El guardián invisible (26 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—Mire esto, inspectora. —Amaia se cubrió la boca y la nariz con la mascarilla que le tendió San Martín y se inclinó a mirar—. Observe el cuello, ¿ve lo mismo que yo?

—Veo dos enormes cardenales bien diferenciados a ambos lados de la tráquea.

—Sí, señora, y seguramente tendrá unos cuantos más en la nuca, los veremos cuando podamos moverla. Esta chica, a pesar de lo que el cordel quiera contarnos, fue estrangulada con las manos, y esos dos cardenales corresponden a los pulgares de su asesino. Fotografíe esto —dijo dirigiéndose a Jonan—. Esta vez espero verle en la autopsia.

Jonan bajó la cámara un segundo para mirar a Amaia, que continuó hablando sin prestarles atención.

—¿La mataron aquí, doctor?

—Diría que sí, aunque tendrán que establecerlo ustedes. Pero desde luego, si no la mataron aquí, la trajeron hasta este lugar inmediatamente, pues el cadáver no ha sido movido después de las dos primeras horas tras producirse la muerte. La causa de la muerte, probable estrangulamiento, asfixia. Data: habrá que analizar el estadio de las larvas, pero yo diría una semana. Y lugar, seguramente aquí. La temperatura del cuerpo se ha igualado con la de la borda y las livideces cadavéricas indican que no ha sido movida tras la muerte. La rigidez ha desaparecido casi totalmente, como corresponde a esta fase, y los signos de deshidratación se han visto atenuados por la evidente humedad ambiental.

Amaia tomó unas pinzas y descubrió los genitales de la chica. Se apartó un poco para que Jonan hiciera las fotos.

—¿Qué me dice de las lesiones externas? Yo diría que ha sido violada.

—Todo indica que sí, pero en esta fase de la descomposición los genitales suelen aparecer bastante hinchados. Se lo diré en la autopsia.

—¡Oh, no! —exclamó Amaia.

—¿Qué ocurre?, ¿qué ha visto?

Amaia se incorporó como sacudida por un rayo. Dando la vuelta al sofá, apremió a Iriarte.

—Vamos, ayúdeme.

—¿Qué quiere hacer?

—Mover el sofá.

Tomándolo uno de cada lado, lo levantaron comprobando que a pesar de su aspecto era extraordinariamente ligero. Lo desplazaron unos quince centímetros hacia delante.

—Joder —exclamó San Martín.

La jueza Estébanez, que entraba en ese momento, se acercó, cauta.

—¿Qué ocurre?

Amaia la miró fijamente, pero la jueza tuvo la sensación de que su mirada traspasaba su persona, las paredes de aquella borda, los bosques y las rocas milenarias del valle. Hasta hallar las palabras.

—Le falta el brazo derecho desde el codo. El corte es limpio y no hay sangre, así que se lo cortaron cuando ya estaba muerta. Y no lo encontraremos, se lo han llevado.

La jueza hizo un gesto de profundo disgusto.

Primavera de 1989

Amaia vivió desde ese día con la tía Engrasi, visitando a su padre a diario en el obrador y acudiendo los domingos a comer a casa. Recordaba esas comidas como exámenes puntuales. Se sentaba a la cabecera frente a su madre, el lugar más alejado de ella, y comía en silencio respondiendo con monosílabos a los pobres intentos de su padre por iniciar una conversación. Después ayudaba a sus hermanas a recoger y, cuando ya todo estaba en orden, se dirigía a la salita, donde sus padres veían el informativo de las tres. Allí se despedía hasta la siguiente semana. Se inclinaba y besaba a su padre, y él le ponía en la mano un billete muy doblado; después permanecía un par de minutos mirando a su madre, esperando mientras ella continuaba viendo la tele sin dignarse siquiera a mirarla. Entonces su padre le decía:

—Amaia, la tía te estará esperando.

Y ella salía de la casa en silencio, con un escalofrío recorriendo su espalda. Una magnífica sonrisa de triunfo se dibujaba en su rostro mientras daba gracias al Dios todopoderoso de los niños por que aquel día tampoco hubiera querido tocarla, besarla, despedirla. Lo prefería así. Durante algún tiempo temió que de su madre pudiera partir cualquier gesto que alcanzara a interpretarse como un deseo de que regresara a casa. Le aterrorizaba la sola idea de que ella posase la mirada en su rostro durante más de dos segundos, porque cuando lo hacía, mientras su padre buscaba el vino en la alacena o se inclinaba sobre el hogar para avivar el fuego, volvía a sentir tanto miedo que las piernas le temblaban y la boca se le secaba como si la tuviese llena de harina.

Sólo volvió a quedarse a solas con ella en dos ocasiones. La primera fue un año después del ataque, en la siguiente primavera. Su cabello había vuelto a crecer y durante el invierno había dado un buen estirón. Era el fin de semana en el que se cambiaba la hora, pero tanto la tía como ella habían olvidado hacerlo, así que se presentó en la casa de sus padres una hora antes. Llamó a la puerta y cuando su madre le abrió y se hizo a un lado para dejarla pasar, ella ya supo que su padre no estaba en casa. Penetró hasta el centro del salón y se volvió a mirar a su madre, que se había detenido en la mitad del corto pasillo y desde allí la miraba. No podía ver sus ojos, ni el gesto de su boca, porque el pasillo estaba a oscuras en contraste con el soleado salón, pero percibía su hostilidad como si en aquel corredor hubiera una manada de lobos. Aún tenía el abrigo puesto, y sin embargo comenzó a temblar como si en lugar de una suave temperatura primaveral la atenazase el más crudo invierno siberiano. Debieron de pasar unos segundos, pero a ella le parecieron eternidades, concentradas en parpadeos y ahogados jadeos que surgían de algún lugar en el que una niña lloraba; la oía con claridad, aunque no podía verla mientras vigilaba el acecho de aquel mal amenazante que aguardaba en el pasillo. Un leve roce, un paso y la niña que lloraba comenzó a gritar como se hace cuando el pánico te atenaza, con aullidos ahogados que apenas logran salir de la garganta, abortándose en un vano intento de dejar escapar la locura que acecha. Son los gritos de las pesadillas en las que las niñas se desgañitan en aullidos, que se transforman en susurros apenas salen de sus gargantas. Otro paso. Otro grito, que quizás era el mismo, que nunca cesaría. Su madre llegó a la puerta del salón y por fin pudo ver su rostro. Eso fue suficiente. En el mismo instante supo que la niña que gritaba ahogada era ella misma, y la certeza le hizo perder el control de su vejiga en el mismo segundo en que su padre y sus hermanas entraban por la puerta.

29

Hizo el trayecto hasta Pamplona en silencio y sumida en una desazón interior que la había embargado desde el instante en que vio el cadáver de Johana. Había en aquel crimen tantos aspectos diferenciales que le costaba trabajo comenzar siquiera a plantearse un perfil preliminar, aunque le había estado dando vueltas en la cabeza durante todo el camino. Las flores, el perfume, el ramo que descansaba sobre su vientre, el modo casi pudoroso con que había sido cubierta la desnudez del cadáver… Contrastaban con la brutalidad evidente de los golpes repartidos por el rostro, la forma salvaje en que la ropa había sido casi arrancada haciéndola jirones, la probable violación y la truculencia con que el asesino había perdido el control, llegando a estrangular a su víctima con sus propias manos. Y luego estaba el tema del trofeo. Muchos asesinos en serie se llevaban algo que hubiese pertenecido a las víctimas, para poder recrear en la intimidad una y otra vez el instante de la muerte, por lo menos hasta que la fantasía llegaba a ser insuficiente para satisfacer su necesidad y tenían que salir a por más. Pero no era frecuente que se llevasen trozos del cuerpo, por la dificultad que entrañaba conservarlos intactos y a la vez tener acceso a ellos cuando al asesino le apetecía. Solían elegir pelo o dientes, pero no partes que pudieran sufrir un rápido deterioro. Llevarse un antebrazo con la mano no encajaba en el perfil del depredador sexual, aunque tampoco encajaba el trato casi exquisito que le había brindado al cadáver durante días.

Era la hora de comer cuando llegaron a Pamplona. Contrastando con el frío exterior, el aliento de los viajeros se había adherido a los cristales de las ventanillas y se convertía en la prueba palmaria del sofocante calor en el interior del vehículo, incómodo por la presencia del teniente Padua, que había insistido en viajar con ellos aunque no había abierto la boca en todo el viaje. Cuando por fin el coche se detuvo ante el Instituto Navarro de Medicina Legal y bajaron, una mujer totalmente oculta bajo un paraguas surgió de entre un pequeño grupo que esperaba a la entrada y se adelantó unos pasos hasta situarse frente a las escaleras.

Amaia supo quién era nada más verla: no era la primera vez que los familiares de una víctima la esperaban a las puertas de la morgue. De ningún modo se les permitiría entrar a la autopsia. No podían hacer nada allí, incluso la creencia popular de que los familiares debían autorizar la autopsia era falsa. Las autopsias se realizaban dentro del protocolo judicial por orden del juez, y en los casos en que era necesaria la identificación del cadáver se hacía a través de pantallas de televisión de circuito cerrado y nunca entraban a la sala de autopsias… Los familiares no tenían nada que hacer allí, pero aun así acudían a la puerta del instituto como a una llamada y esperaban reunidos, como si en cualquier momento fuera a salir de allí una enfermera para anunciarles que todo había salido bien y que su ser amado se recuperaría en unos días.

Cuando comenzó a aproximarse a la mujer, decidida a evitar mirarla a los ojos, percibió la palidez de su rostro, el modo suplicante en que tendió una mano hacia ella mientras daba la otra a una niña pequeña, de apenas tres o cuatro años, que la madre casi arrastraba en su avance. Amaia apuró el paso.

—Señora, señora, se lo ruego —dijo la mujer llegando a rozar con una mano áspera y fría la mano de Amaia. Después, como si pensase que había ido muy lejos en su atrevimiento, retrocedió un paso y asió de nuevo la mano de la niña.

Amaia se detuvo en seco instando con la mirada a Jonan, que intentaba interponerse entre ambas.

—Señora, por favor —rogó la mujer. —Amaia la miró invitándola a hablar. —Soy la madre de Johana —dijo por toda presentación, como si asumiese que ostentaba un triste título para el que no cabía explicación alguna.

—Sé quién es, y siento mucho lo que le ha ocurrido a su hija.

—Usted es la policía que investiga los crímenes del basajaun, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Pero a mi hija no la ha matado el basajaun, ¿verdad?

—Me temo que no puedo contestar a eso, aún es pronto para estar seguros. Estamos en una fase muy preliminar de la investigación en la que primero tenemos que establecer qué ha pasado.

La mujer avanzó un paso más.

—Pero usted tiene que saberlo, usted lo sabe, sabe que a mi Johana no la ha matado ese asesino.

—¿Por qué dice eso?

La mujer se mordió el labio y miró alrededor, como si fuera a hallar la respuesta en las gruesas gotas de lluvia que caían.

—¿La han…? ¿La han abusado?

Amaia posó sus ojos en la niña, que parecía absorta en la contemplación de los coches patrulla aparcados en batería.

—Ya le he dicho que aún es pronto para saberlo, no podemos estar seguros hasta que no se haga la… Bueno… —De pronto, mencionar la autopsia se le antojó demasiado violento. La mujer se acercó hasta que Amaia pudo oler su aliento amargo y una colonia de lavanda que emanaba de su ropa húmeda. Cogiéndola de la mano, se la apretó en un gesto que era a la vez reconocimiento y desesperación.

—Al menos, señora, dígame cuántos días lleva muerta.

Amaia colocó una mano sobre la de la mujer.

—Hablaré con usted cuando termine… Bueno, cuando terminen de examinarla, le doy mi palabra.

Se soltó de la mano que atenazaba la suya como una garra helada y avanzó hacia la entrada.

—Lleva muerta una semana, ¿verdad? —afirmó la mujer con la voz quebrada por el esfuerzo—. Desde el día en que desapareció.

Amaia se volvió hacia ella.

—Lleva siete días muerta. Lo sé —repitió la mujer. La voz se le rompió del todo y comenzó a llorar gimiendo roncamente.

Amaia retrocedió hasta donde estaba y miró alrededor, calibrando el efecto que las palabras de la madre de Johana habían tenido en sus acompañantes.

—¿Cómo puede saberlo? —le susurró Amaia.

—Porque el día que mi niña murió sentí que algo se me rompió acá, adentro —dijo la mujer llevándose la mano al pecho.

La inspectora reparó en que la niña pequeña se asía fuertemente a las piernas de su madre y lloraba sin emitir ningún ruido.

—Señora, váyase a casa, llévese a la niña de aquí, le prometo que iré a hablar con usted en cuanto pueda decirle algo.

La mujer miró a la niña, que lloraba con un gesto de infinito amor, como si de pronto hubiera tomado conciencia de su presencia y su existencia se le antojara prodigiosa.

—No —contestó con firmeza—. Esperaré aquí, a que acaben, esperaré para poder llevarme a mi niña.

Amaia empujó la pesada puerta, pero aún alcanzó a escuchar el ruego de la madre.

—Vele por mi hija ahí adentro.

Cumpliendo su promesa a San Martín, Jonan había entrado en la sala de autopsias. A Amaia le constaba que no era la primera vez, pero por norma solía eludir este trago que a todas luces le resultaba penoso. Permanecía en silencio apoyado en la encimera de acero y su rostro no evidenciaba emoción alguna, quizá por saberse observado por los demás, que a veces hacían bromas por el hecho de que, siendo doctor —lo era en antropología y arqueología—, tuviese reparos con las autopsias. Sin embargo no se le escapó el detalle de que tenía las manos a la espalda, como si pusiese de manifiesto su intención de no tocar nada, ni física ni emocionalmente. Antes de entrar se había acercado a él para decirle que podía declinar la invitación de San Martín con cualquier pretexto, que podía enviarle a hablar con la madre de Johana o a continuar con las pistas en comisaría. Pero él había decidido quedarse.

—Tengo que entrar, jefa, porque este crimen me tiene desconcertado, y con lo que sé no tengo ni para iniciar un esbozo de perfil.

—No será agradable.

—Nunca lo es.

Normalmente cuando llegaba a las autopsias los técnicos ya habían retirado la ropa, tomado muestras de uñas y cabello y en muchos casos hasta habían lavado el cadáver. Amaia le había pedido a San Martín que la esperase antes de retirar la ropa, pues intuía que el modo en que había sido rasgada aportaría algún dato nuevo. Se acercó a la mesa mientras se anudaba una bata de un solo uso a la espalda.

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