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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (39 page)

BOOK: El guardián invisible
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El bosque más misterioso y mágico que existe. Los grandes robles, las hayas y los castaños cubren las laderas de las montañas, que, salpicadas de otras especies, las llenan de tonalidades, formas y contrastes.

Un bosque que brindaba multitud de sensaciones: el encuentro ancestral con la naturaleza, el rumor salvaje del agua entre hayas y abetos, el frescor del río Baztán, el sonido huidizo de los animales y de las hojas caídas en otoño que seguían tapizando el suelo como una colcha sedosa que el viento desplazaba a capricho formando montoneras como encames de hadas o senderos mágicos para que pisasen las lamias, el olor a los frutos del bosque y la suavidad del manto de hierba que cubría las praderas resplandeciendo como una magnífica esmeralda que un Gentil hubiese enterrado entre los bosques. Caminaron entre los árboles hasta que el rumor del río les indicó la dirección del lugar mágico al que se dirigían. Ros iba delante y se volvía de vez en cuando para comprobar que la desidia no venciese a los caminantes, algo que no debía temer por parte de James, que no dejó de hablar durante todo el camino, entusiasmado con la belleza del bosque invernal. Atravesaron una zona bastante tupida de helechos antes de comenzar a ascender.

—Ya está cerca —anunció Ros indicando un risco que sobresalía en la ladera—. Es ahí.

El sendero resultó bastante más empinado de lo que habían supuesto. Afiladas rocas formaban una escalera natural e irregular por la que fueron ascendiendo mientras el camino giraba una y otra vez enroscándose como una serpiente en la montaña. A cada vuelta del sendero, los matorrales de espinos y árgomas cerraban más el camino dificultando la marcha. Un giro más y desembocaron en una planicie abalconada cubierta de hierba rala y líquenes amarillos que lo tapizaban todo.

Ros se sentó en una piedra e hizo un gesto de contrariedad.

—La cueva está unos veinticinco metros más arriba —dijo Ros señalando un sendero casi por completo oculto por las árgomas—. Pero me temo que hasta aquí he llegado. Mientras subía me he torcido el pie.

James se agachó a su lado.

—No es grave —sonrió ella—, la bota me ha protegido, pero será mejor que volvamos pronto, antes de que comience a hincharse y no me deje andar.

—Vámonos ya —dijo Amaia.

—Ni hablar, después de haber llegado hasta aquí no te puedes ir sin ver la roca; sube.

—No, vámonos, tú lo has dicho: se te empezará a hinchar y no podrás caminar.

—Cuando bajes, hermana. No me moveré de aquí si no vas a verla.

—Yo me quedo con ella y te espero aquí —la animó James.

Amaia penetró entre las árgomas maldiciendo las espinas, que producían al rozar contra su parka un ruido similar al de las uñas arañando la ropa. El sendero terminó de pronto ante una cueva de boca baja aunque muy ancha que parecía una sonrisa torva en la faz de la montaña. A la derecha de la entrada había dos grandes rocas, ambas muy peculiares. La primera, como puesta en pie, sugería una figura femenina de grandes pechos y caderas pronunciadas que miraba al valle; la segunda era una roca magnífica, tanto en su tamaño como en su forma, perfectamente rectangular, como una mesa de sacrificios con una gran área pulida por la lluvia y el viento. Sobre su superficie aparecían una docena de pequeñas piedras de distinto color y procedencia colocadas como piezas de un incompleto ajedrez. Una mujer de unos treinta años sostenía una de aquellas piedras en la mano y miraba embelesada hacia el valle. Sonrió al verla venir y saludó amable mientras colocaba la piedra junto a las otras.

—Hola.

Amaia se sintió de pronto extraña, como una intrusa en un lugar reservado.

—Hola.

La mujer volvió a sonreír, como si leyese su mente y adivinara su incomodidad.

—Coja una piedra —dijo indicando el camino y sin dejar de sonreír.

—¿Qué?

—Una piedra —insistió indicando las que había sobre la mesa—. Las mujeres deben traer una piedra.

—Ah, sí, mi hermana me lo dijo, pero creía que debían traerla desde su casa.

—Así es, pero si la ha olvidado puede coger una del camino; al fin y al cabo es una piedra del camino a su casa.

Amaia se inclinó y tomó un guijarro del sendero, se acercó a la mesa y lo depositó junto a los otros, sorprendiéndose del gran número.

—Vaya, ¿todas estas piedras las han traído mujeres que han subido hasta aquí?

—Eso parece —respondió la bella mujer.

—Me parece increíble.

—Vivimos tiempos de incertidumbre en el valle, y cuando las nuevas fórmulas fallan se recurre a las antiguas.

Amaia se quedó boquiabierta al escuchar de aquella mujer casi las mismas palabras que había dicho su tía unas noches antes.

—¿Eres de por aquí? —preguntó fijándose en su aspecto. Llevaba un chal de lana de color verde musgo sobre lo que parecía un vestido de seda de tonos verdes y marrones, y lucía una melena rubia tan larga como la suya, retirada del rostro por una diadema dorada.

—Oh, no exactamente, pero llevo muchos años viniendo, porque tengo una casa aquí, aunque nunca me quedo mucho tiempo, siempre me estoy moviendo de aquí para allá.

—Me llamo Amaia —dijo extendiendo la mano.

—Yo, Maya —dijo la mujer tendiéndole una mano suave y llena de anillos y pulseras que tintinearon como campanillas—. Tú sí que eres de aquí, ¿verdad?

—Vivo en Pamplona, estoy aquí por trabajo —contestó, evasiva.

Maya la miró sonriendo de aquel modo que a Amaia le resultaba tan extraño, casi seductor.

—Yo creo que eres de aquí.

—Tanto se nota…

La mujer sonrió y se volvió a mirar el valle.

—Éste es uno de mis lugares favoritos, uno de los sitios al que más me gusta venir, pero últimamente las cosas no van bien por aquí.

—¿Se refiere a los asesinatos?

Ella continuó hablando sin responder, ya no sonreía.

—Suelo pasear por esta zona y he visto cosas raras.

El interés de Amaia creció sobremanera.

—¿Qué tipo de cosas?

—Bueno, ayer, mientras estaba aquí, vi a un hombre entrar y salir un rato después de una de esas cuevas pequeñas que hay en la margen derecha del río —dijo señalando a la espesura de matorral—. Cuando llegó llevaba un fardo que no tenía cuando salió.

—¿Su actitud le pareció sospechosa?

—Su actitud me pareció satisfecha.

Curioso adjetivo, pensó Amaia antes de preguntar de nuevo.

—¿Qué aspecto tenía?

—No pude distinguirlo desde aquí arriba.

—Pero ¿le pareció que era un hombre joven?, ¿pudo verle la cara?

—Se movía como un hombre joven, pero llevaba puesta una capucha que le cubría toda la cabeza. Cuando salió miró hacia atrás, pero sólo pude verle un ojo.

Amaia la miró perpleja.

—¿Le vio media cara?

Maya permaneció en silencio y volvió a sonreír.

—Después descendió por el camino y se fue en un coche.

—No podría ver el coche desde aquí.

—No, pero oí claramente el motor al ponerse en marcha y alejarse.

Amaia se asomó al camino.

—¿Se puede acceder a la cueva desde aquí?

—Oh, no, la verdad es que está bastante escondida. Hay que ascender desde la carretera, primero entre los árboles, ¿ve?, hasta allí —dijo indicando—, y luego hay que caminar entre el sotobosque, porque el antiguo camino está oculto… A unos cuatrocientos metros detrás de unas rocas está la cueva.

—Parece que conoce bien esta zona.

—Claro, ya le he dicho que vengo mucho por aquí.

—¿A dejar ofrendas?

—No —dijo ella sonriendo de nuevo.

El viento arreció en fuertes rachas que removieron el cabello de la mujer, dejando a la vista unos pendientes largos y dorados que a primera vista le parecieron de oro. Pensó que era curioso su atuendo para subir al monte, y aún se lo pareció más cuando se fijó en que bajo la falda de su vestido sedoso asomaban unas sandalias romanas que apenas llegaban a cubrir los pies de la mujer, que parecía embelesada en la observación de los guijarros que había sobre la roca, como si se tratase de piedras preciosas. Los miraba con aquella rara sonrisa reservada a las mujeres que guardan un secreto.

Amaia se sintió de pronto incómoda, como si presintiese de algún modo que su tiempo había expirado y que ya no debiera estar allí.

—Bueno, yo voy a bajar ya… ¿Viene?

—No —respondió ella sin mirarla—. Yo me quedaré un poco más.

Se volvió hacia el camino y dio dos pasos antes de volverse para despedirse. Pero la mujer ya no estaba. Se detuvo mirando el espacio que un segundo antes ocupaba la mujer.

—¿Oiga? —llamó.

Era imposible que hubiera pasado en cualquier dirección, no podía haber llegado a la boca de la cueva, ni haber pasado a su lado sin que la viera, eso sin contar con el tintineo que sus joyas producían al moverse.

—¿Maya? —llamó de nuevo. Dio un paso hacia la cueva decidida a buscarla, pero se detuvo en seco mientras las rachas de viento se hacían más intensas y un temor desconocido se afianzaba en su pecho. Se volvió hacia el camino y casi corriendo descendió hasta la planicie donde la esperaban Ros y James.

—Qué pálida estás… ¿Has visto un fantasma? —bromeó Ros.

—James, acompáñame —pidió ignorando las chanzas de su hermana.

Él se incorporó, alarmado.

—¿Qué pasa?

—Había una mujer que ha desaparecido.

Sin dar más explicaciones ni responder a las preguntas de James, penetró de nuevo en la espesura del camino arañándose con las árgomas y pensando que era imposible que Maya hubiera pasado por allí.

Cuando llegaron, Amaia se acercó a las grandes moles de piedra para comprobar que la mujer no se hubiera precipitado al vacío. A sus pies se abría una extensión inclinada poblada densamente por árgomas y rocas afiladas; era evidente que no había caído por allí. Fue hasta la entrada de la cueva y se inclinó para mirar en su interior. Olía intensamente a tierra y a algo que le recordó a metal. No había señal de que nadie hubiese entrado allí en años.

—Aquí no hay nadie, Amaia.

—Pues había una mujer, hablé un rato con ella y de pronto me volví y había desaparecido.

—No hay más senderos —dijo James mirando alrededor—. Si ha bajado, ha tenido que hacerlo por aquí.

Los guijarros que estaban sobre la roca-mesa habían desaparecido, incluida la piedrecilla que ella había colocado allí. Regresaron al camino y descendieron hasta donde esperaba Ros.

—Amaia, si hubiera bajado por aquí, Ros y yo la habríamos visto.

—¿Cómo era? —quiso saber su hermana.

—Rubia, guapa, treinta años, llevaba un chal de lana verde sobre un vestido largo y lucía muchas joyas de oro.

—Sólo falta que me digas que iba descalza.

—Casi, llevaba unas sandalias romanas.

James la miró sorprendido.

—Pero si estamos a ocho grados, cómo va a ir en sandalias.

—Sí, todo su aspecto era muy raro, pero a la vez era elegante.

—¿Vestía de verde? —se interesó Ros.

—Sí.

—Y llevaba joyas doradas. ¿Te dijo su nombre?

—Dijo que se llamaba Maya y que venía a menudo porque tenía una casa por la zona.

Ros se cubrió la boca con una mano mientras miraba fijamente a su hermana.

—¿Qué? —la apremió Amaia.

—La cueva que hay en esos riscos es una de las casas que según la leyenda habita Mari, que se desplaza volando por el cielo en medio de la tormenta desde Aia a Elizondo, desde Elizondo a Amboto.

Amaia se volvió hacia el camino de descenso con un gesto de desdén.

—Ya he oído bastantes chorradas… O sea, que he estado hablando con la diosa Mari a la puerta de su casa.

—Maya es el otro nombre con que se conoce a Mari, listilla.

Un rayo partió el cielo, que se había ido oscureciendo hasta adquirir un tono de estaño viejo. Un trueno sonó cercano y comenzó a llover.

40

Densas cortinas de lluvia barrían la calle de un extremo a otro como si alguien moviese a capricho una regadera gigante destinaba a limpiar el mal, o la memoria. La superficie de las aguas del río se veía rizada como si miles de pequeños peces hubieran decidido asomar a la superficie a la vez. Y las piedras del puente como las fachadas de las casas se veían empapadas del agua que resbalaba por ellas formando pequeños regatos que se vertían de nuevo al río escurriéndose por las paredes artificiales de los márgenes.

El Mercedes de Flora estaba aparcado frente a la casa de la tía.

—Ya ha llegado vuestra hermana —anunció James aparcando detrás.

—Y Víctor —añadió Ros mirando hacia el arco que formaba la entrada de la casa, en el que su cuñado se afanaba en secar una moto de color negro y plata con una gamuza amarilla.

—No puedo creerlo —susurró Amaia. Ros la miró extrañada, pero no dijo nada.

Salieron del coche y corrieron bajo la lluvia hasta el soportal donde Víctor había aparcado la moto. Intercambiaron besos y abrazos.

—Qué sorpresa, Víctor, la tía no nos dijo que vendrías —explicó Amaia.

—Eso es porque no lo sabía. Vuestra hermana me llamó esta mañana para decírmelo, y yo encantado de venir, ya sabéis.

—Y nosotros encantados de que vengas, Víctor —dijo Ros abrazándole mientras miraba a Amaia, todavía confusa por su comentario en el coche.

—Es preciosa —dijo James admirando la moto—, ésta no la había visto.

—Es una Lube, la LBM, iniciales de su creador, con motor de dos tiempos, 99 centímetros cúbicos y tres velocidades —aclaró Víctor, emocionado al tener la oportunidad de hablar de su moto—. La acabo de terminar; restaurarla mƀe ha llevado bastante tiempo, porque faltaban algunas piezas y ha sido un odisea encontrarlas.

—Las motocicletas Lube son de fabricación vizcaína, ¿verdad?

—Sí, la fábrica se abrió en los años cuarenta en Lutxana, en Barakaldo, y se cerró en el año 67… Una pena, porque eran unas motos realmente bonitas.

—Sí que es bonita —admitió Amaia—, me recuerda un poco a las motos alemanas de la segunda guerra mundial.

—Sí, supongo que en esa época todos estaban bastante influenciados en el diseño, pero no te extrañe que fuera al revés. El creador de la Lube ya tenía prototipos diseñados años antes, y se sabe que tuvo contactos con fábricas alemanas antes de la guerra…

—Vaya, Víctor, eres un experto en esto, podrías dar clases o escribir sobre ello.

—Eso sería posible si hubiera alguien a quien le interesara.

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