El oficial regresó a la fragata acompañado del general Avilez, que protestó por la dureza de la orden y al mismo tiempo presentó sus disculpas, pero Pedro, que no podía quitarse de la cabeza la imagen de la carita de su hijo sufriente, se mostró inflexible.
—Si no ejecutáis mis órdenes, seré yo mismo quien abra fuego contra vuestros barcos. No puedo seguir siendo cómplice de vuestra rebelión.
Y lo dijo con una mano apoyada sobre la cureña de un cañón y la otra blandiendo una mecha, que encendió para dar más énfasis a su amenaza. Sabía que las fuerzas brasileñas con las que contaba, hábilmente organizadas por José Bonifacio, eran más numerosas y que el escuadrón naval a sus órdenes estaba bien armado. Sabía que el pueblo estaba de su parte. La luz de la mecha encendida iluminaba el rostro de Avilez, que parecía desconcertado por la firmeza del príncipe. También él era conocedor de la desigualdad de fuerzas, pues seguía sin noticias sobre la posible llegada de los refuerzos. ¿Y si se retrasaban indefinidamente? ¿Y si habían naufragado? Sabía sobre todo que sus oficiales vacilarían a la hora de recurrir a la violencia porque se encontraban frente al hijo de su rey, y eso pesaba.
Al final, el general portugués no tuvo más remedio que transigir y ordenó el embarque de sus tropas. Pedro pasó la noche durmiendo en cubierta, usando su ropa de almohada. A la mañana siguiente pudo comprobar cómo se cumplían sus órdenes. A través de su catalejo vio a Joaquina de Avilez llegar en un esquife hasta el barco de su marido y subir a bordo. A pesar de los tiempos duros que la mujer había vivido recientemente, y que se reflejaban en una delgadez extrema y un desaliño que no le conocía, o quizá por eso, Pedro la encontró aún más atractiva que de costumbre.
Luego volvió a tierra y finalmente, dos días después, los buques zarparon. Desde la orilla, vio cómo sus corbetas
Liberal
y
Maria da Gloria
escoltaban hasta la salida de la bahía a los transportes de tropa, que incluían el barco que debía haberle llevado a él y su familia a Portugal. En ese momento, tuvo la sensación de haberle ganado un pulso al destino. Esa flotilla de velas blancas que se alejaban marcaba el final de una época, era el toque de gracia al poderío militar portugués en Brasil. Además estaba satisfecho porque la confrontación se había resuelto sin disparos, sin sangre, sin un solo herido.
«Se fueron mansos como corderos»
, escribió a don Juan esa misma noche.
Inmediatamente, José Bonifacio emitió un bando en el que prohibía la arribada de fuerzas portuguesas a Brasil. Cuando dos semanas después llegaron los refuerzos, que supuestamente venían a llevarse a la familia real de vuelta a Portugal, fueron recibidos a cañonazos desde las fortalezas que guardaban la entrada a la bahía. Obligados a fondear en mar abierto, los comandantes de la expedición fueron autorizados a desembarcar para negociar su presencia en suelo brasileño. Se les confiscó una corbeta, se les dio autorización para reabastecer sus otros navíos en Río, y a los mil doscientos soldados portugueses se les permitió escoger entre regresar a Portugal o entrar a formar parte del ejército del príncipe regente en Brasil. Unos ochocientos decidieron quedarse.
Ya no escribía Pedro en sus cartas a su padre que era un capitán general relegado al gobierno de una provincia, sino el
«regente de un vasto reino, garante de la monarquía luso brasílica y lugarteniente de vuestra majestad. Desde que la división salió, todo quedó tranquilo, seguro y perfectamente adherente a Portugal».
Estaba feliz de poder comunicarle a su padre que había cumplido con su deber de salvar de la desintegración aquella parte de la nación a él confiada.
Poco después de la partida de la escuadra portuguesa, mientras la ciudad vivía en un ambiente de frenética actividad, Leopoldina dio a luz de una manera peculiar, tratándose de una princesa. La noche del 11 de marzo empezó a tener dolores, y a las tres y media de la madrugada llamó a Pedro. A las cinco, mientras caminaban despacio por el palacio, sintió unas fuertes contracciones. Entonces, para sorpresa de ambos, Leopoldina se agarró al cuello de Pedro. Abrazados en la penumbra de un pasillo, sintieron que un chorro de calor les empapaba la ropa: era el líquido amniótico que formó un charco en el piso de madera. Con los pies firmemente plantados sobre el suelo, Leopoldina dio a luz a una niña en ese mismo instante.
«A las cinco y media estaba todo acabado con inmensa felicidad»,
escribió Pedro a su padre. La buena nueva fue comunicada al pueblo por medio de salvas de artillería desde las fortalezas y los navíos fondeados en la bahía.
«Dios se llevó a mi Juan Carlos pero me ha dado otra hija que llamaremos Januaria»,
le anunció en una carta a su hermano Miguel.
El tiempo de engañar a los hombres se acaba.
D
ON
P
EDRO
47
En Lisboa, Miguel compartió la noticia del nacimiento de la nueva infanta con su madre, en la Quinta de Ramalhão, donde ahora vivían juntos. Era una villa situada en las verdes colinas de Sintra, que Carlota había adquirido en 1802, después de que su marido, que era príncipe regente en la época, descubriese un complot urdido por ella para hacerle pasar por loco y usurparle el poder. No era un palacio como Queluz, sino una casa solariega con grandes habitaciones bien ventiladas que daban a bancales de naranjos y limoneros. De Queluz había sido finalmente expulsada por don Juan por su obstinada negativa a jurar la Constitución. Evitó el exilio alegando que estaba demasiado enferma para trasladarse. En realidad, por razones distintas, ni el uno ni el otro lo deseaban. Una comisión de médicos enviada por don Juan dictaminó que Carlota padecía una dolencia pulmonar que arrastraba desde Río, así como piedras en el riñón. Con esa excusa, don Juan le conmutó la sentencia al exilio y la devolvió a la casa que ella misma había elegido antes de marchar a Brasil.
La carta que mandaba Pedro a su hermano contenía otra propuesta. Le ofrecía la mano de su hija Maria da Gloria, con el consentimiento de don Juan, y le instaba a que volviese a Brasil. Las bodas entre tíos y sobrinas habían existido desde tiempos inmemoriales en las monarquías europeas, costumbre que se había convertido en la principal causa de degeneración genética de las familias reinantes. Sin embargo, seguía vigente porque era una forma de asegurarse los derechos sucesorios. El propio don Juan era hijo de tío y sobrina, y una hermana de Pedro había sido casada con su tío Fernando, rey de España. Así que la propuesta de Pedro, que buscaba eliminar cualquier amenaza potencial a sus propios derechos, no era descabellada en el contexto de la época. Estaba motivada por el convencimiento de que ya no tendría un descendiente masculino, y que su hija primogénita, la pequeña Maria da Gloria, sería su sucesora en el trono del Reino Unido de Portugal y Brasil:
«Tendrás que esperar una década o más hasta que tu esposa alcance la pubertad
—le escribió Pedro—,
pero haré todo lo que esté a mi alcance para hacer que tu vida aquí sea lo más placentera posible. Será una vida mejor que estar en Portugal bajo la bota de las Cortes. Además, si vienes, no sólo estarás ayudando a tu hermano, sino también a la nación y a tu padre.»
Pero Miguel no era un idealista, sino un ser resentido, envidioso, e igual de ambicioso que su madre, bajo cuya influencia seguía como cuando era niño. A Miguel no le importaba la suerte de su padre ni la de su hermano, y si fingía interés en el destino de Portugal, era solamente porque veía en ello su oportunidad de tener poder, de llegar a ser alguien algún día, de sacudirse el marchamo de «bastardo». Pedro ignoraba que ambos, Carlota Joaquina y Miguel, estaban muy afanados en sacar partido de las disensiones internas que enfrentaban a los diputados de las Cortes. Algunos, irritados y hasta escandalizados por la actitud que consideraban irreverente y sediciosa de Pedro, eran partidarios de nombrar a Miguel príncipe heredero. Carlota se frotaba las manos: si lo conseguían, luego ella galvanizaría a los absolutistas alrededor de la figura de su hijo para acabar derrocando el gobierno parlamentario. Y por fin se haría realidad el sueño de su vida: usurpar el poder a su marido, haciéndole pasar de nuevo por una persona mentalmente inestable, y colocar a Miguel de príncipe. Su hijo del alma, su preferido, su «bastardillo», reinaría sobre Portugal y sus colonias ultramarinas.
Las informaciones que Pedro recibía de su padre eran escasas e imprecisas porque todos los escritos y cartas de don Juan eran sometidos al escrutinio de la censura. Pero aun así, su padre le había insinuado que Carlota intentaba conspirar para modificar los derechos sucesorios. Razón de más, pensó Pedro, para alejar a su hermano de la tutela materna. Sintiendo que Miguel podía ser más útil en Brasil que pegado a las faldas de Carlota, y porque de verdad le tenía auténtico cariño de hermano, insistió de nuevo con el lenguaje que les resultaba familiar a ambos:
«No faltará gente que te diga que no vengas
—le escribió—.
Diles que coman mierda. Y también te dirán que si Brasil se separa, tú serás rey de Portugal. Que coman más mierda.»
Más adelante, le decía:
«Vuelve a Brasil donde la gente te respetará y donde podrás cortejar a mi hija y casarte con ella a su debido tiempo… Ven, ven, ven, porque Brasil te recibirá con los brazos abiertos y vivirás en plena seguridad sin que te cueste nada, porque en Portugal no estáis seguros, puedes acabar como el delfín de Francia, y nuestro padre como Luis XVI.»
Pero Miguel hizo oídos sordos; era demasiado irresponsable para que el asunto de la seguridad le importase. Al contrario, le atraía el peligro. En el fondo sabía que lejos de su madre no era nadie, y nunca lo sería, por mucho que su hermano le asegurara lo contrario. Además, en Lisboa se encontraba en el centro de la acción, en el lugar donde se decidiría el futuro de Portugal, de Brasil y de la monarquía, o al menos eso era lo que pensaba.
El destino de Brasil era motivo de constantes rifirrafes en las Cortes de Lisboa. Los parlamentarios se enzarzaban en agrias discusiones sobre las pretensiones de la antigua colonia. Los diputados brasileños, esos que habían sido ignorados en las primeras instrucciones enviadas a Río, lo tenían muy difícil a la hora de defender los derechos de sus representados. Cuando por ejemplo uno de ellos pidió la creación de una universidad en Brasil, le respondieron que bastaría con algunas escuelas primarias. Constantemente se topaban con la hostilidad de los diputados portugueses y del público que asistía a las sesiones desde la tribuna y que les abucheaba en cuanto pedían la palabra. A los de «la colonia» no les dejaban ni hablar. Es más, los más exaltados exigían organizar una expedición punitiva contra Río y su príncipe rebelde.
—¡Lancemos nuestros dogos contra los traidores! —pidió a voz en grito un diputado portugués.
—¡Con perros los echaremos! —coreó otro.
—¡Pues en Brasil no nos faltan jaguares y onzas para recibir a vuestra jauría! —replicaba uno de los brasileños, cuyas palabras eran ahogadas inmediatamente por los gritos del público y el pataleo de los diputados locales.
Don Juan intentaba comunicar a su hijo Pedro ese ambiente y lo que transpiraba, o sea que Brasil no podía esperar de Portugal ser tratado en pie de igualdad. Y éste le contestaba pidiéndole a su padre que pusiese sus misivas en conocimiento de los diputados. Decía cosas hirientes a propósito y presumía de su creciente popularidad.
«Conservo un gran rencor hacia esas Cortes que tanto han buscado aterrorizar a Brasil y arrasar Portugal»,
escribía en una de sus cartas. Para evitar ser tildado de reaccionario, quería dejar claro que su rabia estaba dirigida sólo a esas facciosas Cortes, y no al sistema de Cortes deliberativas
, «porque ese sistema nace con el hombre que no quiere ser servil y que aborrece el despotismo».
Pero el caso es que nadie sabía si ese príncipe ávido de gloria y desbordante de dinamismo estaba dispuesto a romper definitivamente con el pasado y a desempeñar el papel de libertador —como un Bolívar, un San Martín o un Artigas—, o si buscaba conservar los vínculos de unión con Portugal. ¿Se haría «indígena», como decían, para proclamar la independencia total de Brasil y hacerse con ese nuevo cetro? ¿O sería fiel al juramento que había hecho a su padre, firmado con su propia sangre, de no usurpar jamás la corona, pasara lo que pasase? El problema era que ni siquiera Pedro podía responder a esas preguntas. Los acontecimientos se precipitaban y el desafío consistía en intentar controlarlos.
En Minas Gerais, la provincia más poblada del país y una de las más poderosas desde el punto de vista político y económico, la junta de gobierno empezaba a vacilar y anunció su rechazo a someterse tanto a la autoridad de la regencia en Río como a la de las Cortes de Lisboa. Abogaban simple y llanamente por la independencia de la provincia. Ante esa actitud separatista que ponía en jaque todo su proyecto de unificación, Pedro, Bonifacio y sus asesores supieron que no bastaba con proclamar un rosario de órdenes y declaraciones, debían tomar una acción inmediata, enérgica y eficaz. Pedro entendió que, si algún día pretendía extender su autoridad a las provincias más lejanas, debía reaccionar de la misma manera que en crisis anteriores: consultando directamente al pueblo, yendo a su encuentro.
—Me voy a Minas… —le anunció esa noche a Leopoldina—, hasta Ouro Preto, a hablar con los miembros de la junta. Tengo que ganarme su confianza como sea.
—¿Vas solo? —le preguntó.
—Me acompañarán sólo tres personas, amigos de Bonifacio que conocen a los de Minas.
—Lo veo arriesgado, vida mía. No te faltan enemigos allí, por ser quien eres…
Leopoldina se refería a una revuelta independentista que se había desatado a finales del siglo anterior en Minas, la
Inconfidencia Mineira
. Le recordó que había sido la abuela María quien había firmado en Lisboa la orden de ejecutar a Tiradentes, líder de aquella revuelta y cuyo apodo venía de su profesión de dentista. Después de haber sido ejecutado y descuartizado, de que su memoria fuese declarada oficialmente infame, su casa destruida y todos sus descendientes deshonrados, sus restos mortales fueron distribuidos en las ciudades y pueblos en los que expuso sus discursos revolucionarios y por los que Pedro tenía que pasar en su peregrinación por la provincia hasta alcanzar Ouro Preto, la capital.