—Como buen constitucional —le decía a Leopoldina—, tengo que predicar con el ejemplo.
De modo que redujo el estipendio que le correspondía, y emprendió un severo programa de ajuste, tan exagerado y burdo que sólo lo podía haber ideado él. De los mil trescientos caballos y mulas que pertenecían al palacio, vendió todos menos ciento noventa y seis. El pequeño ejército de palafreneros y cuidadores de caballos fue despedido y remplazado por trabajo esclavo. En sus ansias por ahorrar, no se le pasaba por alto ningún detalle. Para evitar pagar las facturas de las lavanderas, Pedro ordenó que su ropa personal, la de su familia, la de los trabajadores del palacio y hasta los mantelitos del altar de la capilla fuese lavada por esclavas ya empleadas en el palacio.
—Ocupándote de esas cosas insignificantes no vas a salvar a la nación —le decía Leopoldina.
Pero él, influenciable en algunas cosas y testarudo en otras, siguió en sus trece. Redujo tan drásticamente los enormes sueldos de los
castratti
italianos que la mayoría de ellos optaron por regresar a Europa. Del extravagante mundo de ópera y música sacra de su padre, sólo quedó un reducido coro con salarios miserables que Neukomm había organizado antes de irse. También cortó gastos en el mantenimiento del jardín botánico y las plantaciones exóticas fueron abandonadas y poco a poco invadidas por hierbajos.
Ante la magnitud del recorte de gastos decidida por el nuevo gobierno, la servidumbre de calidad regresó a Portugal: mayordomos, doncellas, costureras, institutrices siguieron el camino de los nobles. Leopoldina se quedó sin sus damas de compañía portuguesas, que también regresaron porque temían que las nuevas autoridades revolucionarias les expropiasen los bienes. De manera que la austriaca sólo contaba con un mayordomo y tres ayudas de cámara. Para una princesa era poco, pero suficiente para llevar la vida sencilla de una familia burguesa. No podía aspirar a más, porque a petición de su marido, que estaba realmente muy preocupado por las finanzas, hasta sus joyas fueron provisionalmente depositadas en los cofres del Banco de Brasil. Aunque para ella, lo peor fue tener que renunciar a la caridad; eso le dolía más que privarse de cualquier capricho personal. Era un poco como renunciar a ser ella misma. Ahora repartía limosnas a escondidas, temerosa de ser descubierta por Pedro.
Sin embargo, también hubo alguna ventaja. Pedro decidió abandonar su residencia y mudarse al palacete de su padre. Concentró todas las oficinas del gobierno en el antiguo palacio de la plaza del Rocío, de modo que ahora tenían mucho más espacio en San Cristóbal. Leopoldina pudo por fin sacar de los baúles las colecciones de minerales, los cuadros y objetos que había traído de Europa e instalarse a sus anchas. Aquello nunca sería, ni de lejos, algo parecido a los palacios de su infancia, pero era más cómodo que sus aposentos anteriores.
37
Bajo aquella calma aparente, bullía una agitación soterrada. A principios de junio, un mes después de la marcha de don Juan, el Chalaza mandó avisar a Pedro de que tuviera cuidado, que se tramaba una conspiración entre los oficiales de la división auxiliar al mando del general Avilez, el mismo que le había ayudado a sofocar la asonada de la Cámara de Comercio. Exigían la expulsión del conde de Arcos y la sempiterna reivindicación, el establecimiento de una junta de gobierno. El pretexto lo habían tomado de las últimas noticias llegadas de Portugal. La Constitución aún no estaba acabada, pero las bases habían sido publicadas en los diarios de Lisboa.
Nada más regresar de una cacería, Pedro se enteró de que dos batallones de infantería se habían congregado en la plaza del Teatro. «Otra asonada», pensó. Su padre hubiera reunido a sus consejeros, hubiera escuchado opiniones y hubiera esperado, indeciso, el curso de los acontecimientos encerrado en su palacio. Pedro, impulsivo y valiente, fue al encuentro de una tropa alzada en armas de cuya lealtad desconfiaba. Quizá pensaba repetir la hazaña del día del teatro: hacerse con la iniciativa, adueñarse de la situación y relegar a los conspiradores a la sombra. Cuando apareció solo en la plaza del Teatro, montado sobre su caballo, los soldados le abrieron paso con cierta reverencia. Pedro se dirigió hacia un grupo de oficiales:
—¿Quién habla aquí?
—Por la tropa, hablo yo —contestó el general Avilez.
Pedro se quedó sorprendido. Pero en seguida entendió que Avilez quería redimirse de los excesos cometidos el día de la Cámara de Comercio. ¿Qué mejor manera de conseguirlo que sometiendo al príncipe a la humillación de imponerle sus exigencias?
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Pedro.
—Que todos juremos las bases de la Constitución.
—Ya he hecho el juramento sagrado y voluntario de lealtad a la Constitución que se derive de las Cortes. Siento que haya hombres que no crean en mi palabra.
—Todos juramos una Constitución inexistente; ahora hay que jurar las bases hechas, impresas, votadas.
Pedro temió lo peor, que le hiciesen jurar un texto que recortaba aún más su poder. Propuso discutir el asunto en el interior del teatro. No pensaba ceder sin ofrecer resistencia.
—No voy a jurar nada sin conocer la voluntad del pueblo que gobierno —declaró perentorio a un grupo de oficiales—. Vosotros, la tropa, sólo sois una parte de la nación. Quiero saber qué piensan los demás. Os propongo reunir aquí a los representantes del pueblo, los diputados electos del distrito de Río y los delegados del ayuntamiento.
El general y sus oficiales aceptaron la propuesta y durante cinco horas, mientras iban llegando los diputados, Pedro permaneció en la platea, departiendo con todos a su manera campechana. Esperaba convencer a esos militares, cuyos galones brillaban en la penumbra, de las bondades de su gobierno. Desplegó su mejor oratoria para ganárselos, y les recordaba todas las medidas que había puesto en marcha en tan poco tiempo. Sin embargo, parecían insensibles a su encanto. La popularidad que creía tener entre los militares no era más que una ilusión. Pedro adivinó que, bajo el pretexto de este nuevo juramento, lo que buscaban socavar era su propia autoridad, así como la legitimidad de la monarquía. Estaba contrariado, pero dispuesto a luchar por preservar cada parcela de poder sin tener que inmolar su amor propio.
Como la noche sangrienta de la Cámara de Comercio estaba fresca en la memoria de los diputados y éstos no querían provocar a las tropas, aceptaron inmediatamente la idea del juramento. El príncipe, atrapado en su propio juego, no tuvo más remedio que aceptar la «voluntad popular» y todos juraron con la mano sobre la Biblia pero también, de nuevo, con barullo y falta de solemnidad.
Las bases de la Constitución transferían el poder de gobierno a una junta. Tal y como temía Pedro, lo primero que los oficiales exigieron fue la salida del conde de Arcos del gobierno. Fue duro hacer esa concesión. El conde, que por haber sido virrey conocía bien la maquinaria administrativa, hacía de eslabón entre los políticos de Río y los del resto de Brasil. ¿Cómo podía gobernar sin él? ¿Cómo aunar el resto del país bajo el manto unitario de la monarquía sin su colaboración? Para desbloquear la situación, los oficiales le facilitaron la decisión:
—Os dejamos que elijáis a su sucesor, no os imponemos a nadie que no sea de vuestro agrado.
Pedro insistió en su defensa del conde, pero no tuvo éxito. Al final, pensó que era mejor ceder un poco a sacrificarlo todo. Entre la regencia y el conde, optó por sacrificar al ministro. Eligió para sucederle a un magistrado de origen portugués que fue aceptado por los militares. A continuación, le presentaron un borrador de decreto para la creación de una junta de nueve miembros elegidos entre los diputados, que debían asegurarse de que las leyes de las Cortes portuguesas se aplicaban debidamente en Río de Janeiro. Pedro, con serenidad y valentía, a pesar del vapuleo al que estaba siendo sometido, aceptó con una condición: que se añadiese una cláusula referente a «la inviolabilidad de la persona del rey». Su condición le fue aceptada, aunque no sin provocar un acalorado debate. Sin embargo, al abandonar el teatro aquella tarde, tenía la impresión de que le habían quitado hasta la ropa.
Leopoldina se asustó al ver llegar el caballo de Pedro sin jinete, con los estribos sueltos y renqueando ligeramente, hasta la veranda del palacio. Pensó que su marido había sufrido un accidente. Sin embargo, a los pocos minutos apareció Pedro, caminando solo, sin prisa. Había desmontado para no cargar más el animal, que se había herido en una pata. Por la expresión de su rostro, Leopoldina supo que Pedro había sufrido un varapalo. Lo encontró muy desanimado.
—Me han reducido a una marioneta, a ser cabecilla de un gobierno provincial —le dijo—. Sin el conde, no sé cómo podré extender el control del gobierno a otras partes de Brasil. Sin él, estoy solo.
—Siempre puedes buscarte nuevos aliados…
—Eso, o retirarme.
Leopoldina no le dejó hundirse. Le convenció para que fueran esa misma noche al teatro para ver una representación de la ópera
El engaño feliz
de Rossini. ¿No habían anunciado como principal atracción en aquel templo del ocio, donde se mezclaban revoluciones, motines y juramentos con óperas, dramas y bailes, la partitura del «Himno Imperial y Constitucional», compuesto y escrito por el propio Pedro? No podían perderse esa
première
. La receta de su esposa fue poner al mal tiempo buena cara, aunque lo cierto es que, en el fondo, ella tampoco veía una salida clara a la situación. Sabía por sus criados que la agitación se había adueñado hasta de las iglesias. En sus sermones los curas pregonaban la soberanía del pueblo, citando a Guillermo Tell y a Washington antes que a los santos.
Desde el palco real, durante aquella velada, Pedro se acordó del estremecimiento que sentía cuando veía bailar a Noémie. ¡Qué lejos le parecían aquellos tiempos! Sentía ese poso de emoción cada vez que asistía a un espectáculo porque le recordaba la excitación del amor y la sensación de ser libre. En aquel entonces se quejaba de que su padre le mantenía apartado de los asuntos de Estado, de no tener mando ni poder. Sin embargo, disfrutaba de libertad. Toda su vida había oscilado entre la necesidad de orden y disciplina y la sed de aventura, la búsqueda de lo desconocido que su espíritu insumiso reclamaba. Ahora no era libre y el poder se lo habían cercenado. Por eso, ni la salva de aplausos que recibió al finalizar el himno, ni los vítores fervorosos cuando saludó desde el palco consiguieron levantarle el ánimo.
En las semanas siguientes, Pedro hizo todo lo que pudo para mantener las mejores relaciones posibles con el general Avilez y sus oficiales, consciente de que ellos eran los custodios del poder. Sin capacidad material de resistírseles, siguió la máxima de «si no puedes con tu enemigo, únete a él». Para ganar su confianza, visitaba asiduamente los cuarteles y asistía a cenas ofrecidas por la oficialidad. Quería convencerles de la sinceridad de su «constitucionalismo» e, indirectamente, ganarse también la confianza de las Cortes con el fin de regresar cuanto antes a Portugal. Leopoldina era una piedra en el zapato, porque de antemano era considerada sospechosa debido a su padre, el emperador de Austria.
Para celebrar el primer aniversario de la revolución, asistieron a un baile europeo que organizaron los oficiales portugueses en el Teatro Real, donde estuvieron bailando cuadrilla y contradanza hasta las seis de la mañana. Leopoldina le acompañaba únicamente porque se lo pedía él, ya que detestaba la compañía de oficiales que expresaban sin pudor sentimientos tan radicales. Se cuidaba mucho de no manifestar su parecer, de disimular su pensamiento para no perjudicar la delicada posición de su marido y de la monarquía en general. Tenía esperanza en
«la providencia benigna que abandona deprisa y con gran descuido todo lo que comienza con gran ansia y entusiasmo».
Era el mismo fundamento que aplicaba en su vida privada, sobre todo en lo que tocaba a los deslices de su marido, que ahora coqueteaba descaradamente con la esposa del general Avilez.
«Empiezo a entender que la gente soltera es mucho más feliz
—le escribió a su hermana—.
Mi salud va bien, excepto por una profunda melancolía. Sólo me consuela la religión y la firme conciencia de cumplir con mi deber.»
Ella, muy digna, fingía ser amiga de la esposa del general, se contaban confidencias, se sentaban juntas a la mesa, paseaban del brazo conversando y riendo. Sin embargo, resultaba poco probable que Pedro mantuviese un romance con la esposa del hombre que buscaba quitarle poder. Lo que le dolía a Leopoldina era que su marido ya no disimulaba en público sus preferencias por otras mujeres, como si la ausencia de tutela paterna ya no le obligase a comportarse con su esposa con el mismo respeto de antes. Desde la marcha de su suegro y en medio de oficiales que la disgustaban, la sensación de abandono era aún más acuciante.
La animada vida social que se veían obligados a llevar en Río no bastaba para distraer a Pedro de la gravedad de los asuntos de Estado. Seguía presidiendo el Consejo de Ministros, y por lo tanto gobernando, pero sin medios, y además tutelado de cerca. A pesar de todo, consiguió organizar el viaje a Lisboa de los diputados elegidos para representar a Río de Janeiro en las Cortes. Luego ordenó la liberación de Macamboa y de Duprat, que después de tres meses de cárcel fueron enviados al exilio a Portugal, donde el filiforme Duprat empezó estudios de derecho para acabar siendo un gran abogado.
De forma contraria a lo que podía esperarse, la Junta no interfería en las deliberaciones ni en las decisiones de Pedro y de sus ministros. La realidad era que sus miembros se sentían muy aliviados de no tener que enfrentarse a los inmensos y desalentadores problemas que la administración de la ciudad y del reino planteaba. Eran tantos y tan insolubles, y la recompensa tan pobre, que Pedro tiró la toalla y decidió volver a Portugal. Nada podía ser peor que quedarse en Brasil, en aquella posición insostenible, viendo cómo el prestigio —y el séquito— del general Avilez eran mayores que el suyo.
«Suplico a vuestra majestad
—escribió a su padre—,
por lo que es más sagrado en el mundo, que tengáis la bondad de relevarme de este trabajo. Os imploro, querido padre, que me dejéis regresar a Portugal para tener el placer de besar vuestra mano y tomar asiento a los pies de vuestra majestad.»
38
En Portugal, don Juan lo tenía más difícil que su hijo en Brasil. Antes siquiera de que pudiera desembarcar, cuando su barco fondeó en aguas del Tajo frente a la explanada del Rocío el 4 de julio de 1821, después de tres meses de travesía, le abordó una barcaza. Subió una delegación de militares del nuevo gobierno revolucionario que, al mismo tiempo que le daban la bienvenida, le pidieron que firmase un decreto según el cual aceptaba ratificar las bases de la Constitución. Don Juan, cohibido y siempre asustado como un pájaro, estampó su firma de adhesión y lealtad a la Carta Magna. Antes siquiera de pisar suelo lisboeta, estaban usurpando sus poderes, exactamente del mismo modo que otros militares portugueses habían hecho con Pedro en Río. Se le negó la competencia de colaborar en la elaboración de las leyes; el veto real quedó abolido; se le prohibió transferir los comandantes militares de Lisboa y Oporto, así como el intendente general de policía, etcétera. En definitiva, quedaba reducido a la condición de funcionario de la nación. «Estamos vencidos», susurró a uno de sus acompañantes.