Para Pedro, la revolución constitucionalista de Portugal no hizo más que confirmarle en sus ideas reformistas. Pero de las deliberaciones de la corte y de las decisiones de su padre —o mejor dicho, indecisiones— no recibía información directa. Seguía odiando a la camarilla que rodeaba a don Juan, hombres que utilizaban cualquier pretexto para mantenerle apartado del centro de decisiones. El rey, enfrentado al dilema entre quedarse o volver, o mandar a su hijo a la madre patria, no conseguía decidirse. Aunque su presencia en Lisboa bastaría para aplacar a las Cortes y tranquilizar a los revolucionarios, veía a Pedro demasiado inmaduro y sujeto a influencias peligrosas. Por eso dudaba.
Sólo por terceras personas le llegaban a Pedro rumores sobre su posible viaje a Lisboa, en representación del rey, y eso le mantenía ilusionado e inquieto. Enviaba mensajes a su hermana para intentar cerciorarse sobre las intenciones de su padre y de sus ministros más conservadores, que eran abiertamente críticos con su comportamiento y sus ideas. Para Leopoldina, la posibilidad de volver a Europa era como una bendición, y más ahora cuando Río bullía en una efervescencia que presagiaba días tumultuosos. Recelaba de un movimiento radical similar al que se había dado en Francia. Además, se debatía en un conflicto de lealtades porque las orientaciones de su marido eran contrarias a los principios de la casa de Habsburgo.
«Mi esposo, Dios me valga, ama las nuevas ideas»,
escribió a su padre. Más tarde, en una nueva carta, le dijo:
«Querido padre, el Señor ve bien cómo mi situación es difícil entre las obligaciones que competen a una buena y cariñosa esposa y la súbdita íntegra e hija obediente que soy. Me gustaría mucho reunir ambas obligaciones, pero me veo obligada a sacrificar una de las dos. Por ese motivo, vengo a solicitar, querido padre, vuestro consejo y vuestra orden, pues ésos deben ser mis guías.»
El consejo de su padre nunca llegó, lo que forzó a Leopoldina a tomar una decisión por su cuenta.
31
El corazón de don Juan estaba carcomido por la incertidumbre, tanto que aun viviendo a menos de cien metros de distancia de su hijo, no se decidía a hablar directamente con él:
—Dígame qué debo decirle —le preguntaba a su ministro más conservador—, y si hubiera réplica, qué debo responderle.
—Nada de imitar a las Cortes de Cádiz, nada de formas extranjeras que coarten la autoridad real —le decía el ministro.
Pero el rey seguía sin dar el paso. Su loca esperanza de que la revolución portuguesa perdiese fuelle por sí sola o de que las potencias europeas la aplastasen ya no se sostenía. Mientras seguía vacilando, en Salvador de Bahía un contingente de soldados portugueses, respondiendo a la llamada de los revolucionarios de la madre patria, tomaron la residencia del gobernador y anunciaron la revolución constitucionalista. Lo mismo ocurrió en Belem, en la desembocadura del Amazonas. Poco a poco todo el litoral se iba contagiando del mismo fervor. Y pronto le tocaría el turno a Río. El aviso que le dio el conde de Palmela sonó a premonición:
—Determinadas concesiones que ayer hubieran sido suficientes para evitar una rebelión en Río, hoy o mañana ya dejarán de serlo, majestad.
El rey no le contestó.
Don Juan nunca había sentido tanta presión, al menos desde los tiempos en que vivía amenazado por Napoleón. Si en aquel entonces sus armas habían sido esperar, diluir el proceso de decisiones, ganar tiempo como fuese… ¿Por qué no podrían volver a funcionar ahora? En lugar de interferir e influir directamente sobre los acontecimientos, prefería esperar a que éstos evolucionasen y, cual fruta madura, le dejasen el paso libre. Pero eso no estaba ocurriendo. El milagro no se producía. Al final, tuvo que hacer algo que consideraba repulsivo: tomar una decisión. El 7 de febrero de 1820, el Consejo de Estado que presidía decidió enviar a Pedro a Portugal para tomar posesión, en su nombre, del gobierno provisional de aquel reino. Para su hijo, que estaba deseando dar el salto a la vida política y desempeñar el papel que correspondía a su rango, fue un momento largamente esperado. Llegó eufórico a la reunión a la que su padre le había convocado.
—Pedro —le dijo el rey chupando un muslo de pollo—, no se trata de aceptar la Constitución que están elaborando, a imitación de la española… Sería una desgracia para su majestad reconocer la autoproclamada asamblea constituyente… ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, padre…
Se produjo entonces un largo silencio entre ambos. Don Juan miraba a su hijo mientras hurgaba con sus dientes en los huesos del pollito, como intentando descifrar algún gesto que confirmase la suspicacia que sentía. Por fin le dijo:
—Vas a ir a Portugal con el título de condestable, pues llevarás contigo toda la autoridad militar y toda la preponderancia civil…
Pedro asintió e, impaciente, preguntó:
—¿Cuándo está prevista nuestra partida?
—Lo antes posible. Pero irás solo, hijo mío.
De pronto, toda la alegría que expresaba el rostro de Pedro se desvaneció. No podía disimular el chasco que le producía la decisión de su padre de hacerle partir solo. No quería ni pensar en el disgusto que se llevaría su mujer. Don Juan, mirándole de reojo, prosiguió:
—Hemos pensado que tu esposa no está en condiciones de exponerse a los peligros de una larga travesía por mar…
Pedro calló. Ni siquiera miraba a su padre, que continuó diciendo:
—Es importante que aquí, en Brasil, no vean que se van demasiadas personas de la familia real al mismo tiempo.
—¿Demasiadas?
—Todavía no se han concretado las personas que te acompañarán… —dijo balbuceando.
Pedro estaba ofuscado.
—No sé lo que pensará Leopoldina —dijo—. A ella le hacía mucha ilusión realizar ese viaje conmigo.
—Tiene que entenderlo, y seguro que lo hará… Sabe que su deber es plegarse al interés de la corona. La misma que tú llevarás algún día, quizá muy pronto…
Se lo dijo esbozando una sonrisita cómplice, pero Pedro se mantuvo serio. El rey escupió unos huesecillos y se limpió la boca con una servilleta antes de añadir, levantándose y dando la entrevista por concluida:
—… Y que ella llevará también.
Leopoldina se hundió al enterarse de que no iría a Portugal con Pedro. Estuvo llorando un día entero, tumbada en la cama de su habitación, evitando hacer el más mínimo movimiento para librarse del fardo añadido del calor. Veía horrorizada que se encontraba en una situación insostenible: encerrada en aquel país, pero sin su marido. Si le hubieran anunciado su condena a muerte no le habría afectado menos. Dejarla en Río sola equivalía a enterrarla en vida. Estaba segura de que se moriría. Si eso era lo que buscaban algunos cortesanos intrigantes, como ella pensaba, lo estaban consiguiendo. Deprimida, sin ganas de vivir a pesar de llevar a su hijo de ocho meses de gestación en sus entrañas, no tenía a nadie a quien pedir ayuda. Su suegra, que hubiera podido defender su causa porque también se moría de ganas de volver a Europa, ya no tenía influencia alguna sobre nada. Carlota Joaquina vivía encerrada en su casa de la playa por orden del rey. Había sido acusada de ordenar el asesinato de la mujer de su amante, el apuesto coronel Fernando Brás. Había dado un salto cualitativo en sus transgresiones: había pasado de adúltera a asesina. La corona había concluido que la emboscada que le había costado la vida a la mujer del coronel había sido realizada por un sicario contratado por Carlota. Don Juan ocultó el escándalo y ordenó destruir todas las pruebas. Ya había reaccionado de manera similar cuando en Lisboa descubrió que su mujer había maquinado un golpe de Estado para arrebatarle la corona, y también entonces la había, si no perdonado, sí indultado. Ahora la había castigado de nuevo a su manera de hombre indulgente, encerrándola en su casa, donde Carlota se consumía entre la impotencia y la rabia.
Pedro abandonó sus quehaceres en las cuadras cuando la dama de compañía de su mujer, asustada, fue a avisarle del estado en que se encontraba Leopoldina. Se sorprendió de verla tan mal, cubierta de sudor y lágrimas. La abrazó y le pasó un paño húmedo por la frente.
—Te lo suplico, Pedro, no me dejes aquí sola.
—Si vienes conmigo, tendrás que parir en el barco, no sé si te das cuenta…
—Me da igual —le interrumpió ella entre sollozos—. Daré a luz en el barco. Dios me protegerá.
Pedro, que era muy sentimental y que en aquel periodo llevaba una vida conyugal armoniosa, estaba con el corazón roto de verla así. Por mucho que le tentaba ir a Portugal a tomar las riendas del imperio, la idea de hacerlo sin su mujer y su hija le resultaba odiosa. Quizá porque nunca había conocido una vida familiar estable, ahora no estaba dispuesto a romper la suya. Además, adivinaba en el plan de su viaje una conspiración de los allegados a su padre. Reconocía la larga sombra de la desconfianza del rey que, al retener a la nuera, pretendía garantizar así la fidelidad del hijo.
—Voy a intentar retrasar la partida hasta que nazca el niño —le dijo Pedro.
—No lo conseguirás, no te dejarán…
—No me iré sin ti, te lo prometo.
Entonces Leopoldina esbozó una leve sonrisa que contenía todo el agradecimiento del mundo. Aquellas palabras eran como un soplo de vida nueva.
—O nos vamos juntos, o no nos vamos ninguno —terminó diciéndole Pedro.
Era la misma frase que había dicho su abuela, la reina María, en un momento crucial, cuando le iban a enviar solo a Brasil como avanzadilla de la familia real.
El hecho de contar con el apoyo de su marido le devolvió la esperanza. Teniéndole de su lado, todo cambiaba: poco a poco Leopoldina fue sintiéndose con fuerzas para volver a la vida y para luchar por lo que consideraba suyo, por sobrevivir. No estaba dispuesta a quedarse en tierra y tampoco a dejarse manipular para perder a Pedro, que sabía inconstante y fácilmente maleable por influencias ajenas. Dejando de lado su deseo de volver a Europa, ella también sospechaba de alguna intriga palaciega urdida para que perdiese la confianza y el amor de su marido.
Don Juan, enterado de las dificultades que de pronto le ponían su hijo y su nuera, se enfadó. «¿No tenían tantas ganas de ir a Portugal? ¿No lo estaban deseando? ¡Sólo tienen que estar separados algunos meses!», clamaba. Luego, haciendo oídos sordos a las quejas de Leopoldina, decretó: «Pedro tiene que marcharse a Portugal dentro de una semana.» Ahora era impensable abandonar la decisión que tanto le había costado tomar. Leopoldina luchó como una tigresa para preservar unida a su familia. Recurrió al embajador de Austria y le pidió que intercediera ante el rey. Ahora lo tenía muy claro: sin Pedro, no se quedaría en Brasil.
«Quede convencido
—escribió al embajador de Austria
— de que en caso de que el señor no consiga, a través de su influencia, aplazar la partida de mi esposo o conseguir que yo le acompañe, atraerá sobre sí toda mi ira y todo mi odio por el que más pronto o más tarde tendrá que pagar.»
Leopoldina mostraba sus garras, y el diplomático, asustado por el tono de aquella carta, fue a pedir ayuda al conde de Palmela.
—Sería inhumano condenar a una princesa a pasar los más bellos años de su vida lejos de su marido —le dijo el austriaco.
—Comprendo que sea penoso para la princesa real —le respondió Palmela—, pero lo sería mucho más para ella misma si perdiésemos Portugal únicamente porque no se ha querido separar de su marido durante unos meses.
Al final lograron un acuerdo según el cual el embajador se comprometía a conseguir que Leopoldina, después del parto, partiese lo antes posible para seguir a su marido. A cambio, Palmela insistiría ante el rey para que éste mandase cuanto antes a su hijo a Portugal. Era un pacto concebido para dar satisfacción a todas las partes.
Cuando el embajador austriaco fue a pedirle a Leopoldina que aceptase el sacrificio de una separación temporal, la encontró muy agitada.
—Ningún ciclón tropical tendrá la fuerza suficiente para impedir que embarque en el bote más miserable que encuentre y me reúna con mi marido, o bien regrese a mi patria.
—Alteza… No podemos permitir que Austria sea vista como la culpable de que su majestad no envíe a su hijo a Lisboa.
—Yo no le impido ir. Estoy dispuesta a acompañar al príncipe real.
—Pero, alteza, en su estado…
Leopoldina empezó a llorar.
—Si me abandonan aquí —musitó con la voz entrecortada—, mi situación será insoportable, sé que nunca me dejarán volver a Europa…
Estaba sacudida por violentos sollozos. El embajador tenía el semblante trémulo y procuraba sosegarla, pero ella estaba obsesionada con la misma idea:
—Quieren retenerme aquí para alejarme de mi marido… Y no quiero vivir un exilio eterno en este país —dijo pasándose un pañuelo por el rostro bañado en lágrimas.
Nada pudo hacer el embajador austriaco para complacer a su compatriota. La fecha de partida de Pedro fue fijada para tres días después. Fue entonces cuando la princesa, de acuerdo con su marido, decidió preparar su partida clandestina, a pesar de las advertencias del embajador austriaco, quien le suplicó:
—No hagáis nada que pueda indisponeros ante el rey. Eso significaría, señora, privaros para vos misma del apoyo de su majestad en el futuro.
Pero nada podía hacer que Leopoldina cambiase su decisión. En un estado de suma exaltación, escribió a un amigo alemán pidiéndole si conocía a alguien que pudiera alquilarle una embarcación dispuesta a zarpar en breve para Portugal…
«Debido a razones que no estoy autorizada a divulgar y por las cuales no se me permite acompañarlo, estoy obligada a procurar mi salvación en la fuga, legitimada por el consentimiento de mi esposo. De modo que desearía encontrar una embarcación que debe ser segura, un buen velero cómodo para una familia de seis personas. También quiero encontrar una nodriza, saludable y competente para mi bebé, que nacerá en alta mar, y que de esa forma no será ni portugués ni brasileño…»
Era una carta que mostraba, aparte de su desesperación, una determinación de la que hasta entonces no se creía capaz. Ya no se dejaba embaucar por los discursos y las promesas vanas de diplomáticos y cortesanos. Se sentía fuerte porque actuaba en sintonía con la voluntad de Pedro. Contar con su respaldo la hacía invencible.
Mientras preparaba su huida en secreto, seguía hablando con los ministros y hacía que su marido también hablase con ellos, animada por una inquebrantable voluntad para obtener lo que creía justo. Sin embargo, en los momentos de duda, cuando al caer la noche se tumbaba en las sábanas húmedas de su cama, el ánimo le flaqueaba. Se sentía acobardada ante el enorme riesgo que la majestad del poder le obligaba a correr. ¿Tenía derecho de poner en peligro la vida de su hija? ¿Y la del niño que llevaba dentro? En las tinieblas de su cuarto, los recuerdos del viaje que la había traído a Brasil la torturaban. El mareo durante la mala mar, el miedo a los temporales y el terror a las encalmadas, el tedio de los días interminables de navegación, la promiscuidad y, sobre todo, la posibilidad de caer enferma… ¡Y además tener que parir en manos de cualquier matasanos! ¿No era tentar demasiado al diablo? ¿No era un exceso de soberbia oponerse al designio real? ¿No la habían educado para ser dócil ante la inclemencia del poder? Cuando horas más tarde se despertaba sobre un charco de sudor, y los rayos del sol empezaban a filtrarse a través de las persianas, los terrores nocturnos desaparecían como por encanto. Entonces recobraba la lucidez, o quizá la locura, pues ya no sabía muy bien dónde estaba la frontera. El caso es que un «no» crecía en su interior y su eco acababa ensordeciéndola: no, no se quedaría en ese lugar, sola y a merced de aquella corte corrupta y desalmada. No dejaría marchar a Pedro, a quien quería con toda su alma, a pesar de sus defectos. No, no y no. Mal les pesase al rey y a todos sus ministros.