Ahora que había anunciado su viaje, cientos de vecinos europeos y brasileños, dándose cuenta de lo mucho que querían a ese rey bonachón que tanto había hecho por Río de Janeiro y por Brasil, firmaron una petición para que se quedase. El ayuntamiento de la ciudad y la Cámara de Comercio —otra institución creada por don Juan— le mandaron sendas peticiones formales para que anulase su viaje, o por lo menos lo pospusiese. Le llovían requerimientos similares del clero, de pequeños terratenientes, de empleados públicos, de tenderos, de todos los que se habían acostumbrado a su forma patriarcal de gobernar y que ahora eran conscientes de que se estaba formando un vacío político. Nadie sabía cómo funcionaría el nuevo orden ni si don Pedro estaría a la altura de las circunstancias. Don Juan, conmovido hasta el alma, las lágrimas corriendo por las gruesas mejillas que acababan en una papada en cascada, no se resignaba del todo a su suerte. Al calor de estas peticiones y después de una conversación con su fiel ex ministro Antonio Vilanova, cuyo criterio siempre tenía en gran estima, se echó atrás. «La unión de Portugal y Brasil no puede durar mucho —le había dicho el ministro—. Si su majestad tiene nostalgia de la cuna de vuestros abuelos, regresad a Portugal; pero si queréis tener la gloria de fundar un gran imperio y hacer de la nación brasileña una de las mayores potencias del globo, es mejor que os quedéis en Brasil. Allá donde permanezcáis, majestad, eso será vuestro. La otra parte habréis de perderla.» Entonces don Juan pensó en quedarse y en enviar a su hijo a Europa y así él podría seguir disfrutando de esa gente que le quería, del canto de los pájaros de su aviario, de las excursiones a las islas del otro lado de la bahía, de las noches de ópera en el teatro, de ese clima que adoraba y que había aprendido a conocer tan bien que podía predecir el momento propicio de frescor para echarse una buena siesta por la forma de los cumulonimbos en el cielo. Una Leopoldina eufórica escribió a su hermana:
«Cambio de plan: ¡Acompaño a mi marido a Portugal! Estoy profundamente satisfecha porque por fin podré estar cerca de ti.»
Sin embargo, las nuevas agitaciones que seguían marcando la vida pública decidirían el rumbo de sus vidas, y no era precisamente aquel que ellos hubieran elegido. Tal y como había previsto Pedro, los líderes más radicales intentaron imponerse y hacerse con el poder. Primero capitalizaron el descontento de los brasileños cuyos intereses se habían visto perjudicados por la presencia de tantos cortesanos. Decían en Río que los que habían sido obligados a alquilarles su vivienda veían con rabia cómo ahora los que se marchaban desmontaban puertas y ventanas para embalar sus pertenencias, o simplemente dejaban las casas saqueadas. Los cortesanos se llevaban todo lo que tuviera algo de valor, y dejaban atrás un rosario de salarios, facturas y deudas sin pagar. El erario público y el Banco de Brasil se encontraban en un estado muy precario, como resultado de muchos años en que los gastos de la corte se habían sufragado imprimiendo papel moneda, un procedimiento que dio origen a la legendaria inflación brasileña.
En aquel ambiente donde se mezclaban pesadumbre y resentimiento, el nuevo gobierno de don Juan convocó una asamblea de ciudadanos para elegir a los miembros brasileños que tendrían derecho de voto en las nuevas Cortes de Lisboa. Los que presentaban su candidatura estaban dispuestos a cruzar el Atlántico con la esperanza de colaborar en pie de igualdad con los diputados portugueses. Como el nuevo gobierno temía manifestaciones subversivas de parte de la tropa, consiguieron que la oficialidad reiterase su juramento de lealtad al rey antes de la reunión. El propio don Juan juró de nuevo su adhesión a una Constitución que todavía no existía. Nunca se juró tanto en Río de Janeiro como en aquellos días, señal del alto grado de desconfianza que existía.
La reunión —a la que no asistían ni el rey ni Pedro ni los nuevos ministros— era abierta al público que ocupaba los palcos y las gradas del edificio de la Cámara de Comercio, al borde del mar, cerca de la plaza del Rocío. En la platea estaban reunidos magistrados, funcionarios, militares de alta graduación, ex ministros, senadores, terratenientes, comerciantes y hombres de leyes que, ilusionados, habían venido no sólo a elegir a sus representantes a las Cortes de Lisboa, sino a dar su opinión sobre los futuros consejeros del gobierno de don Pedro y a deliberar sobre el futuro político de Brasil. Sin embargo, no contaban con la presencia de agitadores resueltos a sacar partido de tener concentrados en aquel edificio a la flor y nata de la sociedad local, en uno de los momentos más delicados de la historia de la ciudad. Cuando el juez que presidía la reunión empezó a leer los nombres de los ministros propuestos para el gobierno de don Pedro, fue interrumpido por gritos de «¡Viva la revolución!» y «¡Abajo el rey!» y por una diatriba inflamada de apasionada retórica revolucionaria a cargo del padre Macamboa y de otro individuo mucho más radical llamado Luis Duprat, hijo de madre portuguesa y de un sastre francés, un chico de veinte años delgado como un alambre, con gafas de montura metálica y que se tomaba por Robespierre.
A partir de ese momento, y anulando el orden del día, estos dos líderes populares secuestraron la reunión, que convirtieron en un acalorado mitin. Sus discursos incendiarios y antimonárquicos galvanizaron a sus seguidores, bien regados de vino que les proporcionaban taberneros simpatizantes con su causa. Sus reivindicaciones eran las mismas que habían exigido a Pedro en el Teatro Real: crear una junta de gobierno subordinada exclusivamente a las Cortes. Nada de Consejo de Ministros monárquico: exigieron la organización de un nuevo gobierno provisional. Como Brasil no disponía de una Constitución y la portuguesa todavía no estaba lista, los revolucionarios decidieron adoptar en ese mismo momento la Constitución española de Cádiz, que permanecería en vigor hasta la llegada del documento portugués. Lo hicieron ante la perplejidad y el terror de los que sentían repugnancia por lo que pretendían imponer: en efecto, la Constitución de Cádiz no admitía que el rey pudiese escoger sus ministros.
Las llamadas al orden del juez que presidía la reunión no surtieron efecto. El pueblo amotinado coreaba con vivas las arengas de los golpistas, quienes saludaron como héroes a los miembros de una delegación que enviaron al palacio de San Cristóbal con la misión de hacer cumplir al rey estas nuevas condiciones.
En el palacio, don Juan y sus ministros habían convocado una reunión de urgencia. Pedro llegó tarde. Alarmado por las proporciones que podía tomar la revuelta, tomó una iniciativa audaz. Fue a ver a los mandos militares y les pidió, por simple precaución y para proteger la integridad de la familia real, que situasen el tercer batallón de infantería y otro de artillería entre la ciudad y el palacio.
Cuando Pedro irrumpió en la reunión, se encontró a su padre, como siempre en estas circunstancias, retorciéndose en un mar de dolorosas dudas. ¿No había sido él un rey más liberal que cualquier rey constitucional? ¿Debía aceptar lo que pedían los agitadores? ¿Debía jurar la Constitución de Cádiz, la española? ¿Cómo responder a los miembros de la delegación, que ya estaba a las puertas del palacio? Las discusiones entre sus ministros, enzarzados en tecnicismos y legalismos, parecían obviar la evidencia, y es que estaban siendo víctimas de un golpe que les despojaba de todo su poder. Al final, venció el miedo.
—Aceptar sus condiciones puede ser una buena idea, majestad, aplacaría al pueblo —declaró su jefe de gobierno—. Luego podríamos negociar…
Los demás, acobardados, secundaban la opinión de su jefe. Tenían mucho más miedo de acabar ajusticiados que de perder sus puestos. Pedro, irritado por tanta tibieza, dijo lo que pensaba:
—No podemos someternos a lo primero que nos piden esos revolucionarios.
—Llevamos tiempo deliberando y hemos llegado a la conclusión de que hay que transigir, hijo.
«Si le hubieran pedido firmar la Constitución china, lo hubiera hecho con tal de salvar el pellejo», pensó su hijo Pedro, que acto seguido tomó la palabra:
—Ese cortejo que viene es en realidad una asonada, padre. Está mandado por un grupillo que busca usurpar el poder real. No os dejéis manipular.
En ese momento, desoyendo las palabras de Pedro, volvió a tomar la palabra el jefe del gobierno y, como si lo que acababa de decir el príncipe no tuviese relevancia alguna, prosiguió:
—Estoy pensando, majestad, que deberíamos aplicar la Constitución española como legislación subsidiaria para…
Pedro explotó:
—Como sigáis insistiendo en ese punto de vista, os… ¿Sabéis lo que os voy a hacer?
Todos volvieron la vista hacia el príncipe, mudos de asombro.
—¡Os voy a tirar por la ventana! —soltó de pronto Pedro.
Se hizo un incómodo silencio. El joven se les quedó largo rato mirando, con los puños apretados y luchando por contener su furia. Luego se levantó y abandonó la sala dando un portazo.
En el exterior, se encontró con parte de la delegación que acababa de llegar y que estaba a la espera de ser recibida. Uno de sus miembros se acercó a preguntarle por qué había tropas en la carretera.
—¡Vais a ver por qué! —replicó Pedro.
35
Mientras los miembros de la delegación forzaban la mano del pusilánime rey y de sus apocados ministros, Pedro deliberaba con el general de división Jorge de Avilez sobre el curso de la acción que habían de tomar. Estaba decidido a coger el toro por los cuernos. Una cosa era estar imbuido del espíritu moderno, ser un liberal y constitucional convencido, y otra dejarse amedrentar por demagogos que pretendían usurpar el poder legítimo.
En el edificio de la Cámara de Comercio, los revolucionarios, a la espera de tener noticias de la delegación, ponían en marcha su revolución. Nombraron una lista de «ministrables» de un gobierno provisional allí constituido y debatieron sobre un rumor que aseguraba que los barcos que se disponían a llevar a la corte de regreso a Portugal estaban llenos de oro. «¡Una riqueza que no tiene que deslizarse entre las manos del pueblo!», gritó Duprat, que propuso prohibir la salida de cualquier navío de la bahía. Para hacer cumplir su orden, se dirigió a un general presente en la sala, un hombre de setenta y ocho años que intentó disculparse:
—Lo siento, pero sólo recibo órdenes del rey.
—¡El rey ya no gobierna! ¡Aquí sólo gobierna el pueblo! —replicó Duprat.
El segundo intento, con un coronel de estado mayor que también intentó zafarse, acabó con amenazas y coacciones y ambos militares no tuvieron más remedio, como declararon más tarde, «que ceder ante la fuerza mayor de un inmenso pueblo». De manera que el viejo general y el coronel tuvieron que embarcarse, ya de noche, en un bote junto a unos soldados para cumplir con su deber revolucionario. Remaron hasta un fuerte donde transmitieron la orden de disparar contra cualquier embarcación que quisiese salir, pero antes de llegar a la segunda fortificación, fueron interceptados por una barca con soldados que habían sido enviados por Pedro.
El triunfo de los revolucionarios parecía seguro y sus palabras y discursos eran aclamados por la multitud; estaban borrachos de ideas, soflamas, vino e ilusión, pero ni Macamboa ni Duprat hicieron nada por ganarse la adhesión de la tropa. Quien sí lo hizo fue Pedro, cuya autoridad era cada vez más firme desde los acontecimientos del día del teatro. De él partió la decisión final de utilizar la violencia, si fuera necesario, para dispersar la reunión. Era consciente de que aquél era un momento crucial: o se imponía ahora, o quizá nunca podría llegar a hacerlo. Y si tenía que sobreponerse al rey, si tenía que faltar el respeto a las conveniencias de la jerarquía, confiaba en que su padre acabaría por entenderlo. Era insumiso por naturaleza. Estaba tan seguro de sí mismo que nada en el mundo le hubiera podido hacer desistir de su voluntad de acabar con la subversión. ¿Cómo podría asumir la regencia de Brasil si no defendía su territorio de manera clara y drástica? Peor aún… ¿Cómo podía permitir que un don nadie que soñaba con repetir la toma de la Bastilla en Río, y que era dos años menor que él, derribase la monarquía?
A la misma hora en que era interceptada la barca del coronel, el general Avilez, al frente de un batallón, entró en la Cámara de Comercio, listo para intervenir y reventar el mitin. Pensaba que al saberse rodeados por el ejército, el miedo se apoderaría de los amotinados, que no se atreverían a resistir. Se trataba de ganar tiempo. Sin embargo, antes de acabar de leer su proclama que ordenaba la disolución de la asamblea, sonó un disparo y uno de sus soldados cayó fulminado. Inmediatamente cundió el pánico.
—¡Expulsen a estos canallas, pero no les hagan daño! —ordenó el general.
Sus palabras se quedaron flotando en el aire húmedo, ahogadas por fogonazos que dejaron nubes de humo blanco suspendidas bajo la bóveda del techo. Aterrorizados al darse cuenta de que estaban en una ratonera, la turba la emprendió a empujones para salir del recinto. El estruendo de gritos, órdenes y disparos hizo que algunos, de puro miedo, soltasen las tripas y otros vomitasen. Todo era válido para escapar, incluso lanzarse por una de las ventanas al mar e intentar nadar hasta la orilla. Algunos murieron ahogados, otros por aplastamiento, varios cayeron por herida de bayoneta. Los heridos se retorcían de dolor en charcos de sangre y excrementos. Los rostros de Macamboa y Duprat, que parecían no creerse aquel brutal desenlace, eran la expresión misma del terror cuando les comunicaron que estaban detenidos por atentar contra el orden constitucional. No opusieron resistencia porque temían ser ajusticiados in situ. Se los llevaron unos soldados en la oscuridad de la noche mientras sus seguidores seguían luchando por salir indemnes de aquella situación desconcertante entre balas perdidas y bayonetazos. Eran las cinco de la mañana del día de Pascua cuando todo terminó. En el muro del edificio, a modo de recordatorio de aquella revolución fallida, un militante dejó escrito: «Matadero de los Braganza.»
Tres horas después, a las ocho, un decreto escrito del puño y letra de Pedro revocando la orden que promulgaba la Constitución española ya circulaba por el palacio. Don Juan estaba entre escandalizado por la violencia empleada, apesadumbrado por el número de muertos (unos treinta) e impresionado por la audacia de los amotinados. Pero también estaba deslumbrado por el temple que había mostrado su hijo. Era cierto que se había excedido en arrogarse parte de la autoridad real, pero lo había hecho con lealtad, empujado por un sentido de la oportunidad y con el olfato necesario para adivinar el momento más adecuado para actuar. Siempre le había achacado falta de prudencia, una virtud que él había convertido en su norma de vida, pero ahora descubría en su retoño cualidades de valentía, inteligencia, agilidad, y también sagacidad y astucia. Dichas cualidades habían salvado a la monarquía de un golpe mortal y estaba seguro de que le servirían para protegerse de las próximas intentonas de esos aventureros. Porque habría otras, de eso estaba seguro.