—¿Crees que habrán olvidado la
Inconfidencia
? —le preguntó Leopoldina—. Te pueden secuestrar, pueden atentar contra tu vida… ¿Por qué no llevas un batallón que te escolte?
—No quiero impresionarles con soldados y parafernalia militar, al contrario; para conquistarles quiero que me vean como uno de los suyos.
Pedro la miró con sus ojos de perro manso y ella le respondió con una leve sonrisa.
—Ya nadie se acuerda de Tiradentes, es historia pasada, te lo aseguro —continuó Pedro—. Hay que confiar en la gente, Leopoldina. Hablaré con la junta y les convenceré de que lo mejor para todos es mantenerse unidos.
Aunque no quería confesarlo, a Leopoldina le pesaba separarse de Pedro en ese momento. Sólo habían transcurrido dos meses desde la muerte de su hijo. Daba pena verla. Presentaba un aspecto desaliñado, descuidado, ojeroso. Sus sucesivos embarazos habían hecho mella en su cuerpo, cada vez más abotargado. No conseguía reponerse, a pesar de lo ocupada que estaba con el nuevo bebé y las tareas de ayudar a su marido a gobernar. Cuando se hubo despedido de Pedro, todavía con el corazón encogido, se sentó en su secreter a escribir a su hermana:
«Comenzaba a hacer mis delicias con sus gracias infantiles cuando tuve la desgracia de perderle. No tengo ningún consuelo, paso las noches sin dormir. No consigo salir adelante.
»
48
Pedro tuvo la suerte de zambullirse en la acción, el mejor remedio para olvidar la reciente tragedia. Tocado de un sombrero de ala ancha y vestido con el poncho de los gauchos del sur, se lanzó por los caminos del interior de Brasil sin miedo y con entusiasmo. Ni siquiera quiso llevar a un cocinero:
—Comeré lo que encontremos en el camino —le dijo a Leopoldina al despedirse.
El 25 de marzo de 1822, acompañado de cuatro personas, un criado, un palafrenero y tres soldados de escolta, puso rumbo a Minas con el fin de apaciguar los ánimos y reconducir la decisión de su gobierno local.
Marchar solo al encuentro de una junta insumisa y de un pueblo ansioso de independencia le parecía un formidable desafío. Además, era la primera vez que salía de los alrededores de Río y se adentraba en el interior. Si no había viajado antes era porque como príncipe no podía ausentarse de la corte sin permiso paterno y porque Brasil, como nación y como reino, sólo empezó a ocupar plenamente su atención cuando asumió la regencia, y sobre todo a partir del momento en que sintió el calor y el cariño del pueblo que le pidió permanecer allí. Era un príncipe sentimental receptivo a los afectos, y esperaba que el pueblo respondiese a su entrega. No le importó hacer un viaje físicamente muy duro, que exigía cabalgar durante días enteros por caminos estrechos y peligrosos, empapado hasta los huesos por las frecuentes lluvias. El clima refrescaba a medida que dejaban atrás la selva entre eucaliptus, palmeras, buganvillas, ipês con sus flores malva que contrastaban con el verde oscuro de las montañas, altas y redondas. Al atardecer, acampaban al borde de los caminos, comían un trozo de tocino y harina de mandioca y dormían en cualquier sitio; el príncipe se tapaba con su poncho y usaba de almohada una chaqueta doblada, bajo un cielo sembrado de estrellas. Subieron hasta los mil metros, la altura media de las ciudades de Minas Gerais, y cuando llegó al Morro de los Arrepentidos se plegó a la superstición local plantando una cruz hecha de juncos como el más humilde de los arrieros. El eco de su presencia le precedía en pueblos y ciudades donde era recibido con admiración porque era la primera vez que veían a algún miembro de la familia real, y luego, cuando constataban su carácter campechano, con auténtico fervor. En las aldeas, aceptaba con una amplia sonrisa las naranjas y los cocos que la gente, honrada por tan inusual visita, le ofrecían. Para protegerle del frío del suelo, los campesinos arrancaban una vieja puerta o una contraventana y se la daban para que la usase de cama. La ciudad de Barbacena le recibió engalanada con los mantones y chales bordados que las mujeres habían sacado de sus baúles y tendido en el alféizar de las ventanas y con flores que habían colocado a su paso. Pedro encandilaba a la gente, sabía hablarles en su idioma, el mismo que había practicado en su infancia con los mozos de cuadra y más tarde con sus amigos como el Chalaza. Oficiales de la milicia y líderes civiles cambiaban de opinión cuando le trataban, dejándose seducir por el don de gentes y la llaneza de ese príncipe jovial y abierto. Acababan jurándole lealtad y prometiéndole apoyo en el caso de toparse con un conflicto en Ouro Preto, la capital y sede de la junta de gobierno.
Poco a poco y a medida que recorría aquel paisaje y se mezclaba con aquellas gentes, brotaba en su interior la conciencia de que formaba parte de ese «vasto reino», que ahora tenía la oportunidad de conocer mejor. En Congonhas se quedó pasmado ante las estatuas de los doce profetas, que bordeaban el camino hacia un santuario que un buscador de diamantes portugués aquejado de una grave enfermedad había hecho la promesa de levantar. Pedro las descubrió al amanecer, entre volutas de niebla, y le entró una especie de éxtasis, tanto que sus acompañantes temieron que estuviera a punto de padecer una crisis epiléptica. Pero no, era pura emoción ante la magia de unas estatuas que parecían animadas, ante unos profetas que se convertían en hombres de carne y hueso y que clamaban al cielo lo que él creía era su causa justa. Eran obra de un artista genial e insólito que había muerto a finales del siglo anterior, un mulato aquejado de lepra conocido como
Aleijadinho
(el «tullidito») cuya historia conmocionó a Pedro tanto como sus obras. Hijo de un carpintero portugués y de una esclava africana, había hecho sus mejores esculturas, como las de los profetas, de rodillas porque la enfermedad le había hecho perder los dedos de los pies, impidiéndole caminar; luego, poco a poco, también las manos. Sus esclavos tenían que atarle el cincel al muñón del brazo para que siguiera esculpiendo. A medida que avanzaba la enfermedad y su cuerpo, literalmente, se pudría, mayor esplendor y perfección alcanzaron sus esculturas y las iglesias que diseñaba y que jalonaban las ciudades de Minas. Pero al final de su vida, hasta sus esclavos le abandonaron, incapaces de soportar el hedor que despedía. Para Pedro, que aquel individuo deforme, sin linaje ni educación especial, hubiera podido crear tanta belleza era la prueba misma de que a los hombres no se les podía juzgar ni por su alcurnia ni por su condición, sino únicamente por su valor personal y su talento.
La llegada de Pedro a Ouro Preto —la antigua capital levantada alrededor de un manantial donde un pobre mulato, a principios del siglo XVIII, al querer saciar su sed encontró unos granitos negros y brillantes que resultaron ser oro de veintitrés quilates—, estuvo precedida de rumores sobre una revolución que la guarnición militar portuguesa estaría tramando. Se decía que el teniente coronel al mando de la tropa se oponía a la visita del príncipe regente. Los propios rumores provocaron que, de manera espontánea, brigadas de milicianos brasileños se solidarizasen con Pedro, a quien se le unieron cuatro regimientos, de modo que no llegó solo a la capital. Se detuvo a las afueras y allí, rodeado de una multitud de milicianos y simpatizantes, proclamó un bando apelando a que las autoridades locales se sometiesen inequívocamente a su mandato. A la vista de semejante desequilibrio de fuerzas, menos de una hora después, la junta claudicaba.
Pedro rechazó la pomposa carroza que le ofrecían y optó por hacer su entrada triunfal a pie, rodeado de un mar de gente que le aclamaba. Recorrió las calles en cuesta recubiertas de gruesos adoquines, entre fuentes esculpidas, puentes de piedra y soberbios caserones con los bordes de las ventanas y las puertas pintadas de ocre o de añil, hasta llegar a la plaza donde se erigía la joya de Aleijadinho, la iglesia de San Francisco, con dos torres cuadradas y un frontispicio cuyas decoraciones sugerían los vértigos del éxtasis. Le contaron que al adivinar que la muerte le rondaba, Aleijadinho pidió a su sobrina, la única que no le abandonó nunca, que le transportase hasta el altar de esa iglesia. Allí murió, después de horas de lenta agonía, como un paria sublime golpeando con sus muñones el muro de la fatalidad.
En la plaza frente a esa iglesia que encarnaba la grandiosidad del arte barroco brasileño, Pedro pronunció un discurso: «¡Pueblo de Minas! —clamó—: No os dejéis engañar por esas cabezas que sólo buscan la ruina de vuestra provincia y de la nación. Uníos conmigo y marcharéis constitucionalmente: toda mi confianza está con vosotros, confiad en mí. ¡Viva el rey constitucional! ¡Viva la religión! ¡Vivan todos los que son honrados!» Su entusiasmo y el apoyo conseguido desactivaron la resistencia y el propio comandante portugués, jefe de la junta local, ante el clamor popular, no tuvo más remedio que ceder y arrodillarse ante Pedro. Nadie olvidó las palabras que le dijo entonces el príncipe:
—¡Levántese! He venido aquí para aportar mis cuidados a esta importante parte de Brasil, no para ocuparme de usted.
En la semana que pasó en Ouro Preto, Pedro, excitado por el éxito rotundo de su viaje, desarrolló una actividad frenética, informándose de todo, inmiscuyéndose en todo. Nombró un nuevo gobernador militar, organizó elecciones, escuchó quejas de los vecinos, despidió a funcionarios corruptos, publicó decretos sobre asuntos locales y sobre todo definió las competencias del gobierno provincial en su relación con el gobierno central. También se dedicó a divertirse con mujeres, tanto que parecía haber olvidado completamente a su esposa. En una carta que recibió en Ouro Preto, Leopoldina se quejaba amargamente:
«Bastante tengo con la separación, no es preciso que aumentes mi disgusto privándome de noticias tuyas.»
Y terminaba la carta firmando:
«Leopoldina, que te amaal extremo.»
Mientras, Pedro gozaba de una aventura con la mujer de un teniente. Para poder estar a solas con ella, había mandado a su marido a Río, a la corte, como si fuese una extraordinaria promoción. Éste, encantado con el nombramiento, le envió desde una de las ciudades que atravesó una cesta de sabrosas manzanas como regalo, sin sospechar que su benefactor, que estaba beneficiándose de su mujer, se partiría de risa por el simbolismo que encerraba semejante regalo. Éste no fue el único desliz: tuvo otra aventura fugaz antes de tener que salir apresuradamente de vuelta a Río. Una carta de José Bonifacio le anunció que había descubierto, gracias además a la activa colaboración de Leopoldina, un complot pro portugués cuya intención era instalar una junta provisional en la capital carioca. Aunque el golpe había sido abortado, Pedro decidió volver, y lo hizo de un tirón, recorriendo los quinientos treinta kilómetros que separaban Ouro Preto de Río en cuatro días y medio. Borracho de gloria y de poder, mientras galopaba de regreso recordaba las palabras de Hogendorp: «La patria está donde está el corazón.» Sí, aquel holandés tenía razón, la patria era aquella geografía inmensa donde sabía que en cada casa, por muy humilde que fuese, podía ser recibido como lo que era, un príncipe. Su patria estaba donde le querían.
Volvió a Río justo a tiempo para aparecer en el Teatro Real a las nueve de la noche del 25 de abril, vestido de uniforme de gala, la tez bronceada por el sol y el viento, junto a Leopoldina, radiante de felicidad por ir de nuevo del brazo de su amado esposo. Su presencia enardeció al público. Anunció que todo estaba tranquilo y bajo control en Minas, y que había regresado para terminar la pacificación de Brasil. Sus palabras fueron aclamadas con auténtico frenesí, y durante los tres días siguientes la ciudad entera celebró las hazañas épicas de su príncipe heredero.
49
En su ausencia, diversos partidarios de las Cortes de Lisboa, sabedores de sus ganas de regresar a Europa, habían contactado con Leopoldina e intentado sembrar cizaña entre ella y el príncipe. Sin embargo, ignoraban la firmeza de su compromiso con la labor de su marido.
«Que no se engañen: soy de cultura alemana, lo que quiere decir que soy constante, leal y terca»,
había escrito a Bonifacio. Esos mismos sediciosos intentaban derrocar al ministro para organizar una junta provisional. Gracias en parte a las informaciones recabadas por Leopoldina y su red de contactos entre los diplomáticos afincados en Río, el ministro pudo atajar el intento antes siquiera de llevarse a cabo. Pedro también se enteró de que Leopoldina había recibido una carta enviada y firmada por el propio rey, aunque escrita por iniciativa ajena a don Juan, en la que éste reprendía a la nuera y al hijo por no haber regresado todavía a Europa. Harto de tanta manipulación, Pedro mandó responder que la princesa y él
«no volvían a Lisboa porque ni el pueblo de Brasil ni ellos lo querían, y que si proseguían en su empeño, se alzaría a la cabeza de Brasil, y que más valía que se acomodasen».
El viaje a Minas había exacerbado en el príncipe su odio a las Cortes de Lisboa y le había hecho sentirse más brasileño que nunca. Escribiendo a su padre para anunciarle que la municipalidad de Río, le había honrado con el título de «Protector y Defensor perpetuo de Brasil», le explicó que no había podido aceptarlo tal y como se lo habían propuesto:
«Brasil no necesita de la protección de nadie; se protege a sí mismo. Pero acepto el título de Defensor Perpetuo, y juro mostrarme digno de él, mientras una sola gota de sangre corra por mis venas. Defenderé Brasil que tanto me ha honrado, y a vuestra merced porque tal es mi deber como brasileño y como príncipe.»
A partir de aquel momento, en todas las cartas sucesivas se referiría a sí mismo como brasileño.
Como apenas existían en la época partidos políticos, las logias masónicas eran los foros donde se canalizaba la actividad pública. Eran los masones quienes abogaban con más ímpetu por un sistema parlamentario propio y por la independencia. Prohibidos por don Juan durante años, ahora habían resurgido con fuerza y para integrar la avalancha de nuevos miembros, en lugar de afiliarse al Gran Oriente de Portugal, crearon el Gran Oriente de Brasil. Los hermanos masones nombraron a José Bonifacio como su Gran Maestre. Éste aceptó el cargo a regañadientes, sin fe, con la idea de que le serviría para vigilar a sus encapuchados adversarios. No era un convencido, la masonería sólo le interesaba como medio de galvanizar a los hombres para un fin concreto, precisamente como si fuese un partido político. De pronto, todo carioca que ambicionaba participar en la vida pública, cultivar relaciones para beneficio propio o sentirse parte de la acción, solicitó su ingreso en la fraternidad. Hasta el Chalaza lo intentó, pero su candidatura fue rechazada, a pesar de hacer gala de su vínculo de amistad con el príncipe. Pedro, influenciado por la adulación constante de los rivales de Bonifacio que estaban celosos del poder del científico y que deseaban atraer al príncipe hacia su órbita, también quiso ingresar. Bonifacio se opuso, con el argumento de que pertenecer a una sociedad secreta no era algo compatible con la alta jerarquía de un príncipe regente. Pero el hiperactivo Pedro quería participar en todas las tramas, conocer de primera mano todo lo que se cocía. Quería tener su propio control sobre las sociedades secretas. Al final, y a pesar de su cargo de Gran Maestre, Bonifacio no consiguió evitar que el Gran Oriente admitiese al príncipe como hermano-masón.