforme como en sus buenos tiempos cuando en Portugal luchaba contra las tropas de Napoleón. Mientras, Pedro se desplazó en una barca hasta la fragata
União
, fondeada frente a Niteroi, y desde allí mandó a un oficial decir a Avilez que tendrían que izar velas al amanecer del día siguiente, de lo contrario serían tratados como enemigos y no les darían cuartel.