Tom se aproximó a la baranda y empezó a ejercer presión en la cuerda del lazo.
Pilgrim
lo notó y se aprestó a resistir. La presión era hacia abajo y la perilla de la silla se ladeó.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Grace con voz queda y atemorizada.
—Está intentado hacerle poner de rodillas —respondió Frank.
Pilgrim
opuso toda la resistencia de que fue capaz, y cuando por fin hincó las rodillas, fue sólo un momento. Enseguida pareció reunir fuerzas y se irguió de nuevo. Otras tres veces se arrodilló y volvió a levantarse, como un converso reacio. Pero la presión que Tom estaba ejerciendo sobre la silla era demasiado fuerte e inexorable y finalmente el caballo se derrumbó y permaneció quieto sobre la arena.
Annie notó el alivio en los hombros de Grace. Pero la cosa no había terminado. Tom mantuvo la presión y luego dijo a Smoky que soltase las otras cuerdas y fuera a ayudarle. Entre los dos tiraron del lazo.
—¿Por qué no lo dejan en paz? —exclamó Grace—. ¿Es que no le han hecho suficiente daño?
—Tiene que tumbarse —dijo Frank.
Pilgrim
bufaba como un toro herido. Estaba arrojando espuma por la boca y tenía los flancos sucios de arena y sudor. Forcejeó un buen rato más. Pero al final, vencido, se recostó lentamente sobre un flanco, y apoyó la cabeza en el suelo y se quedó quieto.
Annie tuvo la impresión de que la rendición era total y humillante. Notó que Grace empezaba a sollozar. Sintió que las lágrimas afloraban también a sus ojos y se vio impotente para contenerlas. Grace se volvió y sepultó la cara en el pecho de su madre.
—¡Grace! —Era Tom.
Annie alzó la mirada y vio que Tom estaba con Smoky junto al cuerpo postrado del caballo. Parecían dos cazadores con su pieza recién cobrada.
—¡Grace! —llamó de nuevo—. ¿Quieres venir un momento?
—¡No! ¡No quiero!
Tom dejó a Smoky y se les acercó. Su expresión, ceñuda, lo hacía casi irreconocible, como si estuviera poseído por una sombría fuerza vengativa. Annie rodeó a Grace con sus brazos para protegerla. Tom se paró delante de ellas.
—Me gustaría que vinieses conmigo, Grace.
—Pues yo no quiero ir.
—Tienes que venir.
—No, le harás daño otra vez.
—Nadie le ha hecho daño. Él está bien.
—¡Sí, claro!
Annie quería intervenir, protegerla. Pero la firmeza de Tom la tenía acobardada y al final dejó que le quitara a su hija de las manos. Él agarró a la muchacha por los hombros y la obligó a mirarlo.
—Tienes que hacerlo Grace. Confía en mí.
—¿Hacer?, ¿qué?
—Ven conmigo y te lo diré.
A regañadientes, Grace se dejó guiar al centro del ruedo. Impulsada por la misma urgencia protectora, Annie trepó a la baranda espontáneamente y los siguió. Smoky esbozó una sonrisa, pero al momento se dio cuenta de que no era oportuna. Tom la miró.
—No hay de qué preocuparse, Annie.
Ella apenas asintió.
—Bueno, Grace —dijo Tom—. Ahora quiero que lo acaricies. Quiero que empieces por los cuartos traseros y que le frotes y le muevas las patas y lo palpes de arriba abajo.
—¿Para qué? Está como muerto.
—Haz lo que te digo.
Grace caminó nada convencida hacia la parte posterior del caballo.
Pilgrim
no levantó la cabeza, de la arena, pero Annie vio que intentaba seguir sus pasos con el ojo.
—Muy bien. Ahora acaricíalo. Vamos. Empieza por esa pata. Adelante. Muévesela. Así.
—¡Tiene el cuerpo flaccido, como si estuviera muerto! —exclamó Grace—. ¿Qué le has hecho?
Annie tuvo una visión de su hija en coma en el hospital.
—Se pondrá bien. Ahora apoya la mano en su cadera y comienza a frotársela. Vamos, Grace. Muy bien.
Pilgrim
no se movía. Grace fue tocándole por todo el cuerpo manchándose con el polvo que le cubría los sudorosos flancos masajeando sus extremidades según le decía Tom. Por último le frotó el cuello y un lado mojado y sedoso de la cabeza.
—Muy bien. Ahora quiero que te pongas de pie encima de él.
—¿Qué? —Grace lo miró como si estuviera loco.
—Quiero que te pongas de pie encima de él —repitió Tom.
—Ni hablar.
—Grace…
Annie dio un paso al frente.
—Tom…
—Calla, Annie. —Ni siquisiera la miró. Acto seguido dijo casi gritando—: Haz lo que te digo, Grace. Súbete encima. ¡Vamos!
No había forma de desobedecer. Grace se echó a llorar. Tom le tomó la mano y la condujo hasta la curva del vientre del caballo.
—Sube. Vamos, súbete al caballo.
Y ella lo hizo. Y llorando a moco tendido, se puso de pie, frágil como un lisiado, sobre el flanco del animal que más quería en el mundo y sollozó horrorizada ante su propia brutalidad.
Al volverse, Tom vio que Annie también lloraba, pero hizo caso omiso y se volvió de nuevo hacia Grace para decirle que ya podía bajar.
—¿Por qué lo haces? —preguntó Annie, suplicante—. Eso es cruel y humillante.
—Estás muy equivocada. —Tom estaba ayudando a Grace a bajar y no miró a Annie.
—¿Qué? —dijo ella con tono despectivo.
—Estás equivocada. No es cruel en absoluto. Él ha podido elegir.
—¿De qué estás hablando?
Tom se volvió y por fin la miró a los ojos. Grace seguía llorando a su lado, pero él no le prestó atención. Incluso en medio de su llanto la chica parecía tan incapaz como Annie de creer que Tom pudiera ser así, tan duro y despiadado.
—Ha podido elegir entre luchar contra la vida o aceptarla.
—No ha podido elegir.
—Te digo que sí. Le resultaba muy duro, pero podría haber seguido, insistir en volverse cada vez más infeliz. Pero en lugar de eso ha escogido ir hasta el borde del abismo y mirar. Ha visto lo que había más allá y ha elegido aceptarlo. —Se volvió hacia Grace y apoyó sus manos en los hombros de la chica—. Lo que acaba de pasarle, eso de estar ahí tumbado, es lo peor que él podía imaginar. ¿Y sabes una cosa? Ha visto que no pasaba nada. Incluso que tú le pisaras le ha parecido bien. Ha comprendido que no querías hacerle daño. Después de la tormenta siempre viene la calma. Ha sido la peor tormenta de su vida, pero ha sobrevivido a ella. ¿Entiendes ahora?
Grace se secaba las lágrimas e intentaba encontrar sentido a aquellas palabras.
—No lo sé —dijo—. Creo que sí.
Tom se volvió hacia Annie y ella vio en su mirada algo tierno, algo a lo que por fin podía y sabía aferrarse.
—¿Lo comprendes, Annie? Es muy, muy importante que lo comprendas. A veces lo que parece una rendición no lo es en absoluto. Se trata de lo que uno tiene en el corazón. De ver claramente cómo es la vida y aceptarla y ser fiel a ella por más que duela, porque el dolor que puede causar el no ser fiel a ella es muchísimo mayor. Annie, yo sé que tú lo entiendes.
Annie asintió, se enjugó las lágrimas e intentó sonreír. Sabía que allí había otro mensaje, un mensaje dirigido únicamente a ella. No se trataba de
Pilgrim
sino de ellos y de lo que estaba pasando entre ambos. Pero aunque fingió comprenderlo, no era así, y sólo podía confiar en que algún día, con el tiempo, llegase a comprenderlo.
Grace vio cómo desataban la maniota y las cuerdas que
Pilgrim
llevaba atadas al ronzal y a la silla. El caballo permaneció un momento tumbado sin mover la cabeza, mirándolos con un solo ojo. Luego, un poco vacilante, se puso de pie tambaleándose. Relinchó, bufó varias veces y luego dio unos pasos como si quisiese comprobar que estaba entero.
Tom dijo a Grace que lo llevara hasta la cisterna a un lado del ruedo y ella se quedó al lado del caballo mientras bebía largamente. Al terminar,
Pilgrim
levantó la cabeza, bostezó y todos se echaron a reír.
—¡Ahí van las mariposas! —exclamó Joe.
Entonces Tom volvió a colocarle la brida y le dijo a Grace que pusiera el pie en el estribo.
Pilgrim
se quedó quieto. Tom aguantó su peso con el hombro y ella pasó la pierna y se sentó en la silla.
Grace no sintió ningún miedo. Lo hizo andar primero hacia un lado del ruedo y luego hacia el otro. Después lo puso al medio galope y vio que iba fino como la seda y muy sosegado.
Tardó un poco en darse cuenta de que todo el mundo la vitoreaba como el día en que había montado a
Gonzo.
Pero éste era
Pilgrim.
Su
Pilgrim.
Había superado la prueba. Y ella lo sentía debajo como siempre había sido, entregado, confiado y fiel.
La fiesta fue idea de Frank. Aseguraba que el propio caballo se lo había dicho:
Pilgrim
quería una fiesta, y fiesta tendrían. Telefoneó a Hank y éste dijo que se apuntaba. Además, tenía la casa llena de primos que habían llegado de Helena y que también asistirían a la fiesta. Para cuando terminó de llamar a todo el mundo, lo que en principio iba a ser una pequeña reunión se había convertido ya en una fiesta por todo lo alto y a Diane estaba a punto de darle un ataque pensando en cómo iba a darles de comer a todos.
—Caray, Diane —dijo Frank—. No podemos dejar que Annie y Grace hagan más de tres mil kilómetros en coche con ese caballo sin darles la despedida que se merecen.
Diane se encogió de hombros y Tom comprendió que a ella también le parecía bien.
—Y baile —añadió Frank—. Hay que organizar un baile.
—¿Un baile? ¡Venga ya!
Frank le pidió a Tom su opinión y Tom dijo que lo del baile le parecía bien. Así que Frank volvió a llamar a Hank y Hank dijo que vendría con su equipo de sonido y que si querían podía traer también sus luces de colores. No tardó ni una hora en llegar, y entre grandes y chicos lo dispusieron todo junto al establo mientras Diane, obligada por fin a mostrarse de mejor humor, fue con Annie a Great Falls para comprar comida.
A las siete estaba todo listo y fueron todos a lavarse y cambiarse de ropa.
Al salir de la ducha, Tom reparó en el albornoz azul y sintió como una sacudida sorda en su interior. Pensó que el albornoz aún olería a ella, pero cuando lo apretó contra su cara comprobó que no olía a nada.
Desde la llegada de Grace no había tenido oportunidad de estar a solas con Annie y experimentaba esa separación como si le hubieran extirpado algo por métodos crueles. Al ver que lloraba por
Pilgrim
había sentido ganas de correr a abrazarla. No poder tocarla estaba resultando casi insoportable.
Se vistió sin prisa y se demoró en su habitación, escuchando la llegada de los coches, las risas y la música que habían empezado a sonar. Al asomarse vio que había ya un verdadero gentío. La tarde era bonita y despejada. De la barbacoa, donde debía de estar esperándolo Frank, subían lentas espirales de humo. Escudriñó las caras y divisó a Annie. Estaba hablando con Hank. Llevaba un vestido que no le había visto antes, azul oscuro y sin mangas. Mientras él observaba, ella echó la cabeza hacia atrás, riendo de algo que le decía Hank. Tom se dijo que estaba muy hermosa. No había tenido menos ganas de reír en toda su vida.
Annie lo vio tan pronto salió al porche. La mujer de Hank estaba entrando una bandeja con vasos y él le aguantó la puerta y rió de algo que ella dijo al pasar. Entonces miró hacia afuera y enseguida topó con los ojos de Annie y sonrió. Ella advirtió que Hank acababa de preguntarle algo.
—Perdona Hank, ¿qué decías?
—Digo que os volvéis a Nueva York, ¿no?
—Pues sí. Mañana hacemos las maletas.
—A las chicas de ciudad no os gusta el campo, ¿eh?
Annie rió con ganas, tal vez demasiado, como había estado haciendo toda la tarde. Procuró tranquilizarse otra vez. Vio a Tom entre la gente. Smoky acababa de raptarlo para presentarle a unos amigos suyos.
—Esto huele muy bien —dijo Hank—. ¿Qué te parece Annie, vamos a servirnos algo? Tú, acompáñame.
Annie se dejó llevar como si careciera de voluntad propia. Hank cogió un plato para ella y lo llenó hasta arriba de carne renegrida y una generosa ración de judías enchiladas. Annie sintió un vahído, pero aguantó la sonrisa. Ya había tomado una decisión.
Cogería a Tom por su cuenta —si hacía falta incluso lo sacaría a bailar— y le diría que pensaba dejar a Robert. Iría a Nueva York la semana siguiente y les daría la noticia. Primero a Robert. Después a Grace.
«Dios mío —pensó Tom—, esto va a ser como la última vez.» El baile había empezado hacía más de media hora y cada vez que él intentaba acercarse a ella, alguien la abordaba o lo abordaba a él. Y cuando pensó que ya lo conseguía notó un golpecito en el hombro. Era Diane.
—¿Las cuñadas no tenemos derecho a bailar?
—Diane, creía que no ibas a pedírmelo.
—Y yo sabía que tú no ibas a hacerlo.
La agarró y al momento se desanimó un poco al oír que la siguiente pieza era una balada lenta. Diane llevaba puesto un vestido rojo que había comprado en Los Ángeles y había intentado pintarse los labios a juego, pero no le había salido muy bien. Despedía un fuerte olor a perfume con un fondo de licor que él pudo detectar también en sus ojos.
—Estás guapísima —dijo.
—Es usted muy amable, caballero.
Hacía mucho que Tom no veía a Diane bebida. No sabía por qué, pero le entristeció. Ella presionaba sus caderas contra él, arqueando de tal forma el cuerpo que Tom supo que si la soltaba iría a parar al suelo. No dejaba de observarlo con una especie de cómplice mirada burlona que él no comprendía ni mucho menos le gustaba.
—Me ha dicho Smoky que al final no fuiste a Wyoming.
—¿Eso te ha dicho?
—Ajá.
—Bueno, pues es verdad. Uno de los caballos estaba enfermo, así que iré la semana próxima.
—Ajá.
—¿Qué pasa, Diane? —Él lo sabía, naturalmente. Y se maldijo por darle la oportunidad de decirlo. Habría sido mejor cambiar de tema.
—Sólo espero que te hayas portado bien, eso es todo.
—Vamos, Diane. Has bebido más de la cuenta.
Fue un error. Ella lo fulminó con la mirada.
—No me digas. ¿Crees que no lo hemos notado todos?
—¿Notado el qué?
Otro error.
—Ya sabes de qué hablo. Casi puede olerse el vapor que os sale a los dos.
Tom sacudió la cabeza y desvió la mirada como si Diane estuviese loca, pero ella comprendió que había dado en el clavo, porque sonrió triunfante y agitó un dedo delante de su nariz.
—Menos mal que regresa a su casa, cuñado mío —dijo.