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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (46 page)

BOOK: El guardián invisible
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Qué típico del carácter de Flora, no dejaría jamás que nadie hiciera nada por ella, ni siquiera eso. Miró a su alrededor, tratando de extraer del aire la información que faltaba. ¿Adónde iría Flora para culminar su obra? Desde luego no a su casa, antes habría elegido el obrador o algún lugar que tuviera más relación con la otra faceta de su vida. Quizás al río. Se dirigió a la puerta y, al pasar frente a la mesa del despacho, vio sobre ella abiertas las pruebas del nuevo libro de su hermana. La foto a todo color, evidentemente tomada por un fotógrafo experto en un estudio, mostraba una bandeja adornada con frutos rojos en la que reposaban una docena de tortas sobre las que relucían piedrecitas de azúcar. El título en letras de molde decía:
Txatxingorri
s
(Según la receta de Josefa «Tolosa»)
.

Sacó el teléfono y marcó un número.

Cuando la tía contestó, cortó su saludo con u saludo na pregunta.

—Tía, ¿te suena alguien llamada Josefa Tolosa?

—Sí, aunque ya murió. Josefa Uribe, más conocida por «la Tolosa», era la difunta suegra de tu hermana, la madre de Víctor. Todo un carácter… La verdad es que el pobre Víctor vivía bastante sojuzgado, y luego encima se casó con otra mujer de armas tomar como tu hermana. Salió del fuego para caer en las brasas. Pobre hijo. Víctor es Uribe de segundo apellido, lo que pasa es que a esa familia siempre les han llamado los Tolosa, porque el abuelo era de allí. No es que la tratase mucho, pero mi amiga Ana María era también amiga de ella, si quieres puedo preguntarle más.

—No tía, déjalo, no hace falta —dijo mientras salía a toda prisa del obrador y abría en su PDA el correo electrónico en busca de la respuesta a la pregunta que había formulado en un foro y que había sido contestada: el interior de los depósitos de chapa de las motos antiguas se limpiaba con bicarbonato o vinagre, que pulía el interior y arrastraba todas las partículas de óxido al exterior. Partículas de óxido que llevaban adheridos restos de hidrocarburos y vinagre y que a su vez habían penetrado en la fina piel de cabra. La fina piel de la ropa de un motorista. Aún podía sentir la suavidad y el aroma de los guantes y la cazadora de Víctor cuando lo abrazó bajo la lluvia.

Recordaba haber estado en el caserío de la familia de Víctor un par de veces cuando era pequeña y su hermana Flora estaba recién casada. Por entonces era el típico caserío dedicado al ganado, y Josefina Uribe aún vivía y gobernaba las labores de aquella casa. Sus recuerdos no iban mucho más allá. Una mujer mayor que le había ofrecido la merienda y una fachada llena de macetas amarillas con geranios de colores; pero ya entonces las relaciones con Flora eran frías y distantes, y nunca había vuelto a visitarla allí.

Condujo el pequeño Micra a toda velocidad por el camino del cementerio y una vez rebasado éste comenzó a contar las fincas, pues recordaba que era la tercera a la izquierda y aunque no se veía desde el camino tenía un hito en la entrada que señalaba el acceso. Reducía la velocidad para estar segura de no pasarse la señal cuando vio el Mercedes de Flora detenido a un lado de la carretera junto a un camino que se internaba en un bosquecillo que, en plena noche, le pareció impenetrable. Dejó el Micra justo detrás, comprobó que no había nadie en su interior y maldijo de nuevo la brillante idea de cambiar de coche dejándose todo su equipo en el suyo. Registró el maletero y se alegró de que la mujer de Iriarte fuera tan previsora como para llevar una pequeña linterna, aunque escasa de pilas.

Antes de penetrar en el bosque marcó el número de Jonan y comprobó algo asustada que no había cobertura; probó con el de la comisaría y con el de Iriarte. Nada. Era un bosque de pinos de ramas bajas y abundantes agujas que tapizaban el suelo haciendo el avance lento y peligroso a pesar de que había un camino bien definido entre los árboles; supuso que los vecinos de la zona utilizaban aquel atajo desde siempre y que su hermana lo habría aprendido durante el tiempo en que, recién casada, vivió en el caserío de sus suegros. El hecho de que hubiera decidido llegar a la casa a través del bosque, y no por el camino de acceso, le daba una idea de los planes de Flora: la despótica y dominante Flora había atado cabos antes que ella misma manipulando la información que recibía puntualmente del incauto Fermín, embelesado por su hipnótica letanía de agravios. Amaia pensó en el modo descarado en que se había exhibido durante la comida del domingo, los comentarios vejatorios sobre las niñas, sus ideas sobre la decencia y los
txatxingorri
puestos sobre la mesa, tratando de distraer su atención del verdadero culpable, de aquel hombre al que nunca había amado pero que consideraba una de sus responsabilidades, como cuidar de la
ama
, atender el negocio familiar o sacar la basura cada noche.

Flora dominaba su mundo a base de disciplina, orden y férreo control. Era una de esas mujeres forjadas a la fuerza en aquel valle, una de aquellas
etxeko andreak
que habían quedado al frente de su casa y de su tierra mientras los hombres se iban lejos en busca de una oportunidad. Las mujeres de Elizondo que habían enterrado a sus hijos tras las epidemias y habían salido al campo a trabajar con lágrimas en los ojos, una de aquellas mujeres que no desconocía la parte oscura y sucia de la existencia, que simplemente le lavaba la cara, la peinaba y la mandaba a misa de domingo con los zapatos bien cepillados.

De una manera que desconocía, concibió de pronto un sentimiento de comprensión hacia el modo de conducirse en la vida que había tenido su hermana, mezclado con una avasalladora repugnancia por la carencia de corazón de la que hacía gala. Pensó en Fermín Montes, abatido en el suelo de aquel aparcamiento, y en ella misma defendiéndose torpemente de los ataques bien sopesados de su hermana.

Y pensó en Víctor. Su querido Víctor, llorando como un niño mientras la veía besar a otro tras los cristales. Víctor restaurando motos antiguas, recuperando un pasado añorado, Víctor viviendo en la casa que había sido de su madre, la señora Josefa, «la Tolosa», que era una maestra haciendo
txatxingorri
s. Víctor, que había pasado de una madre dominante a una esposa tiránica. Víctor alcohólico, Víctor con suficiente fuerza de voluntad como para mantenerse sobrio desde hacía dos años. Víctor, un hombre entre veinticinco y cuarenta y cinco años. Víctor, indignado con el advenedizo imitador de su puesta en escena. Víctor, obsesionado con un ideal de pureza y rectitud que Flora le había inculcado como modo de vida, un hombre conducido en sus pasiones al más absoluto control, un asesino que había dado el salto tomando las riendas de un plan maestro para dominar las pasiones, los deseos, las miradas impúdicas a las niñas y los pensamientos sucios que éstas le provocaban con su descaro y su exhibición constante. Quizá durante un tiempo intentó aturdir sus fantasías con alcohol, pero llegó un momento en que el deseo era tan apremiante que una copa pedía otra, y otra, para poder acallar las voces que desde su interior clamaban pidiendo que liberara sus deseos. Sus deseos siempre reprimidos.

Pero el alcohol sólo había logrado que Flora lo apartase de su lado, y eso había sido como nacer y morir en el mismo acto, pues a la vez que se liberaba de la presencia tiránica que lo había sometido obligándole a dominar sus impulsos, había supuesto cortar el cordón umbilical con el único tipo de relación que consideraba limpia con una mujer y con la única persona que habría podido someterlo. Estaba seguro de que Flora había notado algo, ella, la reina despótica a la que nada se le escapaba… Era imposible que no se hubiera dado cuenta de que Víctor albergaba en lo más profundo de su alma un demonio que pugnaba por dominarlo, y que a veces lo conseguía. Y lo supo, por supuesto. Lo supo sin duda cuando aquella mañana ella le llevó el
txatxingorri
hallado sobre el cadáver de Anne. El modo en que lo había tomado en sus manos, oliéndolo y hasta probándolo, sabiendo a ciencia cierta que aquello constituía la más clara e inconfundible firma, un homenaje a la tradición, al orden y a ella misma.

Amaia se preguntó cuánto había tardado en cambiar la harina cuando ella salió por la puerta, desde qué momento Flora había comenzado a urdir el plan de seducción a Montes y había estado del todo segura. ¿De verdad había necesitado la confirmación del laboratorio o lo sabía ya cuando probó el
txatxingorri
, cuando Anne apareció muerta, cuando se sentó a la mesa de la tía y justificó los crímenes?, ¿o sólo era una actuación destinada a comprobar la reacción de Víctor?

La ladera se inclinaba en dirección contraria a la carretera y el denso olor a resina estimuló sus fosas nasales haciendo que le picasen los ojos mientras la luz insuficiente de la linterna se extinguía, dejándola en la más absoluta oscuridad. Permaneció quieta unos segundos mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz y a duras penas podía discernir un atisbo de luz entre los árboles. Entonces, en plena oscuridad, vio el inconfundible destello danzarín de la linterna que Flora portaba y que hacía saltar de un árbol a otro produciendo entre la espesura un efecto de
flashes
o relámpagos. Echó a andar hacia la zona en la que percibía claridad, extendiendo las manos ante el cuerpo y ayudándose con la pantalla del móvil, que apenas si iluminaba sus pies y se apagaba cada quince segundos. Deslizando un pie delante de otro, intentó apresurarse para no perder el rastro de luz de Flora. Oyó un roce a su espalda y, al volverse, se golpeó en la cara con una rama rugosa que le hizo un profundo corte en la frente que inmediatamente comenzó a sangrar, dejándola aturdida mientras sentía dos regueros cayendo por sus mejillas como densas lágrimas y el teléfono iba a parar a algún lugar a sus pies. Palpó la herida con los dedos y comprobó que no era demasiado grande, aunque sí profunda. Tiró del fular que llevaba al cuello y se lo anudó fuertemente a la cabeza presionando en el corte y consiguiendo que dejase de sangrar.

Confundida y desorientada, se volvió lentamente tratando de localizar la niebla luminosa que había percibido entre los árboles, pero no vio nada. Se frotó los ojos notando la sangre pegajosa que comenzaba a coagularse y pensó en el aspecto que tendría su cara mientras una sensación cercana al pánico se adueñaba de ella y la creciente paranoia la obligaba a escuchar, forzándose a no respirar y segura de que había alguien más allí. Gritó sobrecogida al oír un fuerte silbido, pero enseguida supo que no le haría daño, que de algún modo estaba allí para ayudarla y que si tenía una oportunidad de salir del bosque antes de desangrarse sería con él. Otro silbido sonó con claridad a su derecha. Se irguió sujetándose la cabeza y avanzó en la dirección de la que provenía el sonido. Otro breve silbido sonó delante de ella y de pronto, como si alguien hubiera abierto una cortina, allí estaba el final del bosquecillo y la pradera que se extendía tras el caserío Uribe.

La hierba, que había sido cortada recientemente, facilitó la carrera campo a través de Amaia, que no recordaba que el prado tras la casa fuera tan vasto. La casa estaba iluminada por varias farolas posicionadas alrededor del cuidado césped, salpicado de antiguos aperos de labranza dispuestos como obras de arte circundando el caserío. Bajo la suave luz de una de las farolas distinguió la figura armada de Flora, que avanzaba desde la parte trasera con paso decidido y torcía hacia la entrada principal. Sintió el impulso de gritar su nombre, pero se contuvo al darse cuenta de que también alertaría a Víctor y de que aún estaba en campo abierto. Corrió con todas sus fuerzas hasta alcanzar la pared protectora de la casa y, pegándose a ella, sacó la Glock de Montes y escuchó. Nada. Caminó pegada a la pared, mirando de vez en cuando a su espalda, consciente de que allí era tan visible como Flora lo había sido antes. Avanzó con cautela hasta la puerta principal, que aparecía entornada y de la que salía una tenue luz. La empujó y observó cómo se abría pesadamente hacia el interior.

Excepto las luces encendidas, nada indicaba que hubiese nadie en la casa. Revisó las habitaciones de la planta baja y comprobó que apenas habían variado desde que «la Tolosa» era la señora del caserío. Miró alrededor buscando un teléfono pero no lo vio por ningún sitio; con cuidado, apoyó la espalda en la pared y comenzó un lento ascenso por la escalera. Había cuatro habitaciones cerradas que daban a un descansillo y una más al final del siguiente tramo de escaleras. Una a una, fue abriendo las puertas de robustos dormitorios de madera pulida a mano y gruesas colchas floreadas. Emprendió la subida al último tramo de la escalera, segura de que no había nadie en la casa pero sosteniendo la pistola con ambas manos y avanzando sin dejar de apuntar. Cuando alcanzó la puerta, los latidos de su corazón atronaban en su oído interno como latigazos cadenciales que le producían una sensación cercana a la sordera. Tragó saliva y respiró profundamente intentando calmarse. Se echó a un lado, giró el pomo de la puerta y accionó la luz.

En todos los años que llevaba en la Policía Foral como inspectora nunca se había encontrado ante un altar. Había visto fotografías y vídeos durante su estancia en Quantico, pero, como le había dicho su instructor, nada te prepara para la impresión de hallar un altar. «Puede estar en un pequeño hueco, en el interior de un armario o en un baúl; puede ocupar una habitación entera o residir en un cajón, da igual. Cuando te topes con uno, nunca lo olvidarás, porque ese particular museo de los horrores en que el asesino cuelga sus trofeos es la mayor muestra de sordidez, de perversión y de depravación humana que puedas encontrar. Por muchos estudios, muchos perfiles y muchos análisis del comportamiento que hayas estudiado no sabrás lo que es mirar dentro de la cabeza de un demonio hasta que no halles un altar.»

Jadeó aterrada al encontrar una versión ampliada de las fotos que tenía en comisaría. Las niñas la miraban desde el espejo de un gran aparador antiguo en cuyo cristal Víctor había dispuesto ordenadamente recortes de periódico, los artículos sobre el basajaun, las esquelas de las niñas que se habían publicado en el periódico y hasta unos recordatorios de los funerales. Había fotos de las familias en el cementerio, de las tumbas cubiertas de flores y de los grupos del instituto, que se habían publicado en una gaceta local, y bajo éstas, una colección de fotos tomadas sin duda en el lugar del crimen que mostraban paso a paso, como en un tutorial de muerte, las instantáneas de cómo se había ido preparando el escenario. Una documentada explicación gráfica del horror y de la historia de los progresos del asesino en su macabra carrera. Amaia observó incrédula la cantidad de recortes que habían amarilleado por efecto del tiempo, curvándose en los bordes debido a la humedad, algunos fechados veinte años atrás, y tan breves que apenas ocupaban unas líneas en las que se trataba la desaparición de campistas, de excursionistas en lugares alejados del valle e incluso al otro lado de la frontera.

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