Después del almuerzo, los distinguidos pasajeros tomaron asiento en la barcaza, rodeada de multitud de embarcaciones más pequeñas ocupadas por miembros de la nobleza que escoltaban a la comitiva real, para acompañar la entrada triunfal de Leopoldina en Río de Janeiro. Desembarcaron sobre una rampa recubierta de una alfombra roja y pasaron bajo un arco, uno de los muchos construidos por los artistas franceses Debret y Montigny, un trampantojo de madera y yeso pero que parecía mármol con angelotes, alegorías de Viena y de Roma y alusiones a las posesiones imperiales de Portugal. Había sido idea de don Juan recrear el ambiente de una ciudad europea de fantasía que evocase el aplomo del viejo mundo. Saludaron a soldados y dignatarios mientras se dirigían a los carruajes que les esperaban al otro lado de la plaza, al principio de la rua Direita, la más ancha de la ciudad, bordeada de palmeras recién plantadas para la ocasión. Los adoquines de las calles habían sido cubiertos de arena para amortiguar los baches.
La familia real y los recién casados tomaron asiento en una carroza dorada y forrada de terciopelo granate, tirada por ocho caballos blancos con gualdrapas de terciopelo a juego. Detrás, don Miguel y las hermanas seguían en dos carruajes de seis caballos cada uno. En total formaban parte de la procesión noventa y tres carruajes, con sus respectivos lacayos de pie en las portezuelas. Una compañía de guardias a caballo y otra de alabarderos hacían de escolta. Banderas, tapices de damasco carmesí y estandartes flameaban sobre las fachadas encaladas de los edificios, y la calle estaba a rebosar de ciudadanos radiantes de alegría que hacían la genuflexión al paso de los vehículos reales. Desde los balcones, señoras de piel cetrina y cabello negro, ostentosamente vestidas, lanzaban guirnaldas de flores al paso de la carroza real. Lo mismo hacían los niños que, encaramados a lo alto de cada arco de triunfo, tiraban pétalos a puñados.
Entre aplausos del pueblo, acordes de música militar y el repique de las campanas, la procesión culminó en la Capilla Real, que estaba situada justo al lado del antiguo palacio de São Bento, un edificio cuadrado y austero que había sido residencia de los Braganza en los primeros tiempos de su estancia en Brasil, antes de que el matrimonio se desperdigase por los alrededores. La gran orquesta empezó a tocar en el momento en que doña Leopoldina entró en la capilla de la mano de su esposo, rodeada de cortesanos y acompañada por los obispos de Angola, Pernambuco, Santo Tomé y Mozambique. Los recién casados se arrodillaron frente al obispo de la corte, que pronunció la bendición nupcial, seguida de una misa de tedéum cantada y con música compuesta para la ocasión por el más famoso de los compositores de la época, Marcos Portugal. Para don Juan y su hijo, las misas eran una oportunidad de abandonarse al placer de escuchar música.
Aquélla fue una escena digna de la más brillante pompa europea, de no haber sido por el calor y los mosquitos. Las damas de compañía austriacas, que llevaban amplios escotes, tenían tales ronchas provocadas por las picaduras que parecía que las hubieran arañado. Los hombres brincaban como saltamontes para ahuyentar a los mosquitos que pugnaban por colarse entre las medias.
A continuación, los augustos invitados pasaron al palacio adyacente para el besamanos, costumbre completamente desconocida en la corte de Viena, y las damas austriacas se extrañaron de que fuesen obligadas a besar las manos del rey y de los príncipes. Luego se sirvió una interminable cena de Estado. Para responder a los vítores de la multitud concentrada en la plaza, los jóvenes esposos tuvieron que levantarse de la mesa varias veces y aparecer en el balcón. Era tanta la gente que parecía adorarles que se sintieron conmovidos. Sobre todo Pedro, que empezó a darse cuenta de que su boda le estaba sirviendo para dejar atrás su nefasta reputación. Respiró hondo: en el aire flotaban aromas de hojas de mango, de la arena que cubría las calles, de pétalos de flores, de incienso y de canela.
El baile fue el broche final de un día agotador, especialmente para don Juan, cuya llaga en la pierna le hacía sufrir. En honor a Leopoldina, la orquesta tocó un vals, un ritmo que apenas se oía en Brasil. Pedro cogió del brazo a su mujer, cuyos ojos estaban húmedos de la emoción porque aquello le recordaba a su Viena natal. Un, dos, tres… Juntos dieron los primeros pasos; él se dejaba llevar por la pericia de ella y así abrieron el baile. A la mayoría de los presentes aquella escena les pareció digna de la más refinada corte europea, pero no así a los austriacos. En Brasil la gente sudaba profusamente, y el olor se mezclaba con el de pescado podrido, porque así olía el pegamento que se usaba para sostener el armatoste de alambre que sujetaba el tocado de las damas y que se derretía con el calor. No, Río no era Viena.
De noche, ya tarde, la familia real regresó a San Cristóbal por mar para evitarle al rey el traqueteo del carruaje. Al redoble cadencioso de los remos, la barcaza atravesó lentamente la bahía donde centelleaban las luces de los barcos y donde el eco devolvía el canto de los negros que se desplazaban en sus piraguas entre las islas. Luego el palacio de San Cristóbal surgió sobre la ribera. Menudo chasco. Los miembros austriacos de la comitiva se esperaban otra cosa, sobre todo después del derroche de la boda. Aquélla era una casa grande adaptada para servir de palacio, nada tenía que ver con Schönbrunn, en Viena, donde la voluntad del monarca se había transformado en piedra.
«Cualquier noble alemán tiene una casa más bonita que ésta»,
comentó en una carta un miembro de la delegación austriaca.
Leopoldina estaba demasiado exultante como para emitir un juicio sobre el palacio de su suegro. El rey la acompañó a su nueva residencia, situada a menos de un kilómetro de la mansión principal, en una casa independiente de dos pisos recién construida para el joven matrimonio, tipo castillo medieval, con un mástil en el tejado. Su majestad se disculpó porque los muebles que había encargado en París aún no habían llegado. Al entrar al vestíbulo, lo primero que vio la joven fue un busto de su padre, y no pudo contener las lágrimas.
—Oh, Majestad…
—Hija mía querida —le dijo don Juan—, la felicidad de Pedro está asegurada, así como la de mis pueblos, pues un día tendrán como reina a una buena hija…
Y añadió, después de un silencio:
—… Que no puede dejar de ser una buena madre.
Al detalle del busto se sumó un libro que contenía todos los retratos de los miembros de su familia que don Juan había encargado en Viena junto con la estatua de Francisco II.
Pero el día aún no había terminado para la familia real. Leopoldina, que ya ansiaba disfrutar de un poco de intimidad con su marido, tuvo que plegarse a otra de las curiosas costumbres de aquella corte: la preparación para la noche nupcial. Los hombres de la familia, es decir el rey y Miguel, tenían que acicalar a Pedro, mientras las mujeres debían hacer lo mismo con ella. De modo que la austriaca se vio rodeada de Carlota Joaquina y de sus cuñadas que, con dulzura y algo de malicia, se dispusieron a hacerle la
toilette
de rigor. La lavaron, le arreglaron el pelo y la perfumaron. Leopoldina se disponía a vestirse cuando le dijeron:
—No, no, ahora no te puedes vestir. Tienes que esperar a tu marido en la cama, desnuda, es la tradición…
—¿Desnuda? —soltó una indignada condesa Kunburg—. ¡Eso no puede ser! —remachó con fuerte acento germánico.
Leopoldina procuraba disimular el sofoco que sentía. La condesa continuó:
—Ya es hora de que estén solos.
Pero se topó con las miradas de incomprensión de las cuñadas y sobre todo con el ceño fruncido de la reina. Leopoldina hizo una señal a su dama de compañía:
—Dejad, condesa —le rogó Leopoldina, antes de añadir en alemán—: No pongáis más pegas, os lo ruego. Acabemos con esto cuanto antes.
En aquel momento la joven sólo deseaba estar con su marido, de modo que se sometió obediente a aquel ritual. Se tumbó a esperar, mientras sus cuñadas y su suegra charlaban excitadas a su alrededor. Al rato entró Pedro. No pudo disimular una sonrisa pérfida ante la visión de su esposa, con sus abultados pechos cayendo de lado a lado, los pezones encarnados e infantiles, la piel tan blanca y transparente que dejaba ver las venas azules del cuerpo y la mano colocada entre las piernas, tapándose vergonzosamente el pubis.
«Fui obligada a esperar a que el príncipe estuviese tumbado a su lado
—escribió la condesa—.
Y sólo entonces, por compasión, me dejaron marchar…»
18
Carlota y sus hijas decidieron volver a Botafogo en una carroza. La reina tenía prisa por regresar a su casa en la playa para disfrutar de las atenciones de un nuevo amante, un coronel de caballería llamado Fernando Brás, un hombre fornido y de buen ver que le quitaba el sueño.
Don Juan volvió a su palacio y subió la escalera renqueando. Estaba satisfecho, pues había cumplido con su deber. Pronto su reino tendría descendencia. Era una pena que su madre, allá en el cielo, no pudiera compartir la dicha de una jornada tan grandiosa.
Mientras un criado le desnudaba para ponerle el camisón, otro sostenía un orinal en las manos, un tercero le abría la cama y un cuarto le preparaba el mosquitero, don Juan recordaba su primera noche con Carlota. Él tenía veintitrés años y ella quince. Llevaba esperando cinco años desde la boda… ¡Y cómo la deseaba en aquel momento, a pesar de lo fea que era! Parecía que nunca iba a cumplirse la condición del contrato nupcial según la cual debían esperar a que fuese mujer para tener relaciones. Aquella primera regla tardó mucho tiempo en llegar, pero cuando lo hizo fue vivida como un gran acontecimiento. Inmediatamente, la reina María, emocionada, escribió a la madre de Carlota, María Luisa de Borbón-Parma:
«Mi querida prima: Con gran placer y sin que pase más tiempo, voy a participar a vuestra majestad que nuestra amada Carlota ya es mujer enteramente, sin la menor duda y sin ninguna conmoción, bendito sea Dios. Le pido a V. M. que tenga a bien participar de esta buena nueva al rey su querido esposo…»
Así fue como Carlos IV se enteró de que su hija primogénita había tenido la primera menstruación.
Recordaba don Juan que su madre, la reina María, con motivo de la primera noche juntos, y como una atención especial hacia la nacionalidad de la esposa, les había ofrecido la alcoba llamada «Don Quijote» en el palacio de Queluz, una habitación redonda, decorada con espejos y ocho cuadros enmarcados en molduras doradas que describían varias escenas de la vida de don Quijote que un artista llamado Manuel da Costa había pintado con talento.
Él se había resistido a la «preparación» para la noche nupcial. Muy descuidado con su aspecto físico, odiaba lavarse, al contrario que su hijo Pedro, contaminado por la costumbre brasileña de hacerlo a menudo. Pero al final había tenido que ceder ante la presión de los monjes que oficiaban de ayudantes de cámara y que estaban preocupados por la mala impresión que pudiera causar en esa noche tan crucial. Nadie escapaba al peso de la tradición, y menos aún un príncipe. Al revés que su hijo, don Juan era tímido y torpe con las mujeres. Cuando entró en la habitación, no se atrevía a mirar a la cara a Carlota, que le esperaba desnuda y tumbada en la cama. Él, muy puritano, llevaba un camisón que tenía un orificio en un lugar estratégico. Estaba tan azorado después de tantos años de forzada abstinencia que olvidó apagar las velas de cera. Cuando por fin se acercó a Carlota, resollando como un anciano en la penumbra, sintió una especie de resquemor, vieja huella dejada en la memoria por aquel mordisco en la oreja. En la inmensidad del lecho real, ella parecía aún más pequeña de lo que era en realidad. Don Juan nunca olvidaría la mirada de malicia radiante de su mujer cuando se abalanzó sobre él. Y así, entre las sombras vacilantes que dejaban ver los molinos de viento, las cargas de Rocinante, el manteamiento de Sancho Panza y una Dulcinea idealizada, se entregaron el uno al otro con toda la intensidad de su pasión juvenil. Pero sin amor. Lo suyo fue siempre un encuentro de cuerpos más que de almas.
Nueve meses más tarde nacía Antonio, que en paz descanse. Luego vino la princesa Isabel de Braganza en 1797, una niña escuchimizada que al principio respiraba con dificultad, pero que sobrevivió a los primeros meses de vida. Y el 12 de octubre de 1798, después de cuatro días de intensos dolores, nació Pedro de Alcántara José Gonzaga Pascual Serafín de Braganza y Borbón. El repique de las campanas de todas las iglesias de Portugal anunció la buena nueva al pueblo, y en Lisboa las torres de vigilancia y los barcos de guerra atracados en el Tajo lanzaron salvas a mediodía y a medianoche. Al igual que su hermano, fue bautizado en Queluz, pero su bautizo fue modesto porque no era el heredero. Era un bebé orondo de mofletes rosados y aspecto saludable y hermoso, una excepción milagrosa en aquella familia trastocada por las fuerzas de la herencia genética. Le fue asignada una nodriza, pero como Pedro era muy voraz, se estimó conveniente que hubiera una reserva de dos amas de cría más. En total, el niño dispuso de seis tetas para enfrentarse a la vida.
Cuando a los pocos días de nacer abrió los ojos, lo primero que vio fueron las imágenes del hidalgo de La Mancha, y años más tarde, mientras crecía, no se cansaría de pedir a sus niñeras, la mayoría españolas, que le contasen las aventuras de don Quijote y Sancho Panza una y otra vez, hasta la extenuación. No se aburría de tanto oírlas, de imaginarlas, de jugar a atacar enemigos imaginarios y a defender víctimas desamparadas. Se reía y siempre pedía más, y el poso que dejaron en su alma aquellas anécdotas poco a poco fue configurando su personalidad.
Río de Janeiro vivió los dos días siguientes de festejos por la boda nupcial en el mismo ambiente jaranero con las calles cubiertas de albero y de flores odoríferas, banderas y oriflamas ondeando en ventanas y muros. La brillante iluminación nocturna dejaba boquiabiertos a los cariocas, que nunca habían disfrutado de su ciudad de aquella manera. Hubo recepciones, bailes y discursos que culminaron con una ópera y, gracias a la generosidad de un empresario local que asumió los gastos, un ballet… en el Teatro Real. El destino echaba su puñadito de sal a la herida sangrante de Pedro. Abrumado por los recuerdos, estuvo serio, taciturno y hasta desagradable antes y después de la función. Su madre, que debía de adivinar el motivo del comportamiento de su hijo, le hacía constantes llamadas de atención para que no descuidase a su esposa, pero él respondía con un mal gesto. Leopoldina, concentrada en el espectáculo, no parecía darse cuenta de nada, encerrada como estaba en su burbuja de felicidad.