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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (38 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Cuando hemos entrado en el obrador, parecía como si representase una obra de teatro…

—Estaba reviviendo un momento de gran peligro. Y lo hacía con la misma intensidad que si estuviese ocurriendo en ese instante —dijo mirando a Amaia—. Mi pobre niña valiente. Sufriendo y sintiendo como aquella noche.

—Pero… —James miró de nuevo a Amaia, que sostenía con la otra mano una taza blanca y humeante que no había probado—. Quieres decir que lo que ha pasado esta noche en el obrador está causado por un episodio de estrés postraumático, que es una reacción de defensa ante unas señales que Amaia ha identificado como alarmas de peligro de muerte. O sea, que Amaia creía que la iban a matar…

Engrasi asintió llevándose las temblorosas manos a la boca.

—¿Y qué lo ha originado? Porque nunca antes le había pasado —dijo mirando con dulzura a su mujer.

—Puede ser cualquier cosa, el episodio puede dispararse por cualquier señal, pero supongo que habrá influido estar aquí, en Elizondo… El obrador, esos crímenes de las niñas… Y la verdad es que sí que le había pasado antes. Le pasó hace mucho tiempo, cuando tenía nueve años.

James miró a Amaia, que parecía a punto de desvanecerse.

—¿Tenías episodios de estrés postraumático con nueve años?

Su voz era un hilo.

—No los recuerdo —respondió ella—, de hecho no había recordado lo que pasó aquella noche en los últimos veinticinco años. Supongo que a fuerza de repetírmelo llegué a pensar que realmente no había sucedido.

James le quitó la taza intacta de la mano y la depositó en la mesa, tomó las manos de Amaia entre las suyas y la miró a los ojos.

Amaia sonrió, pero tuvo que bajar la mirada para poder decir:

—Cuando tenía nueve años, mi madre me siguió una noche al obrador y me golpeó con un rodillo de acero en la cabeza; cuando estaba en el suelo inconsciente me golpeó de nuevo, después me enterró en la artesa de la harina y vació dos sacos de cincuenta kilos sobre mi cuerpo. Avisó a mi padre sólo porque creyó que ya estaba muerta. Por eso viví el resto de mi infancia con mi tía. —Su voz había brotado impersonal y carente de modulación alguna, como si se tratase de una psicofonía de otra dimensión.

Ros lloraba en silencio contemplando a su hermana.

—Por el amor de Dios, Amaia, ¿por qué no me lo habías contado? —se horrorizó James.

—No lo sé, te juro que casi no he pensado en esto en los últimos años. Lo tenía enterrado en algún lugar de mi subsconciente; además de la auténtica, siempre hubo una versión oficial para lo que había ocurrido, la repetí tantas veces que llegué a creérmela. Creía que lo había olvidado, Y además es tan… vergonzoso… Yo no soy así, no quería que pensases…

—No tienes nada de qué avergonzarte, eras una niña pequeña y quien debía cuidar de ti te dañó. Es la cosa más cruel que he oído en mi vida, y lo siento mucho, cariño, siento que te hicieran algo tan horrible, pero ya nadie puede hacerte daño.

Amaia le miró sonriendo.

—No podéis imaginar lo bien que me siento, tengo la sensación de haberme quitado un gran peso de encima. La obstrucción —dijo pensando de pronto en las palabras de Dupree—. Eso también puede haber sido un factor estresante. Al volver aquí, los recuerdos han vuelto también, y no poder decírtelo ha supuesto una carga extra para mí.

James se separó un poco de ella para poder mirarla.

—¿Y qué va a pasar ahora?

—¿Qué quieres que pase?

—Entiendo que ahora mismo te sientas bien, liberada y descargada, pero, Amaia, lo que ocurrió el otro día, cuando sacaste el arma, ayer con tu hermana y esta noche en el obrador, no es ninguna broma.

—Lo sé.

—Perdiste el control, Amaia.

—No pasó nada.

—Pero podía haber pasado. ¿Cómo podemos estar seguros de que un episodio así no volverá a producirse?

Amaia no contestó. Se soltó del abrazo de James y se puso en pie. James miró a Engrasi.

—Tú eres la experta, ¿qué hay que hacer?

—Lo que estamos haciendo, hablar de ello. Contarlo, que explique cómo se siente, compartirlo con los que la quieren. No hay otra terapia.

—¿Y por qué no la aplicasteis cuando tenía nueve años? —dijo él sin ocultar el reproche. Engrasi se puso en pie y caminó hasta la chimenea donde se apoyaba Amaia.

—Supongo que en el fondo siempre esperé que lo hubiera olvidado, la colmé de amor. Intenté que olvidara, que no pensara. Pero ¿cómo puede una chiquilla dejar de pensar en el daño que le ha querido hacer su propia madre? ¿Cómo dejar de extrañar los besos que nunca le dará, los cuentos que jamás le contará antes de irse a dormir? —Engrasi bajó la voz hasta convertirla en un susurro, como si las terribles y duras palabras que estaba pronunciando dolieran así menos—. Yo intenté hacer ese papel, la arropé cada noche, la cuidé y quise como a nada en el mundo. Sabe Dios que si hubiera tenido una hija propia no la habría amado más. Y recé pidiendo que lo olvidara, que no tuviera que arrastrar este horror toda su infancia. A veces lo hablábamos, siempre decíamos «Lo que pasó», luego ella dejó de mencionarlo y yo esperé con todas mis fuerzas que no volviese a recordarlo. —Dos gruesas lágrimas corrieron por su rostro—. Me equivoqué —dijo con la voz quebrada.

Amaia la abrazó contra su pecho y apoyó su cara contra el pelo gris de Engrasi, que como siempre olía a madreselvas.

—James, no volverá a pasar —afirmó.

—No puedes estar segura.

—Lo estoy.

—Pero yo no, y no voy a dejarte ir por ahí con un arma si puedes sufrir uno de esos episodios de pánico.

Amaia se soltó del abrazo de Engrasi y atravesó la sala a largos pasos.

—James, soy inspectora de policía, no puedo trabajar sin llevar mi arma.

—No trabajes —sentenció James.

—No puedo dejar el caso ahora, supondría un descalabro en mi carrera, nadie volvería a confiar en mí.

—Comparado con tu salud es secundario.

—No voy a dejarlo, James, no puedo, y aunque pudiera no lo haría. —El tono de sus palabras evidenciaba la decisión y la fuerza que solían ser habituales en ella. No era Amaia, era la inspectora Salazar. James se puso en pie situándose frente a ella.

—Está bien, pero sin arma.

James creyó que protestaría, pero lo miró fijamente y miró a su hermana, que seguía llorando.

—Vale —admitió—. Sin arma.

39

Víctor seguía afeitándose de manera tradicional, con jabón de barra de La Toja, brocha y cuchilla. Pensaba que lo perfecto habría sido usar una navaja barbera como lo hicieron su padre y su abuelo, pero la había probado en una ocasión y aquello no era para él. De todos modos, con la cuchilla obtenía un afeitado apurado y la crema le dejaba en la piel un aroma que a Flora le encantaba. Se miró en el espejo y sonrió ante el aspecto un poco ridículo que presentaba con la cara cubierta de espuma. Flora. Si a ella le gustaba así, así sería. Su vida había dado un vuelco en el momento en que fue capaz de admitir que no quería renunciar a ella, que Flora, con su fuerte carácter y ese deseo de controlarlo todo, era la mujer que tenía su medida exacta, y aquello que en un momento había llegado a odiar de ella, su exhaustivo control, su carácter autoritario y cómo gobernaba cada uno de sus actos, ahora sabía valorarlo.

Había perdido los mejores años de su vida aturdiéndose bajo la influencia, que ahora casi veía maléfica, del alcohol, siendo en aquel momento la única salida, una vía de escape hacia la que huir de los instintos que clamaban contra la tiranía perpetua de Flora. Había sido incapaz de darse cuenta de que Flora era la única mujer que podía amarlo, la única mujer que él podía amar, y a la única a la que quería satisfacer. Cuando lo razonaba, se daba cuenta de que había comenzado a beber de aquel modo para vengarse de ella, para escapar y a la vez complacer a Flora, porque el alcohol le permitía adaptarse a su férrea disciplina aturdiendo sus sentidos y convirtiéndole en el marido que ella esperaba.

Hasta que perdió el control de la medida, de la fórmula exacta en que la vida podía ser tolerable bajo el dominio de Flora. Qué ironía que lo mismo que contribuyó a que su matrimonio se prolongase en los años fuera la causa que Flora adujo para dejarle. Durante el primer año tras la separación se había debatido en una lucha feroz con la adicción que en los primeros meses le llevó a tocar fondo, un fondo del que apenas guardaba conciencia, pues sus recuerdos estaban borrosos y sesgados como una vieja película en blanco y negro abrasada por el nitrato de celulosa. Una madrugada, después de llevar varios días encerrado en casa, abandonado al vicio y la autoconmiseración, despertó tirado en el suelo, medio ahogado en sus propios vómitos, y sintió un vacío y un frío como nunca antes.

Sólo entonces, tras darse cuenta de que iba a perder lo único importante que había en su vida, comenzó el cambio.

Flora no había querido divorciarse, aunque en todos los demás sentidos habían estado separados, distantes como desconocidos y ajenos el uno al otro, y no porque él lo hubiera querido. Flora tomó la decisión y aplicó las nuevas normas a su relación sin contar con su opinión, aunque para ser justos, reconocía que en aquel tiempo él era incapaz de tomar otra decisión que no fuera continuar bebiendo, pero nunca, ni en el peor día de sus muchos abismos etílicos, había querido separarse de ella.

Ahora las cosas parecían estar cambiando entre ellos, los esfuerzos, la suma de días sobrio, su aspecto aseado y los constantes detalles que tenía hacia ella parecían estar dando sus frutos al fin. Durante meses había visitado a Flora a diario en el obrador y cada día le había pedido una cita para comer, un paseo, ir juntos a misa, acompañarla en sus viajes de negocios. Y ella se había negado hasta esta misma semana, en la que, tras llevarle el ramo de rosas para conmemorar su aniversario, Flora había parecido ablandarse aceptando de nuevo su compañía.

Habría dado cualquier cosa, habría hecho cualquier cosa, se sentía capaz de cumplir cualquier condición con tal de volver a su lado. Dejar el alcohol había sido la decisión más importante de su vida; al principio pensó que cada día que pasara sin beber sería una tortura de horrible realidad cerniéndose sobre él, pero en los últimos meses había descubierto que en el mismo acto de decidir dejar de hacerlo se escondía una fuerza extraordinaria de la que ahora se alimentaba cada día, encontrando en el dominio que ejercía sobre sí mismo una libertad y una fuerza indómita que sólo experimentó en su juventud, cuando aún era lo que quería ser. Fue hasta el armario y eligió la camisa que tanto le gustaba a ella, y después de inspeccionarla decidió que de estar colgada estaba un poco arrugada y necesitaba una plancha. Bajó silbando las escaleras.

El reloj de la iglesia de Santiago indicaba que eran casi las once, pero el nivel de luz era más propio de un atardecer que de una mañana. Uno de esos días en que el alba se quedaba detenida en las primeras luces de la madrugada sin llegar a amanecer del todo. Esas mañanas sombrías formaban parte de los recuerdos de su infancia, en los que recordaba muchos días en los que soñó con la presencia cálida y acariciante del sol. En una ocasión, una compañera de clase le había regalado el grueso catálogo a color de una agencia de viajes, y durante meses se dedicó a pasar las páginas deleitándose en las fotografías de costas soleadas y cielos de un azul imposible mientras la niebla procedente del río navegaba hecha jirones por las calles cercanas. Amaia maldecía aquel lugar en el que, a veces durante días, no llegaba a amanecer, como si un gran genio volador lo hubiera transportado durante la noche a una remota isla islandesa, con la desventaja de que ellos no disfrutaban como los pobladores de los polos de las noches en las que el sol no se ponía.

En el Baztán, la noche era oscura y siniestra. Las paredes del hogar seguían guardando como antaño los límites de la seguridad, y fuera de ellos todo era incertidumbre. No era extraño que hacía apenas cien años el 90 por ciento de la población del Baztán creyese en la existencia de brujas, en la presencia del mal acechando en la noche y en los ensalmos mágicos para mantenerlos a raya. La vida en el valle había sido dura para sus antepasados. Hombres y mujeres tan valientes como testarudos, empeñados contra toda lógica en establecerse en aquella tierra húmeda y verde que, sin embargo, les había mostrado su cara más hostil e inhóspita, abatiéndose sobre ellos, pudriendo sus cosechas, enfermando a sus hijos y diezmando a las pocas familias que seguían enclavadas allí.

Corrimientos de tierra, tos ferina y tuberculosis, riadas e inundaciones, cosechas que se pudrían sobre sí mismas sin llegar a salir de la tierra… Pero los elizondarras se habían mantenido firmes junto a la iglesia, luchando en aquel codo del río Baztán que les había dado y quitado todo a su antojo, como avisándoles de que aquél no era lugar para los hombres, de que esa tierra en mitad de un valle pertenecía a los espíritus de los montes, a los demonios de las fuentes, a las lamias y al basajaun. Sin embargo, nada había conseguido doblegar la voluntad de aquellos hombres y mujeres que seguramente habían mirado también a aquel cielo gris, igual que ella, soñando con otro más claro y benigno. Un valle caracterizado por ser tierra de hidalgos e indianos que se fueron pero que siempre regresaron de ultramar, trayendo con ellos la gran fortuna que se cantaba en el
Maitetxu mía
y que invirtieron en remodelarlo haciendo exhibición del oro logrado ante sus vecinos y llenándolo de lustrosos palacios y caseríos con grandes balconadas, monasterios dedicados a agradecer su suerte y puentes medievales sobre ríos antes insalvables.

Como ya había advertido, tía Engrasi declinó la oferta del paseo y prefirió quedarse a cocinar excusándose en el estado deplorable de sus rodillas, pero Ros y James insistieron en realizar la excursión a pesar de lo mucho que protestó Amaia tratando de convencerles de que llovería antes del mediodía. Condujeron siguiendo la margen del río y después ascendieron hasta desembocar en una inmensa pradera que se extendía hasta el bosque de hayas que bordeaba el río y la ladera del monte. Cuando paseaba por las abiertas praderas entendía a los que desde muy lejos venían a Elizondo y suspiraban embelesados por la belleza sobrecogedora de aquel pequeño universo idílico escondido entre montañas de poca altura tapizadas de valles y prados de belleza imposible, sólo interrumpidas por bosques de robles y castaños y pequeñas aldeas rurales. Su clima húmedo prolongaba los otoños, tanto que en pleno febrero, y a pesar de haber nevado, los prados seguían verdes. Sólo el rumor del Baztán rompía el silencio del paisaje.

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