El guardián invisible (33 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—¿Y cómo saben que pertenecen al mismo animal?

—Del mismo modo que sabemos que se trata de un macho, con un análisis.

—¿Un análisis de ADN?

—Claro.

—¿Y ya tienen los resultados?

—Los tenemos desde ayer.

—¿Cómo es posible? Yo aún no he recibido los resultados de las muestras que envié cuando les di esos pelos…

—Eso es porque nosotros los mandamos a Huesca, a nuestro propio laboratorio.

Amaia estaba atónita.

—¿Me está diciendo que en su laboratorio, el de un centro de interpretación de la naturaleza, cuentan con tecnología tan avanzada como para tener un análisis de ADN en tres días?

—Y en veinticuatro horas si nos damos prisa. Suele hacerlos la doctora Takchenko, pero al estar aquí los hizo un estudiante que suele trabajar con nosotros.

—Vamos a ver, ¿ustedes pueden realizar un análisis de ADN, por ejemplo, de una muestra mineral, animal o humana, y establecer si es idéntica a otra?

—Claro, eso es exactamente lo que hacemos. El nuestro es un sistema por comparación y eliminación; no tenemos el banco de datos con el que cuenta un laboratorio forense, pero podemos establecer comparaciones sin ningún lugar a dudas. Un pelo de oso macho y otro pelo de oso macho, aunque no sean del mismo animal, tienen muchos alelos en común.

Amaia se quedó en silencio escrutando el rostro de la doctora.

—¿Si yo le facilitase diferentes muestras de una sustancia como harina común de distinta marca podríamos establecer de qué marca es la que se ha utilizado en un pan en concreto?

—Probablemente sí, estoy segura de que cada fabricante tiene un proceso de mezcla y molido diferente; además de que se pueden haber mezclado diversos tipos de grano de distintas procedencias. Con un análisis de cromatografía podríamos aclararlo más.

Amaia se mordió el labio pensativa mientras un camarero ponía sobre la mesa calamares rebozados y albóndigas cuya salsa aún hervía en la cazuelita de barro.

—Es un conjunto de técnicas basadas en el principio de retención selectiva, cuyo objetivo es separar los distintos componentes de una mezcla, permitiendo identificar y determinar las cantidades de dichos componentes —explicó el doctor.

—Ustedes se van esta noche, ¿verdad?

La doctora Takchenko sonrió.

—Sé lo que está pensando, y estaré encantada de ayudarla. Por si tiene alguna duda le diré que en mi país trabajé en un laboratorio forense; si me da las muestras ahora tendré los resultados mañana.

Su cabeza iba a mil por hora mientras valoraba el avance que supondría tener esos datos en veinticuatro horas. Por supuesto, los resultados obtenidos no tendrían valor ante un tribunal, pero podían acelerar la investigación al servir para descartar muestras; si se obtenía algún resultado positivo tendría que esperar a tener la confirmación del laboratorio oficial, pero la investigación se vería relanzada si tenía la certeza de en qué dirección ir.

Se puso en pie mientras marcaba un número en su móvil.

—Espero que no sea demasiada molestia, pero voy con ustedes. Aunque los resultados no tengan valor judicial, debo custodiar las pruebas y supervisar los análisis.

Se volvió de lado para hablar por teléfono.

—Jonan, ven al hotel Baztán con una muestra de cada una de las harinas que recogisteis en los obradores y trae tu bolsa. Nos vamos a Huesca.

Colgó y miró sonriendo a los doctores y a la comida expuesta sobre la mesa mientras decidía que había recuperado el apetito.

Veinte minutos más tarde, un sonriente Jonan se sentaba a la mesa.

—Bueno, ustedes dirán adónde vamos —suspiró.

—Al Bear Observatory of the Pyrennes, en la comarca de Sobrarbe, que se corresponde con el antiguo reino o condado del mismo nombre surgido hace más de un milenio al norte de la provincia de Huesca, aunque en el navegador es mejor que pongan Ainsa.

—Ainsa me suena, es un pueblo de aspecto medieval, ¿no es cierto? Uno de esos que conserva el trazado de la época y el empedrado en las calles.

—Sí, Ainsa tuvo que tener gran relevancia en el Medievo, sobre todo por su estratégica situación, un lugar privilegiado, entre el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, el Parque Natural de los Cañones y la Sierra de Guara y el Parque Natural Posets-Maladeta. Dominar Ainsa debía de suponer ya entonces una gran ventaja.

—¿Y hay osos en esa zona?

—Me temo que los osos son bastante más complicados de lo que la mayoría de la gente podría llegar a suponer.

—Osos complicados —dijo Amaia sonriendo a Jonan—; prepárate, lo mismo tenemos que hacerles un perfil.

—Pues no crea que es tan descabellado, sólo podemos llegar a discernir parcialmente la mentalidad del oso si somos capaces de atribuirle precisamente eso, una mentalidad. Desde el momento en que admitimos que el oso tiene un carácter, un modo de ser que varía en cada individuo, podemos llegar a entender la dificultad que llega a entrañar observar a un ejemplar.

—La doctora y yo —dijo mirando a su compañera— viajamos a Centroeuropa, los Cárpatos, Hungría, poblaciones perdidas entre los Balcanes y los Urales y, por supuesto, los Pirineos. Ainsa no es precisamente famosa por sus avistamientos de osos, pero contaba con una gran infraestructura de centros de observación de la naturaleza, sobre todo aves, y nos brindó un espacio perfecto para ubicar el laboratorio y permitir que la empresa que lo subvenciona obtenga beneficios de los centros de recuperación de especies, las visitas guiadas y las donaciones de los turistas y visitantes, que en Ainsa son muchos, y durante todo el año.

—O sea, ¿que no sólo se dedican a los osos?

—No, qué va, podemos hablar de una gran variedad y cantidad de especies, acorde con la variedad de hábitats de esta comarca. Dado el buen estado de conservación de la mayoría de los hábitats, un buen número de especies encuentran en estos valles uno de sus últimos refugios. Abundan las rapaces diurnas, águila real, milano real, halcón peregrino, azor, gavilán, y las nocturnas búho real, mochuelo, lechuzas… Es fácil ver a grandes carroñeros, como los quebrantahuesos, buitres…, y multitud de pequeños pájaros. Pero la doctora y yo nos dedicamos a los mamíferos de gran tamaño: jabalí, ciervo, zorro…, aunque son más abundantes los de menos talla, como murciélagos, musarañas, conejos, ardillas, marmotas, lirones… Ya ve, estamos entretenidos todo el año, aunque nuestros mayores desvelos se centran en las migraciones de los grandes osos por toda Europa, y acudimos a cualquier llamada que sugiera la presencia de un oso, como en su caso.

—¿Y a qué conclusión han llegado? ¿Es posible que haya un oso en la zona? ¿O se inclinan por un basajaun, como los guardabosques? —inquirió Jonan.

El doctor González le miró perplejo, pero la doctora Takchenko sonrió.

—Yo sé lo que es eso, un ¿basajauno?

—Un basajaun —corrigió Jonan.

—Sí —exclamó ella volviéndose hacia su compañero—, es lo mismo que el Home Grandizo, el Bigfoot, el gigante, el Sasquatch. Dicen que existió un gigante, un Home Grandizo, en un lugar llamado la Val d’Onsera. Dicen de él que caminaba acompañado de un enorme oso. Y en mi país también hay una leyenda sobre un hombre grande y fuerte, poco evolucionado, que habita en los bosques para proteger el equilibrio de la naturaleza; ¿es lo mismo que un basajaun?

—Prácticamente lo mismo, sólo que al basajaun se le atribuyen algunas cualidades mágicas, es un ser místico de la mitología.

—Creí que ése era sólo el nombre que la prensa daba al criminal… porque mata en el bosque —dijo el doctor.

—Oh, pero eso no está bien —exclamó la doctora—. Un basajaun no mata, sólo cuida, sólo preserva la pureza.

Amaia la miró fijamente mientras recordaba las palabras de su hermana. El guardián de la pureza.

—¿Y los guardabosques creen que un basajaun es el asesino que buscan? —se extrañó el doctor.

—Pues parece que creen en la existencia del basajaun —explicó Jonan—, y sugieren que pudiera ser lo que hemos tomado por un oso, pero por supuesto no tendría nada que ver con los asesinatos, y su presencia se debería sólo a que ha sido convocado por las fuerzas de la naturaleza para contener al depredador y restaurar de nuevo el equilibrio en el valle.

—Es una historia preciosa —admitió el doctor González.

—Pero es sólo un historia —dijo Amaia poniéndose de pie y dando por acabada la conversación.

Salió al aparcamiento abrigándose con el plumífero mientras decidía mentalmente viajar en el coche de Jonan y dejar el suyo allí mismo. Sacó el móvil para llamar a James y avisarle de que se iba a Huesca. El aparcamiento estaba poco iluminado, pero recibía luz blanca de las cristaleras de la cafetería y otra más cálida de las ventanas del comedor rústico que había al otro lado. Mientras esperaba a que James contestara, observó a los comensales que se sentaban más cerca de la ventana. Flora, vestida con una ceñida blusa negra, se inclinaba hacia delante en un gesto coqueto y estudiado que la sorprendió. Caminó entre los coches picada por la curiosidad, buscando el ángulo que le permitiera ver mejor la escena. James contestó por fin y ella le explicó brevemente la idea que tenía y que le llamaría cuando fuese a regresar. Justo cuando se despedía de James, su hermana se apartó de la ventana a la vez que se inclinaba para entrelazar una mano a su acompañante. El inspector Montes sonreía mientras le decía algo a Flora que Amaia no pudo entender, pero que hizo reír a su hermana mayor, que echaba la cabeza hacia atrás en un gesto claramente seductor y miraba hacia el exterior. Sobresaltada, Amaia se volvió bruscamente tratando de ocultarse y perdiendo el móvil, que salió disparado bajo un coche, antes de decidir que de ningún modo Flora podía haberla visto desde dentro en aquel aparcamiento tan mal iluminado.

Recuperó su teléfono cuando Jonan y los doctores salían de la cafetería. Dejó conducir al subinspector, sin prestar atención a lo que decía, y suspiró aliviada y un poco confusa por su propia reacción, cuando comenzaron a alejarse del hotel.

34

Engrasi abrió el precinto que custodiaba una nueva baraja de Marsella. Sacó las cartas de su caja y comenzó un ritual de contacto mientras rezaba y lentamente las iba barajando. Sabía que se enfrentaba a algo distinto, aunque no nuevo, un viejo enemigo al que ya había discernido una vez hacía mucho tiempo, aquel día en que Amaia se había echado las cartas siendo una niña. Y hoy, mientras Ros intentaba ayudar a su hermana, aquella antigua amenaza había regresado como un recuerdo desagradable para asomar su hocico sucio y babeante en la vida de su niña.

Engrasi se había sentido identificada con Amaia desde que era pequeña. Igual que ella, había aborrecido aquel lugar en el que le había tocado nacer, renegando de cuanto significaban las arraigadas costumbres, la tradición y la historia, y había hecho lo posible por largarse de allí hasta que lo consiguió. Estudió, esforzándose al máximo para obtener becas que le permitieran ir más y más lejos de su casa, primero Madrid y por fin París. En la Universidad de la Sorbona estudió psicología. Un mundo nuevo se abrió ante ella en un París revolucionado y palpitante de ideas y sueños de libertad, haciendo que se sintiera como una invitada a la vida y más renegada que nunca de aquel oscuro valle donde el cielo era de plomo y el río atronaba en mitad de la noche. Un París perfumado de amor y el Sena fluyendo majestuosamente silencioso la sedujeron definitivamente y se ratificó en lo que ya sabía: que nunca regresaría a Elizondo.

Conoció a Jean Martin en su último año de carrera. Él, un prestigioso psicólogo belga, era profesor invitado en la universidad y le llevaba veinticinco años. Salieron a escondidas durante aquel curso y en cuanto ella se licenció se casaron en una pequeña parroquia a las afueras de París. A la boda asistieron las tres hermanas de Jean con sus maridos, sus hijos y un centenar de amigos. Ni un solo familiar de Engrasi. A sus cuñadas les dijo que su familia era pequeña y arraigada en el trabajo y sus padres demasiado ancianos para viajar. A Jean le dijo la verdad.

No quería verlos, no quería hablar con ellos ni tener que preguntar por los vecinos y los viejos conocidos, no quería saber qué pasaba en el valle, no quería que la influencia de su pueblo la alcanzara allí, porque presentía que con ellos traerían esa energía del agua y el monte, esa llamada arraigada en las entrañas que se sentía dentro cuando se había nacido en Elizondo. Jean había sonreído mientras la escuchaba, como si se tratase de una niña asustada que narra un mal sueño, y del mismo modo la había consolado, reprendiéndola tiernamente.

—Engrasi, eres una mujer adulta, si no quieres que vengan, que no vengan. —Y había seguido leyendo su libro como si la conversación no versase sobre nada más importante que elegir el sabor de la tarta entre limón y chocolate.

La vida no podía ser más generosa con ella. Vivía en la ciudad más hermosa del mundo, en un ambiente universitario que tenía su mente en vilo y su corazón entregado con la absurda seguridad que proporciona el creer que se tiene todo, excepto los hijos, que no llegaron durante los cinco años que duró el sueño… Justo hasta el día en que Jean murió de un infarto mientras atravesaba los jardines frente a su despacho en París.

No tenía recuerdos de aquellos días, suponía que los había pasado en
shock
, aunque recordaba que se mostró serena y dueña de sí, con el dominio que proporciona la incredulidad ante los acontecimientos. Las semanas se fueron sucediendo, entre pastillas para dormir y lacrimosas visitas de sus cuñadas, que insistían en ampararla contra el mundo, como si eso fuera posible, como si en un cementerio de París no estuviera enterrado su corazón, tan frío y muerto como el de Jean. Hasta que una noche se despertó cubierta de sudor y llanto, y supo por qué no lloraba de día. Se levantó de la cama y recorrió desconsolada el enorme piso buscando una huella de la presencia de Jean, y aunque allí estaban sus gafas, el libro aún abierto por la página que él había marcado, sus zapatillas y la prieta caligrafía adornando los recuadros del calendario en la cocina, no lo encontró ya, y esa certeza desoló su alma helando aquella casa y haciendo inhabitable París.

Entonces regresó a Elizondo. Jean le había dejado suficiente dinero como para no tener que preocuparse nunca más. Compró una casa en aquel lugar que creyó no amar y desde entonces no había abandonado el valle de Baztán.

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